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[1] H. Simon, Administrative Behavior (Nueva York: The Free Press, 3.a ed., 1976), p. 39. Véanse, también, los comentarios de Simon sobre el particular en las pp. XXVIII y ss. de la «Introducción a la tercera edición.»

2.

LA MOTIVACIÓN HUMANA

Teorías mecanicistas y psicosociológicas

INTRODUCCIÓN

Prácticamente todo el mundo está de acuerdo en que las personas trabajan para satisfacer sus necesidades o apetencias. El desacuerdo empieza a aparecer en el momento en que se intenta concretar cuáles son esas apetencias.

Por supuesto, los filósofos han tratado mucho y muy inteligentemente el tema a lo largo de los siglos, pero frecuentemente sus elaboraciones han servido únicamente de base para formular teorías, sin intentar con ellas una conducción de la acción práctica. Desde el punto de vista práctico, esas teorías han servido en ocasiones, y es justo reconocerlo así, para denunciar situaciones reales en las que ciertas necesidades quedaban insatisfechas, y, por ello, han sido un elemento influyente, aunque el modo en que hayan influido no esté claro en muchas ocasiones, para producir cambios en la realidad.

Para la conducción práctica de la acción, y sobre todo en ese mundo tan esencialmente práctico como es el mundo económico en que se mueve la empresa, se tiende a dar por supuesto que ya sabemos bastante acerca de las necesidades humanas con lo que al respecto nos dice el más elemental sentido común.

Ocurre, además, que la empresa se dedica a la producción de bienes y servicios que satisfacen necesidades humanas, con lo cual parece evidente que, si una persona aporta su esfuerzo a una empresa, lo hará para conseguir una parte de esos bienes y servicios, o su equivalente en valor económico.

Si la empresa funciona bien, será capaz de generar suficiente valor económico como para satisfacer a los que contribuyen con su trabajo a generarlo. En caso contrario, no podrá satisfacerles lo suficiente como para llegar a inducirles a trabajar a cambio de lo que pueda darles.

Sin ser demasiado conscientes de ello, esas son las ideas de fondo —el paradigma de base— sobre las que luego pensamos en términos prácticos. Por ello, si le preguntamos a cualquier persona por qué trabaja en una empresa, con gran probabilidad su respuesta será: «para ganar dinero». Claro está que, si la hacemos reflexionar un poco más, probablemente le haremos descubrir que lo que nos ha dicho es verdad, pero no es toda la verdad.

Enseguida se dará cuenta de que hay muchas otras cosas que la mueven a realizar el trabajo concreto que está realizando, en lugar de otro diferente que también podría tener la oportunidad de desempeñar. Probablemente muchos de nosotros, si nos ofreciesen un trabajo que fuese distinto al que ahora tenemos y en el que pudiesemos ganar un poco más de dinero, no aceptaríamos el cambio. Puede ser que, en bastantes ocasiones, el único argumento para no cambiar fuese el de que «más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer»; pero, incluso una argumentación tan poco sólida como esa, ya pondrá de relieve que no es tan solo la retribución lo que nos retiene en nuestro actual puesto de trabajo.

Estas verdades tan triviales, tan de sentido común, no son nada fáciles de tener en cuenta a la hora de hacer teoría y, por ello, no es de extrañar que, a lo largo de muchos años, se haya prescindido de ellas al formular teorías sobre el trabajo humano en la empresa.

Vamos a realizar un breve recorrido por las distintas teorías existentes respecto al tema. Las relacionaremos siguiendo los tres modelos o concepciones de fondo que hemos identificado en el capítulo anterior.

LAS TEORÍAS MECANICISTAS

Los primeros científicos que abordaron el análisis de lo que han de hacer las empresas, tendieron a dejar de lado la cuestión de cómo conseguir que las personas estuviesen motivadas para realizar el trabajo que las empresas les pedían; es decir, tendieron a prescindir en sus análisis de la cuestión de por qué razones una persona decidiría cooperar con una empresa en lugar de decidir el no hacerlo así.

En el trasfondo último de su pensamiento, aquella cuestión era tan trivial que no valía la pena el analizarla explícitamente. Su postura era parecida a la del personaje del viejo chascarrillo que, al escuchar a una persona que le decía: «Realmente me ha hecho usted un gran favor, y no sé cómo manifestarle cuánto se lo agradezco», le contestó sin dudarlo: «Caballero, desde que los fenicios descubrieron el dinero, ninguna persona inteligente tiene esas dudas respecto al cómo; todo lo más dudará respecto al cuánto, y eso es mucho más fácil de negociar». Así pues, existe un gran número de trabajos técnicos acerca de las empresas y del modo en que estas operan, que intenta resolver las siguientes cuestiones:

a) Cómo definir qué es lo que cada persona ha de hacer en la empresa para que esta funcione lo más correctamente posible.

b) Cómo conseguir que cada persona sepa exactamente qué es lo que se espera que ella haga, asegurando, además, que sea capaz de hacerlo.

c) Cómo conseguir que cada persona quiera efectivamente hacer lo que se le pide, partiendo siempre del supuesto de que una persona concreta estará o no dispuesta a hacerlo, dependiendo únicamente de las cosas que se le ofrezcan a cambio.

Podríamos sintetizar el contenido de todos aquellos trabajos diciendo que tratan acerca de cómo planificar la acción conjunta, de cómo comunicar las acciones individuales requeridas para el logro de la acción conjunta, y de cómo motivar a las personas para el desempeño de su tarea individual.

Como ya tuvimos ocasión de poner de relieve en el capítulo anterior, esos tres aspectos del funcionamiento de las empresas están muy relacionados entre sí. Lo que se planifique, y cómo se planifique, tiene gran influencia en la motivación de las personas; también la comunicación influye en la motivación, y esta en la planificación, etc.

Esas complejas interacciones han sido, en general, ignoradas por todos aquellos científicos que han tratado con uno cualquiera de aquellos grandes temas aislándolo de los otros dos, es decir, que han tratado con ellos como si fueran independientes. Todos los análisis producidos por ese enfoque tienen, a pesar de su aparente diversidad, una misma concepción —un mismo paradigma de fondo— a la hora de pensar en la empresa. A esa concepción básica es a la que llamamos el modelo mecanicista, y no es otra cosa que la concepción de la empresa como si fuese simplemente un sistema técnico.

Dentro del modelo mecanicista de la empresa, el problema de la motivación de las personas se contempla como el problema de qué (y cuánto) hay que darle a una persona para que se decida a realizar un trabajo que la empresa le pide. Es un problema acerca de cuáles han de ser los incentivos y su cuantía. Como antes decíamos, en sus inicios el tema se trivializó: más o menos se pensaba que a efectos prácticos el dinero es un motivador universal y que, por lo tanto, lo único que merecía ser estudiado a fondo y con cierto detalle era cuánto valdría la pena pagar a cambio de un cierto trabajo.

Surgen así numerosos estudios sobre incentivos (entendiendo por tales únicamente la retribución) y el modo de relacionar su cuantía con la producción (el trabajo requerido). Enseguida fue evidente, sin embargo, que, a efectos prácticos, no bastaba con estos elementos para conseguir motivar a las personas para que alcanzasen los niveles de producción que la empresa deseaba.

Una de las anomalías que más pronto atrajo la atención de los investigadores fue el hecho de que, con no escasa frecuencia, muchos trabajadores renunciaban a alcanzar niveles más altos de retribución, limitándose a producir hasta un cierto punto y no pasando de él, aunque esas autolimitaciones de la cantidad producida les impedían el logro de toda una serie de incentivos económicos que hubiesen podido alcanzar en el caso de producir más.

En un principio, esta anomalía se trató de explicar y corregir introduciendo nociones puramente fisiológicas, como el cansancio, el esfuerzo físico, etc. Se descubrió también otra realidad muy frecuente en las fábricas: grupos de operarios que voluntariamente restringen el nivel de producción, y que llegan incluso a tomar, en algunos casos, severas medidas contra cualquier operario que exceda los niveles de producción aceptables para el grupo.

El análisis de todos estos fenómenos, y muchos otros similares, va convirtiendo en una absoluta evidencia científica el hecho de que, a efectos prácticos, no puede prescindirse en la empresa de una realidad que ya nos era bien conocida por sentido común, a saber, que el dinero no es un motivador universal, que la gente busca otras cosas y que, por lo menos, hay que aceptar que el intento de convencerles de que sacrifiquen esas otras cosas a cambio de dinero resultará tan caro que de ningún modo será práctico intentarlo.

Y en esto han coincidido «tirios y troyanos», es decir, tanto aquellos que piensan que hay realidades muy valiosas para la persona —las más valiosas, de hecho— que no se pueden comprar ni vender por dinero, como los que piensan que «todo es cuestión de precio».

Unos y otros se separarán más adelante en las respectivas conclusiones acerca de lo que es práctico o no lo es, de lo que mueve a los hombres o no los mueve, pero en el mundo de la empresa es, ya hace tiempo, una verdad trivial que el hablar de motivación implica el hablar de dinero y de «otras cosas» además del dinero. Esa verdad trivial ya está incluida entre los supuestos de todas las elaboraciones teóricas y aplicaciones prácticas más avanzadas.

De todos modos, el descubrimiento no llevó inmediatamente a replantear a fondo la cuestión de qué es lo que motiva al hombre a actuar o, lo que es lo mismo, qué necesidades busca satisfacer el ser humano a través de su acción. Los imperativos de orden práctico, es decir, la búsqueda de resultados inmediatamente aplicables, tan solo impulsaron investigaciones cuyo objeto consistía en averiguar qué otras cosas, qué otros incentivos (distintos a la retribución en dinero), podría dar la empresa para motivar el trabajo de las personas.

Por ese camino se inician una serie de descubrimientos, entre los que aparecen desde la importancia de las condiciones de trabajo, hasta las actitudes de los mandos que lo supervisan, pasando por la influencia del reconocimiento de los éxitos conseguidos por el trabajador, etc.

Todo ello se ha concretado, en no pocas ocasiones, en el desarrollo de técnicas manipulativas basadas en una superficial psicología. Ejemplos de ese tipo de «avances» han quedado reflejados incluso en el lenguaje corriente (expresiones tales como: «Si le dices que es el mejor, y que lo necesitas para esto, verás cómo le vendes la idea»).

Aparte de esas desviaciones, lo cierto es que se empieza a manejar, al menos cuando se enfocan los problemas con un cierto rigor científico, una concepción más profunda del trabajador y del trabajo en la empresa. Se toma conciencia de la necesidad de tener en cuenta las dimensiones psicológicas de una persona a la hora de intentar que esté motivada para realizar su trabajo.

Además, en los estudios más profundos al respecto, cuando se trataba de investigar los factores que influían en la productividad, y su relación con la satisfacción y la motivación de los trabajadores, aparecían una serie de factores influyentes, tanto en la motivación como en la satisfacción, que no eran debidos a los incentivos —de cualquier tipo que fuesen— manejados por la empresa.

El más clásico de ese tipo de trabajos, el llevado a cabo por Elton Mayo y Fritz Roethlisberger en la planta Hawthorne de la Western Electric Company (a lo largo de una serie de años a finales de la década de los veinte y principios de los treinta), tuvo fundamentalmente cuatro fases distintas. Los investigadores comenzaron centrándose casi exclusivamente en el tema de la productividad de los trabajadores; más adelante se les impuso la necesidad de analizar su motivación. Llegaron así a la consecuencia de que la productividad, la satisfacción y la motivación estaban estrechamente relacionadas entre sí, que había que contemplar las conjuntamente, pero que su relaciones distaban de ser fáciles de comprender y explicar[1].

Para nuestro propósito es importante resaltar que, en lo que se refiere a la motivación, los experimentos Hawthorne dejaron bien sentado el hecho de que había estímulos, que afectaban bastante a la satisfacción de los trabajadores y a su motivación para trabajar, que no procedían de la propia empresa, es decir, que no eran parte de los incentivos que manejaba la empresa.

Esos estímulos tienen su origen en la situación social que se crea con ocasión de las actividades requeridas para el desempeño del propio trabajo. Surgen como consecuencia de las interacciones de los trabajadores entre ellos mismos, sin que la empresa pueda «controlar», más que muy limitadamente, dichos factores motivadores. Esa «falta de posibilidades de control» es especialmente puesta de manifiesto en aquellos casos, por otra parte bien frecuentes, en que los referidos estímulos sociales motivan a los trabajadores en un sentido opuesto al intentado por la empresa (a través del uso de los incentivos que esta directamente administra). Así ocurre, por ejemplo, cuando en una fábrica hay grupos de operarios que mantienen normas estableciendo el nivel de producción aceptable para los miembros del grupo, tomando represalias de los tipos más variados cuando alguno de los operarios excede ese nivel de producción.

LOS MODELOS PSICOSOCIOLÓGICOS

La constante verificación de aquellos hechos ha ido haciendo surgir, tanto entre los estudiosos de estos temas como entre los hombres de empresa, una nueva concepción —un nuevo paradigma— acerca del tipo de realidad que es la empresa. Esa nueva concepción significa la aparición de un modelo orgánico que trasciende e incluye al de simple sistema técnico.

Frente a la concepción mecanicista a la que nos hemos venido refiriendo, aparece una concepción psicosociológica. A la empresa se tiende a contemplarla como un organismo social, en el que las personas participan para conseguir no tan solo unos incentivos que les ofrece la empresa, sino también para satisfacer otras necesidades. Además se tiene en cuenta que la satisfacción de algunas de ellas va a depender de las interacciones concretas que tengan lugar con las otras personas en el seno de la propia empresa.

En definitiva, la motivación de una persona para desempeñar un trabajo concreto se deja de atribuir a los incentivos ofrecidos por la empresa, como si estos fuesen su única causa. Es bien cierto que estos incentivos producen una cierta motivación, pero también lo es que, al realizar su trabajo, una persona puede encontrar otra serie de factores que contribuyan a determinar su motivación para desempeñarlo.

En el fondo, y a efectos prácticos, se abandona la concepción simplista propia del mecanicismo, en que el problema de motivar a una persona se reducía a encontrar los incentivos (económicos o extraeconómicos) que había que ofrecerle como estímulo para que realizase su trabajo, por otra concepción en la que se reconoce que el lograr que una persona esté motivada depende de factores mucho más complejos que el ofrecimiento de unos incentivos. Algunos de esos factores habían sido identificados como realidades originadas por las propias interacciones sociales que hacía surgir el propio trabajo (experimentos Hawthorne).

A partir de esos momentos —estamos hablando de la década de los cuarenta—, hay un buen número de personas, tanto del mundo académico como entre los directores de empresas, que abandonan aquella ingenua concepción mecanicista. Para ellos se convierte en tema prioritario de sus esfuerzos el profundizar en los motivos que llevan al hombre a trabajar y, en consecuencia, en las necesidades que el ser humano busca satisfacer a través de su trabajo.

Como clara muestra de esta toma de conciencia podemos encontrar en el trabajo de Chester I. Barnard, The Functions of the Executive —tal vez la obra que más ha influido en las concepciones modernas sobre las organizaciones humanas desde que fue publicada por primera vez en 1938, con prácticamente una reimpresión cada dos años hasta nuestros días—, aseveraciones como la siguiente:

«Me ha sido imposible avanzar en el estudio de las organizaciones o en el de la actuación de las personas en el seno de una organización sin enfrentarme con algunas cuestiones de fondo como las siguientes: ¿Qué es un individuo? ¿Qué queremos decir al utilizar la palabra “persona”? ¿Hasta qué punto tienen las personas el poder de elección o la libertad de elegir? La tentación es evitar ese tipo de cuestiones tan difíciles de contestar, dejando que sigan tratando con ellas los filósofos y los científicos, que aún siguen sin ponerse de acuerdo después de siglos de discusión. Se da uno cuenta rápidamente, sin embargo, de que, aunque tratemos de evitar dar una respuesta definitiva a tales preguntas, no podemos evitar enfrentarnos con ellas. Las estamos contestando siempre, aunque sea de modo implícito, al formular cualquier aseveración sobre la actuación de las personas; y, lo que es más importante, todo el mundo —y especialmente los líderes, directores y ejecutivos— actúa sobre la base de supuestos o actitudes fundamentales que suponen, a su vez, que ya han dado una respuesta a aquellas cuestiones, aunque solo raras veces son conscientes de ello»[2].

Dada la autoridad de Chester I. Barnard, también es útil reproducir algo que dice en el Prefacio de su libro acerca de las experiencias que le movieron a investigar y escribir sobre el tema:

«Aunque aprendí relativamente pronto a actuar con eficacia en las organizaciones, no comencé a entender lo que en ellas ocurre, ni la actuación de las personas dentro de ellas, hasta mucho más tarde: cuando tomé conciencia de que las teorías económicas y los intereses económicos jugaban un papel efectivamente indispensable, pero secundario. Y quiero afirmar de modo específico que esto vale no tan solo para las organizaciones con objetivos no económicos —como pueden serlo las de tipo educativo, político o religioso—, sino para las propias empresas de negocios. En estas últimas los motivos, los intereses y procesos no económicos —junto con los económicos– son también fundamento de la actuación de las personas, tanto a nivel de consejos de administración como al de los operarios de menor nivel profesional.

Normalmente encontraremos que se dice lo contrario —casi siempre implícitamente y con frecuencia de modo explícito— no solo por los hombres de empresa, sino por los líderes sindicales, los políticos, los hombres de estado, los profesionales, los educadores e, incluso, los eclesiásticos. Una de las consecuencias de ello es que el auténtico liderazgo se suele basar en intuiciones que son acertadas, a pesar de que las posturas doctrinarias al uso niegan ese acierto fundamental. Muy a menudo, me parece, se intenta la integración social a través de métodos que imponen una falsa lógica de corte ideológico, forzando las cosas hasta los mismos límites en que el sentido común y la dura experiencia se rebelan.»

Esta madurez en la toma de conciencia de la necesidad de investigar sobre el ser humano, y sobre lo que le mueve a actuar, a fin de elaborar auténtica teoría —una teoría capaz de mejorar la acción práctica en las empresas—, ha orientado multitud de investigaciones.

La concepción de fondo en esas investigaciones ya no mecanicista, sino, más bien, la que denominábamos psicosociológica. Son todas ellas investigaciones que estudian la empresa como un organismo social, en el que se producen y distribuyen, por supuesto, bienes económicos, pero cuya realidad completa no puede ser captada ni entendida si se miran tan solo los procesos que tienen lugar en el plano económico.

La teoría de Maslow

Por lo que afecta a nuestro tema —la motivación de las personas para trabajar en la empresa—, se comienzan a tener en cuenta los trabajos de algunos científicos, principalmente del campo de la psicología, que investigaban en general sobre las motivaciones humanas, normalmente sin referirse específicamente al mundo de la empresa. Tal vez el de mayor influencia al respecto sea Abraham H. Maslow y su obra Motivation and Personality2. De hecho, la teoría de Maslow consta de dos partes:

1. Establece una jerarquía de las necesidades humanas.

2. Postula un dinamismo por el que aparecen motivaciones para satisfacer las necesidades las clasifica en cinco tipos:

Fisiológicas: Alimento, descanso, protección contra los elementos de la naturaleza, etc.

De seguridad: Protección contra posibles privaciones y peligros.

Sociales: Dar y recibir afecto, sentirse aceptado por los otros, etc.

Autoestima: Estimación propia (confianza en sí mismo, competencia profesional, conocimientos, etc.) y estimación por parte de los demás de las propias cualidades.

Autorrealización: Logro del desarrollo y utilización de todas las potencialidades que tiene la persona[3].

En cuanto al dinamismo por el que aparecen las motivaciones para satisfacer esas necesidades, la teoría de Maslow postula que la motivación para satisfacer una necesidad de tipo superior tan solo aparece y es operativa cuando están satisfechas las necesidades de tipo inferior. Así, por ejemplo, una persona estará motivada para buscar la satisfacción de sus necesidades de seguridad cuando tiene razonablemente satisfechas las fisiológicas; del mismo modo buscará satisfacer las necesidades de autorrealización solamente cuando tenga razonablemente satisfechas las cuatro anteriores, etc.

En realidad, la teoría de Maslow constituye más un marco que ayuda a la observación (y la descripción de lo observado) que una teoría en sentido estricto. Por lo pronto, los tipos de necesidades que utiliza no son otra cosa que una serie de categorías clasificatorias de todo el conjunto de realidades que parecen mover la acción humana.

Tienen la ventaja de ser muy abiertas, y en ese sentido ayudan a escapar de las fáciles simplificaciones que tienden a reducir los motivos de las acciones humanas a la búsqueda del logro de objetivos demasiado estrechos (dinero, comodidad, admiración, etc.); dada su riqueza descriptiva, tienden a llamar la atención sobre la multitud y riqueza de fines que persiguen los hombres al actuar.

Su inconveniente principal estriba en su falta de conexión con una concepción del ser humano —carencia de una teoría antropológica— que explique y dé sentido unitario a todo ese conjunto de realidades que los hombres buscan conseguir a través de sus acciones.

Por lo que se refiere al dinamismo postulado para explicar la aparición de la motivación que actúa en una persona, el modelo de Maslow es aún más débil. Es evidente que, en muchos casos, las personas se mueven para satisfacer necesidades de tipo superior, con motivaciones tan fuertes que las llevan a aceptar cualquier sacrificio para satisfacerlas, en condiciones de casi absoluta insatisfacción de otras necesidades inferiores. Precisamente esto suele ocurrir en los casos de personas que todos admiramos, personas que suelen llamar la atención por la enorme calidad humana que se transparenta a través de su actuación.

En honor a la verdad, Maslow era muy consciente de las limitaciones de su enfoque: siempre sostuvo que su intento de teoría era principalmente útil como un marco para futuras investigaciones. Las exageraciones a la hora de aplicarlo han sido debidas a todos aquellos que lo han simplificado, con el fin de dar un cierto soporte a las técnicas que buscaban desarrollar con fines prácticos inmediatos.

La teoría de Herzberg

La obra de Maslow se mueve en el ámbito general de la psicología individual, sin referencia específica a la empresa. A finales de los años cincuenta y a lo largo de los sesenta, Frederick Herzberg realiza sus investigaciones, y formula su teoría (frecuentemente llamada «higiene motivación») acerca de los motivos que influyen en el trabajo de los hombres en las empresas[4].

En muchos aspectos, la teoría incluye elementos que también están presentes en la de Maslow, ya que propone dos tipos de factores que influyen en la motivación: los factores de higiene y los factores propiamente motivadores, incluyendo, respectivamente en cada uno de ellos, por una parte los que afectan a la satisfacción de las necesidades de jerarquía inferior —son los higiénicos—, y por otra los que afectan a la satisfacción de necesidades de jerarquía superior —son los motivadores.

Así, entre los factores de higiene, Herzberg incluye: sueldo, supervisión técnica, condiciones de trabajo, reglamentaciones y modo de operar de la empresa, relaciones personales con los supervisores, etc.

Entre los factores motivadores aparecen elementos como: posibilidades de logro personal, reconocimiento de los logros, naturaleza de la propia tarea, responsabilidad, posibilidades de promoción, etc.

Como puede apreciarse —y hay bastantes estudios teóricos que tratan el tema—, no es difícil relacionar los factores del primer grupo con las necesidades fisiológicas, de seguridad y sociales de la escala de Maslow; los del segundo grupo corresponderían a las necesidades de autoestima y autorrealización en dicha escala.

Hay, sin embargo, algunas diferencias importantes entre ambas teorías. Esas diferencias se deben, sobre todo, al ámbito más restringido de la teoría de Herzberg, en la que se estudia la motivación para realizar un trabajo en el seno de una organización, y no la motivación en general como elemento impulsor de la acción humana, que es el marco en el que se mueve Maslow.

Así, mientras en Maslow cualquier necesidad no satisfecha puede motivar la acción, para Herzberg tan solo motivan positivamente hacia la realización del trabajo los que llama factores motivadores. La falta de un nivel adecuado en los factores de higiene causa simplemente insatisfacción en el trabajador. Esa insatisfacción desaparece si esos factores se corrigen, llevándolos al nivel adecuado (o sobrepasando ese nivel); pero la no insatisfacción resultante no significa motivación positiva hacia una mejor realización del trabajo.

Según Herzberg, el logro de altos grados de motivación, satisfacción y desempeño del trabajo tan solo se consigue a través de los factores motivadores. Esta postura de Herzberg es la que sirve de soporte al diseño de todos los programas de «enriquecimiento de la tarea», que tan amplia difusión han tenido en las empresas, como procedimiento para motivar a las personas hacia una mayor productividad, compatibilizándola con una mayor satisfacción en el trabajo.

Tal vez la disparidad más profunda entre ambas teorías se encuentra en el punto más débil de la teoría de Maslow: el dinamismo que este postula respecto a la aparición de las motivaciones para intentar la satisfacción de necesidades de orden superior (recuérdese que dicho dinamismo exigía que las de orden inferior estuviesen ya satisfechas).

Herzberg no entra en la cuestión —no es necesaria para la formulación de sus conclusiones—, pero de sus investigaciones resulta, como no podía menos de ocurrir, que un trabajador con necesidades no satisfechas en las áreas motivadoras y de higiene simultáneamente, puede ser motivado por factores motivadores, aunque siga sin estar plenamente satisfecho con los de higiene.

McGregor: Teoría X y Teoría Y

Tal vez la elaboración más completa, intentando sintetizar las teorías que hemos mencionado (además de otra serie de trabajos que se venían haciendo en paralelo sobre la motivación), la encontramos en Douglas McGregor, con sus famosas Teoría X y Teoría Y, como enfoques alternativos de la dirección, tal como la expuso en su obra ya clásica The Human Side of Enterprise[5].

En dicha obra, McGregor reconoce que, en el núcleo de cualquier teoría acerca de cómo dirigir a los hombres, se incluyen siempre unos supuestos acerca de la motivación humana. A la vista de los desarrollos ocurridos en el estudio de la motivación, afirma que existe un cuerpo de teoría generalmente aceptada que puede servir de base a una nueva concepción de la dirección, concepción que desarrolla en la que denomina Teoría Y.

Esa teoría de la dirección, se apoya fundamentalmente en consecuencias derivadas de las teorías de la motivación que antes hemos expuesto, y otras similares, que analizaban la motivación en el contexto de problemas relativos a la productividad, satisfacción de los trabajadores, control, etc., en las empresas. La Teoría Y no es otra cosa que una teoría de la dirección basada en una concepción de la empresa como organismo social —un paradigma psicosociológico—, que aparece, por lo tanto, opuesta a una Teoría X que corresponde a la concepción de la dirección propia de un modelo o paradigma mecanicista de la empresa.

En sus elaboraciones posteriores McGregor, al comentar el esquema de Herzberg, llega a establecer una distinción muy importante entre los factores que afectan a la motivación. Distingue McGregor entre lo que denomina factores extrínsecos y factores intrínsecos[6].

Los primeros son los que suelen estar asociados con la satisfacción de las necesidades inferiores de la jerarquía de Maslow, y pueden ser controlados «desde fuera» del individuo: constituyen compensaciones, incentivos, castigos o privaciones que «alguien», fuera de la propia persona, le da o le quita para controlar su actuación.

Los factores intrínsecos, por el contrario, están más bien ligados con la satisfacción de las necesidades superiores de la persona, y esta los consigue como resultado directo de su propio esfuerzo; son consecuencias inherentes al propio desarrollo de la actividad realizada por ella. El «sentido de logro», el aprendizaje, la satisfacción ligada a sentirse responsable de algo..., son ejemplos de factores intrínsecos.