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LUIS CAMPALANS PEREDA

ESCRITOS PANDÉMICOS
(2020/21)


Luis Campalans Pereda

Escritos pandémicos : 2020/21 / Luis Campalans Pereda. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2021.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: online

ISBN 978-987-87-1583-4

1. Ensayo Literario Argentino. I. Título.

CDD A864

EDITORIAL AUTORES DE ARGENTINA

www.autoresdeargentina.com

info@autoresdeargentina.com

Diseño de portada: “Edipo y la esfinge de Tebas” Oleo de Gustave Moreau (1864)

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

Impreso en Argentina – Printed in Argentina

Índice de contenido

Portada

Créditos

Índice

INTRODUCCIÓN

PSICOANALIZAR EN CHANCLETAS

NOTAS SOBRE EL PSICOANÁLISIS Y LA PESTE

TELEVISIÓN

CAZANDO MAMUTS. BREVE ENSAYO SOBRE EL MIEDO

El miedo global por Eduardo Galeano

DE LA TRANSITORIEDAD A LA SEGUNDA MUERTE

Poema para la posteridad – Raymond Quenau

A PROPÓSITO DEL CENTENARIO DE MÁS ALLÁ DEL PRINCIPIO DEL PLACER

A todos aquellos que, de una u otra manera, decidieron sostener su espacio de análisis

INTRODUCCIÓN

Corrían los primeros días de abril de 1982. Por ese entonces ya vivía en Buenos Aires y había comenzado, recién recibido de médico, mi residencia de Psicopatología. Estaba una tarde sentado en la vereda de un café (que ya no existe) de la avenida de Mayo, cuando tuve una experiencia y una vivencia que podría calificar de surrealistas.

De golpe, cientos, tal vez miles de personas, de toda traza y extracción, comenzaron a pasar por la calle sin cesar, manifestando con banderas, bombos, pancartas y vítores a la patria. Se dirigían hacia la Casa Rosada para aclamar al dictador, al que apenas unos días antes, en ese mismo lugar y bajo una dura represión, le habían exigido su dimisión. ¿Qué suceso había operado ese inusitado viraje? Ese mismo día, el gobierno militar argentino, última fase de los genocidas del “proceso”, había tomado, para sorpresa del mundo, las islas Malvinas. Ello bajo el amparo y el pretexto de una arenga ultranacionalista y patriotera, tan elemental como efectiva y que incluía la delirante idea de que Inglaterra no reaccionaría ante tal muestra de fervor patriótico o que de hacerlo sería vencida militarmente. El resto lo hicieron los medios, que por entonces se reducían a los periódicos, la radio y los canales de aire; más que suficiente para esa época. Un discurso que, sorpresiva y llamativamente, se imponía también entre la mayoría de los allegados, compañeros y amigos, a despecho de sus posiciones anteriores.

Por un lado, tenía la firme convicción de estar en el medio de un vendaval de locura y absurdo, de ser empujado a un salto al vacío que solo podía traer penas y desgracias a corto plazo. La sensación de vivir en un delirio colectivo, del que me sentía peligrosamente afuera, pero a la vez estaba tan involucrado por sus consecuencias y efectos como cualquiera. Por otro lado, el sentirme en una posición tan minoritaria, casi sin interlocutores válidos, por momentos generaba la angustiante pregunta de dónde estaba la locura y dónde la racionalidad; de quién estaba loco en realidad, en esa realidad.

Se imponía entonces la autocensura, el miedo de expresar no ya una oposición sino alguna duda o interrogante; so temor de ser rápidamente etiquetado y denostado como “comunista”, “subversivo” “antipatriota” y hasta un “inglés”. Es así como, desde las tribunas ahora de golpe hermanadas, se gritaba al unísono: “El que no salta es un inglés” y todos debíamos de saltar al compás, también fuera de las canchas de fútbol.

Este ominoso recuerdo me ha surgido espontáneamente varias veces en este año largo que llevamos sumidos en la actual pandemia del coronavirus. Desde luego, me interesan mucho más las similitudes que provocaron esa evocación que las diferencias con ella, que en principio parecerían bastante obvias. Por un lado, no se trata de una guerra sino de una epidemia y de una enfermedad, eventualmente mortal, aunque la lucha contra ella, esencia de lo que llamamos “la pandemia”, es habitualmente catalogada como una “guerra” o “batalla”. Por otro lado, ya no se trata de un escenario local o continental, sino de una dimensión mundial, global, donde no existe la posibilidad de declararse “país neutral” como en las guerras y así quedar al margen de ella. Una guerra, al cabo, contra la otredad más absoluta y radical que es la de lo real, representado por el virus, en tanto que desconocido e incontrolable. Esto viene a recordarnos, más allá de toda apariencia o recubrimiento, quién está al mando, quién es el “Herr”, el amo absoluto. En la misma medida, ecuménica y global se instalan la angustia y el miedo, en una escala nunca antes vista, constituyendo una “vivencia de fin de mundo” mundial.

Debemos confesar cierta desilusión, por la mayoritaria actitud y posicionamiento de los analistas en la actual coyuntura, tanto en el plano individual como a nivel de sus diversos grupos e instituciones. Nos ha sorprendido el predominante acatamiento de la “nueva realidad” casi sin ejercer reflexión, interrogante o duda al respecto.

Tenemos la impresión de que los analistas y sus expresiones institucionales han oscilado entre el incluirse en la tarea médico-sanitaria, en lo “terapéutico” entendido como “contención” y “cuidado” o bien el seguir impertérritos, enfrascados en sus propias temáticas (el “sinthome” o el “cuarto nudo”, por ejemplo) como si viviésemos en Marte. En el medio, podrían estar todos aquellos que, sorprendidos, no han sabido bien dónde y cómo ubicarse.

Lo cierto es que las voces disonantes o disidentes han quedado reducidas a algunos sociólogos, filósofos, semióticos, artistas, incluso epidemiólogos y virólogos, siempre en minoría, claro está. Tal vez “disidente” podría ser tan solo una etiqueta (hay otras más fuertes como “negacionista”, “antisistema”, “antivacuna”, etc.), pues se trataría simplemente del mero preguntarse, dudar o cuestionar. De no dejarse tomar incondicionalmente, de no aturdirse y entregarse rápidamente al hechizo del discurso hegemónico vehiculizado por los medios. Algo que podría relacionarse con la sensación, no sin angustia, claro está, de cierta libertad, de pensamiento, para empezar, sin que ello suponga una postura “anti”; una posición tan creyentemente militante como la que, al cabo, tiene el ateo más ferviente. Nada que resuelva más rápido la incomodidad de tener que pensar como la polaridad binaria y primaria: “o estás conmigo o estás contra mí”. Recuerdo que, cuando era niño, me confundían aquellas películas donde no estaba claro quiénes eran los buenos y quiénes los malos.

Más allá de los casos individuales ya mencionados, ello ha contribuido a que esa “disidencia” en el plano social y político, al menos hasta ahora, esté siendo aprovechada, en forma oportunista, por la ultraderecha y los neofascismos diversos.

Va de suyo que para poder ejercer esa posición crítica hace falta cierta indispensable distancia respecto del discurso hegemónico y en particular del discurso médico. Que esa actitud haya provenido de otros discursos, podría explicarse por su distancia respecto de lo médico, en la misma medida en que la mayoría de los analistas se implicaron en él. No olvidemos que muchos, sabiéndolo o no y pese a Freud mismo, siguen pensando que el psicoanálisis sería una rama “auxiliar” o “secundaria” de la medicina.

Se trata aquí de la idea habitualmente aceptada de que en la medicina (y en la ciencia)* reside la verdad verdadera; una verdad por encima del resto de otras posibles verdades de los otros discursos. Que ella posee un saber, digamos, más saber que cualquier otro saber, lo cual es válido, solo si se reduce al sujeto a su pura condición de ente biológico, la que puede compartir, sin distinguirlo, con el ornitorrinco o el chimpancé. Creo que podemos coincidir en que el sujeto humano y en cuanto que sujeto del lenguaje, es algo más que ese sustrato natural; lo cual le otorga una particular complejidad a la lectura de sus actos, más allá de la mera conducta instintiva o biológica.

Una hegemonía del saber médico que, como discurso, da fundamento a la hegemonía de las multinacionales farmacéuticas, una de las industrias más rentables del mundo, entrelazada, como casi todo a ese nivel, con la hegemonía del capital financiero, que da su sesgo al capitalismo de este siglo.

Para dar un ejemplo límite, incluso brutal, Bruno Bettelheim cuenta en algún lado que aquellos que, además de sobrevivir, podían hacer alguna actividad como escribir, pintar, hacer manualidades, etc., fueron los que más resistieron al infierno de los campos. Ello dejaría ver que la libido puede ser tan vital como las proteínas, que ella juega un papel trascendente en la conservación de la vida humana. Y ello, desde el principio de los tiempos, pues aquello que impulsaba a los hombres del neolítico a pintar en sus cuevas a los animales que les proporcionaban comida y vestido, ya no era de la índole de la cruda necesidad, sino de un orden libidinal. Aquel que está involucrado en la creación de otra clase de objetos, estéticamente expresados y, en principio, sin sentido o utilidad alguna.

De repente, caemos en la cuenta de que las restricciones, controles y prohibiciones que, en nombre de la salud pública, los humanos ejercen sobre los humanos, tienen rigurosamente en común la represión de casi todas sus expresiones libidinales públicas y privadas. Desde darse la mano o abrazarse, hasta salir a pasear o a bailar, ir al teatro o a la cancha, incluyendo hasta los velorios. La libido parece ser nuestra enemiga o al menos algo que debemos restringir y controlar. ¿Estamos frente a una especie de regresión prefreudiana? ¿A una suerte de era neo-victoriana, quizás?

En concreto, para aquellos que se enteren de la existencia de este libro y entre aquellos de esos que decidan pegarle una ojeada, les diremos algo de lo que podrán encontrar en él. No solo pretende resumir lo escrito sobre la pandemia entre febrero de 2020 y de 2021, sino también y sobre todo bajo la pandemia como contexto histórico-social ineludible, insoslayable.

“Psicoanalizar en chancletas” es una suerte de confesión, de catarsis de la angustia en los albores de una cuarentena radical. “Notas sobre el psicoanálisis y la peste” sería ya un intento de reflexión y de reacción frente al malestar instalado. “Televisión” fue un divertimento para tomarse un respiro de él, pues: ¿cabe duda de que esta es, antes que nada, una pandemia mediática desde donde nos hablan los “expertos”? El intento de ensayo sobre el miedo, más allá de su vigencia actual, se propone revelar su función histórica, estructural, como instrumento de poder; como para ir pensando una nueva versión de eso, tal vez lo que llaman la “pospandemia”. Se anexan dos escritos teóricos del mismo período. “De la transitoriedad a la segunda muerte” se adentra en la cuestión de lo efímero, del saber de la finitud y sus efectos. Cierra el recorrido un ensayo algo denso sobre el centenario, en 2020, de la publicación de Mas allá del principio del placer, un texto clave en la historia del psicoanálisis. Es curioso, el escrito sobre la “pulsión de muerte” queda como último de esta recopilación, pero fue, en rigor cronológico, el primero. ¿Una premonición de su nuevo empuje? Y en todo caso: ¿cómo lo sobreviviremos?

Entiéndase bien, no estamos aquí proponiendo que nuestro punto de vista, que aceptamos como “minoritario”, debería ser o imponerse como el “mayoritario”. Si una posición discursiva se sostiene como hegemónica será porque es mayoritaria, lo cual no supone más que eso, aunque fácilmente se lo asociará con lo verdadero y lo bueno, simplemente por ser mayoritario. (Recordemos, por caso que Trump, Bolsonaro y antes Hitler fueron mayoritarios). Mucho menos seríamos capaces de proponer tal o cual política sanitaria o epidemiológica alternativa (hay también voces y experiencias diferentes al respecto, a las que remito, desde luego minoritarias). Solo intentamos poder sostener y ejercer esa posición de interrogación, con desesperación a veces, aunque ello pueda molestar o provocar algún rechazo, tal vez por tratarse de un pequeño ejercicio de libertad. Poquito de libertad, no ya como algo que se nos concede o habilita desde el poder, sino como algo que alguien se toma o se autoriza desde el llano.

Consignemos por último que el producido del que aquí damos cuenta no fue en absoluto por fuera o aparte del contexto de nuestra experiencia cotidiana como analista, cuya dificultad alcanzó además un grado superlativo. Pensamos que en nuestra lectura o punto de vista están implicados los fundamentos del psicoanálisis y por ende ella no puede separarse de nuestra escucha y de nuestra posición clínica como analistas. Intentar adaptarla mediante un inasible “savoir faire”, respetando lo que cada quien está dispuesto a tolerar y saber, es y será inherente a su dificultad intrínseca, al menos mientras siga existiendo como praxis.

Marzo de 2021

* En rigor se trataría de una forma de entender o posicionarse respecto de la ciencia. No ya del efecto de conocimiento que hace de la ignorancia su causa y su método, sino de una ciencia al servicio del discurso del amo, que oficia como garante del saber y la verdad. A modo de ejemplo de esa diferencia: “En la medida en que las teorías de las matemáticas hablan de la realidad, no son ciertas, y en la medida en que son ciertas, no hablan de la realidad (Albert Einstein Geometría y experiencia 1921).

PSICOANALIZAR EN CHANCLETAS *
(Abril de 2020)

Voy caminando por la avenida, jadeando un poco detrás de mi tapaboca, a paso redoblado porque tengo miedo; a pesar de llevar mi bolsa de compras me pueden parar para interrogarme. Me cercioro de llevar siempre mi documento, como en los tiempos de la dictadura, la militar. En realidad, no he visto que parasen a nadie, debe ser sobre todo la culpa de saber que la compra es lo de menos, un pretexto, una coartada, una especie de salvoconducto (como pasear al perro) para sentir un poquito, un ratito, el caminar solo por caminar, bajo el solcito de otoño y sentir que estoy vivo.

A medida que voy tomando confianza hasta puedo reflexionar: el miedo, el pánico, como conducta humana no requiere de la convalidación empírica y tampoco es una conducta instintiva inscripta en el ADN, sino un efecto de discurso. Basta que alguien grite “fuego” en un ambiente cerrado para demostrarlo. Y se trata apenas del efecto de una sola palabra; cómo será entonces con 24 horas ininterrumpidas de bombardeo mediático: ¡¡TV, internet y redes sociales!!

De repente, veo delante de mí a una pareja de jóvenes, que se toman de la mano, él se saca su tapaboca, corre el de ella y se dan un beso apasionado, para luego volver rápidamente a la “distancia social”. Confieso que, por un par de segundos, me provocó rechazo, hasta amagué con censurarlos en mi cabeza; eso me llevó a imaginar que muchos hablarían de la inmadurez, la irresponsabilidad y la desmentida adolescentes o algo por el estilo y me hizo gracia. Cuando los perdí de vista, la gracia se transformó en deseo y el deseo en una momentánea esperanza, tal vez, simplemente porque es lo último que se pierde.

Tiempos de crisis, difíciles e inéditos. Tiempos de pandemia, de pánico y de pandemónium como su brutal efecto (así se llamaba la capital del infierno según el clásico El paraíso perdido de Milton).

Releo algo que escribí en ocasión de la crisis de la hiperinflación argentina de 2001 y sus consecuencias económicas y sociales. Pretendía ser un testimonio de cómo ello nos interpelaba como analistas, tanto en nuestro trabajo cotidiano como respecto del psicoanálisis mismo, en lo que hace a su particularidad, a lo que le sería propio como praxis. Hay cosas que se reiteran y reflexiones que siguen siendo válidas porque tienen que ver con los fundamentos. Pero esto, es sin duda, otra cosa. Por un lado, su carácter ecuménico o global, lo cual no es tanto un mérito del virus, sino de la capacidad de nuestro actual grado de desarrollo cultural para propagarlo.

Por otro, al poner la salud como lo amenazado en primer plano, viene a poner en juego y a confrontarnos con la cuestión de la vida y la muerte. No es que ignoremos la certeza de nuestra finitud, pero no es cuestión de andar pensando en eso todos los días, tomando noticia de lo que ya sabemos, pero preferimos no saber. Pero no se trata tan solo de la muerte real, sino sobre todo como amenaza, como fantasma o temor fundamental, con todas las variantes de su catálogo, la propia y la ajena, la de “los viejos” en particular. No es forzoso, pero un efecto del miedo a la muerte también puede ser la asunción de que se está vivo y mejor hacer algo con eso.

La irrupción intempestiva de lo unheimlich pateó el tablero de la realidad, allí donde se creía o suponía que alguien o algo (humano) manejaba los movimientos de las piezas, que sabía lo que hacía. Pero lo real no es aquí tan solo la biología, es la emergencia catastrófica de lo que no se sabía, no se pensó, no se previó, o incluso no se quiso saber; su efecto es la crisis, el derrumbe de ese imaginario social que llamamos realidad. Sin duda, pospandemia, se armará otro en su lugar, aunque no sabemos bien ni cómo, ni cuándo, ni qué; pero está claro que se trata del tipo de corte que hace una marca que divide el tiempo, como sensación subjetiva, en un antes y un después.

Se nos recuerda que como analistas somos “agentes de salud”, de la salud mental en particular y que debemos cumplir con nuestra parte en el objetivo comunitario. Entendemos que se refiere a la contención y al apoyo psicológico, como se dice. No podríamos cuestionar eso, pero a la vez nos preguntamos: ¿no son ya más que suficiente la abrumadora campaña de los medios y las redes sociales a favor del cuidado y la prevención? Incluyendo la también abrumadora oferta sobre ideas, oportunidades y soluciones para sobrellevar el confinamiento. ¿Más de lo mismo? ¿Que podrían encontrar nuestros pacientes de diferente en el espacio analítico?

Tampoco somos “agentes de denuncia” por así decir, de lo que podría ser un paso adelante histórico, no necesariamente premeditado, de “la sociedad de control” versión siglo XXI, con la tecnología como instrumento de poder que, como dicen, llegó para quedarse y con el miedo como el factor clave, cohesionante de la masa. Hay una especie de círculo que más que vicioso es siniestro: el miedo produce represión para poder librarse de él, lo cual, a su vez, produce más miedo; es por ello, como bien sabemos, caldo de cultivo para el prejuicio, la discriminación y el racismo que vienen a legitimarlo.

Al respecto, como nunca antes, se hace necesario respetar la posición de cada quien sobre el papel y la función de los ideales y valores (la vida, la salud, la familia, el bien común, la sociedad, la humanidad) en el soportar y acatar, al menos por cierto tiempo, la reclusión y las renuncias que se le demanda e impone. Excepto, claro está, que alguien se los cuestione.

Pero a la vez como analistas no podemos soslayar o desconocer esa “hipocresía cultural” que Freud nos enseñó a detectar, a leer, en textos como El malestar en la cultura y otros. Por ejemplo: la ambigüedad esencial de la relación con el prójimo expresada en ese “nos cuidamos entre todos” que a su vez es “nos cuidamos de todos”. ¿Cuidar al otro o cuidarse del otro? ¿El enemigo es el virus o mi semejante, sobre todo si es un “adulto mayor”, que me puede contagiar y que, desde luego, no es invisible?

Tampoco como analistas podemos ignorar que la angustia, más allá de los fantasmas de cada uno, esa angustia casi insoportable remite a que la película de la realidad se cortó en el mal lugar y ha dejado ver un agujero tan grande como el del ozono, un agujero en el saber, un algo que debería permanecer, de ordinario, velado y oculto.

Y lo que se devela no es solo la muerte, sino eso de que “el Otro está barrado” que el conjunto del saber humano que está hecho de lenguaje, de simbólico, que el “sabelotodo” no sabe lo esencial. Una suerte de “muerte de Dios”, quizá testimoniada por esa imagen patética del papa dando misa en un Vaticano desierto. Quedará como disyuntiva para el analista el tapar o mostrar esa tachadura, en dejar ver o no que, en definitiva, como dice la saga, el rey está desnudo.

Como efecto, la humanidad sangra por la herida, produciendo una hemorragia de imágenes y palabras, pues ¿hay algo que opere más como causa para hacer hablar (a los medios, políticos, médicos, científicos, artistas e intelectuales) que la incertidumbre, que la falta de saber, que la falta de palabras?

A veces, en el mismo día, recorro toda la variante del menú tecnológico: Skype, con o sin video, Zoom, videollamada de WhatsApp con o sin imagen y la clásica y fiel línea telefónica que nos viene del siglo pasado. A ello se agregan los pagos por transferencia que nos impone el uso obligado de los medios electrónicos. Queramos o no, somos forzados a entrar, a atraparnos en la infinita red del “big data”, para ya no poder salir jamás de ella. Esta es la gran novedad del siglo, que la pandemia no hará más que consolidar y sobre todo justificar. Adicionalmente, ello también agrega nuevos miedos y ansiedades: ¿qué pasa si se rompe o si pierdo o me roban el celular o si la PC tiene problemas? La tecnología y sus objetos han adquirido el estatuto de objetos de la necesidad, ya no se puede vivir sin ellos, como el oxígeno o el agua.

Si hasta hace poco se discutía la validez y la oportunidad del uso de los instrumentos “virtuales” en el análisis, ahora eso ha quedado de lado, por la rotunda razón de que no hay otra forma de hacerlo. De repente hay unanimidad de que el análisis es posible casi como hay unanimidad de que “no es lo mismo”. Parecerá obvio, pero ¿en qué no es lo mismo? Están la imagen, la voz y las palabras, siempre más o menos electrónicamente distorsionadas, pero falta el cuerpo. Una buena ocasión para preguntarse si el cuerpo, los cuerpos, son prescindibles o excluyentes en una experiencia cuyo eje principal transcurre en la dimensión del discurso (relato e interpretación). ¿Se le puede sacar el cuerpo al análisis o este es de cuerpo presente?

Sabemos que la tecnología (detrás de la cual está siempre el deseo humano) ha hecho posible no solo el estar sin estar, sino que eso sea posible ahora, en vivo y en directo. La disociación entre el cuerpo y la imagen expresa la ruptura de la unidad supuesta entre el tiempo y el espacio, la ruptura del “aquí” con un “ahora” que se vuelve prevalente, dominante sobre un “aquí”, que apenas tiene la espesura de la imagen virtual, que es solo imagen de una imagen.

Pensamos que el cuerpo es lo que encarna la dimensión real de la transferencia, la que presentifica lo que no puede ser in absentia, la que hace que el “ahora” se anude con el “aquí”. El cuerpo pensado como “órgano de la libido” que también va a recubrir los diferentes objetos del consultorio, los sillones, el diván, los ruidos, los olores y que también se extrañan.

De repente, caemos en la cuenta de que, después de todo, el cuerpo sigue ahí, que pese a la virtualidad hay que acomodarlo, incluso mostrarlo u ocultarlo, de algún modo. El cuerpo de los pacientes que, por ejemplo, se recuestan en la cama, un sofá o el asiento del auto, hasta el del analista que luce una graciosa disociación, mitad superior más o menos presentable de camisa o remera, mitad inferior: shorts viejos y chancletas caseras. ¿Qué diría de ello un Donald Meltzer por ejemplo? Una escisión que nos muestra, al cabo, tan divididos como a cualquiera y por así decir, medio desnudos, no solo y desde ya respecto del saber y el porvenir, sino del “saber hacer” propio como analista, en una situación inédita; una suerte de “y ahora, ¿de qué me disfrazo?”.

Si algo viene a quedar puesto en cuestión es el famoso “encuadre” como el marco clínico que ahora viene a coincidir exactamente con el enmarcado de la imagen del celular o de la PC, mostrándose, más que nunca, como una escenografía. Justo lo que se suponía que debería mantener su fijeza se transforma en lo más variable, poniendo en evidencia que la función esencial de ese encuadre es sostener la transferencia, y en este caso, a como dé lugar.

La coyuntura se transforma también en un impensado testeo del compromiso de cada uno, de lo que cada quien está dispuesto a hacer para sostener su espacio de análisis, dejando ver el lugar que tiene o lo que significa para cada uno. No importa mucho si lo sabe o no, lo importante es que lo haga. Así como hay algunos que eligen la retracción, nunca más cierto que el que quiere puede, ya sea desde la azotea, el balcón y hasta el baño. Desde luego, para que ese “espacio” más allá de ser “presencial o virtual” siga siendo “de análisis” dependerá como siempre de lo que haga el analista en cada circunstancia, de cómo le vaya para tratar de sostener su lugar.

Al fin y al cabo ¡qué buena oportunidad para preguntarse por qué la gente y cada caso en particular sostiene su espacio de análisis! Mas allá de la contención, de la transferencia y de todo ese discurso que ya conocemos muy bien.

Podría decirse que es el espacio privilegiado para los miedos y las fantasías: de enfermedad, muerte, ruina, separación, eróticas, etc., incluyendo como siempre a los sueños y a los recuerdos. El espacio donde poder decir casi todas, nunca todas, las cosas locas que alguien hizo o estuvo pensando o sintiendo, sin que lo traten de calmar demasiado rápido. Es allí donde tiene su lugar el sujeto que le interesa al psicoanálisis y que es determinante de su relación con la realidad en tanto que “psíquica”. Desde luego que eso no es para cualquiera, para todos, como lo sería, por caso, una vacuna. Un espacio de libertad sí, pero que más que otorgada es tomada, en el sentido en que se dice “me tomo la libertad de”, lo cual implica un cierto compromiso con ella, asumiendo el riesgo de habérsela tomado. A despecho de las medidas públicas masivas, que involucran países, continentes y poblaciones enteras, también la posibilidad de un pequeño espacio singular y privado.

Luego de muchas vueltas, me voy a dormir, “¿soñar quizás?”, con la angustia nuestra de cada día, alojada en el pecho, pensando en cómo será mañana, tan igual y anodino como dramáticamente distinto.

¿Cuántos infectados? ¿Cuántos muertos? Hasta se pueden saber los de Irán o Eslovaquia; la información está disponible todos los días todo el tiempo. Es la “infodemia”, a la que se suma la plaga de los rumores y las “fake news”: del “dicen”, “escuché”, o “parece que”.

Lo que nos suceda está radicalmente afuera de nuestra decisión, no depende solo del virus, sino de aquellos a los que autorizamos o legitimamos, sabiéndolo o no, a que, con acierto y error, controlen y decidan sobre nuestras vidas. Cuarentena. ¿Cincuentena? ¿Sesentena? Seguramente algún día, ojalá que pronto, se anunciará que tal o cual restricción ha sido levantada y a partir de ese día se autorizará a tal o cual cosa. Pero por más que se anuncie o se autorice que a partir de las 0 horas de tal día se podrá dejar de tener miedo, podemos anticipar que no funcionará de esa manera; que una vez instalado el miedo bajo la epidermis no alcanza con lavarse seguido las manos para librarse de él. ¿El miedo también habrá venido para quedarse?

* Esta artículo fué originalmente publicado en la RUP (Revista uruguaya de psicoanálisis) Nº 130/131 2020

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