Read the book: «En busca del elefante»
Primera edición en MINIMALIA, octubre de 2007.
Director de la colección: Alejandro Zenker
Coordinación técnica: Laura Rojo
Cuidado editorial: Elizabeth González
Coordinadora de producción: Beatriz Hernández
Formación digital: Itzbe Rodríguez Ciurana
Viñeta de portada: Mauricio Morán
Esta colección se publica con el apoyo del Instituto de Traducción de Literatura Coreana (KLTI) para el proyecto Libros de Corea, 2005.
© 2007, Solar, Servicios Editoriales, S.A. de C.V.
Calle 2 número 21, San Pedro de los Pinos.México, D.F.
Teléfonos y fax (conmutador): +52 (55) 5515 1657
Correo electrónico: solar@solareditores.com
Página electrónica: www.solareditores.com
ISBN 978-607-7640-24-0
Índice
Al mismo tiempo
Todos somos ángeles
La lágrima que derramó Kim Yonghi
La casa de Mari
En busca del elefante
Soy el peluquero de una aldea
Casa modelo Ramer
Palabras de la autora
Al mismo tiempo
Hace muchísimo tiempo crecieron los árboles. Y así como crecieron juntos para formar un intrincado bosque, de la misma manera aparecieron los seres humanos. Cuando los árboles crecían exuberantes, los dioses empezaron a partirlos. Y se dice que los trozos de esos árboles así divididos se convirtieron en seres humanos y se separaron por su cuenta para formar parejas de personas. Hay quien dice que los árboles, en vez de dar frutos, daban a luz hijos. Y que éstos eran tan pequeños que vivían en el interior del árbol. Por otro lado, cuentan que cuando hacía mucho viento, sus cuerpos se congelaban como el hielo, y cuando dejaba de soplar, volvían a secarse. También se habla de un país muy lejano en el que había árboles que parían ovejas y árboles cargados de gansos.
Los árboles crecían en medio del viento, la niebla y la lluvia, y cuando llegaba la primavera, el mundo se aclaraba y resplandecía debido a la blancura de los vellos de las semillas acarreadas por el viento que cubrían los árboles como copos de nieve. Las semillas volaban muy lejos y crecían nuevos árboles. De ellos salían nuevos seres humanos que creaban su propia historia; luego, poco a poco envejecían y caían enfermos, olvidándose del comienzo del mundo. Debido a la pérdida de memoria, las personas olvidaban todo: de dónde venían, cómo habían sido creados los bosques, cómo los árboles daban las semillas…
Los terrenos, pequeños y grandes, formados junto a los bosques en épocas remotas, eran zonas río abajo. A los hombres se les olvidó por completo que en la parte baja del río había un denso bosque y abundancia de agua. Si aquellas zonas río abajo fueron devastadas o se convirtieron en desierto, se debió a la desaparición de los bosques. Desde que empezaron a plantar cereales y a cultivar la tierra, los hombres empezaron también a destruir los bosques. Talaron árboles, cada vez más, haciendo desaparecer los bosques hasta la zona río arriba. Por eso hay inundaciones y sequías. Analizando el polen de sedimentos de río, se han investigado los tipos y cantidades de las diferentes plantas que había. A raíz de análisis como éste, se descubrió que el desierto del Sahara fue un extenso bosque en tiempos antiguos.
Los árboles, que veían amenazada su existencia, comenzaron a buscar maneras de sobrevivir ayudándose unos a otros. Además de los árboles que engendran semillas cada tres o cuatro años, crecían otros que producían numerosas semillas cada año, como el álamo, el sauce, el aliso y otros. Algunas de esas semillas no se pudrían, aunque pasasen mil años. Las semillas se desplazaban transportadas por el viento y en las alas de los pájaros hasta lugares lejanos. Las semillas que contenían recuerdos de piedras, de hierbas, del cielo y del sol, se escondían entre los árboles, en lo más espeso del bosque o en el fondo de la tierra, atravesando el duro asfalto. Mucho tiempo después, cada semilla empezó a brotar y fue surgiendo un nuevo bosquecito; así las personas nacieron de nuevo.
Mi muy querida sobrina Yunsul, cuando unos bosques empezaron a ser talados y los bosques restantes poco a poco desaparecían, tú eras una semilla pequeña y blanca que llegó aquí volando en una lejana nube, llevada por el viento hacia los rayos del sol.
Si te hablo de los árboles y del bosque, olvidados en cierta época, y de los vellos de las semillas que flotan por encima de nuestra cabeza, oye, Yunsul, ¿despertarás? Quizá estés volando por el aire como si fueras un pájaro ligero y pequeño, acompañado de esas semillas vellosas, pero no te vayas muy lejos. Si te vas demasiado lejos, es posible que tardes en volver aquí diez o veinte años, o hasta más de cien. No sé si tardarás aún más tiempo. Por eso, abre los ojos, por favor.
Cuando movías la cabeza con mirada melancólica, dudaba un rato pensando si debería llevarte conmigo de todos modos. Como deseabas quedarte constantemente a solas, sabíamos muy bien que ni el parque, ni la sombra, ni la música que te gustaba, ni tu tío, ni yo, te serviríamos de nada. Sin embargo, no podía dejarte sola. No podía permitir que te quedaras sola en casa; no obstante, salí para rezar por un difunto y te dejé.
Eran alrededor de las diez de la mañana cuando llegué al templo budista Mikwangsa. Hacía muy buen tiempo, mucho sol. En el firmamento no se veía la más mínima nube. Era un día esplendoroso, pero tan seco que con una sola chispa todo el cerro habría podido quedar envuelto en llamas. Cuando iba a quitarme los zapatos para entrar al templo del guardián de niños y viajeros, pasando por el templo principal, de repente oí ladrar a un perro a lo lejos. Miré a mi alrededor, pero no se le veía por ningún sitio. El ruido que creí ladrido de perro y que llegaba a mis oídos, poco a poco fue convirtiéndose en el canto de un pájaro. Pensé que se trataba de un cuervo, una urraca o un cuco de espalda negra, pero no se veía nada. Un sonido ronco, que al principio no pude distinguir si era de pájaro o de perro, ascendió con mayor fuerza, pero de pronto ya no oí nada. Entré al templo del guardián de niños y viajeros después que se tranquilizó el entorno. Centenares de lámparas blancas en las que estaban escritos los nombres de los difuntos iluminaban el ambiente, sin embargo, el interior era tan oscuro que casi no se veía la estatuilla de Buda sentado en el lado opuesto. En la oscuridad estuve de rodillas largo rato, al mismo tiempo que Byongha sufría ese accidente, ¿también oíste ese ruido?
Cuando volví a casa, usé la llave para abrir la puerta y no despertarte si acaso estabas dormida. Al pasar delante de tu alcoba me pareció oír ese canto que había escuchado en el templo del guardián. De tu cuarto salía suavemente una resonancia como de un enorme tambor. Creí que te habías quedado dormida dejando sonar la música. La música siguió tocando y tampoco te despertaste cuando acabé de preparar la ensalada de calabacitas condimentada, después de haberme lavado la cara.
¿Cómo puedo olvidarme del joven Han Byongha? El día que cenó con nosotros por primera vez en casa estuvo sentado en el columpio del parquecillo hasta que prendiste la luz de tu alcoba. Los champiñones que me trajo como regalo todavía están en el refrigerador.
¿Recuerdas, Yunsul, que él me llamó “madre” cuando nos visitó por primera vez? Así me decía. Como sabes, te criaste conmigo. Quizá no notaste que tu tío, sentado a mi lado, me tomó disimuladamente por los hombros. Metí mi brazo en el suyo y miré despreocupadamente la cara del joven bien crecido y sano como un abedul. A partir de entonces me llamaba madre en vez de tía, en un tono limpio y claro, como si le hubieras dicho que me llamara así. Sí, claro. No había sido nunca tu tía. Es una historia tan lejana.
Cuando se fue el joven, tu tío me dijo que le parecía que formaban una buena pareja, muy armónica, pero no estuve de acuerdo. No sabía en qué pensaba tu tío, pero acercó mi cabeza hacia él. Mientras te despedías, yo lloraba con la cara escondida en su pecho. En cuanto oí que entrabas al salón, me encerré precipitadamente en el baño. No quería dejar al descubierto mis ojos enrojecidos. Cuando salí del baño, jugabas paduk1 con tu tío. Después de que lavé los platos, te volviste hacia mí riendo alborozada enseñando tus blancos y bien ordenados dientes. ¿Sabes cuánto tiempo hace que ocurrió eso? No sé por qué lo recuerdo con dificultad, como si hubiera pasado hace mucho tiempo. No. No es eso. Todavía recuerdo todo lo que tú recuerdas. Tampoco podría decir que no sé nada de tu dolor de ahora.
El hombre que de ti se ha ido una vez, no podrá volver a ti y ser el mismo de antes. Lo triste no es que se hayan separado, sino que no lo reconocerás cuando vuelva. Él no te abandonará, ni tú puedes olvidarlo. Así como ese viento tiene fuerza para esparcir las semillas a lo lejos, Byongha vendrá a buscarte como si fuera una semilla diferente, pero tendrás que estar despierta. A propósito, Yunsul, ¿estarás despierta cuando termine mi relato? Vamos al bosque. Vamos a ver los árboles que tienen más edad que la mía y la tuya juntas, flores y mariposas también. Estando allí, contigo, creo que podría contarte algo que nunca te he dicho. ¿Sabes?, la muerte del joven no la provocaste tú.
En aquellos tiempos las hierbas crecían de color verde suave, la magnolia y el ciruelo se llenaban de flores y también dieron frutos. A veces, cuando tú y yo nos despertábamos temprano, tu tío sacaba las raquetas de bádminton. Era agradable oír los golpecitos ligeros y rítmicos del volante en las raquetas; yo ya tenía listo el arroz y preparada tu mochila. Ya bien entrada la noche, caían fuertes gotas de lluvia y granizaba. Tú entrabas aterrorizada a mi cuarto y pasabas la noche entera abrazándome, en medio de nosotros, con tu tío tumbado hombro con hombro, igual que sucede en otras familias.
Antes de que conocieras a ese joven llamado Byongha, solías decirme, como si tuvieras la costumbre de hablar, que querías encontrarte con un hombre como tu tío. Cada vez que él te oía decirlo, cogía mis manos estallando en una risa vacía, de vergüenza. Podía advertir que tus ojos, fijos en él y en mí, estaban a veces llenos de lágrimas, pero no nos preguntaste más acerca de tus verdaderos padres y no había nada que pudiera decirte además de lo que ya sabías. Ahora recuerdo también que, cuando vimos a Byongha por primera vez, su aspecto y su forma de hablar eran parecidos a los de tu tío.
Tu tío es un hombre duro que nunca te ha considerado como su hija en ningún momento. Pese a que no fue una decisión fácil, prometió que vivirías con nosotros, y desde entonces ha cumplido su promesa sin alterarse. Bueno, a decir verdad, ahora me parece que él creía que la causa de que no tuviéramos hijos se debía a tu presencia. Es decir, consideró que la cigüeña que nos traía un niño, cuando oyó tu llanto o vio tus ropas colgadas en el tendedero, se fue a otro hogar cambiando de rumbo. Yo entonces le arañaba la espalda, chillaba o le tiraba brutalmente lo que tuviera a la mano: un florero, un cojín, cualquier cosa. Recordándolo ahora, creo que mi actitud no se debía a enojo con tu tío, sino al remordimiento y odio contra mí misma por haber empezado a creer en esa posibilidad.
Esos días no duraron mucho. Me pareció que tu tío, en el transcurso de unos diez años, abandonó las ganas de tener hijos. Ni él ni yo pensábamos en la causa de mi esterilidad ni en la inseminación artificial. Pensábamos que no deberíamos hacerlo delante de ti o mientras vivieras con nosotros. Después de hacer el amor, a la mañana siguiente, tu tío me decía lo que había soñado la noche anterior antes de levantarse de la cama. Eran cuentos de bultos vellosos, pequeños y ligeros, como esporas circulando por el cielo y cayendo de repente, como si florecieran, pero el viento se los llevaba separados; otro día, que tenía sobre las rodillas un cesto lleno de manzanas todavía sin madurar… Me parecía que tu tío ansiaba tener hijos, en cambio yo… No sé exactamente si lo quería también. Hace 25 años que vivo contigo. Ahora te has convertido en mi hija y en mi árbol, no en la hija de mi hermana mayor. Quiero mucho a tu tío. Igualmente te gusta a ti y lo sigues.
Pero, mira, el hombre al que quiero no es tu tío.
Le supliqué al médico que empezó a quitar la toalla enrollada con muchas vueltas en tu muñeca. Quizá te llegó mi voz a los oídos cuando estabas inconsciente. Movías un poco tus labios y también temblaba tu cuerpo. En ese instante la sangre salió a borbotones al ritmo del palpitar de tu corazón. Tu sangre escarlata salpicó no sólo las gafas y la bata del médico, también a mí me cayó en la frente y en el pecho. No imagino dónde tenías tal cantidad de sangre en tan diminuto cuerpo. Los médicos y las enfermeras que hacían guardia en la sala de urgencias intentaban llamar a quiroprácticos u ortopedistas, mientras otros médicos y enfermeras desinfectaban con gasa remojada en antiséptico la muñeca en que se veía claramente la arteria herida y trataban de contener la hemorragia con compresas.
Entré como pude al quirófano siguiéndote, a pesar de los repetidos obstáculos que me ponían las enfermeras, porque no te iba a dejar sola nunca. Parecía que tu ligamento estaba muy dañado. Era porque después de la operación para ligar la arteria, hicieron otra para su restablecimiento. Ni siquiera se preguntaban por qué habías pretendido suicidarte a los 25 años, siendo una chica de hermoso cabello oscuro. Ya sé, es porque han sido testigos de muchas otras muertes. Me pareció que no prestaban la menor atención a mi súplica de que te salvaran la vida.
Por la tarde empezó a circular calor por los dedos de tus pies y las puntas de los dedos de las manos, por lo que pude concluir que estabas a salvo, no por tu risa ni por tu voz clara y fresca, sino por los dedos de manos y pies.
Después de que una enfermera te puso una inyección con solución de Ringer, salí de la enfermería para ir al patio. Tuve oportunidad de salir después de largo tiempo. Ya pasaron dos días de mucho ajetreo en el hospital y, sin embargo, tu tío no vino ninguna vez a visitarte. Te hiciste un grave daño nada menos que con una espada colgada como adorno en la pared de su estudio. No se enfadó contigo, sino consigo mismo por haberla dejado ahí. Cuando estés bien, iremos de viaje en barco con tu tío a alguna isla lejana, ahí comeremos cacahuates sentados en la playa hasta que se ponga el sol en el horizonte. Haremos un esfuerzo para olvidar todo lo que pasó y luego volveremos a nuestra ciudad. Ya para entonces se habrá cerrado la herida en tu muñeca.
Flotando sin posibilidad de precipitación se paseaban por el cielo nubecillas blancas; de lejos venía un ligero viento impregnado del aroma de algunas flores. Yo, de frente, desafiando al viento, intentaba traerte a la memoria al joven Byongha, a tu tío que nunca estuvo aquí, a tus padres y a una persona especial: ese hombre que mora en mi corazón como semilla que nunca se pudrirá aunque pasen mil años o como un pino inmortal en lo alto de una meseta desierta.
Fue un asunto reciente, de hace dos años. No sé si te acuerdas de mí en aquellos tiempos. Yo me ausentaba de casa durante varios días, y a veces me encontrabas estupefacta en la sala, sentada en la oscuridad de la madrugada, cuando despertabas e ibas hacia el baño. Ése era mi aspecto poco tiempo después de ocurrido el accidente.
En el templo budista Haejusa al que solía ir, realizábamos servicios voluntarios reuniendo a los vecinos del mismo barrio. Bañábamos a los minusválidos, lavábamos la ropa sucia y les preparábamos kimchi2 para que resistiesen el frío invierno. Además, repartíamos arroz de casa en casa. ¿Recuerdas el restaurante Tosarang, situado en la segunda planta del edificio comercial, del lado opuesto a nuestra casa? Ése era el restaurante que inauguró uno de los miembros del grupo al que yo pertenecía. Seguro que lo recuerdas, ahí comías a veces con tu tío, por supuesto sin invitarme. Después de la inauguración nunca más fui allí.
El día de la inauguración se reunieron bastantes personas en el restaurante. Los miembros del grupo habíamos quedado en comer allí, pero como cada vez llegaban más clientes, algunos de nosotros llevábamos los platos sucios a la cocina y limpiábamos las mesas con trapos. Después de la hora de comer, el ambiente del restaurante se fue relajando poco a poco. Tomábamos el té y dialogábamos acerca del lugar al que teníamos planeado ir de servicio la siguiente semana. Unas mesas más allá, del otro lado, estaban sentados los amigos del propietario. Al cabo de una charla que no recuerdo ahora, decidimos reunirnos con el grupo del dueño y fuimos a una sala más grande del restaurante. Entre ellos había un graduado de la Universidad C, la misma a la que yo asistí. El dueño lo recordó y me preguntó: “Usted, tía de Yunsul, ¿no se graduó en esa universidad?” Asentí con la cabeza, aunque en realidad me faltó un semestre para titularme. Es decir, cuando me casé con tu tío, aún me faltaba un semestre para terminar la carrera. El graduado del Departamento de Pintura me preguntó mi especialidad y contesté que pintura occidental; luego quiso saber en qué año había ingresado a la universidad y dijo su especialidad: artes plásticas. Le pregunté si conocía a un condiscípulo mayor apellidado Kim y me contestó que no. De esta manera la plática continuó sin interrupción. No sé por qué tenía ganas de levantarme cuanto antes, aunque no tenía ningún presentimiento de nada.
No, no es eso. Mira, no tengo razón para mentirte. Quería saber acerca de ese condiscípulo mayor. Por eso le pregunté por fin: “¿Conoce usted al condiscípulo Chong Sukyu del Departamento de Artes Plásticas?”
El amigo del dueño del restaurante mantenía cerrada la boca. Me miró largo tiempo a la cara con ojos penetrantes, por lo que me puse tensa, creyendo que podía estar muy enfermo. Unas cuantas veces pensé que quizá ya se habría ido de aquí. Solía pensarlo cuando llegaba la primavera, sí, cada vez que la primavera volvía. Fue por él que, desde mi matrimonio, no volví a comunicarme con las personas a las que conocí en la universidad.
“Me imagino que nadie se lo ha dicho: se suicidó hace dos años.” El amigo del dueño nos dio la noticia. Tenía una taza en la mano. Los que todavía no cerraban la boca de la última risa que se pintaba en sus labios, los que cobraban la cuenta y yo, que recargaba la barbilla en la mano, nos quedamos petrificados. Hubo un largo silencio, o al menos así lo sentí. A continuación se oyó un susurro entre ellos y un chasquido, después llegaron a mis oídos las preguntas acerca de la relación que mantenía con él.
En ese instante pensé que él me estaba llamando y que teníamos que vernos de nuevo.
Yunsul, me imagino que recuerdas al hombre que te visitó el otoño de hace tres años. Era un amigo de tu tío que peinaba canas y que frisaba los cincuenta. Vivía desde hacía largo tiempo en Estados Unidos. La vuelta a Corea no fue más que una visita. Nos invitó a los tres al restaurante chino del hotel en que se alojaba. Antes de ir a ver a ese hombre que te recordaba de niña, te probaste varios vestidos. Al final escogiste uno muy llamativo color cereza y llevabas una cinta blanca en tu cabello liso y oscuro. Tal vez esperabas escuchar de ese hombre, amigo de tu tío y también de tu padre, alguna historia acerca de tus padres que no conociste. Por algo no se disipaba el rubor de tus mejillas mientras volvíamos a casa.
Entre los tres nos acabamos una botella de vino durante la cena. A veces le preguntabas si recordaba algo de tu niñez, pero guardaste silencio sobre tus padres. Tu tío y yo nos enorgullecíamos de tus piernas sanas y bien doradas por el sol, tu cabello y la frente limpia. Ese hombre contó brevemente su vida en Estados Unidos y la razón de haberse marchado de su patria hacía tanto tiempo. Tu tío y yo no acostumbrábamos divertirnos bebiendo alcohol, sin embargo, el hombre pidió otra botella. Se la bebió entera él solo. Tenía planeado marcharse dos días después. Cuando íbamos a levantarnos, vi que te tiraba sigilosamente del brazo. Tu tío y yo avanzamos hacia la entrada fingiendo no haberlo visto.
Al día siguiente fuiste a verlo. Tu tío se preocupó de que fueras sola, por lo que te llevó en su coche hasta el lugar de la cita y volvió a casa. No me dijo nada. Yo esperaba ansiosamente la hora de tu regreso. ¿Te habría pasado algo? Pero, oye, a diferencia de tu tío, no me preocupaba tanto como él, porque yo conocía muy bien a ese hombre. Puesto que nosotros no te revelamos esa verdad, no sería él quien te contara esa historia de hace tanto tiempo, pero si te la hubiera contado, no se habría marchado.
Déjame decírtelo de nuevo: no me arrepiento nunca del tiempo que tú y yo vivimos juntas, pues no te considero la hija de mi hermana mayor, aunque a veces reflexiono sobre esos años pasados. Si te hubiéramos dejado sola, ahora vivirías con cualquier otra persona, no con nosotros. O, si acaso, podríamos pensar que les quitamos su puesto.
Al año de tu nacimiento hubo un gran incendio en un centro comercial de Dongdaemun. El fuego se extendió a la tienda de telas en la que trabajaban mis padres. Todas las tiendas de alrededor fueron arrasadas por el fuego y murieron innumerables personas, entre ellas mis padres y tu madre de 21 años. Yo iba camino a la tienda, con la bolsa de alimentos para tres personas en la mano. Envuelta en una tela, te quedaste dormida con una mejilla pegada a mi espalda. Hasta ahora no he visto nunca en mi vida un incendio tan fuerte y devastador como ése. Se mezclaban el ruido del derrumbe de los pilares y el clamor de la gente; las llamas ardían violenta y ferozmente. Recordarás que en la costa del este hubo un incendio forestal hace un año por estas fechas. Al mirar el incendio en la televisión, tuve que tomar agua fría repetidas veces. Tú te preocupabas por los árboles viejos que estaban ardiendo en la montaña, por las mariposas y alces que bebían agua en el arroyo, pero, conforme a mi recuerdo, ese incendio no fue tan terrible y no causó tanto miedo como el de hace 23 años. Tan es así, que no pudieron extinguirlo en más de diez días.
De esa manera viniste tú. Mi cuñado, es decir, tu padre, vivió aquí cierto tiempo, siempre con cara de decepción. Cuando menos lo pensábamos, se marchó del país, dejándote a mi cuidado, sin siquiera prometer que volvería por ti. Te abandonó en aquel entonces y, después, nunca más volvió a esta tierra. No te dije el nombre de mi cuñado, por si acaso; tenía miedo de que lo odiaras. De todas formas, era el hombre que quiso mucho a mi hermana mayor.
Sabía que no te habías ido definitivamente, sin embargo, deambulaba esperándote en la puerta, sin poder dormirme hasta que volvieras. En el momento en que bajabas del taxi, miré a los ojos del hombre sentado a tu lado. El amigo de tu tío no bajó del vehículo. Te despediste de él brevemente y te volviste hacia mí. Te vi cansada, pero tu mirada no mostraba ni sospecha ni antipatía contra mí. Así pude recuperar la calma, aunque pronto la perdí.
Pasé interminables horas agobiada por el dolor después de haberme informado acerca de mi condiscípulo mayor Chong Sukyu, y me acordé de ti y de aquellos tiempos. Al parecer, suponías que yo no sabía nada. Después de haberte despedido del amigo de tu tío, empezaste a guardarte las palabras, y durante cierto tiempo evitabas la hora de la comida con nosotros. Siempre estabas ocupada y cansada, por lo que aumentaron las horas de sueño. Cada vez que observaba tu figura, sentía un dolor punzante, como si una sierra me cortase la columna vertebral. Oye, Yunsul, ¿por qué no volviste a preguntarme nada? La vida se me hacía muy pesada así. ¿Lo sabías? Te agradezco… No tengo nada más que decirte. Te digo la verdad. Ese hombre, amigo de tu tío, era mi cuñado, tu padre. Se marchó sin decírtelo al final, pero ya te habías enterado de su identidad de un solo vistazo, y hasta ahora no te atreves a decírmelo.
Te voy a decir su nombre cuando despiertes. Te diré el nombre de tu padre.
No pude decirles nada a ti ni a tu tío acerca del asunto vinculado con el condiscípulo Chong Sukyu. Le prometí mi amor a tu tío y él me amaba como si viera el fruto del primer árbol que plantó desde su nacimiento en este mundo. ¿Cómo me atrevería a hablarle del otro amor tan vivo que no podía olvidar?
Como sabes, no tenía ningún amigo, y esto se debía a que, después de separarme de Chong Sukyu, vivía en este mundo como si hubiera cortado la amistad con los que conocí durante mi época universitaria. Después de escuchar noticias de él en el restaurante ese día, visitaba con entusiasmo el templo budista, no faltaba a los servicios voluntarios, ponía la mesa con abundantes alimentos, compraba ropa nueva para tu tío y para ti y plantaba nuevos árboles en el patio de la casa, como si no me hubiera ocurrido nada. Pero, Yunsul, me hacía falta una persona a quien confesar el secreto que guardaba en mi corazón. Aún no sabía la razón por la que no había nadie a mi alrededor en ese tiempo. ¿Te encontrabas en la misma situación que yo después de haber visto a tu padre? ¿También estabas en busca de alguien a quien decir lo que guardabas en secreto en lo más recóndito de tu mente?
En el área de casas construidas ilegalmente y que serían derribadas, adonde solía ir a hacer los servicios voluntarios, había una vivienda que la gente esquivaba. Era una casa en la que vivía un hombre de mediana edad con su madre anciana, a la que los voluntarios evitaban ir a ofrecer sus servicios. El hombre había sido leñador, tenía un cuerpo fuerte, pero en varias partes estaba manchado de negro por las quemaduras sufridas en un incendio forestal. Especialmente su cara tenía tan mal aspecto que la gente no se atrevía a mirarlo de frente. Además, sus dos orejas quemadas estaban adheridas al cráneo. Era una figura demasiado desagradable para creer que era la de un ser humano. Se quedaba en el interior de la casa todo el día. Ni siquiera se atrevía a encender la luz.
Se rumoraba que había intentado suicidarse varias veces, pero cuando vi su semblante directamente, llegué a la conclusión de que lo que la gente decía no se quedaría sólo en rumor. Él y su anciana madre, que sufría fuertes dolores por la artritis, sobrevivían gracias al arroz y a un apoyo económico que les suministraba el Ayuntamiento del barrio. Cuando unos voluntarios y yo fuimos a la casa, bañamos a la anciana, que no se movía, sirviéndonos de las instalaciones móviles de aseo; limpiamos la casa y les dimos cierta cantidad de arroz y de harina, pero a ninguno le quedaron ganas de visitarlos de nuevo debido a que les daba mucho miedo encontrarse con el leñador.
Acudía a verlos regularmente una vez a la semana. El dueño del restaurante que ofrecía el servicio conmigo fue reduciendo las visitas poco a poco hasta que, finalmente, ya no encontró razón para empeñarse en hacerlas. A mí, sin embargo, no me molestaba ayudar al leñador quemado por el incendio ni a la anciana de difícil movilidad. En aquellos tiempos me hacía falta, más bien, tener un trabajo al que pudiera dedicarme, porque esperaba cansarme hasta olvidar a Chong Sukyu.
Conforme iba pasando el tiempo, llegué a pensar que no los visitaba para ofrecerles mis servicios, sino para descargar un peso de mi mente. El trabajo que realizaba en la casa no era nada especial. Les preparaba kimchi y otros platillos, y observaba el estado de la anciana; después pasaba largo rato sentada en un rincón del pórtico entarimado de la casa. Como sabes, no tenía un espacio propio donde estar sola. El día que tu tío no tenía clases, se quedaba todo el tiempo en su estudio. Yo tenía que prepararle las tres comidas. Las raras veces en que nos quedábamos solas, me mirabas con ojos melancólicos, pero a mí me apetecía mucho más estar sola. Quería recordarlo a solas, por mi cuenta. Cuando el hombre que había estado conmigo hasta hacía poco desapareció de repente, la vida no me sonreía. Después de tanto tiempo, la tristeza me embargaba súbitamente, tanto como ahora.
Sentada en el pasillo lateral de la casa, mascullaba mis recuerdos, pero en vano. Dirigía mi odio hacia el hombre del que me había separado hacía 17 años, lo añoraba y, por no desahogar mi mente ni revelar las circunstancias en que me encontraba, reía y lloraba a solas, sentada en el entarimado de una casa ajena. Volaba el tiempo; no me di cuenta de que el hijo de la anciana, el antiguo leñador, estaba sentado a mi lado. Me pregunté desde cuándo me habría estado escuchando.
Como si supiéramos que iban a despedirse dentro de poco, e igual que un hombre que está por morir, así nos enteramos, Yunsul, del tiempo de amor que compartían antes del accidente de Byongha. No me imaginaba, de verdad, que el joven Byongha ya presentía su muerte. Creía que te amaba mucho, tanto como cuidaba de ti. Al hacer en este momento una retrospección sobre ustedes, supongo que eso no sería todo. De todos modos, Byongha, antes de morir, te amaba más que nunca y no soportaba ni un momento imaginarlos separados. Tu tío y yo, que los observábamos de cerca, sentíamos incertidumbre. Cuando los vimos desde la terraza, abrazados sin atreverse a despedirse, eran como granados en julio, a punto de arder en llamas. Fueron los tiempos en que empezaste a volver a casa mojada por el rocío de la madrugada.
Aquí me tienes, echándote entre los labios el líquido mezclado con agua, la mitad de la dosis regular de cada uno de los tres medicamentos: un antinflamatorio llamado Varidase, un antibiótico, cepaclor, y un calmante.
Le confesé al antiguo leñador todo lo relacionado con el señor Chong Sukyu. Mi confesión no era más que un monólogo, sin embargo, permaneció a mi lado guardando silencio, desde que me senté en el pasillo hasta que salí por la puerta. La razón de hablarle de asuntos de los que no te había hablado a ti ni a tu tío quizá se debía a que sus oídos no estaban en condiciones normales. Creo que éste era el motivo principal, pero eso no significaba que no oyera nada en absoluto. Con el tiempo quise asegurarme de que guardaría mi secreto fielmente. Se comportó como si de verdad fuera sordo. Un día me dijo intempestivamente: