Cartas I (bolsillo, rústica)

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Cartas I (bolsillo, rústica)
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JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER

CARTAS

(VOL. I)

Edición preparada por

LUIS CANO

EDICIONES RIALP

MADRID

© 2020 by Scriptor S. A.,

EDICIONES RIALP, S. A.,

Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid

(www.rialp.com)

Realización ePub: produccioneditorial.com

ISBN (edición impresa): 978-84-321-5311-2

ISBN (edición digital): 978-84-321-5312-9

ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

PRÓLOGO

NOTA DEL EDITOR

CARTA 1

CARTA 2

CARTA 3

CARTA 4

ÍNDICE DE TEXTOS DE LA SAGRADA ESCRITURA

ÍNDICE DE MATERIAS

GLOSARIO

PRÓLOGO

Me produce una gran alegría el comienzo de la edición pública de las Cartas que san Josemaría escribió para los miembros del Opus Dei. Han pasado más de noventa años desde el 2 de octubre de 1928, día en que el Señor lo llamó para que fundara la Obra. Nueve décadas son muchas para la vida de una persona; en cambio, de ordinario no sucede lo mismo con una institución querida por Dios para su Iglesia.

San Josemaría hizo referencia, en cierto momento, a la historicidad propia de un carisma que está destinado a ser fecundo a lo largo del tiempo: «Permanece inconmovible el meollo, la esencia, el espíritu, pero evolucionan los modos de decir y de hacer, siempre viejos y nuevos, siempre santos»[1]. En este juego de identidad y dinamismo se expresa también la fidelidad a un espíritu que busca dar vida en todas las épocas. Las Cartas que ahora se empiezan a publicar constituyen un valioso material para esta tarea ya que, de alguna manera, nos acercan a aquella fecha fundacional.

Durante los primeros años treinta del siglo pasado, san Josemaría se esforzaba por compaginar con su dedicación a la Obra, que daba sus primeros pasos, el resto de su trabajo pastoral, académico y su contribución al sostenimiento económico de su familia. Sabemos que la puesta en marcha del Opus Dei no fue una tarea sencilla: el mensaje que debía difundir —la llamada a la santidad en medio del mundo y tomando ocasión del mundo— no estaba en aquellos años veinte y treinta universalmente reconocido; es más, chocaba con la mentalidad más común. Se trataba de abrir a hombres y mujeres «los caminos divinos de la tierra», de mostrar que los nobles quehaceres humanos podían ser recorridos en comunión con Dios de modo que fueran también caminos de santidad.

Un día de abril de 1933 escribió: «Dios mío: ya lo ves; suspiro por vivir sólo para tu Obra, y en lo espiritual dirigir toda mi vida interior a la formación de mis hijos, con ejercicios, pláticas, meditaciones, cartas, etc.»[2]. El fundador se sirvió de la predicación oral y de los escritos como modo de profundizar y de transmitir el mensaje de santidad en la vida ordinaria. Entre los textos que se han conservado, destacan los que denominó Instrucciones y también los que llamó Cartas: ambos recogen consideraciones espirituales y prácticas en las que explica la naturaleza y los apostolados del Opus Dei[3]. Ahora ven la luz las cuatro primeras Cartas pastorales, gestadas precisamente durante esos años en Madrid aunque —como se explica en el presente estudio— trabajadas definitivamente en Roma, años más tarde, cuando adquirieron su forma actual.

San Josemaría preparaba una posible edición de las Cartas cuando el Señor le llamó a su gloria. Y dejó indicado a sus sucesores que las difundieran cuando la prudencia se lo aconsejase. Mi predecesor, Mons. Javier Echevarría, tomó la decisión de iniciar el proceso de publicación hace casi diez años. Ahora, después de diversos trabajos y estudios sobre el entero ciclo de estos textos —un corpus de escritos inéditos de varios millares de páginas—, se ha podido comenzar su publicación, que seguirá a lo largo de los próximos años. Este trabajo se encuadra dentro de la Colección de Obras Completas de San Josemaría, en edición crítica anotada, encomendada al Instituto Histórico San Josemaría Escrivá, con sede en Roma.

Las Cartas están dirigidas expresamente a los miembros del Opus Dei, pero iluminan todo el itinerario de la vida cristiana, con especial referencia a las incidencias y los valores de la vida en el mundo. Por eso san Josemaría previó que, cuando fuese oportuno, se hicieran accesibles a todas las personas interesadas en conocer y vivir el mensaje de santidad en la propia existencia.

Estos textos desarrollan ampliamente los ele­mentos fundamentales del espíritu del Opus Dei, ya enunciados, con estilo distinto, en Consideraciones Espirituales y en Camino publicados entre 1932 y 1939. Y de todos, con mayor o menor extensión según los casos, se encuentran ecos en su predicación de aquellos años y de los sucesivos. En las cuatro Cartas que ahora se publican, se tratan con la fuerza que caracterizó la predicación de san Josemaría, temas nucleares de la llamada universal a la santidad y al apostolado en la vida ordinaria, y de sus múltiples implicaciones doctrinales y existenciales: la santificación del trabajo profesional, la vida de oración con la aspiración a ser contemplativos en medio del mundo, la inspiración cristiana de las realidades sociales, la libertad y responsabilidad del cristiano en sus actuaciones temporales, el valor humano y cristiano de la amistad. Esos y otros aspectos aparecen enraizados en lo más hondo y perenne de la vida cristiana: la filiación divina, la unión con Jesucristo en la Eucaristía y en la oración, la devoción a María Santísima, la conciencia de la vocación recibida con el bautismo y reforzada por la práctica sacramental, el amor a la Iglesia con la adhesión filial al Romano Pontífice y a todos los obispos en comunión con él.

Quisiera dar las gracias a los miembros del Instituto Histórico que han preparado con esmero esta edición de las primeras cuatro Cartas, así como a quienes se encuentran trabajando en la publicación de las siguientes. Más de una vez el lector se conmoverá con la lectura de estos escritos, que nos dan a conocer los pensamientos y deseos que ocupaban el corazón y la mente de san Josemaría. El eco de sus primeros años como fundador del Opus Dei está presente de modo vibrante en estas páginas. Algunas traen a la mente las conversaciones que, desde el principio, mantenía con quienes se acercaban a él; momentos que en Roma, años después, dieron lugar a tertulias en las que pasaba de un tema a otro para dar luz a quienes le escuchábamos, o en las que nos contaba detalles de la historia del Opus Dei. A su intercesión acudo para que nos ayude a profundizar en nuestro amor a Dios, a la Iglesia y a cada persona.

Roma, 28 de noviembre de 2019

Aniversario de la erección del Opus Dei

en Prelatura personal

Mons. FERNANDO OCÁRIZ

Prelado del Opus Dei

[1] Carta 27, § 56.

[2] Apuntes íntimos, n.º 1723.

[3] Cfr. José Luis ILLANES, “Obra escrita y predicación de san Josemaría Escrivá de Balaguer”, SetD 3 (2009), p. 218; Id., «Cartas (obra inédita)», en DJE, pp. 204-211; Luis CANO, «Instrucciones (obra inédita)», en ibíd, pp. 650-655.

NOTA DEL EDITOR

El presente volumen está dedicado a cuatro de las treinta y ocho Cartas que san Josemaría escribió a los miembros del Opus Dei, para exponer de forma detallada aspectos fundamentales del espíritu, del apostolado y de la historia de la institución a la que, siguiendo la luz fundacional del 2 de octubre de 1928, había dado vida.

Estos documentos forman parte de un género literario particular de san Josemaría, distinto de las misivas de su epistolario, de ahí que al designarlas utilizara la palabra Cartas en cursiva. Es un recurso parecido al que emplearon autores tanto de la época clásica como de la tradición eclesiástica, para exponer detenida y detalladamente un tema, dirigiéndose no a un destinatario determinado, sino a un conjunto amplio, e incluso universal, de personas.

El estilo de estos documentos es familiar y directo. San Josemaría se expresa con hondura espiritual e intelectual, pero evitando formalismos y todo aire doctoral o académico. «Mis Cartas —escribe en una de ellas— [...] son una conversación de familia, para daros luz de Dios y […] para que conozcáis algunos detalles de nuestra historia interna»[1]. Y en otro lugar: «Mis Cartas no son un tratado [...]. Os diría también ahora que son voluntariamente desordenadas. Algunos conceptos, que quiero que se mantengan muy precisos y con mucha claridad en vuestra inteligencia y en vuestra vida, los repetiré de palabra y por escrito mil veces. […]. No penséis que pretendo agotar los temas que toco. No es ésta mi finalidad»[2].

 

El tono es semejante al que empleaba en las tertulias con personas de la Obra. No habla como un pensador que reflexiona especulativa y doctoralmente sobre una realidad, sino como el padre y fundador de una obra a la que trasmite un mensaje que está destinado a convertirse en vida.

El discurso no sigue un esquema rígido y va alternando registros: pasa del comentario profundo de una escena evangélica a la anécdota chispeante; del tono exigente al jocoso; de un recuerdo del pasado a planteamientos de futuro, que resultan actuales todavía hoy.

¿De qué tratan estas Cartas? En general, abordan aspectos o facetas del espíritu del Opus Dei, tan variados como la santificación de la vida ordinaria, la oración, la secularidad de sus miembros y, en general, tratan de la misión específica de esta institución en servicio de la Iglesia. Un grupo de estos escritos se dedica a profundizar en distintos aspectos del apostolado propio de la Obra y de su actividad evangelizadora en algunos campos como el de la juventud, la educación o la comunicación. Varias Cartas hablan del sacerdocio en el Opus Dei o desarrollan temas relacionados con la formación de los miembros: desde su preparación espiritual y doctrinal religiosa, hasta la fidelidad al depósito de la Revelación y al Magisterio eclesiástico.

En varias de ellas hay una preponderancia de cuestiones históricas, entremezcladas con temas ascéticos y explicaciones sobre los rasgos fundamentales del espíritu del Opus Dei, en las que se mencionan a veces las dificultades que han jalonado el desarrollo de la Obra.

¿Cuándo y cómo escribió estas Cartas? Ya en la década de 1930 pensaba en ellas, como dejó escrito en sus Apuntes íntimos[3]. Consta que desde ese momento anotó y reunió materiales que le servirían para la redacción de las Cartas, entre otros propósitos. Durante toda su vida tomó apuntes con las inspiraciones sacadas de su oración personal y de la experiencia, que conservaba con vistas a su meditación, a la predicación o, eventualmente, a la redacción de escritos. Esos materiales eran muy variados: frases incisivas, párrafos largos relativamente elaborados, esquemas más o menos desarrollados, relaciones de sucesos históricos, guiones o esbozos de meditaciones, quizá algún borrador extenso… También pudo disponer de las trascripciones de sus meditaciones y charlas, que a lo largo de los años las mujeres y hombres del Opus Dei se preocuparon de recoger.

Partiendo de ese material compuso las Cartas que nos ocupan, ayudado por algún secretario o mecanógrafo, en un proceso del que conocemos poco, pues lo llevó en primera persona. Además, a medida que revisaba y pulía sus escritos destruía las versiones precedentes, por lo que no es posible saber mucho de cómo trabajó.

A través de conjeturas y de los pocos datos documentales o testimoniales que poseemos, podemos situar la mayor parte de esta actividad de redacción final entre mediados de los años cincuenta y principios de los setenta, pero no se puede excluir que algunos documentos estuvieran muy avanzados bastantes años antes.

Sabemos que los sacó a imprenta a partir de 1963, pero después corrigió numerosas veces esos escritos, mandando destruir versiones ya estampadas e incluso enviadas a los miembros de la Obra, pidiéndoles que las sustituyeran por una nueva edición. Un modo de proceder que estaba dictado por su amor a la perfección en los detalles y a su deseo de dejar escritos definitivos, sin fallos o ambigüedades.

Antes de morir mandó retirar casi todas las Cartas, para revisarlas otra vez a fondo y preparar una edición definitiva. Este trabajo lo pudo realizar entre 1974-1975, pero no le dio tiempo a mandarlas de nuevo a la imprenta antes de fallecer. Después de aclarar diversas cuestiones críticas, ha sido por fin posible realizar una edición crítica de los manuscritos originales de las Cartas 1 a 4, en la Colección de Obras Completas que lleva adelante el Istituto Storico San Josemaría Escrivá. De esa edición crítica tomamos los presentes textos, junto a varias notas y otros elementos.

Aunque el núcleo de la redacción pueda datar de un periodo amplio e indeterminado, que va desde los años treinta a los setenta, el lenguaje y la expresión están muy retocados por su Autor entre finales de los años cincuenta y principios de los setenta, dato que es importante tener en cuenta[4].

Como san Josemaría quiso que algunos de estos documentos llevaran una fecha antigua, que puede ser eco de la datación de los papeles que sirven de base a la redacción final o de su memoria viva de todo el proceso fundacional, es muy difícil —por no decir imposible— distinguir qué partes, ideas o expresiones proceden de aquella fecha y cuáles son de los años cincuenta-setenta. San Josemaría quiere dejar constancia de que en una fecha concreta predicaba la substancia de lo que recoge en las Cartas, sin ninguna preocupación cronológica. Lo que le interesaba como fundador era transmitir enseñanzas de valor perenne, fruto de una maduración atenta a la voluntad divina y a los cambios impuestos por la historia. Quería quizá subrayar que ese mensaje no era suyo, sino que lo había recibido de Dios, como se recibe una semilla que, con el tiempo llegará a ser un árbol maravilloso. Para Escrivá lo definitivo era esa plantación divina, el momento en que Dios tomó la iniciativa.

Las primeras Cartas que salieron de la imprenta en 1963 estaban traducidas al latín[5]. Hasta ese momento, otros documentos semejantes —como las Instrucciones— habían sido editados en castellano. San Josemaría indicó que dentro del ámbito del Opus Dei se podía designar a las Cartas por su íncipit latino. Cuando, al poco tiempo, cambió de opinión acerca del idioma de las Cartas y solo se editaron en castellano, les asignó no obstante un íncipit latino. Tal vez lo hizo por devoción y deseo de unidad con la Santa Sede, que todavía hoy suele designar sus documentos oficiales de este modo, aunque hayan sido redactados en otras lenguas. Esa denominación, de todas maneras, se empleó poco tiempo y siempre en el ámbito interno del Opus Dei.

Como ni la fecha puesta al final del documento ni su íncipit latino resultan funcionales hoy día para el manejo de estas Cartas, en la Colección de Obras Completas se ha optado por designarlas por un número consecutivo, añadiendo una breve descripción de su contenido. En esta edición simplificada hemos seguido esa numeración, añadiendo una alusión todavía más breve al tema de que tratan, para facilitar su utilización.

La clara intención de san Josemaría en estas Cartas era transmitir su visión de la vida cristiana, para ayudar a los lectores, para darles ideas claras, para estimularles a una mayor fidelidad a Jesucristo y empujarles a una acción evangelizadora sin fronteras; y también para explicarles por qué el Opus Dei es como es.

En el caso concreto de este primer volumen, encontramos enseñanzas de gran riqueza, sobre múltiples cuestiones: desde la importancia de la humildad en la vida espiritual, hasta el espíritu de servicio y honradez con que deben actuar los cristianos —y cualquier persona de buena voluntad— en la vida social. La modernidad de algunos de sus planteamientos sorprende, como el espíritu de diálogo y de amor a la libertad en el trato con los no creyentes, o el ilusionante panorama de una vida comprometida con la misión evangelizadora de la Iglesia, radicada en la intimidad con Jesucristo y a la vez en un optimista amor al mundo y a las actividades seculares.

[1] Carta 13, § 13. Remitimos a esta Carta, y a otras que citaremos a lo largo de esta introducción, designándolas por el número que tienen en la Colección de Obras Completas de San Josemaría Escrivá. El elenco completo, con una breve descripción se encuentra en la introducción al primer volumen de la edición crítica de las Cartas: cfr. Josemaría ESCRIVÁ DE BALAGUER, Cartas (I), Madrid, Rialp, 2020, pp. 24-32.

[2] Carta 15, § 3.

[3] El 24 de abril de 1933 escribe en sus Apuntes íntimos: «Dios mío: ya lo ves suspiro por vivir sólo para tu Obra, y en lo espiritual dirigir toda mi vida interior a la formación de mis hijos, con ejercicios, pláticas, meditaciones, cartas, etc.», Apuntes íntimos, 24 de abril de 1933 (n.º 989); Dos meses después, al concluir los ejercicios espirituales que realizó ese año, anota: «Propósito: terminado el trabajo de obtención de grados académicos, lanzarme —con toda la preparación posible— a dar ejercicios, pláticas, etc., a quienes se vea que pueden convenir para la O. [Obra], y a escribir meditaciones, cartas, etc., a fin de que perduren las ideas sembradas en aquellos ejercicios y pláticas y en conversaciones particulares», Apuntes íntimos, junio de 1933 (n.º 1723).

[4] Para mayores detalles sobre este proceso de creación puede verse la introducción preparada por José Luis Illanes al primer volumen de las Cartas, ya citado, pp. 3-32.

[5] Quizá para acomodarse a las recomendaciones que Juan XXIII había realizado en 1962 acerca de la preservación y el aprendizaje de esta lengua, en la const. apost. Veterum sapientiae del 22 de febrero de 1962 (AAS 54 [1962] 129-135). En ese documento se subraya que el latín da precisión y claridad a la exposición de las verdades y es considerado «estable e inmóvil», garantizando así una interpretación inmutable, algo que concuerda con el deseo de Escrivá de dejar en sus Cartas una exposición del espíritu del Opus Dei que fuera valedera para siempre. Después abandonó esta idea pues resultaba poco práctica y las Cartas se imprimieron en castellano.

CARTA 1

[Sobre la vida corriente como camino de santidad, también conocida por el íncipit Singuli dies; estáfechada el 24 de marzo de 1930 y fue impresa por primera vez en enero de 1966]


1
La perfección cristiana es para todos
2
3Quisiera que, al considerar estas cosas en la presencia de Dios, se os llenara el corazón de agradecimiento y, a la vez, de afán apostólico, de deseos de llevar a las gentes la noticia de esa caridad de Cristo. No lo olvidéis: dar doctrina es la gran misión nuestra.
Dar a conocer esa llamada a todos los hombres
4
5La misión sobrenatural que hemos recibido no nos lleva a distinguirnos y a separarnos de los demás; nos lleva a unirnos a todos, porque somos iguales que los otros ciudadanos de nuestra patria. Somos, repito, iguales a los demás —no, como los demás— y tenemos en común con ellos las preocupaciones de ciudadano, de la profesión o del oficio que nos es propio, las otras ocupaciones, el ambiente, el modo externo de vestir y de obrar. Somos hombres o mujeres corrientes, que en nada nos diferenciamos de nuestros compañeros y colegas, de los que conviven con nosotros en nuestro ambiente y en nuestra condición.
Hecha la mezcla y amasada, la cubrían con una manta y, así abrigada, la dejaban reposar hasta que se hinchaba a no poder más. Luego, metida a trozos en el horno, salía aquel pan bueno, lleno de ojos, maravilloso. Porque la levadura estaba bien conservada y preparada, se dejaba deshacer −desaparecer− en medio de aquella cantidad, de aquella muchedumbre, que le debía la calidad y la importancia.
Pero, para ser levadura, es necesaria una condición: que paséis inadvertidos. La levadura no surte efecto si no se mete en la masa, si no se confunde con ella. No me cansaré de repetiros, hijos míos, que no debéis distinguiros en nada de los demás; que vuestra aspiración debe ser la de permanecer donde estábamos, siendo lo que somos: cristianos corrientes, personas que hacen una vida ordinaria y sencilla.
Primeros cristianos
6
Se asustan, se sorprenden: no sabían que el Salvador estaba ya entre ellos. Un rey que pasa inadvertido; un rey que es Dios y pasa inadvertido. La lección de Jesucristo es que debemos convivir entre los demás de nuestra condición social, de nuestra profesión u oficio, desconocidos, como uno de tantos.
No desconocidos por nuestro trabajo, ni desconocidos porque no destaquéis por vuestros talentos; sino desconocidos, porque no hay necesidad de que sepan que sois almas entregadas a Dios. Que lo experimenten, que se sientan ayudados a ser limpios y nobles, al ver vuestra conducta llena de respeto para la legítima libertad de todos; al escuchar de vuestros labios la doctrina, subrayada por vuestro ejemplo coherente; pero que vuestra dedicación al servicio de Dios pase oculta, inadvertida, como pasó inadvertida la vida de Jesús en sus primeros treinta años.
Sencillez, sin secreto alguno
7Habéis de vivir con sencillez −os he dicho−, con discreción, vuestra amorosa entrega al Señor; debéis estar prevenidos contra la curiosidad agresiva de algunos, y tratar con delicadeza extrema todo lo que se refiere a la intimidad de vuestra vida apostólica.Aunque sé que no os hace falta, porque conocéis bien el espíritu que Dios nos pide que vivamos, quiero hacer una advertencia: discreción no es misterio, ni secreteo; es, sencillamente, naturalidad. En la Obra nunca hemos tenido, ni tendremos, ningún secreto, insisto: no nos hacen falta.
Abomino del secreto. Cuando alguna vez una persona ha venido a mí y me ha dicho: le voy a hablar en secreto, le he respondido: pues póngase de rodillas, que a mí no me gusta más secreto que el del Sacramento de la penitencia. Usted, si quiere, se confía a un amigo y a un caballero; si no, de rodillas y en confesión.
8Lo que nos pide el Señor es naturalidad: si somos cristianos corrientes, almas entregadas a Dios en medio del mundo −en el mundo y del mundo, pero sin ser mundanos−, no podemos comportarnos de otro modo: hacer cosas que en otros son raras, serían raras también en nosotros. Sabéis bien que he prohibido que nuestra entrega tenga especiales manifestaciones externas: no hay ninguna razón para que llevemos uniformes o insignias.
Respeto a los que piensan que, para ser buen cristiano, hace falta ponerse al cuello una docena de escapularios o de medallas. Tengo mucha devoción a los escapularios y a las medallas, pero tengo más devoción a tener doctrina, a que la gente adquiera conocimiento profundo de la religión.
De este modo no es necesario, para demostrar que se es cristiano, adornarse con un puñado de distintivos, porque el cristianismo se manifestará con sencillez en las vidas de los que conocen su fe y luchan por ponerla en práctica, en el esfuerzo por portarse bien, en la alegría con que tratan de las cosas de Dios, en la ilusión con que viven la caridad.
En nosotros, no obrar así sería olvidar la esencia misma de nuestra divina llamada, porque entonces ya no seríamos personas corrientes: nos habríamos separado de la masa, y habríamos dejado de ser levadura. Una sola cosa ha de distinguirnos: que no nos distinguimos. Por eso, para algunas personas amigas de llamar la atención, o de hacer payasadas, somos raros, porque no somos raros.
Santificar la vida corriente
9Vuestra vida y la mía tienen que ser así de vulgares: procuramos hacer bien −todos los días− las mismas cosas que tenemos obligación de vivir; realizamos en el mundo nuestra misión divina, cumpliendo el pequeño deber de cada instante. Mejor, esforzándonos por cumplirlo, porque a veces no lo conseguiremos y, al llegar la noche, en el examen tendremos que decir al Señor: no te ofrezco virtudes; hoy sólo puedo ofrecerte defectos, pero, con tu gracia, llegaré a poder llamarme vencedor.
Nuestra vida sobrenatural, nuestro endiosamiento, no nos debe llevar a la necedad de pensar que no tenemos errores: muchas veces sólo tendremos imperfecciones, contra las que luchamos con la gracia de Dios y con el empeño de nuestra voluntad. Esa lucha, esa perseverancia en la tarea sobrenatural de hacer divina la vida ordinaria, es lo que nos pide el Señor, por la llamada específica que de Él hemos recibido.
10
Hemos de tener presente la importancia santificadora del trabajo y sentir la necesidad de comprender a todos para servir a todos, sabiéndonos hijos del Padre Nuestro que está en los cielos, y uniendo −de un modo que acaba por ser connatural− la vida contemplativa con la activa: porque así lo exige el espíritu de la Obra y así lo facilita la gracia de Dios, a quienes generosamente le sirven en esta d­ivina llamada.
11Habéis de acercar las almas a Dios con la palabra conveniente, que despierta horizontes de apostolado; con el consejo discreto, que ayuda a enfocar cristianamente un problema; con la conversación amable, que enseña a vivir la caridad: mediante un apostolado que he llamado alguna vez de amistad y de confidencia.
Pero habéis de atraer sobre todo con el ejemplo de la integridad de vuestras vidas, con la afirmación −humilde y audaz a un tiempo− de vivir cristianamente entre vuestros iguales, con una manera ordinaria, pero coherente; manifestando, en nuestras obras, nuestra fe: ésa será, con la ayuda de Dios, la razón de nuestra eficacia.
No tengáis miedo al mundo: somos del mundo y, unidos a Dios, si vivimos nuestro espíritu, nada puede dañarnos. Quizá, en ocasiones, entre gentes alejadas de Dios, nuestra conducta cristiana pueda chocar: habréis de tener la valentía, apoyados en la omnipotencia divina, de ser fieles.
Pido para mis hijos la fortaleza de espíritu que les haga capaces de llevar consigo su propio ambiente; porque un hijo de Dios, en su Obra, debe ser como una brasa encendida, que pega fuego dondequiera que esté, o por lo menos eleva la temperatura espiritual de los que le rodean, arrastrándolos a vivir una intensa vida cristiana.
Perfección en lo ordinario
12En cambio, si alguna vez viniera la tentación de hacer cosas raras y extraordinarias, vencedla: porque, para nosotros, ese modo de obrar es equivocación, descamino. Lo diré con un ejemplo que probablemente os divertirá. Pensad en que vais a un hotel y pedís una pescadilla. Pasan unos minutos, y el camarero os trae un plato: al mirarlo, advertís con sorpresa que no es una pescadilla, sino una serpiente. Tal vez uno de esos grandes taumaturgos, que admiro y cuya vida está llena de milagros, hubiera reaccionado dando una bendición y convirtiendo el reptil en una merluza bien guisada. Esa actitud me merece todo el respeto, pero no es la nuestra.
Lo nuestro es llamar al camarero y decirle claramente: esto es una porquería, lléveselo y tráigame lo que le he pedido. O también, si hay razones que lo aconsejen, podemos hacer un acto de mortificación y comernos la culebra, sabiendo que es culebra, ofreciéndolo a Dios. En realidad cabría una tercera postura: llamar al camarero y darle un par de bofetadas; pero ésa tampoco es una solución nuestra, porque sería una falta de caridad.
Hijos míos, lo extraordinario nuestro es lo ordinario: lo ordinario hecho con perfección. Sonreír siempre, pasando por alto −también con elegancia humana− las cosas que molestan, que fastidian: ser generosos sin tasa. En una palabra, hacer de nuestra vida corriente una continua oración.
Otros tienen diverso espíritu, ése que podríamos llamar del gran taumaturgo: me parece bien, lo admiro, pero no lo imitaré nunca. Nuestro espíritu es espíritu de providencia ordinaria. Mayor milagro es que todos los días se cumplan las leyes que rigen la naturaleza, que el hecho de que alguna vez se dé una excepción. No seáis amigos de milagrerías: el milagro de la Obra consiste en saber hacer, de la prosa pequeña de cada día, endecasílabos, verso heroico.
13Muy claro está, pues, nuestro camino: las cosas pequeñas. Se puede comparar nuestra vida, siendo nosotros hombres duros y fuertes, a la de un niño pequeño −lo habréis visto tantas veces− a quien llevan de paseo por el campo, y recoge una florecilla, y otra, y otra. Flores pequeñas y humildes, que pasan inadvertidas a los grandes, pero que él −como es niño− ve, y las reúne hasta formar un ramillete, para ofrecerlo a su madre, que le mira con mirada de amor.
Somos niños delante de Dios, y si consideramos así nuestra vida ordinaria, en apariencia siempre igual, veremos que las horas de nuestras jornadas se animan, que están llenas de maravillas, diversas entre sí y todas hermosas. Basta no cerrar los ojos a la luz divina, porque el Señor nos está hablando constantemente en mil pequeños detalles de cada día.
14En esa vida corriente, mientras vamos por la tierra adelante con nuestros compañeros de profesión o de oficio −como dice el refrán castellano cada oveja con su pareja, que así es nuestra vida−, Dios Nuestro Padre nos da la ocasión de ejercitarnos en todas las virtudes, de practicar la caridad, la fortaleza, la justicia, la sinceridad, la templanza, la pobreza, la humildad, la obediencia... Os lo diré con San Juan Crisóstomo que, dirigiéndose a quienes soñaban con practicar las virtudes en ocasiones difíciles, en la plaza pública, les recordaba cómo todo eso podemos ejercitarlo en nuestra misma casa:
Puedo contaros también otra anécdota sencilla y clara. Hace algunos años −antes de que Dios quisiera su Obra−, conocía a una persona ya mayor que solía dejar la ropa desordenada, tirada por aquí y por allá. Cuando alguien se lo hacía notar, comentaba: la ropa es para mí, y no yo para la ropa. Después, cuando Dios me llamó a su Obra, al recordar aquel suceso, comprendí que la ropa, que las cosas de que me sirvo, no son para mí; o mejor, que son para mí, por Dios: que me permiten vivir la pobreza, usándolas con cuidado, haciéndolas rendir.
Mortificación en lo ordinario. El verdadero espíritu de penitencia
15Nos ha llamado el Señor a su Obra, para que seamos santos; y no seremos santos, si no nos unimos a Cristo en la Cruz: no hay santidad sin cruz, sin mortificación. Donde más fácilmente encontraremos la mortificación es en las cosas ordinarias y corrientes: en el trabajo intenso, constante y ordenado; sabiendo que el mejor espíritu de sacrificio es la perseverancia en acabar con perfección la labor comenzada; en la puntualidad, llenando de minutos heroicos el día; en el cuidado de las cosas, que tenemos y usamos; en el afán de servicio, que nos hace cumplir con exactitud los deberes más pequeños; y en los detalles de caridad, para hacer amable a todos el camino de santidad en el mundo: una sonrisa puede ser, a veces, la mejor muestra de nuestro espíritu de penitencia.
En cambio, hijos míos, no es espíritu de penitencia el de aquél que hace unos días grandes sacrificios, y deja de mortificarse los siguientes. Tiene espíritu de penitencia el que sabe vencerse todos los días, ofreciendo al Señor, sin espectáculo, mil cosas pequeñas. Ese es el amor sacrificado, que espera Dios de nosotros.
16
Y os he enseñado que nuestro modo sobrenatural de proceder debe llevarnos a colocar la lucha en detalles pequeños −el orden en el trabajo, la puntualidad en el plan de vida, la fidelidad a los deberes de estado o del oficio, que se presentan en cada instante−, de tal modo que ahí, en nuestras batallas de niño, se canse y se desgaste el enemigo.
Contemplativos en medio del mundo
17Si en las cosas pequeñas está nuestra lucha, de ellas hemos de tomar ocasión para nuestro diálogo con Dios. Es posible que haya quienes, como hombres fuertes, a los que basta hacer sólo una gran comida al día, mantengan la tensión interior gracias a un largo rato de oración; nosotros somos niños que necesitan, para mantenerse, de muchas pequeñas comidas: tenemos siempre necesidad de nuevo alimento.
Cada día debe haber algún rato dedicado especialmente al trato con Dios, pero sin olvidar que nuestra oración ha de ser constante, como el latir del corazón: jaculatorias, actos de amor, acciones de gracias, actos de desagravio, comuniones espirituales. Al caminar por la calle, al cerrar o abrir una puerta, al divisar en la lejanía el campanario de una iglesia, al comenzar nuestros quehaceres, al hacerlos y al terminarlos, todo lo referimos al Señor. Estamos obligados a hacer de nuestra vida ordinaria una continuada oración, porque somos almas contemplativas en medio de todos los caminos del mundo.
18He querido, hijos queridísimos, describiros algunos rasgos de nuestro modo de santificar la vida ordinaria, convirtiéndola en medio y ocasión de santidad propia y ajena. Lograremos ese fin, si tenemos presente esta condición: que cuidemos la importancia de las cosas pequeñas.
En cambio, a lo largo de la vida, si nos mueve el Amor, cuánto detalle encontraremos que se puede cuidar, cuánta ocasión de hacer un pequeño servicio, cuánta contradicción −sin importancia− sabremos avalorar. Pequeñas cosas que cuestan y que se ofrecen por un motivo concreto: la Iglesia, el Papa, tus hermanos, todas las almas.
Hijos míos, os lo repito una vez más: habríamos errado el camino si despreciáramos las cosas pequeñas. En este mundo todo lo grande es una suma de cosas pequeñas. Que os fijéis en lo pequeño, que estéis en los detalles. No es obsesión, no es manía: es cariño, amor virginal, sentido sobrenatural en todo momento, y caridad. Sed siempre fieles en las cosas pequeñas por Amor, con rectitud de intención, sin esperar en la tierra una sonrisa, ni una mirada de agradecimiento.
19
Alguno puede tal vez imaginar que en la vida ordinaria hay poco que ofrecer a Dios: pequeñeces, naderías. Un niño pequeño, queriendo agradar a su padre, le ofrece lo que tiene: un soldadito de plomo descabezado, un carrete sin hilo, unas piedrecitas, dos botones: todo lo que tiene de valor en sus bolsillos, sus tesoros. Y el padre no considera la puerilidad del regalo: lo agradece y estrecha al hijo contra su corazón, con inmensa ternura. Obremos así con Dios, que esas niñerías −esas pequeñeces− se hacen cosas grandes, porque es grande el amor: eso es lo nuestro, hacer heroicos por Amor los pequeños detalles de cada día, de cada instante.
Humildad personal y colectiva
20Seamos humildes, busquemos sólo la gloria de Dios: porque nuestra vida de entrega, callada y oculta, debe ser una constante manifestación de humildad. La humildad es el fundamento de nuestra vida, medio y condición de eficacia. La soberbia y la vanidad pueden presentar como atrayente la vocación de farol de fiesta popular, que brilla y se mueve, que está a la vista de todos; pero que, en realidad, dura sólo una noche y muere sin dejar nada tras de sí.
Aspirad más bien a quemaros en un rincón, como esas lámparas que acompañan al Sagrario en la penumbra de un oratorio, eficaces a los ojos de Dios; y, sin hacer alarde, acompañad también a los hombres −vuestros amigos, vuestros colegas, vuestros parientes, ¡vuestros hermanos!− con vuestro ejemplo, con vuestra doctrina, con vuestro trabajo y con vuestra serenidad y con vuestra alegría.
21El Señor nos quiere humildes: esa humildad no significa que no lleguéis a donde debéis llegar en el terreno profesional, en el trabajo ordinario, y, desde luego, en la vida espiritual. Es preciso llegar, pero sin buscaros a vosotros mismos, con rectitud de intención. No vivimos para la tierra, ni para nuestra honra, sino para la honra de Dios, para la gloria de Dios, para el servicio de Dios: sólo esto nos mueve.
Conciencia de la misión divina recibida con la vocación
22Hijos míos, tenemos mucho que hacer en el mundo: el Señor nos ha dado una misión divina. Desde el primer día os he invitado a agradecer esta muestra de predilección soberana, esta llamada divina en servicio de todos los hombres: Dios nos pide que el afán apostólico llene nuestros corazones, que nos olvidemos de nosotros mismos, para ocuparnos −con gustoso sacrificio− de la humanidad entera. La mayor parte de los que tienen problemas personales, los tienen por el egoísmo de pensar en sí mismos. ¡Darse, darse, darse! Darse a los demás, servir a los demás por amor de Dios: ése es el camino.
Hemos de llenar de luz el mundo, porque el nuestro ha de ser un servicio hecho con alegría. Que donde haya un hijo de Dios en su Obra no falte ese buen humor, que es fruto de la paz interior. De la paz interior, y de la entrega: el darse al servicio de los demás es de tal eficacia, que Dios lo premia con una humildad llena de gozo espiritual.
23
Os bendice cariñosamente vuestro Padre.Madrid, 24 de marzo de 1930

[*a] «proselitismo»: este término, que durante siglos ha sido sinónimo de propagación del Evangelio, tiene un significado preciso para san Josemaría, inspirado en la Escritura y en la Tradición de la Iglesia: contagiar a los demás el amor a Jesucristo y los deseos de entregarse a su servicio, con delicado respeto de su libertad (N. del E.).

 
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