Aventuras de una peseta

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Aventuras de una peseta
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Julio camba

Aventuras de una peseta


© de esta edición, 2015 by Alhena Media

ISBN: 978-84-16395-74-3

© de esta edición, 2015 by Alhena Media

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alhena media

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Reservados todos los derechos. Ningún contenido de este libro podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright.

Índice

Advertencia leal contra los libros de viajes

De cómo la peseta se lanzó a viajar

primera parte

La peseta en Teutonia

i. El colosalismo

ii. Un caos metódico

iii. La moralidad de la brutalidad

iv. Cocaína con salchichas

v. La eterna Alemania

vi. El «Cocottentum»

vii. Cerebros-castaña y cerebros-huevo

viii. El negocio de hacerse robar en un país de moneda depreciada

ix. La sangre y la bencina

x. ¡Viva la desorganización!

xi. Los marcos

xii. Puig y Pagés, propietario de un volcán

xiii. El dinero y los bistecs con patatas

xiv. Los buenos patriotas obtienen siempre su recompensa

xv. Herr Müller

xvi. La locura de la perra chica

xvii. La grasa alemana, producto del pensamiento alemán

xviii. Almas y cuerpos

xix. Romanticismo braquicefálico

xx. Pacotilla imperialista

segunda parte

La peseta en Britania

i. En el umbral

ii. El alcohol moralmente considerado

iii. La eterna infancia

iv. Bondad y aburrimiento

v. La odiosa inteligencia

vi. La tradición

vii. Un poco de Mediterráneo

viii. Vida de barco

ix. Del loro a la langosta

x. Teoría de la conversación

xi. La isla voluntaria

xii. Superioridad dramática del té respecto al chocolate

xiii. El rey de bastos y un rey constitucional

tercera parte

La peseta en Italia

i. «Internacional» y «Sole mio»

ii. Mi amigo el «Facchino»

iii. Coleccionando países

iv. La democracia milanesa

v. Teatralismo

vi. El rugido del león en la plaza de Santa Ana

vii. Grandilocuencia

viii. «Lingua italiana»

ix. El Coliseo y el «Hippodrome»

x. Roma y Berlín

xi. Nuestra antigua metrópoli

xii. Museos

xiii. Fe y turismo

xiv. Espectros de gabardina

xv. Pintura

xvi. Paisaje a la napolitana

xvii. La levadura de Nápoles

xviii. Filosofía napolitana del robo al turista

xix. Nápoles y Pompeya

xx. Funiculí… Funiculá

xxi. El mundo moderno

xxii. Florencia y los florentinos

xxiii. Un hombre de dos idiomas

xxiv. «Honorificencias»

xxv. La Banca Garibaldi

cuarta parte

La peseta en Lusitania

i. El tren internacional

ii. Las filosofías del Tajo

iii. Dilatación de categorías

iv. «Abre a boquinha»

v. La lucha de la peseta con el escudo

vi. Un grande hombre

vii. Cintra

viii. Una botellita de océano Atlántico

ix. Coimbra

x. La lírica portuguesa

xi. Una «tourada» en Figueira

xii. Termina la «tourada»

xiii. Buarcos

xiv. La «varina»

xv. Bussaco

xvi. Nuestro portuguesismo

Advertencia leal contra los libros de viajes

Hay quien envidia la suerte del escritor viajero.

 

—¡Las cosas que verán tales hombres en este mundo! —piensan algunas personas.

Pero en este mundo, y supongo que en todos, el pobre escritor no ve más cosa que una: artículos. Para la mayoría de las gentes, el desierto es el desierto, y el bosque es el bosque. Para el escritor, en cambio, el desierto es una crónica, y el bosque es otra crónica. Usted, amigo lector, me deja a mí frente al mar, pongamos por caso, mientras va a darse un pequeño paseo, y cuando vuelva, ¿qué creerá usted que he hecho yo con la azul inmensidad? Pues exactamente lo mismo que hubiera hecho con una iglesia románica, con un par de calcetines, con un discurso del señor Lerroux, con una puesta de sol o con un nuevo procedimiento para combatir la tuberculosis: la habré cogido y la habré transformado, reduciéndola a una superficie literaria de 150 centímetros cuadrados, poco más o menos.

Nada es como es, sino como nos lo representamos, y el escritor, colocado ante una cosa cualquiera, o no la ve, o la ve en forma de artículo. La naturaleza, para él, es, efectivamente, un libro: un libro que va a escribir, y del que piensa vender algunos miles de ejemplares a tres pesetas cincuenta. El diabético convierte en azúcar todo lo que ingiere; el hepático lo transforma en bilis, y el escritor lo reduce a literatura, ya biliosa o ya azucarada. ¡Y aun hay quien aspira a conocer el mundo a través de los libros de viajes!

Los libros de viajes son una impostura, porque el escritor, que sólo ve sin prejuicios las cosas de que no habla, esto es, las cosas de una elaboración literaria más difícil, habla únicamente de las cosas que no ve, es decir, que no ve como tales cosas, sino como crónicas periodísticas o como capítulos de novela. De mí sé decir, por ejemplo, que, obligado a veces a hacer un artículo, y disponiendo de una catedral gótica, que había visitado momentos antes, y de la levita del gerente del hotel como materiales a elaborar, me he decidido por la levita del gerente y he despreciado la catedral gótica. Para cualquier tendero veraneante, aquella catedral, en cuya construcción habían trabajado sin descanso quince generaciones sucesivas de obreros y artífices, hubiera representado infinitamente más que una levita. Para el escritor, en cambio, la levita tenía mayor interés, y no porque fuese una levita maravillosa, sino porque era una levita grotesca.

Decididamente, si hay un modo peor de ver el mundo que como escritor viajero, es como lector de las impresiones de los escritores viajeros. Advirtámoslo sinceramente en el pórtico de este libro de viajes.

De cómo la peseta se lanzó a viajar

¿Quién no recuerda la catástrofe económica que a raíz de la guerra del 14 se produjo en el mundo? Todas las monedas de los países beligerantes comenzaron a perder valor, y la peseta, que hasta aquel entonces no se había atrevido casi nunca a salir de España, comenzó a viajar. De Italia, donde valía varias liras, se iba a Alemania, donde la estimaban en cientos de marcos. Los escudos portugueses tenían que reunirse en grupos de dos o tres para hombrearse con la peseta, y la peseta invadió Portugal. En Austria, la peseta podía adquirir diez o doce coronas con cada céntimo, y no hablemos de Rusia ni de Polonia.

Había países donde la peseta tenía categoría de duro; países donde equivalía a cincuenta duros, y países donde era sencillamente millonaria. ¿Cómo quieren ustedes que, en vista de esto, la peseta no se lanzara a correr el mundo? Nadie es profeta en su tierra, y mientras la peseta valía un millón en ciertas latitudes, aquí seguían dándole a usted por ella las mismas diez mugrientas perras gordas de 1914. Por eso fue por lo que la peseta se dedicó a viajar, y sus viajes por las tierras de moneda más depreciada no carecían de encanto ni de emoción. Como Gulliver en el país de los pigmeos, la peseta se sintió gigante de la noche a la mañana. ¡La pobre peseta, para quien, unos cuantos años atrás, eran gigantescas todas las otras monedas!

El autor de este libro ha ido en pos de la peseta por algunos países, observando sus andanzas y sus aventuras. Teutonia, Britania, Italia, Lusitania … Tales son las tierras que, después de la guerra, hemos recorrido juntos la peseta y yo. Y ahora, reintegrados ya a la triste calderilla nacional, permítasenos recordar aquellos días gloriosos, aunque sólo sea para endulzar un poco nuestra nostalgia.

Primera parte

La peseta en Teutonia

I. El colosalismo

La huelga ferroviaria me detuvo algunos días en Colonia.

—¿Me pueden ustedes indicar algún buen café? —pregunté en el hotel.

—Váyase usted al Germania —me dijeron—. Es el mejor café de Colonia. En el extranjero no hay ninguno comparable. Kolossal!…

A pesar de la derrota, los alemanes seguían siendo aficionados a estos cafés colosales, y en el Germania yo comprendí la guerra. Los alemanes hicieron la guerra con el mismo espíritu que antes, y después de ella, les llevaba a estos cafés. Al alemán le gusta sentarse en una silla muy alta y muy dorada, entre estatuas de gigantes y de guerreros, y allí, ofreciendo al reflejo de las luces la mayor superficie posible de tela almidonada, poner una cara muy fea y muy importante y quedarse inmóvil, oyendo la música de una banda militar. Y todo esto en un local tan vasto y tan lleno de humanidad como si fuese nada menos que el mundo entero…

El café Germania, de Colonia, venia a ser algo así como un café pangermanista, al igual de tantos otros cafés y restaurantes alemanes. Su fundación responde a este deseo alemán de expansión y de importancia, siguiendo el cual los ejércitos del Kaiser se hicieron, durante tres años, dueños de medio mundo. Luego vino la derrota; pero a nadie se le ocurrió convertir los cafés colosales en estaciones de ferrocarril. Alemania, o no se había dado cuenta de lo que representaba su colosalismo, en relación con la guerra, o no se había arrepentido. Los cafés colosales seguían llenos de un público muy almidonado, que, a falta de buenos pasteles con crema montada, comía pasteles y bebía infusiones Ersatz. Las luces brillaban, los dorados resplandecían, las músicas atronaban… El camarero continuaba cuadrándose militarmente para tomar nuestras órdenes y nosotros continuábamos llamándole «Señor camarero superior»…

—¿Qué? —me preguntaron al día siguiente en el hotel—. ¿Estuvo usted en el Germania?

—Sí.

—¿Verdad que no hay en el extranjero cafés comparables?

-No, no los hay; pero ya los habrá. A mí no me extrañaría el que un día de estos los franceses construyesen uno igual en pleno París.

II. Un caos metódico

¿Y la contrarrevolución? ¿Y la huelga general?

A mi llegada a Alemania se hablaba mucho de esto, pero el pueblo continuaba siendo el mismo de siempre. Yo llegué a Alemania cuando los periódicos decían que allí había el caos; pero ¡qué caos tan metódico y tan ordenado! Era un caos verdaderamente alemán. Las gentes compraban los extraordinarios de los periódicos y se sentaban, para leerlos, en los bancos de las plazas públicas. Todo el mundo estaba muy excitado; pero, a pesar de la excitación, ningún adulto se sentaba en un banco de los que las municipalidades destinan a los niños, ni ningún niño, tampoco, a pesar de representar la Alemania futura, se sentaba en un banco de adultos. Cada cual leía las graves noticias del momento en el banco que correspondía a su sexo, y a su edad. Luego se levantaba, buscaba un canasto dedicado a recoger papeles, leía el letrero que explicaba cómo tenían que echarse los papeles en el canasto y lanzaba hacia el canasto su periódico, siguiendo la dirección de la flecha. Y yo veía esto y me decía: «¿Dictadura militarista? Imposible. ¿Dictadura del proletariado? También imposible. Ejercer una dictadura es gobernar por la fuerza, y no hay medio de gobernar por la fuerza a Alemania. Alemania está siempre dispuesta a dejarse gobernar.»

Yo no sé los cambios políticos que experimentará todavía Alemania. Lo que sé es que, con casco o con hongo, con gorro frigio o con chistera, las cabezas alemanas no variarán fácilmente de forma. Hasta la fecha de mi viaje seguían con estas mismas abolladuras que uno considera superfluas y que, sin embargo, parecen indispensables para el estudio de algunas ciencias, como, por ejemplo, la filosofía. Lejos de mi ánimo la intención de pretender que las cabezas alemanas son inferiores a las otras, pero indudablemente son distintas, y quizá si no fuesen distintas no hubiese habido la guerra. Son unas cabezas en las que se confeccionan ideas que nosotros, con nuestros cráneos alargados, no podremos producir nunca. Anatole France anhelaba ver el mundo con el ojo a facetas de una mosca. Yo quisiera, por un instante, poder comprenderlo con el cerebro de un alemán, porque estoy seguro de que el mundo me parecería entonces algo completamente insólito, como si me lo hubiesen pintado de nuevo.

III. La moralidad de la brutalidad

En Colonia vi al «odiado invasor» y me pareció que se daba muy buena vida.

—¿Cómo es posible —se preguntaban algunos— que, después de haber invadido medio mundo, los alemanes se resignen tan fácilmente a ser invadidos a su vez?

Probablemente por eso mismo: por haber invadido antes medio mundo. Cuando uno admite la licitud de machacar al prójimo, tiene que admitir también la licitud de que el prójimo le machaque a él. Los alemanes creen en la fuerza, y si su derrota les parecía injusta, era quizá, principalmente, porque no la consideraban una derrota militar.

—¡Si los aliados nos hubiesen vencido militarmente!… —se les oía decir con frecuencia—. Pero nos vencieron porque todo el mundo se puso de su parte…

Es decir: «Bien que Fulano me pegue, en el caso de que sea más bruto que yo. Lo inadmisible es que me pegue porque, en una querella entre ambos, él demuestre que es quien tiene razón…»

Sea ello como sea, lo cierto es que en Colonia no se advertía hostilidad ninguna hacia los ingleses. Quizá se les mirase, en general, con más simpatía que en el propio París. Frecuentemente, en el restaurante o en el cabaret, el gerente colocaba a un oficial inglés en la mesa de una familia alemana, y no pasaba nada. El vino no se aguaba. La choucroute no se indigestaba. La fiesta no se interrumpía… Los soldados, bien alimentados y bien vestidos, quizá no hubiesen vencido a Alemania en el campo de batalla; pero de que hacían conquistas durante la ocupación no cabe la menor duda. Yo vi a uno que, traduciendo literalmente del inglés al alemán, le llamaba «mi cara, vieja, pequeña cosa» a una joven alemana dos veces mayor que él, y evidentemente barata.

En Colonia se comprendía la estupefacción de Alemania cuando el mundo entero protestaba contra sus ejércitos invasores. ¿No era ella la más fuerte? Si no lo fuese, podría producir extrañeza el verla dominar a Bélgica, por ejemplo…, pero, siéndolo, la cosa resultaba perfectamente lógica…

Yo estuve en Colonia cuatro o cinco días. Por fin se restablecieron las comunicaciones con Berlín, y una buena mañana, el tren que debía dejarme en la gran ciudad a las ocho y treinta y uno me dejaba a las ocho y treinta y uno, efectivamente. Y era un tren medio huelguista, todavía, e iba arrastrado por una de estas locomotoras prehistóricas que los aliados le dejaron a Alemania. Yo descendí, maravillado, en la estación de la Friedrischstrasse, y poco después me paseaba por unas calles limpísimas, donde no se veía ni un papel de fumar y en las que la semana anterior se había sublevado un ejército y después había habido una huelga general.

IV. Cocaína con salchichas

Si la encefalitis letárgica hubiese estado inventada ya en julio de 1914, y, atacado por ella, yo me hubiera quedado hasta el 1920 dormido en París, al despertarme no sabría exactamente lo que durante mi sueño había ocurrido en el mundo; pero de que había ocurrido algo muy grave, me daría cuenta en seguida. En cambio, si me hubiese dormido en Berlín, me despertaría sin experimentar el menor asombro.

En Berlín dijérase que no había pasado nada. Al Gobierno imperialista había sucedido un Gobierno republicano; se había limitado un poco la vida nocturna; escaseaban algunos artículos de primera necesidad, y los guardias ya no llevaban en la cabeza aquellos pinchos en virtud de los cuales ellos se consideraban, más bien que personas, edificios públicos protegidos con pararrayos contra la electricidad atmosférica. Pero, fuera de estos pequeños cambios, que hubieran podido ocurrir también sin guerra y sin derrota, en Berlín no se advertía que el mundo hubiese pasado por ningún trance extraordinario. Yo había oído contar que los berlineses se habían lanzado a una vida de orgía y de depravación; que el vicio más desenfrenado reinaba en Berlín; que el consumo de morfina y de cocaína alcanzaba allí proporciones fabulosas. Y al llegar a la gran ciudad, no vi que se consumiese más que Sauerkraut, salchichas de hígado de ganso y cosas por el estilo. La gente procuraba divertirse de día, porque no podía divertirse de noche, pero no se divertía a la deses­perada y para olvidar. Se divertía igual que antes, con una alegría perfectamente normal, perfectamente sana y perfectamente germánica.

 

A veces, en uno de aquellos locales tan cursis del Berlín nuevo, al ver a la gente tan feliz y tan dichosa, comiendo pasteles y oyendo la música, yo sentía ganas de decir:

—Pero ¿no saben ustedes lo que ha pasado?

E informar al público de la guerra terrible que acababa de sostener Alemania, y de sus espantosas consecuencias…

Pero luego, pensaba que quizá no se me creería, y que, además, acaso fuese preferible dejar a Berlín en aquella dulce ignorancia que revelaba tanta salud, tanta fe y tanto optimismo.

V. La eterna Alemania

Cuando estalló la guerra europea yo me encontraba en Alemania. Hasta entonces los alemanes nunca me habían parecido tan alemanes, ni nunca tampoco creo que me lo volverán a parecer. El idioma, que en la pronunciación berlinesa se había suavizado un tanto, recobró toda su aspereza, como si de pronto se hubiese erizado de consonantes. Los oficiales, más estirados que de costumbre, dijérase que habían crecido medio palmo. Hasta las mismas estatuas de gigantes y de guerreros que en los grandes restaurantes suelen presidir las comidas alemanas, resultaban más feroces por aquellos días.

Las calles retemblaban constantemente al paso de unos ejércitos formidables, que estaban destinados a ganar todas las batallas y a perder la guerra. La luz de los cafés, al dar en los cráneos desnudos de los alemanes que entonaban himnos guerreros, producía reflejos de un carácter evidentemente metálico.

Yo no había encontrado jamás en Alemania la choucroute tan agria, ni las puertas tan pesadas, ni el pan tan negro, ni los cuellos que me traía la lavandera tan cargados de almidón, y tuve la sensación de que, hasta entonces, Alemania me había sido desconocida.

El odio al extranjero revistió formas curiosas. Un estudiante español, que había seducido a una dactilógrafa valiéndose de un vino catalán y de un sombrero cordobés, recibió de ella una carta suspendiendo toda clase de relaciones hasta que España definiera su política internacional. Al principio se odiaba casi exclusivamente a Rusia. Luego vino la noticia de la intervención inglesa y los periódicos publicaron un bando diciendo: «Inglaterra: ése es nuestro verdadero enemigo, el enemigo a quien siempre hemos profesado un odio implacable…» Y al día siguiente los alemanes leyeron el bando y comenzaron a odiar a Inglaterra desde toda la vida… Un alemán enseñó a su loro a decir: «¡Muera Inglaterra!», y lo puso en el balcón. El loro gritaba, y nunca faltaba quien le respondiese.

¡Días magníficos y terribles aquellos primeros días de agosto de 1914! Yo me fui hacia mediados del mes y no volví hasta seis años más tarde. Después de seis años yo estaba un poco más gordo y Alemania estaba un poco más flaca; pero, en el fondo, no habíamos cambiado gran cosa. Había cambiado Francia, el país de la democracia. Había cambiado Inglaterra, el país de la libertad. Había cambiado Rusia, el país de la tiranía… Nosotros, en cambio, amiga Alemania, éramos los de siempre…

VI. El «Cocottentum»

Antes de la guerra, Berlín aspiraba a ser una Babilonia, y por una Babilonia ya se sabe lo que entiende la gente: una ciudad con muchos bares americanos, en los que se bailen muchos fox-trots y se beban muchos cocktails. Berlín bailaba y bebía. A las seis de la mañana, cuando los establecimientos nocturnos cerraban sus puertas, abríanse otros establecimientos en los que se podía prolongar la noche hasta el mediodía. En estos establecimientos no se dejaba penetrar ni un rayo de sol y era indispensable, para entrar en ellos, el que las mujeres estuviesen en traje de soirée y los hombres vistieran de frac.

—Los parisienses presumen mucho —me dijo un día un señor en uno de aquellos locales —; pero seguramente a estas horas —serían las diez de la mañana— ya no trasnoche nadie en París…

El objeto era ser más trasnochadores, ser más viciosos, ser más perversos que los parisienses. Pero Alemania tenía demasiada salud. Algunas chicas descubrieron por aquel entonces los paraísos artificiales. Tomaban a puñados la cocaína; pero como si tomasen bistecs con patatas. Sus mejillas eran cada día más sonrosadas. Su alma, más inocente…

—Somos depravadísimos —parecía que querían decirle a uno los berlineses—. ¿No se horroriza usted de nuestra depravación?

Y uno pensaba:

—¡Quia!…

En otro sitio se hubiese horrorizado uno con la décima parte. Allí, en cambio, en las muchachas más escandalosas descubría uno un instinto de mujeres de su casa que le hacía pensar en las tranquilas delicias del matrimonio.

—¿Sabe usted? —le dijo una noche a Maeztu un profesor alemán—. Aquí, en Berlín, tenemos el mayor Cocottentum del mundo…

Cocottentum!… No veo más que una manera de traducir esta palabra y es diciendo «pancocotismo». ¡El panamericanismo! ¡El pangermanismo! ¡El pancocotismo !…

Al oír hablar luego del vicio berlinés, yo me acordaba de antes de la guerra. Indudablemente, sólo los que no hubiesen vivido nunca en Berlín podían sorprenderse al entrar, a raíz de la derrota, en un café cantante o en un té bailante. Berlín no tenía nada de Babilonia. Su vecindario era el más honesto mundo.

VII. Cerebros-castaña y cerebros-huevo

«Lo definitivo en el hombre —decía Federico de Onís— no es lo étnico, sino la educación y la cultura.» Yo también, si me atreviese a pensar en cosas tan importantes, opinaría, probablemente, lo mismo, y, sin embargo, no hace mucho que sostenía una tesis aparentemente contraria: la de que con una cabeza germánica no se podrá comprender nunca el mundo de igual manera que, por ejemplo, con una cabeza semita.

A mi entender, el problema debiera plantearse así:

—¿Son las cabezas las que le dan forma a las ideas o son las ideas las que le dan forma a las cabezas?

Yo he afirmado lo primero, pero también puedo afirmar lo segundo. Yo creo en la superioridad de la cultura sobre la raza, es decir, creo que el hijo de españoles que haya nacido y se haya educado en Alemania, tendrá, a los veinte años, mucho más de alemán que de español; pero creo que, antes de modificar su carácter, las ideas alemanas han tenido que modificar su cráneo. Con un cráneo español, en efecto, no se puede pensar en alemán. En cambio, si, cuando el cráneo está tierno todavía, logramos meter en él unas cuantas ideas germánicas fundamentales, veremos cómo este cráneo, en vez de desarrollarse a la manera de un huevo puesto horizontalmente, crece hacia arriba y toma el aspecto en que suelen aparecérsenos los huevos pasados por agua. Y entonces cualquier idea que se cueza en ese cráneo adquirirá inevitablemente su forma, y en cualquier país donde a mí me la sirvan, yo la reconoceré en el acto y diré:

—Ésta es una idea alemana…

En un libro sobre los Estados Unidos yo recojo un informe que el profesor Franz Boas presentó un día ante la Comisión de Inmigración. Franz Boas había estudiado especialmente dos tipos de inmigrantes: uno, con la cabeza muy ovalada, y otro, con la cabeza muy redonda. Nada más distinto que estas dos cabezas: un huevo y una castaña, como si dijéramos… Pero vinieron los hijos, y el hijo del hombre castaña, mucho más que a su padre, se parecía al hijo del hombre huevo. Las cabezas ovaladas se habían redondeado al mismo tiempo que se ovalaban las cabezas re­dondas, y el resultado era un tipo mixto de castaña y de huevo, al que se le daba el nombre de tipo americano.

Indudablemente, las ideas toman la forma de las cabezas en donde nacen o en donde, por lo menos, residen una temporada; pero las cabezas toman también la forma de las ideas que se les meten dentro. Y en el año de 1920, momento crítico de la Historia Universal, yo tenía una sensación así como si a mi vista los cráneos alemanes estuvieran suavizando sus curvas y los cráneos franceses comenzaran a deformarse y a crecer en un sentido vertical.

VIII. El negocio de hacerse robar en un país de moneda depreciada

Después del desastre, las estadísticas alemanas acusaron un enorme incremento en el número de robos. Por cada par de botas que se robaban en Alemania hasta el final de la guerra, se robaban después diez pares; por cada reloj, diez relojes; por cada cartera, diez carteras. Los robos aumentaban, el precio de la vida aumentaba y uno no sabía si el aumento de robos era una consecuencia de la carestía general o si la carestía general se derivaba del aumento de robos. Por lo que respecta al dinero, a mí me parecía lógico que si, cuando la moneda alemana estaba a la par, un ladrón modesto se conformaba con robar quinientos marcos al mes, luego robase cinco mil. En realidad, al robar cinco mil marcos, ese ladrón no robaba más que antes y procedía como todos los comerciantes, que decuplicaban el precio de sus mercancías para ponerlas al nivel de las mercancías extranjeras. Es indudable, en efecto, que si los ladrones alemanes no hubiesen aumentado después de la guerra el número de billetes a robar en una proporción equivalente a la depreciación del marco, el mundo entero hubiese ido a que le robasen a Alemania. Al sacarle a un español cien marcos del bolsillo, por ejemplo, los ladrones alemanes no le sacarían realmente más que un par de duros, y el español se encontraría beneficiado en noventa pesetas a costa del Tesoro alemán. Y los ladrones alemanes, tan patriotas, por lo menos, como los propietarios del Berliner Lokal Anzeiger, que por la inserción de un anuncio de treinta marcos me pedían a mí ciento veinte, en vista de mi calidad de extranjero, perseguían también la nivelación de la valuta.

En una especie de Rastro berlinés yo vi un día a un hombre que enseñaba un traje en venta, diciendo a grandes gritos:

—¡Acabadito de robar!…

No explicaba si el robo se había realizado con asesinato, lo que indudablemente hubiese aumentado el mérito de la mercancía; pero añadía en voz algo más baja que el robado era una persona distinguida y de reconocido gusto en el vestir. Y el público, yo no sé si lo creía o no; pero acudía al reclamo dando muestras de un gran interés.

Era asombrosa la proporción en que habían aumentado en Alemania las estadísticas de robos; pero era más asombrosa aún la manera metódica con que Alemania se dejaba robar. No en una, sino en varias tiendas berline­sas de cigarros yo vi un cartel que decía: «Atención. Se advierte a los ladrones que las cajas del escaparate están vacías.» Y claro es que si todos los tenderos, aun los que tenían cajas llenas en el escaparate, hubieran usado el mismo cartel, los ladrones no habrían hecho caso de la ad­vertencia, y para que los ladrones no hicieran caso de la advertencia, no les advertiría nadie. Además, si un tendero declara que en su escaparate sólo hay cajas vacías, ¿qué indemnización podrá reclamarle luego, en el caso de que sea robado, a la compañía aseguradora?

Cuando un tendero berlinés les decía a los ladrones que no se molestasen en robarle, era porque, en realidad, los ladrones perderían el tiempo robándole y porque él no quería robar a los ladrones. Y cuando el tendero no decía nada, era como si dijera:

—Róbenme ustedes. En mi tienda hay cosas de bastante valor…

Y con esta excelente organización alemana, ¿cómo podría sorprenderle a uno el que allí ocurriesen tantos robos?

IX. La sangre y la bencina

Los estudiantes alemanes seguían batiéndose ferozmente unos contra otros, y haciéndose en la cara esos cortes que les dan tanta expresión y tanta gracia.

—En España —me dijo un día un alemán— no se baten ustedes así, ¿verdad? ¿Se baten ustedes a muerte, con el pecho desnudo y la cabeza descubierta?..

—Sí —le contesté yo—. En España nos batimos todos los días a muerte; pero, afortunadamente, seguimos viviendo. Las estadísticas españolas de accidentes del trabajo acusan en cualquier gremio un número proporcional de víctimas muy superior al que podrían registrar en el gremio de duelistas. En las inmediaciones de Madrid hay una posesión donde se habrán celebrado sus trescientos duelos, y, que yo sepa, de esa posesión no ha salido más que un hombre seriamente herido.

—¿Herido a espada?

—No. A teja. Era un albañil que había ido a hacer algunas reparaciones en la techumbre de la casa.

—¿Y por qué ocurren tantos duelos en Madrid?

—¡Qué sé yo! En Madrid hay una cantidad de señores que pueden ir con el cuello sucio, con las botas sucias y con la americana llena de grasa; pero el día en que su honor recibe la mancha más ligera se creen obligados a limpiarlo inmediatamente. Yo recuerdo el caso de un amigo mío que quería batirse a todo trance, diciéndome: «No tengo más remedio. Mi honor está manchado.» Y yo le miraba y me decía: «Pero ¿qué le importará una roña en el honor a este hombre que tiene tantas en el traje?»

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