Diez razones para amar a España

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Diez razones para amar a España
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Diez razones para amar a España


© 2019, José María Marco

© 2019, Libris

Calle Zurbano, 85, 3º-1. 28003 Madrid


Diseño de cubierta: Luis Brea

Diseño interior y maquetación: Luis Brea


ISBN: 978-84-17241-40-7


Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotomecánico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso por escrito de la editorial.

Índice

Palabras previas

1. ARTE Y NATURALEZA. EL PAISAJE

El continente

Leyendas

La España romántica

Jardines. Arte y naturaleza

Castillos

Estilos españoles. Mudéjar

Estilos españoles. Plateresco

Estilos españoles. Gaudí y el modernismo

Poesía y prosa

2. LA LENGUA

La lengua española o castellana

La originalidad del castellano

El castellano en América

Las lenguas de España

Traducción. La curiosidad de los españoles

Un ideal clásico

La estética del idioma

Una lengua

3. LA LITERATURA

Un idioma apuesto y seductor. Calila y Dimna

El amor enamorado. Lope de Vega y La Dorotea

El triunfo de la libertad. Pedro Calderón de la Barca, El príncipe constante

La verdad antimoderna. Fernán Caballero, La gaviota

Entre la prosa y la nostalgia del romanticismo. Pío Baroja, La feria de los discretos

Testamento nihilista. Manuel Azaña, La velada en Benicarló

La felicidad. Josep Pla, Viaje en autobús

Acción de gracias. José Jiménez Lozano, Parábolas y circunloquios de Rabí Isaac Ben Yehuda (1325-1405)

Mitos y personajes. La realidad española

4. LA PINTURA

El nacimiento de la poesía. Dalí, Naturaleza muerta viviente

La belleza de Eros. Picasso, del triunfo de Teseo a la Minotauromaquia

La luz de España. Sorolla, Los contrabandistas

La revolución española. Goya, La aguadora

El nacimiento del amor. Velázquez, La Venus del espejo

La realidad milagrosa. Zurbarán, La Virgen niña en éxtasis

Visiones de la eternidad. El Greco, Laocoonte y sus hijos

El nacimiento del arte. Altamira

5. LA MÚSICA

Casticismo cosmopolita. La Escuela bolera

La libertad y el amor. Don Quijote, de Massenet, Petipa y Minkus

Patriotismo constitucional. Cádiz, de Federico Chueca y Joaquín Valverde

L’Àngel d’Espanya. Manuel de Falla, Atlàntida

Tradición y renovación. Rosalía

Después de las vanguardias. Zaj

«A quién le importa». Alaska y Dinarama

6. LA CORONA

La nación liberal

De Oriente a Occidente

Un país europeo

7. LA RELIGIÓN

Mudéjares

Sefarad

Dos santos

El triunfo del catolicismo

Pluralismo

8. MADRID

La Movida. Madrid en transición

Villa y Corte

El espíritu de Madrid

La ciudad literaria

Madrid liberal

La ciudad global

9. NOSOTROS

Patriotismo

Reconciliación

Tolerancia

Los nuevos españoles

La moda

La fiesta

Los muertos

Compromiso. El Ejército nacional

El futuro. La economía española

Deporte. ¡A por ellos!

El secreto de España

10. LA NUEVA ESPAÑA

España en Estados Unidos

La España americana

Orbe indiano y mestizo

La democracia en América

 

Hoy

Y SI HABLA MAL DE ESPAÑA…

Bibliografía

Agradecimientos

Sobre el autor

—¡Español sois, sin duda!

—Y soylo, y soylo, lo he sido y lo seré mientras que viva, y aun después de ser muerto ochenta siglos.


Cervantes, La gran sultana


Apetecía este mancebo en ella lo que no tenía, porque Silvia era rubia y blanca, y él no del todo moreno y barbinegro, pero de suerte que parecía español desde el principio de una calle.


Lope de Vega, La desdicha por la honra,

de las Novelas a Marcia Leonarda


Señor general: Yo no sigo un partido. Sigo la santa y justa causa que sostiene mi patria, que unánimemente adoptamos los que recibimos de su mano el augusto cargo de defenderla (…). Lidiamos por los preciosos derechos de nuestro rey, nuestra religión, nuestra Constitución y nuestra independencia.


Jovellanos, Carta al general Sebastiani,

Sevilla, 14 de abril de 1809

Palabras previas

Quiero a España porque es mi país. Es lo primero que se me ocurrió cuando mi amigo Ricardo Artola me propuso escribir un libro que expusiera diez motivos para amar a España. Diez motivos, más uno para no quererla tanto.

Con eso, en realidad, basta. Hay otros muchos, sin duda. España es una gran democracia, una democracia liberal que garantiza los derechos de los españoles y de los que viven aquí casi como si lo fueran. Además, España es un país de una extraordinaria belleza, con una historia infinitamente atractiva y una cultura fuera de serie. Sin ella no se entiende la historia de la humanidad. De hecho, fue el primer país en hacer posible una economía y una cultura globales, extendidas por tres continentes —cuatro, si tenemos en cuenta la España africana—.

Querría igual a España si fuera un país pequeño, discreto, al margen de las grandes corrientes del mundo. Así me lo enseñaron mis padres y así es como debe ser. El amor no necesita el ruido ni el prestigio. Y tampoco se rige por argumentos razonables.

Entre seres humanos, el amor lo enciende el deseo de posesión de una belleza que a veces solo el amante comprende. Eso sí, para él esa belleza ilumina y da sentido al mundo entero. Eso es lo que el amante tiene que comunicar a la persona de la que se ha enamorado. Lo hará a su manera, que siempre es poética, aunque no alcance las alturas estéticas a las que han llegado los poetas del amor. Lope de Vega, el mayor de todos ellos, escribió en lengua castellana.

En la relación con el país propio, el asunto es un poco distinto. No estamos hablando de una realidad ajena a nosotros mismos. Nuestro país nos ha modelado, y de una forma muy profunda. Le debemos mucho, como comprobamos cuando pensamos en todo lo que nuestro país, es decir, los demás, nos han dado. Le debemos también la manera misma en la que somos: una forma de estar en el mundo, de relacionarnos con los demás y de vernos a nosotros mismos, un horizonte de inclinaciones, también de gustos, que nos definen sin remedio. Cada uno los cumple a su manera, aunque nadie los cumple todos. Incluso puede no cumplirlos a conciencia, o rebelarse contra ellos: España no es un concepto metafísico, ni es ajena a la historia y a lo que los españoles quieran hacer con ella. Tal es la presencia de España, sin embargo, que el cambio, en vez de acabar con ella, contribuirá a crear nuevas formas de ser español.

En contra de lo que solemos pensar hoy en día, el amor necesita de argumentos. Y no porque lo requiera su objeto, sino porque esa es la materia misma del amor, aquello sobre lo que trabaja la imaginación enamorada. España, en este punto, no lo pone difícil: es un país inteligible, comprensible, con una historia y una propuesta de vida al alcance de quien quiera entenderlas. Exponer diez motivos para amar España es bucear en lo que me hace español y en lo que ser español significa, a la espera de que otros se sientan movidos a emprender ese mismo camino por su cuenta.

El amor, además, no puede quedarse callado. Si la poesía es el lenguaje del amor es porque lo canta. El amor necesita ser publicado. No se enciende una llama de esa intensidad para meterla debajo de la mesa. El amor se comparte. Y se celebra. Como una fiesta a la que estamos perpetuamente invitados. ¿A alguien se le ocurre algún motivo para hurtarse lo más hermoso de la vida?

Sea cual sea la valoración en abstracto que puedan merecer, España y los españoles estarán siempre por encima de los demás. Porque es mi país y porque son mis compatriotas. Sócrates lo dejó claro cuando aceptó su propia condena a muerte, que consideraba injusta, después de que las leyes de la ciudad le pidieran que cumpliera la sentencia porque la había dictado su amada Atenas. El más crítico de los ciudadanos se inclinaba ante su patria. El amor valora, en justicia, lo que es suyo y aquello que posee. Y sin eso, no existe lo demás.

Durante años, bastantes españoles se han sentido incómodos con su propia nacionalidad. Como si España fuera un problema, ser español fuera difícil y el amor a su propio país fuera algo de lo que avergonzarse. En cambio, la mayoría de los españoles ha llevado su país en el corazón, por mucho que se les han negado los medios de expresar ese hecho, el más básico de la vida en común. El país comprendió en 2017, cuando tuvo lugar el levantamiento de los secesionistas catalanes, que había llegado el momento de cambiar la situación. Insistir en la variedad de España y la cultura española está bien. No lo es menos subrayar su profunda unidad, plasmada en su voluntad de durar.

Como era de esperar, España, tan hermosa de por sí, crece en belleza, en atracción, en intensidad de vida cuando se rompen los tabúes que han pesado sobre la expresión de la nacionalidad. Así llegamos a este nuevo elogio de España, que aspira a continuar los de los romanos, los visigodos, los musulmanes, los judíos, españoles que estaban orgullosos de serlo y formar parte de un pueblo capaz de imaginar y fundar empresas que recreaban una y otra vez la naturaleza de su país.


1 ARTE Y NATURALEZA. EL PAISAJE

España es un continente, un continente en pequeño, pero uno de verdad, con su unidad geográfica bien delimitada y una extraordinaria variedad de paisajes, de flora, de clima y de luz. Situada entre África y Europa y entre un océano y un gran mar interior, sobre España se proyectan los deseos y las ambiciones de los demás. Desde los primeros tiempos, da pie a multitud de leyendas que han ido configurando imágenes fabulosas de lo español que los españoles han hecho suyas, con escepticismo a veces y otras con entusiasmo. El escenario lo propicia, yendo como va de lo más agreste e indómito —para muchos lo más atractivo de España, representado en sus castillos— a lo más matizado y humano, en las vegas y las huertas, hasta culminar en esa recreación ecléctica del paraíso que es el jardín de estilo español. Como si fuera la respuesta a esta variedad única, los españoles han inventado estilos propios: el mudéjar y el plateresco. Ahí dejan la fantasía y la imaginación a su aire, como abandonan la gravedad y la magnificencia para adaptar las grandes corrientes artísticas venidas de fuera, como el gótico y el clasicismo. Eso sí, esta adaptación lleva los estilos que incorporan a una dimensión nueva. Del clasicismo no sale naturalmente El Escorial, ni del gótico la catedral de Sevilla o la de Toledo. Y nadie podría haberse figurado que el modernismo, o el art nouveau, ese estilo decorativo por esencia, se convertiría en España, de la mano de Antonio Gaudí, en una oración de acción de gracias.

Hércules vino a España en busca del jardín donde vivían las amables Hespérides. Eran las ninfas de los árboles frutales, divinidades del Ocaso e hijas del Atardecer. Esta vez el héroe debía robar las manzanas doradas de los árboles, un fruto codiciado que proporcionaba la inmortalidad. Hércules cumplió con la tarea, pero quedó tan enamorado de aquella remota región que al despedirse dejó en ella a su sobrino Espán como gobernador. Espán, o Hispán, fue el primer español, por lo menos de nombre. A él le debemos la denominación los actuales espannoles, es decir, españoles. De paso, Hércules puso los cimientos de Hispalis, la futura Sevilla, que luego sería poblada por Julio César.

Alfonso X recoge la leyenda de Hispán y cuenta cómo los godos decidieron quedarse aquí.


Desde que anduvieron por las tierras de una parte a otra probándolas por guerras y por batallas y conquistando muchos lugares en las provincias de Asia y de Europa, probando muchas moradas en cada lugar y catando bien y escogiendo entre todas las tierras el más provechoso lugar, los godos hallaron que España era el mejor de todos, y lo apreciaron mucho más que a ninguno de los otros, porque entre todas las tierras del mundo España tiene un extremo de abundancia y de bondad más que otra tierra ninguna.


Así es como los godos, después de visitar toda Europa y parte de Asia, decidieron instalarse en España.

Muchos siglos después, los extranjeros seguían viniendo a España. En 1951, por primera vez los visitantes superaron el millón. El aumento fue muy rápido: 2.522.402 en 1955; 6.113.255 en 1960; 14.251.428 en 1965; 24.105.312 en 1970 y 30.122.478 en 1975. En 1980 eran un poco más de 38 millones y en 2000, 74 millones. En 2017, 82 millones de turistas visitaron el país. Acuden por lo mismo que tanto gustó España a los godos y antes a Hércules y a su familia. Y no solo vienen. También vuelven, y muchos de ellos se quedan como Hispán y los godos.

El continente

España es un país único por su naturaleza continental. Partiendo de las sierras alpinas de Guadarrama, en poco más de 600 kilómetros habremos hecho un viaje que cruza los bosques de encinas de Madrid y Toledo y, tras atravesar los huertos, los montes y las dehesas en torno al Tajo, alcanza la llanura de La Mancha, de una infinita variedad de motivos y de colores bajo un cielo sin límites. Vienen luego los imponentes riscos de Sierra Morena, y enseguida llegamos a una vega fértil, alegre y luminosa como es la del Guadalquivir, hasta que atravesamos nuevas sierras, arriscadas en Cádiz, majestuosas en Málaga y alpinas otra vez en Granada. Y cuando hayamos cruzado Sierra Morena y las serranías de Ronda y de Cádiz, desembocaremos de pronto en el mar, tan variado como los paisajes que hemos dejado atrás: los azules grises, profundos de la inmensidad atlántica y, al este, el azul resplandeciente del Mediterráneo.

Si viniendo de Sierra Nevada y las Alpujarras bajamos desde Nerja hasta Algeciras y luego seguimos hasta Tarifa, la ciudad fortificada donde España se enfrenta a su destino eterno, habremos recorrido una de las carreteras más hermosas de la tierra, entre la sierra de Málaga y el mar, con la mole de Gibraltar enfrente y el Atlas marroquí del otro lado, como si lo pudiéramos tocar por encima del mar de Alborán, antesala del Mediterráneo. Siguiendo el camino al oeste, llegaremos a los alcornocales y las playas de Cádiz, a la desembocadura del Guadalquivir y a la exuberancia de Doñana. Al fondo, siempre, Huelva y la promesa de libertad del Atlántico, gris, batido por vientos frescos y húmedos, siempre en movimiento.

Si recorremos el camino opuesto, hacia al norte, desde Gredos nos adentraremos en los infinitos campos de cereales de Castilla, verdes y cubiertos de flores en primavera. Alcanzaremos más tarde, cerca del Duero, un paisaje suave de viñedos, abrupto de pronto cuando nos damos casi de bruces con la monumental cordillera que nos separa del mar, con picos vertiginosos, valles estrechos pero llenos de luz y aldeas de una placidez eterna: uno de los lugares de nacimiento de España en la cueva y el santuario de Covadonga. Pronto alcanzamos el Atlántico, puro y bravío en Galicia por mucho que el paisaje se remanse en bosques y en rías, o rompiéndose, nunca del todo dócil, en las inmensas playas anchas y doradas de Asturias, Santander y el País Vasco.

Al emprender desde aquí viaje hacia el este, dejaremos atrás la dramática costa vasca y el verdor eterno de sus valles y sus bosques de hayas para llegar a la suavidad opulenta de Navarra y La Rioja. Dejando a la izquierda la masiva cordillera de los Pirineos, otra cordillera intratable, allí donde se levanta el monasterio de San Juan de la Peña, seguiremos el Ebro, cada vez más caudaloso y, tras atravesar el desierto de los Monegros, llegaremos a las huertas de Aragón y luego a un país cuidado con mimo, Cataluña, que nos lleva con suavidad hasta el más puro Mediterráneo.

 

De un salto, podemos volver a las dehesas extremeñas, cubiertas de encinas, con las sierras de Gata y de Béjar al fondo, allí donde se esconden valles plantados de cerezos. Desde aquí atravesaremos Andalucía para llegar a los olivares de Jaén, combinación de plata, ocres y verdes que trepan hasta lo alto de los picos más inhóspitos —el paisaje más español que se puede imaginar—, hasta la sierra de Cazorla, con el correr del agua siempre de fondo, o al sistema Ibérico y sus estribaciones salvajes, que se desploman en Cuenca o se prolongan, hasta casi el Mediterráneo, en el atormentado y adusto Maestrazgo, paisaje romántico como ninguno. Y después de este trayecto de leyenda, que evoca un mundo de libertad sin límite, nos encontraremos otra vez con los naranjales de Valencia, la serenidad de la Albufera y las extensiones líquidas de arrozales, un mundo oriental, casi chino, y la transparencia de las olorosas sierras alicantinas cubiertas de almendros, el cabo San Antonio y el peñón de Ifach, que parecen salidos de un canto de la Odisea, los palmerales africanos de Elche y la huerta murciana, a la medida de lo humano, que nos conducirán hasta Almería, allí donde el desierto pedregoso y rojizo se precipita en un mar de azul inextinguible. Más allá, se elevan las islas Baleares, cada una de ellas un mundo por sí mismo: imprevisible en Mallorca, batido por todos los vientos en Menorca, luminoso y transparente en Ibiza y en Formentera.

Anclada en el subcontinente europeo, España también llega hasta las fronteras del actual Marruecos, la antigua Mauritania Tingitana, con las ciudades de Ceuta y Melilla. Hay una España africana, que se prolonga en las islas Canarias, de origen volcánico, cumbres vertiginosas con un clima casi tropical. Las islas Canarias, etapa obligada del viaje trasatlántico, destacan en el conjunto del paisaje español, pero también lo prolongan naturalmente, como un eslabón más en un país variado e imprevisible.

Tal vez la naturaleza continental de España contribuya a explicar la ambición imperial que tan bien se percibe en ciudades como Madrid, Toledo y Sevilla, por no hablar de México, Lima y Nápoles, capitales todas del Imperio español. Para eso, sin embargo, hacía falta algo más, que España también posee de forma natural. Y es que España, aislada como está al norte por los Pirineos, es —casi— una isla. Esta realidad va evocada en el escudo nacional con el detalle de las ondas azules sobre las que se alzan las columnas de Hércules. El héroe las levantó a los dos lados del estrecho de Gibraltar para señalar los límites del mundo conocido, en recuerdo de la gesta que abrió el Mediterráneo al Atlántico y planteó un nuevo reto.

Al describir por qué le gusta tanto pasear por el Grao de Valencia, un personaje de Lope de Vega solo sabe decir que el mar es como la música. Esa música, que se escucha por todas partes en España, también en las soledades de Soria y en las sierras esteparias de Teruel y Albaicín, contribuyó en su tiempo a llevar a los españoles a dominar el Mediterráneo occidental, el Atlántico y el Pacífico. Ahí están las muchas ciudades abiertas al mar, desde La Coruña hasta Cádiz, levantada sobre el agua, o bien otras mediterráneas, más prudentes, como Alicante, un poco retranqueadas del agua, pero al cabo comunicadas con la orilla gracias a sus ramblas y sus paseos. Así es como los peninsulares fueron los primeros en dar la vuelta al mundo, con la expedición del portugués Fernando de Magallanes y del español Juan Sebastián Elcano.

La exposición al mar explica también la llegada de pueblos y naciones a España. Los griegos, interesados solo en el comercio, fundaron puertos como Ampurias y Rosas con un paisaje de la más estricta pureza clásica. De los demás, ninguno se dejó atemorizar por los montes imponentes que se alzan casi en la misma costa, como si cerraran con una muralla infranqueable el acceso al interior. Más parecen haber sido un desafío que un obstáculo y quien no ha visto España desde el mar, en el norte y en el Mediterráneo, no se hace una idea de lo misteriosa y soberana que aparece, llena de promesas sin formular. Más aún les atraería, claro está, la riqueza legendaria del territorio. Riqueza minera que subsistió mucho tiempo y ha dejado cicatrices brutales en el paisaje, como en Las Médulas de León, donde Roma ejerció su autoridad como luego los españoles hicieron en América. También riqueza agrícola, con las fértiles vegas andaluzas, la banda costera valenciana, las huertas de Murcia y la campiña catalana. Los ríos, además, llevaban oro… Y por si todo esto fuera poco estaba la abundancia de pesca, inagotable en la apertura española al Atlántico; dio pie a una industria global que continúa hoy en día con la segunda flota pesquera más importante del mundo.

Leyendas

Cuenta el Antiguo Testamento que el rey Salomón «tenía la flota de la mar en Tarsis (o Tarshish) y una vez cada tres años venía la flota de allí y traía oro, plata, marfil, simios y pavos» (Reyes 10:22). Puede que Tarsis sea la ciudad, hoy en día turca, donde nació san Pablo. (También hay una Iberia en Oriente, al este del mar Negro, que fue luego el reino de Georgia, próximo a la región hasta donde viajaron los argonautas en busca del vellocino de oro, el mismo que da nombre al Toisón, la más alta distinción de la Corona de España). Hay quien cree que Tarsis es una forma de hablar de Cartago, la ciudad fenicia del norte de África que se enfrentó a Roma por el control del Mediterráneo. Y según otras versiones, Tarsis es Tartessos, el reino mítico de la vega del Guadalquivir y la más antigua civilización de Europa. Tartessos era de una riqueza fabulosa y fue gobernado, en sus últimos tiempos, por el sabio rey Argantonio (Hombre de Plata) que vivió 300 años.

En España, o un poco más allá, en alguna isla del océano, vivió Gerión, rey monstruoso, con tres cuerpos, dueño de un fabuloso rebaño que le fue arrebatado por Hércules, quien, de paso, se hizo, como ya sabemos, con las manzanas del jardín de las Hespérides. Como era astuto, además de fuerte, se sirvió de Atlas, el gigante condenado a sostener el peso del cielo tras su rebelión contra los dioses. Atlas robó para el griego las manzanas, aunque luego se dejó engañar otra vez por él y ahí sigue, en el estrecho, sosteniendo el peso del mundo. Hasta tal punto es estratégico el sur de España.

Durante la misma aventura, Hércules separó África de Europa. Así dio lugar al estrecho y a la cuenca mediterránea, que tendría su origen en España. Al norte del territorio, los Pirineos deben su nombre a Pirene, joven amante de Hércules, muerta de horror tras haber dado a luz a una serpiente. El fuego de su pira funeraria provocó un incendio tal que devastó los montes e incluso fundió las minas de metales preciosos que escondían.

Y no acaban aquí las leyendas. De vuelta otra vez al sur, fue aquí mismo o muy cerca, en el océano, donde se levantó la Atlántida, el reino mítico que Platón evocó en dos de sus diálogos. Luego la Atlántida fue hundida en las aguas en castigo por la soberbia y la arrogancia de sus habitantes. Creyeron haber realizado un modelo de ciudad perfecta sin entender que las utopías no deben salir de la imaginación de los seres humanos.

El infame conde don Julián rindió España a los moros por despecho, según la leyenda de la Cava y su amante el rey don Rodrigo. Al invadir España y durante su larga estancia aquí, aquellos trajeron sus propias leyendas, algunas de creación propia y otras venidas del Medio Oriente, de Persia y de la India. En Toledo, ciudad de nigromantes y saberes ocultos, estuvo custodiada la Mesa de Salomón, de oro o de esmeralda, que otorgaba un poder omnímodo, el poder de la creación, a su dueño. Según una etimología fantástica, al-Ándalus sería heredera de la Atlántida.

De Oriente vino también la religión cristiana, difundida por la Hispania romana en los campamentos militares y en las sinagogas de los judíos llegados con la diáspora tras la destrucción del Segundo Templo de Jerusalén. En su Carta a los romanos, san Pablo habla de su proyecto de venir a España, que no llegó a cumplir. La Iglesia española encontró la forma de relacionar su origen con los doce apóstoles cuando se descubrió en Galicia, en el extremo occidental de Europa, la tumba de Santiago el Mayor. Navegar el Mediterráneo se había convertido en una empresa mortal, y la ciudad compostelana pasó a ser la nueva Jerusalén, la de Occidente. El apóstol Santiago se transformó en el abanderado de la Reconquista, y la peregrinación devota hasta aquella tumba santa, en un eslabón crucial en la reincorporación de España al resto de Europa. Como entonces, España sigue siendo hoy en día una de las fronteras meridionales del continente.

El impulso de la unificación de España, la política de alianzas europeas de las Coronas de Castilla y de Aragón, y la pujanza de los dos reinos llevaron al país a convertirse en la cabeza de un imperio extendido por cuatro continentes. El esfuerzo de los españoles y la maquinaria, tan sofisticada, de la monarquía española o católica —universal, por tanto— fue objeto de admiración en buena parte de Europa. Así lo muestra el tratado escrito por el italiano Tommaso Campanella, fascinado por aquella soberbia invención política.

Los españoles occidentalizaron todo un continente, asumieron el control del Mediterráneo occidental y monopolizaron el comercio con Extremo Oriente por el Pacífico. Tanto poder, y una ambición tan desmedida, no podían quedar sin respuesta. Así se empezó a articular una monumental campaña propagandística. Los italianos difundieron la idea de que los españoles, además de tener sangre de marranos (judíos), se complacían en los excesos de la sensualidad desbordada y el cultivo de los prejuicios góticos, léase medievales. Para los alemanes y los ingleses, España estaba al servicio del papa, que encarnaba la corrupción de la Iglesia católica romana. Los holandeses, embarcados en una larga guerra de independencia, tacharon a los españoles de seres brutales y fanáticos. Felipe II era el anticristo y el duque de Alba se desayunaba unos cuantos niños holandeses todos los días.

Todo lo facilitó la crítica de la conquista de América a cargo de algunos españoles, en particular la Relación de la destrucción de las Indias (Brevísima, además, para facilitar su difusión), de fray Bartolomé de las Casas. La expresión «destrucción de las indias» remitía a la «destrucción de España», que es como los cronistas cristianos habían descrito la invasión musulmana. Desautorizaba por tanto la acción española en América y servía de material inflamable a lo que un estudioso —Julián Juderías— llamó más tarde la Leyenda negra.

La Leyenda negra no era una simple crítica política; era una descalificación de la naturaleza política de España y un ataque a la cultura española, como los que en el siglo xx se lanzaron contra Estados Unidos. Bien es verdad que entonces los españoles, seguros de ellos mismos, se reían de aquellas simplezas y se sentían halagados por los reproches de fanfarronería y sensualidad.

La España romántica

La Leyenda negra evolucionó luego, en tiempos de la Ilustración, a una nueva consideración de lo español. Además de despreciar al mundo entero, expandir la sífilis y tener sangre judía y sarracena corriendo por las venas, los españoles también nos habíamos apartado del espíritu de la modernidad. En pleno Siglo de las Luces, España seguía anclada en un mundo arcaico y en vez de abrazar la causa de la razón, se empeñaba en encastillarse en la superstición, el oscurantismo y el odio a la libertad. España se había tibetanizado, según la expresión posterior de Ortega. Los Pirineos nos aislaban de Europa y nos acercaban a África, nuestro entorno natural. Ni Europa ni el mundo —en general— debían nada a España. Más que un país, era una colección de tribus y cabilas.

Este retrato servía sobre todo para que los ilustrados pulieran su imagen. También era una excelente propaganda política contra un imperio que seguía siendo temible, como demostró con su intervención en la guerra de Independencia norteamericana. Todo cambió en el siglo xix. Los ideales de la Ilustración habían llevado a las primeras matanzas políticas realizadas en nombre de la razón, en la Francia revolucionaria de 1792 y 1793. Luego, Bonaparte, siempre en nombre de la racionalidad universal, sumió a Europa en una guerra brutal. Descabezados de sus representantes políticos, los españoles se enfrentaron a los soldados bonapartistas que traían en su mochila los ideales revolucionarios. Y la revuelta encontró eco en el resto de Europa.

Aquello era la manifestación de algo nuevo, una energía desconocida que se alzaba contra la voluntad uniformizadora de una razón abstracta y criminal. El pueblo español se convertía, sin haberlo querido, en el adalid de la nueva causa romántica contra la modernidad. En el siglo xviii habíamos caído del lado oscuro y siniestro de la historia. El escritor alemán Friedrich Schlegel, empeñado en su propia guerra contra la Ilustración francesa, se entusiasmó con Calderón. Beethoven celebró la batalla de Vitoria, derrota final del ejército napoleónico en España, con una descomunal y ruidosa pieza sinfónica. Kleist, el espíritu mismo del Romanticismo, cantó a Palafox, el héroe de los sitios de Zaragoza, en una oda épica.