Read the book: «Los irreductibles III», page 2

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V

A Ricardo le fue imposible evitar las burlas de aquella especie en peligro de extinción que eran por aquellos días los punkis del Dos de Mayo. No importaba que conociese a la mayoría por sus nombres, él sabía que por ir en frac alguna broma le iba a caer, y las contestó con gracia antes de seguir en dirección a su portal.

Su expresión era seria mientras el ascensor subía lentamente hasta el último piso, y tenía un aire pensativo, mirando al suelo con las manos metidas en los bolsillos. Kino miró al fantasma de su padre, también pensativo. Aquel día parecía viejo, muy viejo. Casi tanto como los días antes de que muriese. A esas alturas, Kino ya había entendido que el aspecto que adquiría cada día el fantasma de su padre reflejaba su estado de ánimo. De manera que decidió prestar especial atención a lo que iba a pasar a continuación.

Ricardo abrió la puerta en silencio y se adentró en la vivienda a oscuras, caminando de puntillas por el pasillo de madera, que crujía levemente con cada paso que daba a pesar de que se había quitado los zapatos antes de entrar y los llevaba en una mano, colgando de dos dedos. De pronto, un ruido lo sobresaltó.

A través de las puertas de doble hoja abiertas de par en par, escuchó proveniente del interior del salón un sonoro ronquido. La luz de las farolas entraba por los ventanales, que tenían las cortinas descorridas, y la luz le daba un aire de penumbra naranja a la habitación e iluminaba directamente a Teresa enfundada en su pijama verde, que se había quedado dormida en su escritorio, rodeada de todo tipo de documentos de los innumerables casos que llevaba para «La Joya del Barrio».

Ricardo reprimió la risa cuando otro ronquido más fuerte incluso que el anterior salió de la nariz de Teresa. Se había acercado hasta su lado y se quedó allí mirándola dormir, pues la cara que ponía siempre que soñaba, con la boca semiabierta y profunda tranquilidad en su rostro, se le antojaba como la más adorable imagen en la que sus ojos se habían posado nunca. Pero decidió que no quería asustarla, en el caso de que ella despertase y se lo encontrase a él allí, observándola en la oscuridad.

Fue hasta el sofá a por la manta que los dos solían echarse por encima cuando se quedaban algún domingo en casa a ver una película, y se la echó por encima de los hombros a la Bella Durmiente. Durante un par de segundos se planteó el limpiarle el breve hilillo de baba que se le escurría desde la comisura de los labios, pero decidió que no. Aquello le daba un aspecto todavía más adorable. Al menos a ojos de Ricardo.

Volviendo a caminar de puntillas se dirigió hacia su habitación. Al abrir la puerta, lo primero en lo que se fijaron sus ojos fue en la cuna que había al lado de la cama de matrimonio. Del interior provenía una suave y rítmica respiración.

Ricardo sonrió y en dos rápidos y silenciosos movimientos se quitó la chaqueta y la pajarita, arrojándolos sin ningún cuidado encima de la cama. Se desabrochó un par de botones de la camisa mientras se acercaba a la cuna, y una vez allí se quedó mirando un buen rato al bebé que allí descansaba.

Durante los dos últimos años las cosas entre Teresa y él se habían arreglado bastante. Parecía que por fin habían encontrado el equilibrio cada uno para alternar sus vidas profesionales con lo personal. De manera que por fin se habían animado a crear una familia entre los dos, aunque seguían sin haberse casado. Y ni Ricardo ni Teresa hubieran sabido decir por qué. A los dos les apetecía casarse, la verdad, pero después de veinte años juntos cada vez les parecía una idea más ridícula. No es que fuesen unos niños enamorados, precisamente. Su amor ya había superado bastantes baches y pruebas, y les daba la impresión de que no tenían que demostrar nada.

De hecho, Teresa había arrojado ya la toalla en lo referente a tener hijos, y siempre fue capaz de mantener su instinto maternal a buen recaudo. Pero mientras empezaban a arreglar las cosas ella y Ricardo, su sorpresa fue mayúscula cuando, después de haberse quedado embarazada por accidente, su hombre le dio la razón después de que ella dijera que creía que aquella vez sí debían tenerlo. Y es que Ricardo lo decía de verdad, y eso era algo que ella no se esperaba. Por no hablar que en lo que duró el embarazo él se deshizo en atenciones, cuidados y cariños por ella. Algo que Teresa se esperaba aún menos.

Ricardo observaba al pequeño Raúl, que dormía apaciblemente en la cuna. Y Kino podía sentir como propias las intensas emociones de amor y cariño que sentía su padre en aquel momento. Mas su expresión era seria, y aquello lo confundía.

Y más lo confundió el hecho de que, de repente y sin previo aviso, las lágrimas empezaron a brotar de los ojos de Ricardo. Él seguía impasiblemente serio, apoyado en la cuna observando a su primogénito, pero la tristeza lo desbordaba por los ojos. Goterones cada vez más gordos se iban sucediendo en la pendiente de sus mejillas, creando un surco húmedo a cada lado de su cara, y Kino empezó a sentir un profundo desasosiego en su interior. No sabía si era fruto de que percibía las emociones dentro de los recuerdos de su padre o si se debía a que no le gustaba nada verlo allí llorando tan amargamente.

—¡Hey! —dijo un susurro detrás de Ricardo.

Este se giró y vio a Teresa apoyada en la puerta sonriéndole, con la manta todavía sobre los hombros. Ricardo le sonrió mientras se limpiaba las lágrimas de las mejillas con el dorso de la mano.

—Hola —respondió también susurrando.

—Estuve viendo la ceremonia. No hubo suerte, ¿no?

—Bueno, ganó Alejandro, algo sí que hubo. Me alegro por él.

—Oye —dijo Teresa reparando por primera vez en los ojos llorosos de Ricardo, pues la oscuridad de la habitación se lo había impedido hasta el momento—. ¿Qué te pasa?

Ricardo se incorporó, lanzando una última mirada a Raúl antes de girarse hacia ella. Sin decir nada le rodeó la cintura con un brazo, y con la mano restante le acarició las dos mejillas antes de que terminara apoyada con suavidad en su nuca. Después de mirarla a los ojos durante unos segundos, apoyó sus labios en los de ella, y los dos se quedaron así durante un rato. Disfrutando del beso.

—Te he echado mucho de menos. No te lo imaginas —dijo Ricardo cuando por fin se separaron, luchando por contener las lágrimas, que parecían querer volver a salir.

—Pero si comimos juntos. Estás muy tonto tú hoy, ¿no? —respondió ella. Y aunque puede que sus palabras fuesen duras, sus ojos le miraban con ternura y le hablaba con un tono de voz muy suave.

—No, Teresa. Soy tonto, que es diferente. Vamos —dijo tomándola de una mano y tirando de ella hacia el salón—, no vayamos a despertarlo. ¿Te ha dado mucha guerra?

—¡Qué va! Es un angelote.

—Como la madre.

—¿Te ha pasado algo? —dijo ella acariciándole el brazo que le sujetaba de la mano—. Pareces triste.

—No estoy triste. —Ricardo le volvió a acariciar la mejilla mientras le sonreía—. Estoy agradecido. Muy agradecido.

Y de repente se dio la vuelta, soltando a Teresa y empezando a rebuscar en el estante en el que amontonaban todos los discos de ambos.

—¿Qué haces? No despiertes a Raúl.

—Tranquila —contestó Ricardo mientras pasaba sus dedos a toda velocidad por los vinilos, buscando—. Aquí está.

Y sin que a Teresa le diese tiempo de ver qué disco había cogido, Ricardo se dirigió hacia el equipo de sonido, que contaba también con tocadiscos, y lo introdujo con cuidado. Mientras el disco comenzaba a girar con la aguja posada en el borde del vinilo, él giró con cuidado la rueda del volumen hasta que quedó a un volumen lo suficientemente bajo como para no despertar a Raúl, pero lo suficientemente alto como para que se pudiese entender la letra. Y los primeros acordes de It’s been a long, long, time empezaron a sonar.

—He estado pensando. He estado pensando mucho —dijo Ricardo.

—¿En qué? —dijo ella con una sonrisa tierna mientras se acercaba para cogerlo de las manos al mismo tiempo que se contoneaba lentamente al ritmo de la música.

—Pues en todo. En mis películas. En Raúl. En ti. En nuestra vida. Son muchos años. Y me siento muy agradecido, Teresa. Sé que hemos tenido momentos malos, pero quiero que sepas que no cambiaría nada. Tú me has ayudado a ser la persona que soy. Y yo jamás podría haber aspirado a conseguir la mitad de lo que he conseguido si tú no estuvieras aquí. Te lo debo todo, porque tú eres mi todo.

—Pero bueno… ¿y esto a qué viene? —preguntó ella con la voz temblorosa, pues ahora era ella quien parecía no poder contener las lágrimas.

—A que te pido perdón.

—No tienes que pedirme perdón por nada.

—Sí, Teresa, sí que tengo que hacerlo —dijo Ricardo mientras Kitty Allen comenzaba a cantar—. Perdón por todo, y gracias también por todo. Te quiero. Más que a nada.

Después de compartir un suave beso, y de quedarse mirándose los dos a los ojos compartiendo sonrisas que rebosaban dulzura, juntaron lentamente sus cuerpos hasta quedar abrazados delicadamente el uno al otro. Y allí se quedaron bailando lentamente al ritmo de la música.

—¿Qué piensas?

Kino se sobresaltó al oír la pregunta de su padre. Se había quedado mirando la escena desarrollarse en silencio, descubriendo una profunda sensación de tranquilidad al ver a sus padres bailar lentamente en el salón de su casa. Kino se quedó pensando durante un rato en una contestación, y finalmente fue capaz de articularla.

—No sé qué pensar…

Ricardo se lo quedó mirando en silencio, suspiró, y únicamente dijo:

—Bien.

Y hasta que terminó la canción, los dos se quedaron en silencio observando a la pareja bailando lentamente, sujetándose con ternura el uno al otro. Después de eso, fue como si alguien apagase las luces de manera abrupta. Y lo próximo que vio Kino al abrir los ojos fue el interior de la Caverna.

VI

Kino estaba más que aburrido de ver imágenes de gente haciéndose fotos en el espejo del baño. Su búsqueda estaba siendo muy infructuosa y, presa del aburrimiento, estaba fumando más de lo que acostumbraba. Cosa que también provocaba que su mente estuviese algo embotada.

Toda la tarde del sábado y el domingo desde que se despertó se los pasó delante del ordenador, buscando por las redes sociales algo que pudiese saciar su curiosidad. No se esperaba que le fuesen a salir tantos resultados de búsqueda después de poner «Cristina Teijeiro» en cada una de las redes sociales que él conocía. La mayoría de esos perfiles ni siquiera coincidían con el nombre y apellido al mismo tiempo, pero él seguía buscando y escudriñando fotos.

No descartaba los perfiles que no viviesen en el distrito de Betanzos (que con la metropolización del litoral español fue como pasó a llamarse la zona donde antiguamente se encontraba el pueblo de Miño), pues era plenamente consciente de que la gente cambia de vivienda y de que también viaja.

Por otra parte, también hubiese deseado que no fuera la persona tal y como se la había descrito Jaime. Si Jaime la hubiese tenido agregada en sus contactos habría resultado fácil. Pero como no la tenía, Kino optó por buscar también los perfiles de los antiguos amigos de la infancia de su padre, y de ahí extender la búsqueda. Aunque hubo los mismos resultados: poquísimos perfiles que coincidieran, y los pocos que coincidían eran de gente mucho más joven de lo que debía tener la tal Cristina o los viejos conocidos de su padre.

En un principio se había pensado que no tardaría tanto en encontrar a aquella mujer, ya que Jaime le había dicho que había intentado acceder a la fama por medio de los programas de prensa rosa. Mas Kino no encontró nada, quizá por la poca relevancia que aquella fuente poco fiable había tenido, o quizá porque él no conocía ninguno de los programas de la época, y de los pocos programas de los que se conservaba contenido en las bases de datos online no había nada que hablase sobre Ricardo.

Lo cierto era que Kino no hubiese podido decir si seguía buscando porque de verdad tenía la esperanza de encontrar algo útil para resolver el misterio de la doble vida de su padre, o si lo hacía por distraerse del otro asunto que poblaba sus pensamientos las veinticuatro horas del día: Marcelino Sampere.

Le había gustado ver cómo su padre despreciaba a aquel ambicioso individuo, le había llenado de orgullo incluso. Pero lo descolocó el hecho de que le diese ideas sobre cómo influir en el mensaje de los medios de comunicación, y más aún que lo hiciera para quitárselo de encima, sin ganar él nada a cambio. ¿Significaba aquello que habrían llegado a trabajar juntos? Kino esperaba que no, aunque tampoco era que se le ocurriera una manera de comprobarlo más allá de preguntarle al propio Sampere. Y seguro que aquel capullo arrogante decía que sí o, más probablemente, que era Ricardo el que trabajaba para él.

Hacía casi un mes que había conocido al Jefazo en su casa, y no había vuelto a tener noticias de él. Era poco probable que Sampere arrojase la toalla para descubrir de qué iba aquel proyecto del que había estado detrás durante tanto tiempo. De manera que Kino intuyó que le debía de estar dando un amplio margen para pensar en su oferta, pues se podía permitir tener un poco más de paciencia si había estado esperando casi cuarenta años.

Parecía que Ricardo, el día que conoció a Sampere, había confirmado que este no sabía nada de sus intenciones, pero ¿habría podido cambiar esto con los años? Kino intentaba no pensar en eso ya que, al fin y al cabo, él tampoco tenía ni idea de cuáles habían sido las verdaderas intenciones de su padre. Eso habría facilitado mucho las cosas.

Ricardo había sido capaz de guardar un secreto que, aparentemente, había sido de máximo interés para mucha gente durante muchos años. Y no solo eso, sino que también se lo había guardado en secreto a su familia. Kino se preguntaba qué posibles ramificaciones podría tener el proyecto AF01, pero también se preguntaba cuánto de sus recuerdos habría sido su padre capaz de ocultarle.

Flotando ante él iban pasando los perfiles de multitud de gente que se llamaba «Mario». A esas alturas ya era el único nombre que le faltaba por rastrear. Y no lo hacía con demasiado entusiasmo, sino que llevaba a cabo tal actividad de una manera automatizada y repetitiva. Pero aun buscando, la imagen de Sampere estrechándole la mano a su padre no se le iba de la mente.

«—Señor Lázaro, estaba esperando tener una oportunidad para hablar con usted».

Y en aquel momento, recorriendo con la vista la página del buscador repleta de gente que se llamaba Mario, algo hizo clic en su mente.

«O como a él le gustaba que le llamasen, señor Silva».

Aquella frase no tenía sentido para él, pero le parecía que la recordaba de algo. Como de un sueño lejano. Sin embargo, desde aquel momento le invadió la certeza de que aquel era el apellido unido al nombre de la némesis infantil de Ricardo. Sí, estaba seguro de aquello. Aunque le era imposible el recordar por qué. El embotamiento de su mente desapareció al instante, y estaba igual de despierto como si en vez de haberse fumado tres porros se hubiese bebido tres cafés. No obstante, introdujo con mucha tranquilidad el nombre completo en el buscador: «Mario Iglesias».

Nuevamente volvieron a aparecer multitud de perfiles de gente mucho más joven. De manera que esa vez sí que decidió acotar algo más la búsqueda, al menos al principio, y la redujo solamente a personas que viviesen en el distrito de Betanzos. Pero algo en su cabeza le decía que acababa de recordar algo importante y se sintió confiado, por lo que también introdujo un nuevo parámetro de búsqueda: la edad. Limitó la búsqueda a personas que hubiesen nacido antes de la década de los sesenta, llamados Mario Iglesias y que viviesen en la zona de Ortegal, como se llamaba la antigua comarca. Pero esta vez no solo buscó en redes sociales, sino que amplió su búsqueda a toda la red. Y, curiosamente, en menos de diez minutos encontró, por fin, lo que llevaba tanto tiempo buscando.

La búsqueda le llevó a descubrir que, a mediados de la primera década del s. XXI, un tal Mario Iglesias se había unido a un recién creado partido político. Dicho partido se había erigido en su momento como alternativa al bipartidismo que se repartía el Gobierno del país, pero las excentricidades de su variopinto grupo de miembros no tardaron mucho en hacer mella en sus resultados electorales, y una década después de su fundación aquel partido que prometía ser un faro hacia el futuro quedó relegado a una simple broma como resultado del continuo ridículo que hacían sus representantes cada vez que les ponían un micrófono delante.

En las imágenes de archivo correspondientes a las elecciones municipales de 2007, fue donde Kino encontró por fin una cara que se le hacía muy familiar. No la veía desde que era un niño cabrón que disfrutaba tirándole piedras a las vacas, pero no había duda: era él. Mario Iglesias se había presentado a las elecciones de Betanzos en el 2007, y había sufrido una humillante derrota. Y no solo eso.

Parece que en las noticias de la época había muchos artículos de opinión que hablaban en tono de sátira y cachondeo de las inoportunas y continuas declaraciones públicas de la mujer del candidato. Unas declaraciones que siempre estaban fuera de lugar, y que usaba solamente para difundir rumores falsos e infundados de los adversarios de su marido.

Cuando por fin encontró un vídeo de aquella mujer, a Kino por poco se le sale el corazón por la boca. Allí, acusando de ser narcotraficantes a los otros candidatos a la alcaldía, despotricando a diestro y siniestro aparecía una mujer rubia y de ojos verdes. Una mujer que habría resultado guapa y distinguida de no ser por la expresión de perro de pelea que había en su rostro. Y Kino la reconoció al instante. Aquella no era otra que Cristina Teijeiro, la misma que según Jaime había intentado vivir de los paparazis y la misma con la que Ricardo parecía que había tenido una hija.

Pero aquel no fue el motivo del sobresalto de Kino. Al menos enteramente. Él estaba acostumbrado a verla en los recuerdos de Ricardo cuando aún no llegaba a la veintena, pero en aquellas imágenes había pasado ya de los cuarenta. Y por extraño que parezca, esto hizo que la reconociese por partida doble. Ya que aquella señora malhumorada, no solo le recordó al instante a la joven de los recuerdos de su padre, sino que también a otra señora de los recuerdos del propio Kino.

La última vez que había ido a Galicia a visitar a su madre, se la había cruzado por la calle antes de cruzarse con Santi. Una señora que iba vestida con sus mejores galas para ir a por el pan y con tanta laca en el pelo que parecía que llevaba un casco. Una anciana mujer que, a pesar de la edad, hubiese podido ser considerada como guapa de no ser por la expresión malhumorada que adornaba su rostro. La misma señora que le puso mala cara cuando Kino se la quedó mirando hasta que apartó la vista, incómodo.

Sin saberlo, ya se había cruzado con la amante de su padre.

VII

—¿Tú te leíste El Viejo y el Mar? —preguntó Ricardo. Kino le asintió con la cabeza mientras sonreía de lado—. Entonces entiendes de qué va esto.

—Más o menos.

Kino y el fantasma de su padre observaban la presentación de El Viejo y el Mar 2: La Venganza en la Casa del Libro de Gran Vía. La primera novela de Ricardo Lázaro, a juzgar por la presencia de multitud de medios de prensa que allí se presentaron, fue un libro que causó mucha expectación. Y ya aquel primer día, el furor con el que la gente se agolpaba para comprarlo fue un fiable indicador de que no tardaría mucho antes de encontrarse en las listas de «Más vendidos». Como efectivamente sucedería.

—¿Por qué escogiste El Viejo y el Mar? —preguntó Kino.

—Yo no lo escogí. Lo escogió Cristian Lepanto —puntualizó Ricardo alzando un dedo—. El protagonista de la novela.

—Está bien… ¿Por qué escoge Cristian Lepanto El Viejo y el Mar para escribir él la secuela?

—Verás, aparte de ser una novela que siempre me gustó mucho, y del comentario superficial sobre la arrogancia de los escritores primerizos que se piensan que van a reinventar la rueda, el motivo por el que escogí esta novela son los diálogos del protagonista. En mi novela el protagonista hace un viaje personal con un montón de paralelismos con la obra original. Por ejemplo, de la misma manera que el viejo se pasa la mayor parte del libro manteniendo un diálogo imaginario con el pez que está intentando pescar, mi protagonista lo hace con su novela inconclusa. Suplicándole que se termine sola de la misma manera que el viejo le suplica al pez que deje de luchar.

—Entiendo —respondió Kino.

—Está luchando contra la naturaleza, a la manera en que luchaban los autodenominados intelectuales. Llorando y clamando que el Universo está en su contra.

—¿Autodenominados intelectuales?

—Ajá. Yo siempre he sido de la firme creencia que hay palabras que te las tienen que decir otros. Guapo, listo, intelectual… Si te lo llaman otros, pues está bien, pero si uno lo dice de sí mismo… —El fantasma de Ricardo negó con la cabeza mientras fruncía los labios.

—¿Y cómo fue que te dio por dedicarte a las novelas? Aunque fuese por una vez.

—Pues ya ves. Cuando tu madre se quedó embarazada de Raúl decidí tomarme un pequeño «descanso» de mi trabajo, en simpatía con Teresa. A ella sí que le jodió tener que dejar de trabajar, pero tenías que verla. Incluso la semana antes de dar a luz se quedaba hasta la madrugada revisando los casos que en esos momentos llevaba su compañera Elisa. Y contigo, igual.

—Normal que saliéramos como salimos —bromeó Kino.

—Bueno, algo de culpa también tenéis vosotros —contestó el fantasma de Ricardo—. A raíz de quedarme en casa pues empecé a dedicarle tiempo a esta historia, que era un borrador de una idea que había tenido hace años, y que andaba rodando entre mis notas. Y bueno, el libro se fue escribiendo solo, como quien dice.

—Vaya —replicó Kino con amargura—. Qué suerte…

Después de su novela, Ricardo solamente haría dos películas más, ya que desde que nació Raúl se empezó a dedicar más a proyectos televisivos. El motivo de esto era que, al ser proyectos más estables y continuados en el tiempo, se podía permitir una jornada más tranquila e incluso monótona, lo que le permitía tener unos horarios fijos y atender la casa y los niños. Además, la mayor parte de los días podía trabajar desde casa y, en el caso de tener que ir a los Estudios Lázaro, no tardaba más de quince minutos en coche.

A mediados del 2003 Jaime y él se encontraban trabajando conjuntamente en el guion de una serie que habían conseguido venderle a Canal+, al no conseguir ni el menor interés por parte de las cadenas nacionales. Y no importó cuánto se esforzó por convencer a los productores de televisión de que las series eran el futuro del entretenimiento y que el paradigma iba a cambiar en pocos años, esa serie la tuvo que financiar él solo. O, mejor dicho, su productora.

Ricardo era un fan declarado de Los Soprano, y devoraba semanalmente los capítulos a medida que se iba estrenando cada temporada. Esta era la serie que él utilizaba siempre como ejemplo para argumentar a favor de la evolución de las teleseries, pero solo consiguió que le prestasen atención los ejecutivos de la cadena gala. Que casualmente también era la cadena que, en aquella época, emitía la famosa serie.

La serie por la que Ricardo tanto tuvo que pelear por sacar adelante se llamaba La habitación 727, y aunque todos los expertos le habían desaconsejado la idea a Ricardo por considerarla demasiado arriesgada, el tiempo volvió a darle la razón. La serie se centraba en la habitación de un hotel, y cada episodio estaba ambientado en una época diferente. Pero no solo eso, sino que los géneros también cambiaban de episodio en episodio tocando géneros tan dispares como la comedia, el terror psicológico, género negro o drama romántico. El reparto también cambiaba de capítulo en capítulo, pues cada episodio narraba la historia del huésped del momento en la habitación homónima. Solo algunos personajes aparecían en más de un episodio, y solo eran algunos trabajadores del hotel sobre los que se aplicaba maquillaje para reflejar el paso del tiempo.

Esta serie contó con cuatro temporadas de seis capítulos cada una, y a partir de la segunda, Ricardo empezó a delegar más en Jaime las tareas de showrunner, ya que fue durante la emisión del tercer capítulo que Teresa volvió a romper aguas.

A Kino se le hizo muy extraño ser testigo de su propio nacimiento, y sintió náuseas y mareos fruto del vértigo cuando se vio de recién nacido en los brazos de su madre (Ricardo tuvo el detalle de pasar por alto toda la experiencia en el quirófano, algo que Kino agradecía enormemente). A expresa petición suya, Ricardo avanzó rápidamente por el recuerdo de su alumbramiento, y pasaron directamente a ver cómo era el día a día a partir de que estuvieron los cuatro en casa.

Kino se sintió dolido por la poca fiabilidad de sus propios recuerdos. Y es que él siempre había tenido el recuerdo de un padre ausente, pero lo que estaba viendo a través de los ojos de Ricardo era algo muy distinto. Desde el nacimiento de Raúl, Ricardo pasaría la mayor parte de los días trabajando desde casa, dándole a Teresa la ansiada oportunidad de reincorporarse a su trabajo. Y es que, a diferencia de Ricardo, su trabajo sí que le obligaba a hacer acto de presencia.

A pesar incluso de que Ricardo decidió abordar un nuevo proyecto cinematográfico al poco de nacer Kino, eso no hizo que se apartara de sus labores domésticas, y se encargaba de las tareas del hogar, así como de cuidar a sus dos pequeños. El año próximo, Raúl empezaría a ir al colegio, pero mientras tanto los tenía a los dos en casa. Y sorprendentemente, aquello nunca fue un impedimento para que Ricardo siguiera avanzando en el guion que se traía entre manos.

De todas maneras, aquella película no lo tenía particularmente enamorado, y a diferencia de la mayoría de sus producciones, esta la coescribió desde el principio con Jaime. Quien también aprovechó el tiempo que pasaba trabajando en casa de Ricardo para confraternizar con los hijos de su amigo. A Kino le hizo ilusión ver lo bien que se lo había pasado siendo todavía un enano jugando en los brazos de Jaime, a quien aparentemente se le daban muy bien los niños. Y lo cierto era que no sabía que conocía a Jaime desde tan pronto, pues la mayoría de los recuerdos que tenía de él habían sido en su adolescencia.

La historia que ambos se traían entre manos sería la penúltima película que Ricardo dirigiría en su vida y, por primera vez, estaría plenamente basada en hechos reales. La película se llamaría El rey del butrón, y era la biografía de Ángel Suárez, alias Casper: el mayor ladrón de la historia de España. Especialista en butrones y asaltos a escondites de mafias para robar alijos. La cinta ofrecía un recorrido desde sus inicios como ladrón de barrio, su meteórico ascenso y enriquecimiento con la consecuente vida de lujos y despilfarros y codeos con la jet set de la época, para terminar con su dramática caída en desgracia al haber sido identificado por la mafia colombiana a la que había robado previamente. En cierta manera, su estructura recordaba un poco a Saliendo del hoyo, pero se notaba que Ricardo había tenido tiempo de refinar su técnica a la hora tanto de escribir como de dirigir. Poco antes de terminar la película era cuando Casper lo perdía todo: su fortuna, sus amigos (a manos de los narcotraficantes, que no olvidaban las afrentas) e incluso su mujer-florero, quien lo abandonaba después de haberle prometido innumerables veces amor eterno. Se quedó solo y sin nada, y así fue cómo se vio obligado a llevar a cabo el golpe más arriesgado hasta la fecha.

—Él fue el del robo a las Koplowtiz —le dijo el fantasma de Ricardo a Kino, como quien hace una gran revelación. Aunque lo cierto era que a Kino aquel nombre no le decía absolutamente nada, por lo que se encogió de hombros y su padre continuó la historia—. Bueno, pues el caso es que ese fue su último golpe, en efecto. Pues gracias a ese robo, la policía fue capaz por fin de seguirle la pista hasta dar con él.

—Entonces, ¿a ti te parece buena idea lo de dejar caer que fue el propio Casper el que hizo un robo chapucero para que lo atraparan a propósito? —le preguntó Jaime a Ricardo mientras los dos repasaban las notas de su guion en el salón del segundo.

—Bueno, piénsalo, al tío no solo le perseguía la policía, sino que también la mafia colombiana. Se debió de figurar que, en la cárcel, aislado de todo, debería de estar más seguro. Aún le quedaba algo de dinero, no lo perdió todo. Tenía suficiente como para pagarse algo de protección ahí dentro. Además, también había pensado en que en la escena en la que por fin se conocen Cáceres1 y él en el interrogatorio, que le deje caer que él sabe cosas. Demasiadas cosas y de gente demasiado importante. Y que la única manera de convencer a esa gente de que no va a hablar es quedarse en la cárcel.

—Madre mía, Ricardo, ¿sigues emperrado en meter tus teorías conspiranoicas? —Jaime observó cómo Ricardo asentía con total seguridad—. En fin. Al menos esta es una historia con parte de realidad, no como la otra idea de guion que tenías sobre el comisario que prendía fuego al Windsor para librarse de documentos incriminadores de políticos —dijo mientras resoplaba, poniendo los ojos en blanco—. Pero ¿qué lógica tiene? El tío era un ladrón, ¿cómo consiguió documentos confidenciales de las cloacas del Estado? No le veo la lógica.

—Bueno, está el trabajo que hace para Rodríguez Menéndez.

—¡Anda! ¿Por eso fue por lo que insististe en meter esa secuencia? Se suponía que esto era una biografía, y tú estás yéndote casi a la ciencia ficción. Nos vamos a meter en problemas Ricardo, nos van a meter una de denuncias…