Un paraíso sospechoso

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Imaginamos y esperamos que existan muchos otros tópicos por investigar en esta notable novela de Rivera. Trabajamos solo en aquellos que requerían expandirse, que habían sido relegados o que no habían sido planteados de ninguna manera por parte de los críticos. Tenemos plena consciencia del desafío que supone lidiar con una novela canónica como esta, estudiada por un buen número de excelentes especialistas en todo el mundo y esperamos, sinceramente, que nuestras contribuciones a un nuevo modo de leer La vorágine puedan alentar a que otros entren en su extraordinario universo ficcional, tomando también consciencia de este capítulo triste y lamentablemente descuidado de la historia suramericana: el genocidio de los pueblos amazónicos.

Davis, California, mayo de 2017

NOTAS

1 Véase Celso Furtado, Formação Econômica do Brasil (São Paulo: Companhia das Letras, 2007), 192.

2 Para una completa y esclarecedora historia de la ininterrumpida migración hacia los territorios del caucho en la Amazonía durante el periodo de 1930-1945, véase el libro de Seth Garfield, In Search of the Amazon: Brazil, the United States, and the Nature of a Region (Durham y Londres: Duke University Press, 2013). También es esclarecedor el excelente estudio de Francisco Bento da Silva, Acre, a Sibéria Tropical: Desterros para as Regiões do Acre em 1904 e 1910 (Manaus: UEA Edições, 2013). Aunque Silva trata un asunto paralelo al nuestro, la inmigración forzada al territorio acreano durante las dos primeras décadas del siglo XX, su obra ilumina sobremanera nuestras discusiones en torno al tema de los “derechos humanos”.

3 Una completa discusión de los aspectos legales relacionados con el genocidio se encuentra en Bartolomé Clavero, Genocide or Ethnocide: 1933-2007 (Milano: Giuffré Editore, 2008).

4 Las fechas y el número de personas muertas en los esbozos biográficos de Funes son contradictorios. Véase Richard Gott, In the Shadow of a Liberator: Hugo Chávez and the Transformation of Venezuela (Nueva York: Verso, 2000), 214; Eduardo Neale-Silva, Horizonte humano: vida de José Eustasio Rivera (México D. F.: Fondo de Cultura Económica, 1986), 242-244, 248-249.

5 Véase Peter Gay, Savage Reprisals: Black House, Madame Bovary, Budden-brooks (Nueva York y Londres: W.W. Norton & Co., 2002).

6 Véase Flora María Rodríguez-Arenas, “Introducción”, en José Eustasio Rivera, La vorágine (Doral: Stockcero, 2013), IX-CLXX; Lesley Wylie, Colombia’s Forgotten Frontier: A Literary Geography of the Putumayo (Liverpool: Liverpool University Press, 2013); Doris Sommer, “Love of Country: Populism’s Revised Romance in La vorágine and Doña Bárbara”, en Foundational Fictions: The National Romances of Latin America (Berkeley, Los Angeles y Londres: University of California Press, 1991), 257-289; Montserrat Ordóñez Vila (comp.), “La vorágine”: textos críticos (Bogotá: Alianza, 1987).

7 Aunque el boom del caucho en la Amazonía haya perdurado por mucho tiempo, de más o menos 1890 hasta 1920, focalizamos en este libro su apogeo durante las décadas de 1900, 1910 y 1920.

8 Sugiero consultar los dos libros de René Lemarchand de nuestra bibliografía.

9 Hilda Soledad Pachón Farías, ed. José Eustasio Rivera intelectual: textos y documentos (1912-1928) (Bogotá: Empresa Editorial Universidad Nacional de Colombia, 1991), 41-49, 62-65, 66-69.

10 Carlos Alonso, The Spanish American Regional Novel: Modernity and Autochtony (Cambridge: University Press, 1990), 136.

11 La expresión romántica más visible se manifiesta en la forma como el satanismo se vincula al angelismo en Arturo Cova, el protagonista de la novela; en diversos pasajes, en los que se enfatizan las escenas de color local y el folclore; en la trama de la obra, que comienza con una fuga temeraria de dos amantes, Cova y Alicia, hacia los llanos y, después, hacia la selva tropical para casarse en secreto; y en cómo una forma superior de lo grotesco, lo trágico y lo demoníaco resuelve las tensiones entre lo real y lo misterioso en la novela. Véase Cedomil Goic, Historia de la novela hispanoamericana (Valparaíso: Ediciones Universitarias de Valparaíso, 1980), 156-164. Los aspectos naturalistas de La vorágine se identifican principalmente por su exacerbado realismo y por la presencia en este de leyes severas del determinismo físico y del darwinismo social. Finalmente, las manifestaciones modernistas en La vorágine se le atribuyen al empleo refinado, precioso y a veces pedante de la lengua española por parte de Cova, a las descripciones primorosas y exóticas de pájaros y a la decadente atmósfera encontrada en una serie de escenas.

12 Alonso adopta un punto de vista semejante cuando, al hablar de la representación de la naturaleza en la novela, afirma que su “poder predominante [...] en el texto es de tal modo que al final compromete la supuesta intención denunciatoria que subyace a la escritura de La vorágine, o sea, la denuncia de la ganancia y de los abusos de los magnates del caucho” (Carlos Alonso, The Spanish American Regional Novel; Modernity and Autochtony [Cambridge: Cambridge University Press, 1990], 157).

JOSÉ EUSTASIO RIVERA Y SUS LECTORES

Mientras tanto, la obra se vende pero no se comprende…

J. E. Rivera

Durante casi un siglo, la incontestable crítica social y la imperecedera calidad literaria de La vorágine han fascinado a sus lectores. Su éxito editorial no es menos impactante, pues el libro fue traducido a innumerables lenguas: inglés, francés, portugués, alemán, holandés, italiano, rumano, ruso, sueco, checo, búlgaro, servo-croata, lituano, chino y japonés. Además, abundan en el mundo hispánico una variedad de ediciones, piratas inclusive, y reimpresiones de la novela de Rivera.1 Considerando que su enfoque se concentra en acontecimientos históricos y geográficos específicos, muchos de ellos olvidados dentro y fuera de América Latina en la actualidad, es sorprendente que esa obra haya logrado atraer la atención de tantos lectores transnacionales. Para una novela que luego los críticos rotularon de “regional”, pero también cuya calidad universal ayudó a volver accesible su lectura, es aún más sorprendente el hecho de que, hasta el día de hoy, continúe maravillándonos con esa paradoja. En su trama existen aventura, romance, etnografía, curiosidades de literatura de viajes, biografía y una poderosa crítica social al trabajo forzado y a los crímenes cometidos en contra de los caucheros de la Amazonía durante el apogeo de la extracción y del comercio del caucho a inicios del siglo XX.

Además de otras grandes realizaciones artísticas de este libro, bastaría la importancia por sí sola de un lenguaje impregnado de cierta crítica social, como instrumento para despertar la consciencia, para considerar La vorágine como una de las más grandes novelas latinoamericanas. Sin embargo, el libro de Rivera ofrece mucho más. En términos generales, las varias lecturas que se han hecho de esta novela no fueron lo suficientemente capaces de reconocer el esfuerzo pleno del autor para tejer artísticamente la historia y la imaginación desde el principio hasta el final de libro, a la vez que protesta en contra de esos crímenes en la Amazonía. En realidad, hoy poquísimas personas recuerdan los horrores ocurridos, en la década de 1910, en las caucherías colombianas, venezolanas, bolivianas, peruanas y brasileñas, un tema central de este libro. De hecho, un número muy reducido de lectores, inclusive críticos, logran apreciar la forma como Rivera usó las fuentes históricas ligadas a esas atrocidades, fuentes que le otorgaron a la novela un realismo único, pues a través de ellas el autor pudo encontrar una solución para llegar a la verdad por medio de la ficción. Afortunadamente, algunas lecturas más actuales de La vorágine representan una transformación en el reconocimiento de la crítica social en el libro. Los más recientes estudios, de Leslie Wylie y Flor María Rodríguez-Arenas, por ejemplo, demuestran que los críticos contemporáneos continúan valorizando su importancia artística y sociohistórica y sometiéndola a nuevas formas de interpretación.2

Iniciaremos nuestros comentarios con un resumen de la recepción inaugural de La vorágine y, después, siguiendo los diversos periodos en que los críticos reaccionaron de diferentes formas, aunque nunca de manera pasiva, llegaremos hasta los juicios críticos de los últimos treinta años. Desde su publicación en 1924, la vasta mayoría de los lectores de Rivera elogió a La vorágine como una de las novelas latinoamericanas mejor realizadas de todos los tiempos, de ahí que se haya transformado en un libro realmente canónico. Al inicio, gran parte de los reseñistas resaltó el enorme impacto del libro entre sus lectores justo después de que la novela fue puesta a la venta. Anteriormente a La vorágine, el libro de poesía de Rivera, Tierra de promisión (1921), también ya había tenido una acogida excepcional en Colombia. Con seguridad, al publicar esa novela, Rivera esperaba repetir su éxito anterior. Sin embargo, el hecho de ser un excelente poeta no le ayudó necesariamente a alcanzar los elogios unánimes por su prosa.

Argumentamos en este capítulo que la desigual recepción que la novela de Rivera ha tenido hasta hoy está relacionada más con sus críticos que con el libro propiamente dicho. La vorágine es una obra compleja, mal interpretada por un número considerable de lectores incautos, entre ellos algunos verdaderamente mordaces, cuyas evaluaciones se vieron influenciadas por sus preconceptos de una escuela literaria particular o agendas ideológicas, que resultaron en apreciaciones incompletas o incluso equivocadas. Tales limitaciones en perjuicio de una comprensión clara de los objetivos literarios del autor, lamentablemente, opacan las extraordinarias cualidades estética e histórica de esta novela.

 

A mediados de la década de 1920, las reseñas entusiastas de esa obra, hechas por Guillermo Manrique Terán, Antonio Gómez Restrepo, Horacio Quiroga entre otros, y los acalorados debates sobre las ideas políticas del autor catapultaron La vorágine a los ojos del público.3 El crítico y periodista brasileño Saul de Navarro, seudónimo de Álvaro Henrique Moreira de Souza, elogió al novelista colombiano en reseñas de periódicos y en su libro O Espírito Iberoamericano (1928), por haber sido capaz de combinar en su obra “belleza y justicia social”.4 Independientemente de cuál aproximación fue adoptada por los críticos, en la segunda edición de la novela, Rivera trató las reseñas más elogiosas de su libro como documentación de apoyo e instrumento de publicidad. De hecho, en una sección final titulada “Algunos conceptos de La vorágine”, incluyó pasajes de esos juicios críticos no solo en la segunda, sino también en la tercera, en la cuarta y en la quinta ediciones de su obra.5 Su deseo de promover la novela era tan fuerte que acabó publicando en esa sección no solo uno, sino dos comentarios críticos entusiastas de un mismo reseñista, Navarro: el primero, extraído de una carta que este le envió al novelista6, y el otro, publicado originalmente en la revista A Illustração brasileira7, que más tarde se publica también en su Espírito Ibero-Americano8. Esos primeros reseñistas se mostraron tan fervorosos que uno de ellos, Moisés Vicenzi, anunció: “¡No, no es un libro de vana literatura el suyo. Es un pedazo de carne que sangra y tiembla en las manos!”9.

Pese al inmenso éxito de La vorágine, algunos de los primeros críticos, como Luis Eduardo Nieto Caballero, Eduardo Castillo y Ricardo Sánchez Ramírez (este último conocido en el círculo literario de Bogotá como Luis Trigueros), optaron por enfocarse negativamente en los problemas compositivos de la novela, concentrando sus discusiones en cuestiones lingüísticas secundarias e insignificantes, casi al nivel de banalidades.10 Décadas más tarde, ciertos escritores del boom latinoamericano también vieron fallas en el libro, tales como un excesivo énfasis en la naturaleza latinoamericana y el empleo retrógrado de vocabulario regional. Para estos críticos más modernos, La vorágine simplemente no había abrazado la modernidad.

Los años treinta, prácticamente, no vieron ningún estudio relevante sobre esta novela, con excepción de un ensayo de Eduardo Neale-Silva y de algunos comentarios aislados.11 En la década de 1940, sin embargo, dejando de lado la crítica al uso inadecuado de un lenguaje poético en un libro de prosa, a la falta de sensibilidad del autor, al abuso de la lengua española, a la carencia “de método, de orden, de ilación” en sus fabulaciones —esta última es una cuestión que estuvo en el centro de la controversia que Trigueros había creado en los años veinte— los críticos pasaron después a concentrarse en el uso que Rivera hizo de las fuentes basadas en hechos y en el modo cómo se ocupó de los intertextos.12 Esa modificación en la aproximación crítica de esa obra refleja cambios más amplios en el contexto epistemológico, cultural y artístico que estaban ocurriendo en el plano internacional, muchos de los cuales fueron promovidos por la vanguardia europea. El crítico Antonio Curcio Altamar describe esa evolución en Colombia en los siguientes términos:

La exquisitez y el rebuscamiento idealista, así como la preocupación por exóticos salones académicos y por los temas o inspiraciones religiosos, se esfumaron de golpe para dejar aparecer lo orgiástico-demoníaco de las regiones inextricables y sin poetizar de Colombia.

No fue extraño, por tanto, que en la obra de Rivera se viese la primera novela específicamente americana y se registrase con su publicación el advenimiento de una literatura de verdad nuestra.13

Lógicamente, Curcio Altamar se refiere aquí al parnasianismo y al simbolismo, esos dos movimientos aparatosos que, a finales de los años de 1890 y durante la década de 1910, influenciaron a los escritores modernistas en todos los países latinoamericanos de habla española.

Una vez pasado el clamor vanguardista de las primeras dos décadas del siglo, alrededor de 1930 esos movimientos literarios fueron sustituidos por el regionalismo, con un nuevo énfasis en la representación naturalista. Curcio Altamar consideró positiva esa transformación literaria: de la orientación formal del modernismo hacia un naturalismo local que priorizaba la representación nacional. Él también defendió la novela de Rivera por reflejar ese nuevo rumbo. No obstante, en los años posteriores, el libro sería utilizado otra vez en otra transformación de las tendencias literarias. El elogio que la novela recibió en la década de 1930, de la pluma de uno de los más ilustres biógrafos del escritor colombiano, el estudioso chileno Eduardo Neale-Silva, fue, sin embargo, un tanto atenuado alrededor de 1945, por críticos como Otis H. Green, que definió La vorágine como “intrascendente e inferior”14; como William E. Bull, que afirmó, en su reseña, que “Rivera estaba un poco confundido en su tarea de novelista”15, y, por último, como Antonio Torres-Rioseco, que no consideró la obra de Rivera para el triunvirato formado por las grandes novelas regionales de su tiempo o, como fueron llamadas, novelas de la tierra.16 Alrededor de 1950, la mayoría de los críticos latinoamericanos se habían desentendido de La vorágine o ignoraban casi totalmente su relevancia. En un cuadro histórico de las novelas latinoamericanas elaborado en 1953, Luis Alberto Sánchez escribió solo algunas palabras sobre la importancia social de ese libro17 y, rápida y mecánicamente, incluyó la obra en la categoría de las novelas regionales.18 En el curso de esa década, comentarios agudos y positivos sobre la novela, como los de Agustín del Sanz, fueron una excepción a la regla.19

La diversidad de opiniones sobre La vorágine que vimos hasta ahora, indica que, independientemente de esta o de aquella inclinación que tenían los críticos, todos ellos demostraron fuertes sentimientos en relación con esa novela y, en algunos casos, incluso con respecto del novelista. Era la época en que un sentimiento visceral parecía haber dominado los círculos literarios hasta los años cincuenta, ya que a los críticos les gustaba trabar polémicas con los escritores, cuya actitud combativa parece hoy muy distante de nosotros, pero que, en el pasado, era relativamente común. En la posterior década, un número considerable de estudiosos obstinados prepararían la arena de debates para una nueva generación de escritores con fuerte sentido crítico literario. Algunos novelistas de esa época, los llamados escritores del boom latinoamericano, también se unieron al coro crítico, adoptando a veces una dura visión desaprobadora y un tono despreciativo hacia las belles lettres del pasado, en especial hacia la literatura regional, como lo veremos en los siguientes párrafos.

UNA CRÍTICA PROBLEMÁTICA

Durante el boom latinoamericano de las décadas de 1960 y 1970, algunos críticos censuraron duramente a Rivera y a otros narradores de ficción regionales por producir lo que, desde su punto de vista, era una literatura de tipo utilitario; una literatura que defendía un cierto nacionalismo o ideología política. En esos años se dio inicio a una guerra de ideologías, en la que la victoria le correspondía, en gran medida, al escritor o crítico que suplantara el pensamiento dominante del otro y asegurara el predominio de un nuevo conjunto de ideas. En 1968, por ejemplo, Luis Harss agregó La vorágine a su lista de novelas que eran “inocentemente autoritarias, declamatorias y hasta demagógicas. Era una literatura hecha más de vehemencia intelectual que de jugos gástricos, épica en su concepto, utilitaria en sus propósitos”.20 Muchos críticos de la generación del boom, hechizados por las seducciones de la modernidad, se rehusaron a reconocer a Rivera y a sus contemporáneos Rómulo Gallegos, Ciro Alegría y Jorge Icaza como novelistas notables, quienes en conjunto o separados abrazaban las estéticas románticas, modernistas, regionales o naturalistas. Criticaron al escritor colombiano principalmente por ser demasiado telúrico y passé. Otros nombres sobresalientes del boom, como el de Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez, compartieron ese acercamiento de la obra de Rivera.21 Desde su perspectiva, un buen escritor debería seguir las tendencias literarias con el fin de evitar reproducir, simplemente, un ejercicio de escritura fútil y anticuado. El problema, como lo anotó un lúcido crítico, es que los escritores del boom presionaban a favor de “una escritura particularista con el fin de renunciar a la diferencia cultural en pro de un sentido universal”.22 Pero eso solo constituye una de las causas de su rechazo, pues sabían perfectamente que, si un escritor desea ser universal, como lo dijo un día León Tolstói, debe comenzar por pintar su propia aldea. De hecho, y aquí está la contradicción, eso era exactamente lo que estaban haciendo muchos de los escritores del boom.

Para adoptar solo un ejemplo, se puede observar que la lectura tendenciosa de la novela de Rivera hecha por Vargas Llosa, un maestro del experimentalismo, no le permitió evaluar con suficiente clarividencia las realizaciones estéticas de la obra. El novelista peruano argumentó que, del mismo modo que la novela de Rivera, las novelas regionales son “literariamente pobres, por la tosquedad rudimentaria y la estrechez provinciana de su visión”.23 Desde su mirada, este tipo de novelas “se ha vuelto censo, dato geográfico, descripción de usos y costumbres, atestado etnológico, feria regional, muestrario folklórico”.24 Otros escritores del boom aplaudieron esa perspectiva porque novelas similares a La vorágine no se ajustaban al modelo ideal y, debemos decirlo, lo limitaban por la poética que adoptaban. Según ese modelo, los novelistas deberían emplear técnicas narrativas sofisticadas, que habían aprendido mediante su experimentalismo con soluciones formales de vanguardia. El montaje, la superposición cubista de puntos de vista diferentes, la relativización temporal y espacial son solo algunos “requisitos” de ese nuevo arte de escribir.

Al hacer una evaluación opuesta y más productiva de las novelas regionales, o novelas de la tierra, D. L. Shaw afirma que “su exitosa incorporación a la ficción del admirable background natural, la pampa, la selva y el llano del subcontinente, representó una importante ruptura con la imitación de los modelos europeos y un gran paso hacia adelante rumbo a la autenticidad en la literatura latinoamericana”.25 La hipótesis de Shaw acerca de la ruptura con los modelos europeos está bien planteada, pero su defensa de la autenticidad es un tanto problemática. Aunque la mayoría de los autores latinoamericanos no haya logrado huir totalmente de la influencia de la literatura europea, muchos durante ese periodo buscaron alternativas para no adherirse a los modelos anteriores dictados principalmente por Francia e Inglaterra. Uno de esos autores era Rivera, quien intentó escribir un texto propiamente latinoamericano, más específicamente una novela, y no un libro de historia que fuera reconocido únicamente como un documento de crítica social por parte de la historiografía:

¿Cómo no darte cuenta del fin patriótico y humanitario que [La vorágine] tonifica, y no hacer coro a mi grito en favor de tantas gentes esclavizadas en su propia patria?

¿Cómo no mover la acción oficial para romperles las cadenas? Dios sabe que, al componer mi libro, no obedecí a ningún otro móvil que al de buscar la redención de esos infelices que tienen la selva por cárcel.26

Aquí, en una impugnación al excónsul colombiano Luis Trigueros, Rivera lo amonesta por mantenerse en silencio ante la crítica social de la novela. Si, por un lado, la referencia de Rivera a la Amazonía está implícita en la cita de arriba, por otro, la misión de Rivera en la novela se vuelve explícitamente clara, por su tono apasionado y vigoroso: el de denunciar crímenes en contra de la humanidad, cometidos en un área geográfica específica (es decir, la Amazonía). Esa especificidad sería suficiente para justificar sin dudarlo, natural y positivamente, el rótulo de “novela regional” que los futuros críticos le aplicarían a La vorágine.

 

Alfredo Bosi opina que “estar a favor o en contra de lo regional, a favor o en contra de lo universal, no tiene sentido como juicio literario: es, en el fondo, una proyección indiscreta de ideologías grupales”27. De manera general, ese desdén a la ficción regional manifestado por algunos críticos era una de las razones por las cuales no se sentían atraídos por la novela de Rivera.28 Es posible que esa crítica negativa haya sido también la responsable del hecho de que la mayoría de los estudios posboom hayan separado la novela de su contexto histórico y político29. Para algunos novelistas del boom, como Fuentes, García Márquez y Vargas Llosa, La vorágine estaba demasiado preocupada por la naturaleza latinoamericana, descrita en un lenguaje “arcaico” que exigía un glosario regional, y repetía clichés encontrados en la época en novelas similares del regionalismo.

En 1969, Carlos Fuentes juzgó a La vorágine y a las novelas hispanoamericanas semejantes del periodo, por estar más próximas a la geografía que a la literatura e incluso las describió de forma despreciativa de la siguiente manera: “la novela de Hispanoamérica había sido descrita por hombres que parecían asumir la tradición de los grandes exploradores del siglo XVI”.30 Esa evaluación era común en los años de 1960, una época en que muchos críticos despreciaban las novelas regionales y elogiaban a aquellas escritas por los autores del boom. Jean Franco, no ignorando la relevancia social de ese libro, escribió que “si La vorágine tiene un mensaje, es el de que en América Latina la naturaleza es más poderosa que la civilización”.31 Del mismo modo, Fuentes declara:

“Se los tragó la selva”32, dice la frase final de La vorágine, de José Eustasio Rivera. La exclamación es algo más que la lápida de Arturo Cova y de sus compañeros; podría ser el comentario a un largo siglo de novelas latinoamericanas: se los tragó la montaña, se los tragó la pampa, se los tragó la mina, se los tragó el río.33

Ahora bien, si esos críticos no eran totalmente ignorantes del contenido social de la novela de Rivera, al menos deberían haberse hecho un mayor esfuerzo por entenderla. Como lo escribió Franco, “el novelista trató de justificar La vorágine ante la crítica, con el argumento de que la novela era un documento social”.34 La evaluación de Franco deja escapar los aspectos novelísticos del libro, y la manera cómo Rivera combinó la narrativa imaginaria con el mensaje sociopolítico.

Como contraparte, el escritor cubano Alejo Carpentier, miembro igualmente de la generación del boom, pero que defendía la novela regional como un género literario válido como cualquiera, elogió La vorágine por utilizar sus convenciones de lenguaje, convenciones que otros habían rechazado:

[C]uando apareció La vorágine, de José Eustasio Rivera, ocurrió algo notable. Al final del tomo aparecía un vocabulario de doscientas veinte [sic] voces americanas usadas en el relato. Confieso que cuando leí esta novela por primera vez, en 1928, no quise empezar por revisar el vocabulario, quise entrar de lleno en el relato. Y recuerdo que me fue ininteligible, por desconocer las palabras usadas por José Eustasio Rivera. Tuve que acudir al glosario, como se recurre a un diccionario. Aquel idioma usado por José Eustasio Rivera era algo singular, por no decir bárbaro. Auténtico, sí, y exacto. Pero localista. Usar tal lenguaje constituía una evidente limitación. Por lo menos ese era el criterio que compartían muchos escritores al ponerse en contacto con la obra maestra del gran colombiano. […]

Claro que se nos planteaba un problema. Yo personalmente opté por la solución de José Eustasio Rivera y cuando publico mi primera novela, escrita en la cárcel en 1927 y publicada en Madrid en 1932, ¡Ecué-Yamba-O!, novela de negros cubanos que se desarrolla principalmente en el campo de Cuba, en los alrededores de un ingenio de azúcar, puse al final del libro un glosario que incluye un gran número de voces usadas en Cuba y que yo sabía que no se conocían en el Continente […]. Recientemente, volví a leer La vorágine y me encontré con que cuarenta y dos palabras, de las doscientas veinte [sic] de que consta su vocabulario famoso, forman ya parte del idioma hablado por el hombre de América Latina, habiendo dejado de ser neologismos, localismos incorrectos, para enriquecer ya sin fronteras el idioma español.

De esa forma, a partir de la década de 1930-1940, fuimos perdiendo el miedo a los americanismos.35

De modo general, los escritores del boom entendieron mal no solo el deseo de Rivera de adoptar una sólida postura sociopolítica con su novela, sino también las sofisticadas soluciones formales que encontró para sustentarla. Al privilegiar obras que se destacan por su experimentalismo, por su imaginería surrealista, y por su representación paródica, todas estas características deudoras de la tradición cultural y artística europea, algunos escritores de la generación del boom no valoraron la exposición que Rivera hizo de las atrocidades perpetradas en el centro de la industria amazónica de caucho. Irónicamente, muchos de esos autores llegaron a escribir novelas sobre la dictadura en el continente que, como la obra de Rivera, se ocuparon de temas sociales y políticos modernos.36 Así, causa sorpresa que no reconozcan a Rivera como un precursor de sus propios esfuerzos políticos. Presagiando a muchas de las novelas del Boom, La vorágine examina convincentemente la relación entre derechos humanos, preservación ambiental, culturas indígenas, prácticas inhumanas de trabajo, injusticia social y corrupción política.37

La fina percepción de Carpentier fue la que destacó la representación regional de Rivera al resaltar su lenguaje, lo que ayudó a contrarrestar la incómoda crítica de algunos de sus colegas escritores del boom. La visión clara y la erudición genuina del novelista cubano ayudaron también a redefinir lo que algunos consideraron de mal gusto o soluciones mecánicas, y orientó el debate hacia direcciones que incluso hoy parecen sorprendentes. Las observaciones de Carpentier, además, constituyen una excelente respuesta a aquellos que criticaron, por ejemplo, como defectuosa o contradictoria la caracterización que Rivera hace de Arturo Cova, el héroe de La vorágine. Haciendo uso del concepto de maniqueísmo, del que se habían apropiado libremente los críticos que vieron soluciones artísticas fáciles y del tipo déjà vu en La vorágine, el novelista cubano logró elaborar un sólido argumento a favor de aquello que los críticos habían juzgado de ser polarizaciones maniqueístas o mecánicas, encontradas normalmente en representaciones de la novelística latinoamericana.

Nuestros críticos usan a menudo el término de maniqueísmo de modo enteramente erróneo, puesto que el maniqueísmo, en función de la doctrina misma de Manés o Mani, puede enfocarse de dos maneras: 1) De modo general, el mundo es el teatro de una perpetua lucha entre el bien y el mal, la luz y las tinieblas, Ormuz y Ahriman […]. 2) Hay un maniqueísmo, de lucha individual, entre el bien y el mal situado dentro del hombre —lo que hace que el “personaje maniqueo” no sea el personaje tallado de una sola pieza […], sino el personaje complejo, alternativamente dominado por pasiones contradictorias […]. Sin embargo, aceptemos, por simplificar el concepto primero de maniqueísmo en su acepción más generalizada. Nos cuesta trabajo observar que la historia toda no es sino una crónica de una inacabable lucha entre buenos y malos. Lo que equivale a decir: entre opresores y oprimidos.38