Nunca perseguí la gloria

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Nunca perseguí la gloria
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Fernando Muro M.

El umbral de la memoria perdida y El Quinto Codex

Irene Artigas Albarelli

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Ramiro Ruiz Durá

Habitando el tiempo. Poemas reunidos

Martín Casillas de Alba

Fe de erratas en la vida de un editor



Los derechos exclusivos de la edición quedan reservados para todos los países de habla hispana. Prohibida la reproducción parcial o total, por cualquier medio conocido o por conocerse, sin el consentimiento por escrito de los legítimos titulares de los derechos

Primera edición en papel: septiembre 2018

D.R. © Loti Ambrosi

Edición ePub: noviembre 2018

© Por la presente edición:

2018, Bonilla Artigas Editores S. A. de C. V.

Hermenegildo Galeana 111

Barrio del Niño Jesús, C. P. 14080

Ciudad de México

www.bonillaartigaseditores.com.mx

ISBN edición impresa: 978-607-9800-3-4-5

ISBN ePub: 978-607-8636-07-5

Coordinación editorial: Bonilla Artigas Editores

Formación de interiores y diseño de portada: Mariana Guerrero del Cueto

Realización ePub por javierelo

Imagen de portada: Sodi, Bosco. Organic blue (detalle). Colección particular.

Artista nacido en la Ciudad de México (1970). Reconocido internacionalmente, se caracteriza por sus ricas texturas, colores vivos y obra de gran formato. Ha descubierto una gran fuerza emotiva dentro de los crudos materiales que usa para crear sus pinturas. Considera que posee la influencia del arte informal de Tápies y Dubuffet, el colorido de Kooning y Rothko, y los colores nativos de nuestro país. Reside en Nueva York, donde ha expuesto, así como en Italia, Japón, España, México, Reino Unido, Chile, Puerto Rico y Brasil, entre otros países. Bosco Sodi Ambrosi es hijo de la autora.

Hecho en México


Por y para Bob y mis otros diez amores

Lo más terrible se aprende enseguida

y lo hermoso nos cuesta la vida.

Silvio Rodríguez. Canción del elegido


La presencia ausente

El cuatro de enero de 2012 mi madre cumplió 87 años. Llegué a su departamento con un regalo para felicitarla, un libro pequeño que me fascina, Seda, de Alessandro Baricco. Supuse que por su tamaño y sencillez le gustaría y, sobre todo, lo entendería. Ella estaba sentada en su recámara donde pegaba el cálido sol de la tarde y entibiaba bastante el cuarto, porque los espacios donde no da el sol en invierno pueden ser gélidos en la Ciudad de México. La acompañaba una enfermera. Miraba hacia la ventana con los ojos perdidos en un punto impreciso. Su rostro no tenía expresión alguna y parecía no estar en este mundo ni en ninguno. Varias veces intenté llamarle la atención.

– Mamá, mamá, vengo a felicitarte, te traigo este libro que seguro te gustará.

Finalmente, volvió la cabeza, me miró de arriba abajo muy detenidamente, como si quisiera procesar algo en su mente, y regresó la vista a la ventana. Insistí y nada. Ella ya no supo quién era yo, no me reconoció.

Venía perdiendo la memoria desde hacía algunos años, pero ya se manifestaba de manera casi absoluta, pues se había acrecentado de una forma tremenda. En visitas anteriores le costaba trabajo hacerlo, pero con mi ayuda y algunos señuelos podía recordar y terminar sabiendo quién era yo y hasta lograr conversar un poco conmigo, desde luego que con altibajos.

No muchos años atrás yo había organizado la cena de Navidad en casa. Había venido uno de los hijos de Bob, mi marido, a pasarla con nosotros y mamá no lo conocía. Al día siguiente me llamó para comentar la cena y agradecerme lo bien que había estado. Me sorprendió cuando me dijo cuánto se parecían mi marido y su “hermano”, que incluso le resultaban “idénticos”. Lo decía con tanta convicción que no me atreví a contradecirla. Me quedé pasmada. Era la primera vez que mostraba una equivocación de tal magnitud. Una afirmación tan contundente y errada me hizo pensar que podría estar perdiendo la cabeza. Ellos dos no sólo no son hermanos, sino que no se parecen físicamente en nada. Estos incidentes se fueron dando con mayor frecuencia. Comenzó a mezclar cosas cada vez más difíciles de conciliar, como ciertos lugares, algunos tiempos, nombres, parentescos.

Lo comenté con mis hermanos y parecía que hablábamos de dos personas completamente distintas. Ellos no sólo no lo reconocían, sino que tenían una negación tal que pretendieron hacerme sentir que estaba loca. Para ellos las facultades mentales de nuestra madre estaban en perfectas condiciones. Fue en vano insistir, pues no entendían nada y no sé incluso si alguna vez entendieron o me entendieron.

Aquel día de su cumpleaños decidí no volver a verla. No tenía caso. Ya no era la persona que yo había conocido o quizá no era ya una persona. Su retroceso era evidente en todo, y verla en esas condiciones resultaba muy triste, patético. Ya no se bastaba a sí misma, ya no era un ser racional. Nunca había sido muy afectuosa, pero para entonces, al tomarle la mano o hacerle una caricia, ni siquiera correspondía con una tenue sonrisa, como solía hacerlo algunos meses atrás.

Hace ya varios años opté por no ocuparme de ella como lo había hecho durante toda mi vida. En las circunstancias en las que se encontraba era complicado, pues todos mis hermanos opinaban sobre sus cuidados y necesidades, sin mucho conocimiento de causa, y yo solía ser, la mayoría de las veces, una contra todos. No estaba de acuerdo en la forma en que la atendían. Me parece que lo hacían de una manera egoísta, más pensando en ellos que en ella, como solían, casi siempre, hacer las cosas.

Recuerdo que, en una ocasión, empezando ese declive, me llamó para que fuera a visitarla, y así lo hice. Quería decirme que se sentía profundamente angustiada porque mis hermanos le habían tirado sus medicamentos en general y sus ansiolíticos en particular, que por favor les dijera que se los volvieran a dar. Le prometí que lo haría. Le compré sus medicamentos y se los puse en el cajón donde ella solía guardarlos, junto a una hoja escrita por mí en la que decía: “Yo le volví a comprar a mi mamá todos sus medicamentos. Si alguno de ustedes se los tira, se las verá conmigo”.

Les envié un correo a todos exigiendo que se los dieran nuevamente, que cuál era el caso de no hacerlo si ella estaba padeciendo y se sentía mal. La visité días después de esto y ya se los estaban suministrando otra vez, por lo que estaba más tranquila.

Y, en otra ocasión, ya estando muy olvidadiza, hizo que la enfermera me llamara por teléfono (ella ya no podía hacerlo) para que fuera a verla. Estaba en la cama y veía un juego de futbol soccer, o más bien tenía la televisión prendida y ya no la miraba ni la escuchaba, sino que ésta la acompañaba. Me tomó de la mano y me dijo:

– Tengo mucho miedo.

– ¿De qué o a qué, mamá? –le pregunté.

– No sé –me respondió–, pero tengo mucho miedo.

Y me apretaba la mano.

La enfermera me comentó después que le habían quitado sus pastillas para el tratamiento de la angustia y que ella las reclamaba mucho. De nuevo fui a comprarle su Tafil, se lo di y le indiqué a la enfermera cómo suministrárselo diariamente. Le dije que, si la dormían, mejor, porque así pasaba más rápidamente el día. Y, otra vez, envié un correo a todos mis hermanos señalándoles que no veía ninguna necesidad de que se angustiara y tuviera miedos. ¡Que iba a volver a tomar Tafil! Y ya ni me acuerdo cuál de todos ellos me contestó, también por correo, que el geriatra se lo había quitado. A lo que le respondí: “Me vale lo que haya dicho el geriatra. Lo va a seguir tomando, tal como yo le indiqué a la enfermera”.

Ese día de su cumpleaños me sorprendió verla con aquel pijama y bata que traía puestos, viejos, feos, desgastados. Ella nunca había sido así. Me molestó profundamente la dejadez de mis hermanos de sumirla en aquella decadencia, y en especial de mi hermana menor, supuestamente la responsable en turno de ello. Fui a comprarle unos pijamas y unas batas bonitas y pasé a dejárselas. Los recibió la enfermera. A ella ya no volví a verla, ya no tenía ningún caso hacerlo. La encontraba totalmente perdida.

Durante varios años más aporté dinero para su sustento. Lo había hecho casi toda mi vida desde que se había separado de mi papá. No mucho tiempo después de ese evento, y por muchos motivos, decidí ya no contribuir más y separarme para siempre de casi todos mis hermanos y hermanas, de toda mi familia paterna-materna.

Confieso que esta separación de la familia la hice con una claridad y paz inmensas, sin una sola pizca de remordimiento o culpa. Fue una enorme batalla librada por años y años rondando y sorteando pequeñas luchas. ¡Qué orgullosa me sentía por mí y conmigo por haberlo finalmente logrado!

 

Cuando hace algunos años comenzó a desmoronarse mi osamenta estructural, ya no había la más mínima duda de que el peso había vencido al Atlas que yo llevaba dentro. Fue entonces que se hizo evidente que había sido mucha la carga y la responsabilidad que se me habían otorgado por años y que yo, por una elección narcisista, había aceptado y desempeñado a la perfección.

El costo emocional de echarme a cuestas a tantas personas con tan variada problemática se vio reflejado en la colocación de prótesis de titanio en cuatro vértebras cervicales, dos lumbares y una reposición completa de la rodilla derecha. Y no es casual que sea la derecha, pues en el cerebro es el lado de las emociones. El daño, poco a poco, se había consumado. Afortunadamente, hoy en día se pueden realizar en el cuerpo humano estas cirugías tipo carpintería o mecánica, muy bien hechas, lo que me permite andar deambulando por la vida con la suficiente soltura.

Si esas partes no son las que nos conforman y caracterizan la estructura de Homo erectus erectus, no sé qué otras podrían ser más representativas. A la primera vértebra de la columna vertebral, la que se une con el cerebro, se le nombra “atlas”, y justo ésta yo la tenía más parecida a un polvorón que a un hueso. Estaba fuera de lugar, corrida hacia delante y a punto de trozar la médula espinal, bajo el riesgo de quedar parapléjica.

No cabe la menor duda de que emociones fuertes e intensas no conscientes, no procesadas, no expresadas, se reflejan de manera directamente proporcional en el cuerpo del que las siente. La separación de cuerpo y alma es más una disquisición filosófica que una realidad. Somos un sistema muy bien conformado en el que la emoción y sensación surgen, toman su lugar y hasta arrasan con la parte física y corporal de uno mismo. ¿A dónde se pueden ir esas angustias desco-munales cuando se siente que la respiración se fragmenta, que se atora en el pecho oprimido y que todo tu ser es jalado hacia atrás, como en un juego mecánico de feria, por el efecto de una fuerza centrífuga? No se pueden ir a ningún otro lado, se quedan e incorporan al cuerpo, destruyéndolo.

Nunca les comuniqué a mis padres ni a mis hermanos el enorme esfuerzo que había realizado y lo que había implicado para mí en mi niñez, adolescencia y, más tarde, en mi juventud, la gran responsabilidad que se me echó encima y el profundo sufrimiento que ello me generaba. Yo, en esa época, lo hice con toda la generosidad posible, con el amor que podía brindar entonces, y sin esperar nada a cambio. Creía que no me quedaba otra alternativa, que lo tenía y debía hacer, que yo me encargaría de todos y de alguna manera pondría orden en aquel desbarajuste en el que vivíamos. Lo hice, como casi todo o todo lo que he hecho en la vida, sin perseguir ninguna gloria, ni quedar en la memoria, como rezan los hermosos versos de Antonio Machado.

Sé que cada uno de mis hermanos y hermanas sufrieron las adversidades de la casa según sus circunstancias, pero también sé que ellos contaban conmigo y yo no contaba con nadie: ni padres ni herma-nos ni abuelos. Llegué a pensar que así era la vida, que se era solo y se estaba solo con la problemática que a uno le tocara, y que así había que hacerle frente. En aquel entonces no me cuestionaba prácticamente nada.

Supuse que ellos se darían cuenta de mi esfuerzo. Pero he ahí el enorme error de “suponer”, que hasta tramposo puede ser, porque los otros no necesariamente lo ven así ni se deja ver para ellos como uno supone que lo notarían. Cuánto más fácil sería comunicarlo. Tengo la impresión de que entonces no se usaba hacerlo. Hablar de “esas cosas de adentro, de ese dolor”, yo lo consideraba un signo de debilidad. También supuse, otra vez de manera infundada, que me lo agradecerían o serían solidarios conmigo, pero ni lo hicieron ni lo fueron.

Para mí no hay cosa más vil que la falta de agradecimiento o dejar por sentado que uno se merece lo que recibe y, por ende, no tener gratitud. La Real Academia de la Lengua Española define esta palabra de una manera preciosa: “Sentimiento que nos obliga a estimar el beneficio o favor que se nos ha hecho o ha querido hacer, y a corresponder a él de alguna manera”.

Estoy convencida de que yo nací en esa familia y en este país para cumplir con un karma. No conozco nada sobre ese tema, pero de otra manera no lo entendería jamás. Sin embargo, todavía no sé cuál es o si realmente se logra saberlo o solamente se cumple con esa misión desconocida y sanseacabó. Nunca tuve un fuerte sentimiento de pertenecer a mi familia.


Diez hermanos

Fuimos diez hermanos, cinco mujeres y cinco hombres, y yo fui la mayor de esa prole. Junto con el karma traía una gruesa capa untada en la piel de una responsabilidad fuera de toda proporción y de toda edad, que ejercí desde que vi la luz.

Según contaba mi madre, cuando nací mi padre insistió en que yo llevara el nombre de ella, que ella misma detestaba, pero igual me bautizó así, María de los Dolores. ¡Qué marca para un hijo ponerle un nombre así! Sin embargo, desde ese momento ella me llamó con un apodo alemán que le gustaba, Loti, creo que el de la bisabuela, quien era hija de un alemán, ingeniero minero que había venido a Guanajuato. Loti en alemán se escribe Lottie, diminutivo de Charlotte. Este doble nombre me ha traído muchísimas dificultades en trámites oficiales y en algunas constancias de estudios. Con ironía, suelo decir que de ahí surgen mis problemas de identidad y que tengo dos nombres, el real y el oficial. Poseo un acta notariada en la que se señala que los dos nombres corresponden a la misma persona. En aquel entonces era muy complicado cambiarlo, aunque tengo entendido que hoy ya no es así.

Mamá contaba que yo era una niña perfecta y feliz, que comía, sonreía y dormía y que, a los cuatro meses, sin motivo aparente, empezó a llorar y llorar y nada la consolaba. Ella decía estar desesperada porque no entendía qué me pasaba. No se había percatado de que estaba embarazada y de que su leche, con la que me alimentaba, ya no era sustanciosa. Era de las mujeres, poco comunes, que se embarazaban amamantando.

Supongo que ese famélico episodio, aunado a que tendría un hermano antes del año, el que literalmente me había quitado el sustento, me llevó a darme cuenta de que la cuestión no iba a estar fácil y que tendría que desarrollar toda mi atención para lo que se presentara en adelante. Y, desde entonces, nunca bajé la guardia hasta casi cincuenta años después. Sospecho que, también debido a ese suceso, empezó a gestarse mi elección narcisista de que nadie me quitaría mi lugar y éste sería mucho muy importante y hasta necesario, aunque fuera a costa de mí misma: toda una auténtica narcisista. No recuerdo haber hecho nunca las cosas a medias. Siempre he sido hartante y extremadamente intensa, para lo bueno y para lo malo. Por supuesto que, cuando uno es así, no puede actuarlo sólo de manera positiva, que suele gustar mucho, porque en general se reprueba el lado negativo, el que obviamente no pude desaparecer, ya que ambos aspectos van de la mano.

Seguramente, desde muy niña, percibí tanto a mi papá como a mi mamá como a dos personajes de carácter un tanto débil y emocionalmente inmaduros y que no tendrían las suficientes aptitudes para darnos una buena crianza. Debido a esa inconsciencia se dedicaron a tener hijos, uno tras otro. Doce embarazos y diez hijos. Entre mi hermano menor y yo hay dieciséis años de diferencia. Somos muy seguidos.

Curiosa y contradictoriamente, en 1951 se descubría la pastilla anticonceptiva en los laboratorios mexicanos de Syntex. Entre los inventores estaba el Dr. Luis Ernesto Miramontes, un joven nayarita de 26 años que estudiaba en la Facultad de Química de la UNAM y que encontró el último enlace para que se pudiera dar la anticoncepción a través de la píldora. Obviamente, se convirtió en un científico mexicano connotado. Pero, de acuerdo con el profesor Felipe León Olivares, también de la Facultad de Química de la UNAM, el hecho de que tan anhelada “síntesis” se lograra primero en México no fue una casualidad, pues el país vivía entonces una especie de época dorada de la química. “Miramontes era consciente de que la píldora liberaba a la mujer para que tomara decisiones. También era consciente de que se trataba de uno de los descubrimientos más importantes del siglo”, aseguró el profesor León. Pero, por desgracia para tan abundantes familias mexicanas como la mía, no fue sino hasta los años sesenta cuando ésta fue aceptada por la FDA de Estados Unidos y, por ende, autorizada su venta a todo el mundo.

Si para cursar cualquier carrera uno tiene que leer varios libros para conocer bien los temas que se desea aprender, ¿cómo es posible que, para ejercer la función más difícil de la vida, la de criar un hijo, un ser humano, los padres no lean al menos uno? Es inconcebible, pero así sucede. Son poquísimos los padres que se preparan para proveer a los niños un ambiente feliz, armonioso y propicio para que puedan desarrollarse lo más completamente posible de manera integral, para cubrir de forma general las características y necesidades de un ser humano. Se cree que traer niños al mundo es algo tan natural como sembrar un manzano y después cortar las manzanitas. ¡Cuánta ignorancia e irresponsabilidad!

No considero que sea algo difícil de satisfacer, para lograr seres con una inteligencia emocional sólida, las necesidades elementales que requieren en varios ámbitos como la aceptación, el respeto a su identidad, el afecto, la demostración de éste, la atención a este otro ser, que no es nuestro, “porque los hijos son prestados”. Y, además de esto, sus necesidades físicas, intelectuales, culturales, pero, y sobre todo, emocionales, seres con una gran autoestima que les permita pararse bien en y ante el mundo. Y cuando se habla de autoestima se habla de mucho: de aceptación de uno mismo, confianza y seguridad, con todo lo que ello implica. Recuerdo a un autor norteamericano que descubrí en una librería en Nueva York, el doctor Fitzhugh Dodson, un psicólogo y educador graduado de la Universidad de John Hopkins y de la Universidad de Yale. Tenía varios libros maravillosos, que fueron por un tiempo mis libros de cabecera, para aprender a cómo actuar con mis niños en diferentes circunstancias. Él siempre afirmó que “los niños, al igual que el amor, necesitan disciplina”. How to parent, que fue un best seller en su época, How to discipline with love, y How to father. Por mucho, a mí esos libros me parecieron los mejores de los varios que leí, incluidos los del doctor Benjamin Spock, tan de moda en ese entonces. Por desgracia, Dodson murió muy joven, del corazón, a los 69 años.

No estoy muy de acuerdo con Freud, a quien en una ocasión una madre le preguntó qué hacer para criar bien a su hijo, a lo que él respondió: “No se preocupe, haga lo que haga, lo va a hacer usted mal”.

Por supuesto que no concibo a las madres o padres perfectos. Lejos estamos, cualquiera, de ello. Tampoco se trata de que los hijos nos vean así. Estoy convencida de que sería más que suficiente brindarles o regresarles una buena imagen de sí mismos, de aceptarlos tal cual son, de demostrarles orgullo por lo que son más que por lo que hacen y darles afecto, cariño y amor. Eso, creo, sería más que suficiente. ¡Qué pocos padres cumplen, incluso, con esto tan esencial para la crianza de los hijos! Y tras de todo, se justifican diciendo que hicieron lo que pudieron, a lo que yo siempre añado: “¡En general, cuán poco pudieron!”

Aquel pelotón creció en el seno de una familia con bastantes carencias afectivas. Desprovistos de autoridad, de respeto, de solidaridad, de unión de clan, todo se transformó en un verdadero enredo y malentendidos en el desempeño de los papeles propios a ejercer dentro de una familia: el de madre, padre, hermano, hermana. Todos éstos se invirtieron y revolvieron y la familia terminó absolutamente confundida.

Y, por otro lado, vivimos mucha violencia verbal entre mis padres, muchos pleitos, gritos, discusiones, violencia física de mi padre hacia algunos de mis hermanos y bastante incapacidad de poner orden y límites. Un verdadero caos. Crecíamos en un ambiente parecido a algo entre “el Señor de las moscas” y niños salvajes. Además, mis padres hacían muchas diferencias entre unos y otros de sus hijos. Llama mucho la atención que tanto mi padre como mi madre habían sufrido esas distinciones dentro de sus propias familias.

Antes no estamos peor. El ambiente no daba para mucho y, claro, en tamaña prole hay de todo: envidiosos, competitivos, codiciosos, abusivos, egoístas y, por otro lado, serios, disipados, liberales, religiosos, institucionales, burócratas, pero, bien que mal, más o menos todos funcionando, independientemente de que a mí no me guste el accionar y la forma de vida de la gran mayoría de ellos. Al tenerlos cerca siento que literalmente absorben toda mi energía de una manera brutal. Por eso ya no deseo verlos. En octubre del 2016 les hice saber que a partir de enero del 2017 ya no aportaría dinero para mi mamá.

 

Les envié un correo electrónico a todos manifestándoles mi inconformidad en la diferencia que siempre había existido en el dar y recibir, muy inequitativo y ventajoso. Eso era subsidiar y yo ya no estaba dispuesta a hacerlo. Para mí, el dar no es lo que me sobra sino lo que me quito para otorgarlo, concepción muy diferente a la de ellos.

Les comunicaba la enorme dicha del amor que me rodeaba, de Bob, mis hijos, hijos políticos y mis nietos y del cuidado de cultivarlo, un esfuerzo que valía mucho la pena por lo enorme de la retribución. Que para mí eso era lo más valiosa e importante en la vida. Que a Bob y a esos otros diez seres entre hijos y nietos los amaba con el alma.

Les deseaba mucha suerte en lo que seguía de la vida y mucha paz y tranquilidad para ser felices y lograr sus metas, como sentía que yo lo iba alcanzando, consciente de que es un proceso permanente. Y me despedía de ellos para siempre, dado que nuestras formas de vida y de pensar eran diferentes, y hasta opuestas, diría yo. Así terminaba el correo.

En una familia cada hijo tiene un papá y una mamá distintos, no solamente una visión de éstos sino de diferentes personajes, según el número de hijo que se es, la edad de los padres al tenerlo, la experiencia adquirida, las simpatías o empatías o hasta porque alguno les refleje a los padres ciertos defectos que más les disgusten de sí mismos. Cuando los hijos hablan sobre sus padres, la percepción que se tiene de ellos la mayoría de las veces no coincide y esto se debe a que tuvieron padres distintos. De ahí que la visión que tengo de ellos y de esta “hermosa disfuncional familia” sea absolutamente la mía. La manera en que la viví, sentí y padecí es también solamente mía o, más bien dicho, desde mi vivencia, emoción y sensación.

Uno pensaría que, al pasar los años, al ser mayor, se adapta mejor a las circunstancias y que las diferencias se van mitigando y el acoplamiento se va dando más y mejor. Pero yo, al revés, entre más pasa el tiempo más diferente soy a los miembros de mi familia paterna y a la gran mayoría de la gente de mi país. Pienso que hoy en día soy más tolerante con la gente que amo y menos con la que no quiero o con la que comienzo a conocer. Tampoco me gustan los valores de mis hermanos y hermanas ni de mis papás. Tengo muy poco que ver con ellos. Siempre manifesté que yo le apostaba al afecto y al amor, no al dinero, con el que ellos sí pactaron y vaya lo que éste les importa. Ya no comulgo con los valores de la clase social a la que pertenecí, y digo “pertenecí” porque hoy en día no tengo casi nada en común con ese estrato. Era el mundo de la alta clase social, el de la “gente bien”, con todos sus privilegios, que son muchos, por no decir que son todos.

Mis hermanos menores se quejan de que los mayores tuvimos una vida con una economía de gran bonanza, muy boyante y con muchas oportunidades. Y sí, podíamos tener todo lo que quisiéramos y más, en términos materiales, pero ellos vivieron sin violencia y con una madre ya divorciada de mi padre mucho más tranquila y amorosa que la que yo tuve. Feliz les hubiera cambiado su vida por la infernal mía. Porque a mí el dinero en exceso nunca me ha atraído, y a ellos sí.

No recuerdo, desde que tengo uso de razón, un sólo día tranquilo en casa. Cuando vivía ahí, siempre estaba a la expectativa y vigilante de que no comenzara la violencia entre mis padres, los gritos y sombrerazos porque, si ésta comenzaba, desde muy temprana edad yo tenía que salir al quite para hacerle frente a mi papá para que dejara en paz a mi mamá y a mis hermanos. Ella nunca se pudo defender ni enfrentarlo ni menos confrontarlo: era de carácter muy débil. Siempre argumentó que le tenía pavor porque él la había amenazado de muerte y que incluso le había apuntado con una pistola. Yo nunca vi ninguna pistola en la casa, pero ella así lo manifestaba. La adoraba con toda mi alma y no me gustaba verla sufrir, así que tuve que desarrollar una fuerza descomunal, emocional y física, para llevar a cabo ese papel, el de cuidarla. Mi papá era tan cobarde que les pegaba a mis hermanos de patadas en el suelo y los insultaba con una verdadera retahíla de improperios. Yo me tenía que subir a la cama para alcanzar altura y vuelo para aventármele encima. A veces lograba hasta tirarlo y, si no, nada más lo golpeaba y él paraba sin más. Confieso que, aparentemente, entonces no sentí que me costara trabajo, me salía de forma bastante natural y, si tuve miedo, que seguramente lo tuve a tan corta edad para enfrentar y hasta golpear a mi padre, nunca me permití mostrarlo y negué el haberlo sentido, lo que me hace suponer que se quedó atorado en algún lugar de mi cuerpo.

Mi padre se hizo alcohólico años después. Yo sostengo la tesis de que todo alcohólico es depresivo, pero no todo depresivo es alcohólico. Su alcoholismo trajo más violencia al interior de la familia. Golpeaba de manera brutal a algunos de mis hermanos, que supongo no tenían ni el carácter ni la capacidad de defenderse y, claro, entre más les atizaba menos podían enfrentarlo. A las hijas mujeres nunca nos pegó, así como tampoco a mi madre. Sin embargo, creo que gozaba con amedrentarla, gritarle y amenazarla. Ella nunca pudo ponerlo en su sitio, así que ése fue mi papel: defender a mis hermanos contra mi padre para que dejara de pegarles y proteger también a mi mamá de aquel monstruo, porque sí se convertía en un ser monstruoso. Cuando la molestaba por algún motivo en la noche, ella se venía a mi recámara, en la que había dos camas, a dormir ahí. Mi papá la seguía y gritaba que le abriera la puerta, pero yo le decía que no lo iba a hacer, que se fuera a dormir. Como era obsesivo y necio seguía por un buen rato hasta que cedía. Cierta vez estaba tan furioso que golpeó la puerta con el puño y la atravesó. Yo ni me inmuté: me volví hacia el otro lado y me dormí. Siempre adjudiqué mi salud de ese entonces, tanto emocional como física, a mi buen dormir. Ponía la cabeza en la almohada y caía rendida.

Era la única que podía con él, así que tenía ese nefasto e implícito encargo. Cuando una, de adolescente, le ha pegado a su padre hasta tirarlo al suelo, ¿a qué más puede temerle en la vida? Eso me hizo sentir invencible y me dio una fuerza descomunal para enfrentar cualquier circunstancia, muchas de ellas hasta muy peligrosas y arriesgadas, como pelearme en la calle con conductores sin el más mínimo temor.

Recuerdo que en una ocasión yo venía manejando, me tocó el alto y paré. Cuando el semáforo me dio el paso un ciclista cruzaba la calle. Tuve que esperar a que llegara a la otra acera. El coche de atrás empezó a tocar el claxon con furia mientras yo esperaba: ni modo que atropellara al ciclista. Entonces el conductor me rebasó y, muy molesto, me hizo una serie de señas obscenas. Me enfurecí de tal manera que lo seguí a toda velocidad por la Avenida Insurgentes. Frente a un almacén muy famoso nos tocó el alto y yo, sin pensarlo, me bajé del coche. El otro, al verme venir, cerró su ventana y yo le golpeaba el vidrio, diciéndole:

– Bájate a rompernos la madre si es que eres tan machito.

Era una esquina muy concurrida y la gente, solidaria, me decía:

– Señora, ¿se le ofrece algo?

– No, gracias –contestaba yo.

El tipejo se fue haciendo chiquito en su asiento y ni mirarme podía el semejante cobarde.

En varias ocasiones he actuado de manera similar, bajo el riesgo de exponer mi vida. Pero en esos momentos es tal mi furia que ni siquiera lo considero.

Quizá también se deba a que un domingo me llamaron de la casa de mi mamá y mis hermanos a casa de mis exsuegros, donde solíamos comer en familia, para decirme que mi papá estaba muy violento golpeando a uno de mis hermanos. Me enfurecí, tomé mi bolsa y le dije al padre de mis hijos:

– Ahora vengo, me necesitan en la casa de mi mamá.

Él me preguntó si me acompañaba.

– No –le dije–, ahora vuelvo. Tú y los niños espérenme aquí.