El peso del vacío

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El peso del vacío
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El peso

del vacío

José Manuel Pagán

Primera edición: marzo de 2022

© Copyright de la obra: José Manuel Pagán

© Copyright de la edición: Angels Fortune Editions

Código ISBN: 978-84-124916-6-1

Código ISBN digital: 978-84-124916-7-8

Depósito legal: B 3286-2022

Corrección: Juan Carlos Martín

Diseño y maquetación: Cristina Lamata

Ilustración portada: «El sueño», José Manuel Pagán

Autor fotografía contraportada: Carlos Lázaro

Edición a cargo de Ma Isabel Montes Ramírez ©Angels Fortune Editions www.angelsfortuneditions.com

Derechos reservados para todos los países

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni la compilación en un sistema informático, ni la transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico o por fotocopia, por registro o por otros medios, ni el préstamo, alquiler o cualquier otra forma de cesión del uso del ejemplar sin permiso previo por escrito de los propietarios del copyright.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, excepto excepción prevista por la ley»

Notas del autor

«El peso del vacío», además de una entrañable novela, es casi una partitura musical. Está escrita con el diseño de una fuga. Un relato coral en el que los personajes, como los diferentes «motivos» de una composición barroca, transcurren en paralelo, hasta confluir en los llamados «estrechos», para desembocar unidos en un poderoso final.

Esta historia nos habla de la cualidad transformadora de la música, que va a ser vivida por cada uno de los lectores como algo único y personal; un impulso que, como un viento repentino, nos transporta a lugares tan enigmáticos que apenas podemos intuir, pero que, a través de la narración, se convierten en una inesperada realidad en nuestro interior.

A través de la vida de un pianista profesional, un cotizado concertista de música clásica, nos internamos en un universo poblado de emociones, amor y misterios ocultos, que se irán desvelando poco a poco, como un perfume que nos va abriendo a nuevos placeres que desearíamos no acabasen nunca.

1

Londres, otoño de 1992.

Amanece. Hace rato que estoy despierto… La luz que empieza a filtrarse por la pequeña ventana de la habitación, me provoca una inquietud desconocida y tensa. Es domingo y la ciudad todavía duerme. El silencio se va abriendo paso, espeso y oscuro… está lleno del peso del vacío y el vacío no tiene color.

Tengo la extraña certeza de que algo muy importante ha cambiado en mí esta noche. Sé que no soy exactamente yo quien permanece quieto con la vista fija en el techo y una sensación de profundo malestar en el estómago. Hay un punto que me quema en la espalda, un latido rítmico que va penetrando cada vez más profundamente, hasta tocarme el corazón. Me siento ajeno y desvalido, sin apoyo. A pesar de que todo mi cuerpo está tendido en la amplia cama de dos plazas, siento que floto, que estoy acostado sobre una extraña nube, que en cualquier momento me dejará caer y me perderé en un mundo desconocido y hostil.

Lo más perturbador es la certeza de que mi mente no me pertenece… Posee una vida propia que no puedo controlar, que afecta profundamente todos mis actos, mis percepciones y mis deseos.

Unas horas antes…

—¿Cómo está el público?

—El auditorio está lleno a reventar, Michel. Hay una expectación enorme por oírte tocar. Están receptivos y rendidos de antemano, puedo olerlo. Hoy tendrás un éxito apoteósico, rotundo, total… Prepárate, quedan cinco minutos, acaba de sonar el último aviso.

Para el concierto de hoy he preparado un repertorio a conciencia. Toda la primera parte es el viejo Bach: tres suites inglesas y seis preludios y fugas de «El clave bien temperado», libro segundo. La segunda parte es variada: Ravel, Shostakovich y para terminar una de las obras más difíciles y aclamadas de mi repertorio: los «Tres movimientos de Petrushka», de Stravinsky.

Tocar en Londres es siempre una maldita y agotadora bendición. Solo doy tres conciertos, todos ellos con las entradas agotadas.

Yo, Michel Loupin, puedo considerarme el pianista suizo más famoso de la historia, el mejor pagado, el más deseado y el menos comprendido de entre mis colegas. El público me quiere, saben que complaceré con creces las enormes expectativas que han puesto en mí, pero qué poco conocen sobre lo que realmente ocurre en mi interior.

Miro mis manos… las conozco bien. Están educadas para ser fuertes y ágiles a la vez, flexibles e intuitivas. Cuando toco no pienso, ellas lo hacen por mí. Todo mi yo está en cada uno de esos diez dedos que acarician cada tecla con diferente intensidad, con la precisión de un mecanismo de relojería. A veces mis manos se me aparecen en sueños. Solo ellas. Las veo con una nitidez extrema, viviendo en un mundo aparte de mí. Han ido madurando con el tiempo. En este momento están en esa plenitud expresiva y lúcida que me infunde tanto respeto como asombro. Solo quedan unos instantes para empezar el concierto. Les doy un suave masaje. Antes las he sumergido en agua tibia con sal durante diez minutos. Estoy completamente solo en el camerino. Respiro con cuidado y trato de relajarme.

Hay algo que me preocupa en el concierto de hoy… el piano. He pedido un Bösendorfer. El Steinway con el que toqué el año pasado en esta misma sala no me gustó. Estaba afinado, limpio, impecable, pero no conseguí perderme en él como en un bosque encantado. No pudimos hacer el amor de verdad, olvidándonos de quién es quién… el Bösendorfer es más rústico. Me recuerda a las altas montañas de mi Suiza natal, cuando se reflejan en el lago Lemán. En los ensayos se ha puesto de mi parte. Ha dejado que explorase sus entrañas más íntimas, aunque no desde el principio. La primera media hora hemos medido nuestras fuerzas cada uno. Yo he buscado sus secretos más profundos y él ha opuesto una deliberada resistencia, hasta que se ha rendido. Entonces me ha dejado hacer y ha sacado los registros más dulces y profundos que puede producir un instrumento. En ese momento nos hemos amado durante dos horas, como si no existiese nada más en el mundo.

Golpes en la puerta… tengo que salir, es la hora…

—¡Has estado maravilloso!... ¡seis propinas!... nadie había tocado así Petrushka. La gente ha enloquecido. Vamos a tener que subir el caché un diez por ciento. Por favor Michel, esta vez sí… la prensa quiere verte…

—Sabes que no concedo entrevistas.

—Te lo suplico, Michel, hoy es especial, es el estreno de los tres conciertos… hacía un año que no pisabas Londres.

—No Peter, no insistas. Diles algo tú. Sabes que después del concierto no puedo ver a nadie, apenas puedo soportarte a ti. Por favor, déjame solo y que nadie me moleste.

Peter hace un gesto de negación con la cabeza y sale del camerino.

Espacio

Me miro las manos, están temblando. Ahora están exhaustas, pero hay un extraño resplandor en ellas. Han cambiado. Cambian imperceptiblemente en cada concierto, pero yo las conozco bien. Me siento agotado y sin embargo más vivo que nunca. Un enjambre de pequeñas abejas se ha apoderado de mí, como de un panal. Recorren mis brazos, mis piernas, el pecho, se meten por mis arterias, entran en el estómago y zumban en mi cabeza tratando de encontrar el poco néctar que me queda.

Ha transcurrido más de una hora y no consigo recuperarme… no puedo levantarme de la butaca que gentilmente han preparado para mí. Sé que el personal del auditorio me está esperando para cerrar y Peter tiene que acompañarme al hotel. También los organizadores deben estar esperando respetuosamente para saludarme y felicitarme… pero yo no me puedo mover. Mi cuerpo no me pertenece y mi mente vaga por la sala, como una polilla en busca de algo de luz.

Zúrich, invierno de 1975.

Oscurece con lentitud sobre Zúrich. Hace un frío terrible y la copiosa nevada que empieza a cuajar sobre las húmedas calles, obliga a los pocos peatones a caminar deprisa, en busca de algún lugar caliente donde refugiarse.

Karl Heinzel aún está en la pequeña relojería donde trabaja. Hoy ha sido un día tranquilo, tan solo tres personas han entrado en la tienda y únicamente ha conseguido una venta, pero ha podido dedicar casi todo el día a arreglar un antiguo reloj de péndulo que se le está resistiendo, tal como esperaba. Es un reloj magnífico. El cliente, un hombre mayor que lo ha traído con ayuda de su nieto, le había dicho que era una herencia familiar.

Está construido con madera de tilo y bellamente decorado con hojas de acanto. Desde luego es muy antiguo. Su viejo mecanismo se había parado de pronto, después de años de funcionamiento preciso y constante. Su dueño le había preguntado a Karl si creía que podía darle vida otra vez. Por aquella expresión, le pareció que aquel anciano amaba aquel reloj como a una persona de la que se había enamorado de joven y habían envejecido juntos. La parada imprevista del reloj le recordaba la proximidad de su propia ausencia.

—Es un magnífico reloj. Desde luego que haré todo lo posible por arreglarlo, herr…

—Reiner, Johan Reiner. ¿Cuándo cree que podría estar?

—Ahora mismo no se lo puedo decir, depende de lo que me encuentre cuando lo abra. Déjeme su teléfono y le llamaré lo antes posible.

El hombre le miró con una sonrisa de agradecimiento, le estrechó la mano y salió con un movimiento pausado ayudado por su nieto.

 

Karl llevaba manejando relojes desde los 13 años. Su padre, propietario de esta pequeña tienda, por desgracia había muerto joven. Solo tenía 39 años cuando un conductor borracho fuera de control se subió a la acera y lo arrastró quince metros matándolo en el acto. Karl tenía 17 años y tomó las riendas del negocio familiar. Su padre antes de morir le había inculcado su amor por los relojes. Le había enseñado todo lo que sabía y él lo había absorbido todo con fruición. Adoraba a su padre y habría hecho cualquier cosa para complacerle.

Su madre era otra cosa. Nunca se recuperó del accidente de su esposo. Se descompensó mentalmente y desde entonces dejó de hablar. Karl la cuidaba en silencio. La casa se convirtió en un lugar de tristeza. Su única satisfacción era la otra pasión de su padre, que desde bien pequeño le había enseñado a conocer y amar: la música. En especial la música clásica y dentro de ella la música para piano.

Mientras con sumo cuidado abría el reloj, y se concentraba en su admirable mecanismo, sonaban las «Variaciones Goldberg», con Glenn Gould al piano.

La música del Barroco, en la que todas las partes encajan a la perfección, era su preferida. Su padre le dijo una vez que una fuga del gran Bach era el sublime control de una locura.

—Fíjate Karl, una de las partes más importantes de un reloj se llama fuga y es la que controla cualquier impulso arrítmico del tren de engranaje.

Karl estuvo toda la noche trabajando en el reloj. Desmontó y limpió todo el mecanismo. Descubrió que el problema estaba en el meulle, aquella lámina larga de acero templado, enrollada en espiral, que da vida al reloj y le hace funcionar. La pieza estaba desgastada por los años y había que cambiarla. Tendría que fabricarla él mismo. De un reloj tan antiguo ya no se encontraban recambios.

Era noche cerrada cuando salió de la tienda en dirección a su casa, en la Weinplatz, 14. Su madre ya se habría acostado y en la cocina tendría algo preparado para cenar.

Karl sintió un leve estremecimiento al contacto con la fría oscuridad y la blanca alfombra que le mojaba los zapatos, pero no aceleró el paso para llegar a casa. No hace falta correr, cuando nadie te espera.

2

Ginebra, primavera de 1976.

Michel subió de tres en tres los escalones de la HEM, la Haute École du Musique de Ginebra. Sabía que si algo sacaba de quicio a su profesor era que un alumno llegase tarde.

—Lo siento mucho, Monsieur Prodini… he tenido…

—Cállese y saque las obras, no me haga perder más tiempo.

—Claro señor, enseguida.

—Primero escalas y arpegios en Do sostenido Mayor y La bemol menor. Y rapiditos.

Michel sabía que aquellos tonos llenos de alteraciones eran un claro castigo por llegar tarde y que Prodini estaba de bastante mal humor.

Leo Prodini había sido uno de los más grandes pianistas de su época y aún era reconocido como una mente musical privilegiada. Ahora, ya con más de 80 años, prefería permanecer en la acogedora Ginebra, a tener que viajar dando conciertos por todo el mundo. Su carácter se había ido agriando con el tiempo, pero para un estudiante brillante de 20 años era un privilegio y un honor tenerlo como profesor. Michel había tenido que luchar para conseguir que le admitiese en su clase, porque Prodini tenía el poder de ser muy selectivo con sus alumnos. Era la condición que había puesto para aceptar el cargo en la HEM.

Cuando Prodini le oyó tocar la «sonata en Si bemol, Deutch 960» de Schubert, vio algo en él que le hizo aceptarlo de inmediato. Tenía una buena técnica, pero sobre todo una gran personalidad en la interpretación. Michel aquel día había logrado matices muy delicados, casi transparentes. Sobre todo en el segundo movimiento, que se ajustaba a la perfección al concepto que tenía Prodini de la última sonata del maestro vienés. Sin embargo, el viejo profesor jamás mostraba complacencia con sus escogidos alumnos, más bien procuraba ponerlos en situaciones difíciles de soportar para poner a prueba sus nervios.

—Ser concertista es la profesión más arriesgada y difícil del mundo —les decía—, un desliz en tu concentración y todo el edificio se viene abajo. El público y la crítica no perdonan los errores. Pueden acabar contigo en veinticuatro horas si tienes un mal día.

El profesor, de espaldas al piano, miraba por la ventana la tarde lluviosa y fría, pero Michel sabía que le estaba escuchando atentamente, mientras tocaba la «polonesa en La bemol» de Chopin. De pronto le interrumpió bruscamente:

—¡No está respirando, Loupin!... Por mucho que toque todas las notas, si la respiración no acompaña a la música, esta tampoco respira, y por tanto no existe el movimiento tensión−relajación. El ritmo de la interpretación viene dado por su forma de respirar. Y, ojo, no me refiero a sus malditos pulmones, son sus manos las que deben hacerlo. Si la respiración es pobre, su impulso vital se empequeñece y aparecen las dudas, porque se está autojuzgando constantemente. Funciona como una persona que se escucha a sí misma mientras habla. En cambio, si respira bien, desde el vientre, ya no puede estar en el mental, en el juicio analítico. Aparece el no−consciente y la música surge desde la profundidad de su cuerpo. Esto es hacer música, lo otro es bla, bla, bla… Vamos, otra vez desde el principio.

Después de dos horas de una intensidad casi eléctrica, Michel bajó apresuradamente las amplias escaleras de l’École agotado y tembloroso. Por dentro su cuerpo bullía de excitación y en su mente se agolpaban pensamientos compulsivos:

—Este maldito Prodini es el cabronazo más insoportable que he conocido en mi vida… lo terrible es que aprendo más con él en una hora, que en un año con mis anteriores profesores…

Decidió pasar por el Café de l’Opéra y tomar algo para tratar de volver a sentirse él mismo, porque Prodini tenía la virtud de lograr extraer de él una faceta que le era desconocida, pero a la vez enormemente valiosa, porque inundaba su cuerpo de una energía que no podía definir, una pulsión instintiva que se traducía en unas interpretaciones excepcionalmente poderosas. Le fascinaba esa transformación, pero le desconcertaba. No se reconocía, no era realmente él quien tocaba. Era como si su cuerpo supiese perfectamente lo que tenía que hacer. Solo había que dejar que tomase el control.

Prodini le hacía ver que una vez que la obra está aprendida, hay que «desprenderse» del mental, de sus juicios, de sus miedos, de su análisis banal. Había que crear un gran vacío y dejar que la música fuese como un río, aguas que fluyen, que limpian, que se deslizan solas. Y el mecanismo para conseguirlo estaba en la respiración.

El viejo Café de l’Opéra estaba próximo a la HEM y era el punto de reunión de los estudiantes de música de Ginebra. A esa hora de la tarde estaba lleno a rebosar y se respiraba esa energía joven que olía a sudor, vitalidad y alegría.

No había ni una mesa libre, pero Michel vio a Hervé y a Pau sentados junto a la ventana conversando animadamente y se unió a ellos. Ambos estudiaban cello, estaban en el último año.

—Joder, Michel, ¡qué careto!... ¿acabas de ver un cadáver o qué? —dijo Pau ofreciéndole una silla—. Vale, otra vez el viejo loco, ¿verdad?... Te dije que no le hicieses caso, está como una cabra, pero todos los genios lo están.

—Te lo tomas demasiado personal —dijo Hervé—, lo importante es que de sus clases puedes sacar mucha chicha. Muy poca gente tiene una visión musical tan aguda como él.

—Lo sé perfectamente Hervé, pero no puedo evitarlo, me destroza emocionalmente cada vez que le veo. Me está cambiando por dentro. No paran de surgir cosas nuevas: texturas, matices, coloraciones cambiantes que vivían en mi interior y yo desconocía completamente, y eso me desconcierta. Y sé que se está reflejando cada vez más en cómo interpreto. Incluso Bach suena diferente, ¿no os parece increíble?

—Si te está cambiando para superarte, le tendrías que dar las gracias en vez de ponerte tan tenso —dijo Pau—. ¿Sabes la pasta que paga la gente a los psicólogos para mejorar?

Todos rieron.

—Prodini es un sabio —dijo Hervé—. Cuando los demás se pierden, él es capaz de encontrar soluciones creativas.

—Exactamente —dijo Pau apurando su cerveza—. Me recuerda al sufí errante del cuento.

—¿Qué cuento?

—El del camellero, creía que os lo había contado.

—No lo recuerdo —dijo Michel.

—¿Queréis oírlo?

—Anda Pau, desembucha.

—Pues dice así: «Una vez había en Arabia un hombre viudo, que vivía en el desierto con sus cuatro hijos y su rebaño de camellos. Cuando murió había dejado escrito en su testamento, que el rebaño se repartiese entre sus hijos de la siguiente manera: al mayor, la mitad del rebaño. Al segundo, un cuarto. Al tercero, una octava parte, y al cuarto, una décima parte. Cuando murió, en el rebaño había treinta y nueve camellos. Los hermanos empezaron a calcular y fueron incapaces de ponerse de acuerdo. Empezaron a discutir entre ellos acusándose unos a otros, hasta que vieron a lo lejos a un derviche errante, un hombre sabio que viajaba a lomos de su camello. Fueron corriendo a pedirle que les ayudase a resolver el problema. El maestro comprendió lo que ocurría y les dijo:

—Os ayudaré y además os regalo mi camello.

Los hermanos le dijeron que no podían aceptar tanta generosidad, pero él insistió y al final accedieron. Así el rebaño pasó de treinta y nueve a cuarenta camellos.

El maestro empezó a dividir el rebaño, tal y como había indicado el padre. Así, al mayor le dio la mitad de los cuarenta, es decir: veinte. Al segundo, un cuarto del rebaño: diez. Al tercero la octava parte, que son cinco. Y al pequeño la décima parte de cuarenta, o sea: cuatro.

Entonces sumaron: 20+10+5+4= 39. El maestro dijo:

—Ah, veo que sobra uno, justamente el mío. Como ya tenéis repartidos los treinta y nueve no me necesitáis. Así que cogió su camello y despidiéndose siguió su camino». Eso es lo que hace Prodini, encuentra soluciones donde otros no las ven.

Michel y Hervé rieron y aplaudieron a Pau, que levantó su jarra con aire triunfante y bebió un buen trago. Luego dio un cariñoso golpe en el hombro a Michel:

—Venga Michel, tómate algo y olvida a ese viejo vampiro observando la cantidad de bellezas que nos rodean —dijo Pau describiendo un círculo con el brazo, mientras entornaba los ojos a causa de su miopía—. Son tan guapas que parecen inalcanzables, sobre todo para un tipo no muy agraciado como yo. Pero no pierdo la esperanza; algún día escalaré el Olimpo y me casaré con una de estas diosas.

—Amén —dijo Hervé sonriendo—. Pero tráete un buen jersey, en el Olimpo hace un huevo de frío. Lo sé, porque hace poco estuve allí con Afrodita.

El camarero puso una rebosante cerveza delante de Michel.

—A la salud de la escuela más exasperante y cabrona de Europa, de la que incluso el insigne Franz Liszt fue profesor —dijo Michel levantando su jarra.

Los tres brindaron entre risas.

3

Ginebra, junio de 1983.

La orquesta de la Suisse Romande era la orquesta sinfónica más prestigiosa del país. Creada en 1918 por el mítico director Ernest Ansermet, que la dirigió durante 49 años, había llegado a ser considerada como una de las cinco mejores orquestas europeas.

Cuando Raquel Buffetti se presentó a la oposición para una de las dos plazas de violín que habían quedado vacantes, estaba segura de que no lo conseguiría. Se presentaron ochenta y nueve violinistas de todo el mundo, incluyendo los asiáticos con su prodigiosa técnica.

Raquel tenía 22 años recién cumplidos. Había llegado a Ginebra directamente desde Roma para presentarse a esta oposición. Admiraba profundamente a Ansermet, a quien consideraba uno de los directores más equilibrados y de mayor personalidad de todos los tiempos y, aunque el director actual era Horst Stein, la huella que el viejo maestro había dejado en la orquesta aún permanecía. Especialmente cuidada y armoniosa era la sección de cuerda, de la que ella admiraba la perfecta sonoridad y compenetración.

El examen era terrible. Había que superar tres fases que se extendían a lo largo de casi un mes, en que el tribunal ponía a prueba todos los recursos del aspirante.

Después de la primera selección, únicamente treinta de los ochenta y nueve violinistas lograron pasar. A partir de la segunda, solo diez, entre ellos estaba Raquel.

 

El día definitivo se presentó en el Victoria Hall de Ginebra, donde la orquesta tenía su sede, a las nueve de la mañana. Llevaba puesto un vestido azul que ensalzaba su bonita figura y que le dejaba una gran libertad de movimientos. Su brillante melena negra azabache estaba recogida en una trenza, para que nada estorbase el contacto con su violín. Con años de ahorro y el apoyo de su familia había conseguido su sueño: un violín Bernd Hiller, que era más que un instrumento; era su amigo, su compañero inseparable, su confidente y el mensajero de sus sentimientos más profundos. Construido con maderas noruegas con veinticinco años de almacenaje, el sonido que brotaba de su caja armónica de picea era tan claro y translúcido como la resina y la miel.

Raquel extrajo con sumo cuidado su instrumento del estuche y se colocó en posición. Miró al tribunal y les saludó con una leve inclinación de cabeza.

—Puede empezar, señorita Buffetti.

Cuando las primeras notas de la «partita en Re menor BWV 1004» de Bach empezaron a llenar la sala de audiciones, Raquel se olvidó por completo de que aquello era un examen y que había un jurado atento a sus menores fallos. Con los ojos cerrados, perdida en una tenue oscuridad, se sumergió en la inmensidad de aquella música, en la poderosa vibración que arrancaba el arco a las cuatro cuerdas de aquel instrumento que amaba y dejó que el sonido la poseyera y la emocionara hasta perder la consciencia.

Cuando terminó estaba agotada. Tardó unos minutos en recuperarse y miró al tribunal. Los tres miembros la observaban fijamente en silencio. Le pareció notar el leve brillo de una lágrima en los ojos de la presidenta, cuando con voz trémula se dirigió a ella:

—Muchas gracias, señorita Buffetti.

Raquel se detuvo un momento para mirar a su Bernd Hiller y le dedicó una suave caricia de agradecimiento. Lo guardó con delicadeza en su estuche y salió despacio de la sala.

A los dos días el tribunal la llamó. ¡Lo había conseguido!... Su sueño se había hecho realidad. Estaba admitida en la orquesta. Además, para colmo de su dicha, le habían asignado el puesto de segundo violín, ayudante del concertino. No podía creerlo…

A la salida de la reunión con el tribunal corrió por las calles de la ciudad, con su estuche en la espalda llorando de alegría. Buscó una cabina y telefoneó emocionada a sus padres en Roma. Se iría enseguida para allá y lo prepararía todo para empezar una nueva vida en Suiza.

Los ensayos comenzaban dentro de una semana.

4

Zúrich, invierno de 1975.

Karl Heinzel, el relojero, había dormido mal esa noche. Cuando llegó a casa, ya de madrugada, apenas había probado la cena que su madre le había dejado en la cocina y se había metido enseguida en la cama. Se despertó inquieto varias veces, a causa de ciertas visiones que le habían angustiado durante el sueño, pero que después, cuando despertaba, no lograba identificar. Eran las siete en punto cuando se levantó de aquella cama que había usado desde pequeño y se duchó con agua muy caliente para despejarse un poco.

Se hizo un desayuno de tostadas con mantequilla y café y entreabrió la puerta del dormitorio de Anne, su madre. Aún dormía, o quizá solo lo aparentaba. Karl cerró la puerta con cuidado.

A las siete cuarenta y cinco en punto bajó las escaleras y desde el portal observó la calle un instante. Estaba nublado y la acera conservaba la nieve de la noche anterior. Hoy también haría frío. Zúrich no le gustaba. Era el centro financiero del país y él la encontraba demasiado grande y ruidosa.

De joven le gustaba más. Su padre le había enseñado los lugares más bonitos de la ciudad. Habían ido juntos a pasear por el río Limmat, desde donde se divisaban orgullosas las altas montañas de los Alpes. Se habían tomado un magnífico chocolate y cruasanes calientes, en el café que estaba junto al cabaret Voltaire. Su padre le había explicado que allí Tristan Tzara había creado el movimiento cultural Dadá, que revolucionaría el pensamiento artístico.

Sin su padre, la ciudad había perdido todo su atractivo. Karl no tenía amigos. Se había convertido en una persona solitaria. Desde joven, la necesidad de estar cada día en la relojería atendiendo al público había condicionado de una forma definitiva su vida social. Había dejado los estudios con 17 años y la tienda fue su único territorio. En ella, el recuerdo de su padre aún permanecía. Le gustaba estar allí. Las herramientas de trabajo, el mostrador, los diferentes modelos de relojes, el olor de los productos de limpieza de los mecanismos y hasta aquel viejo cuadro de los Alpes. Todo le recordaba a su padre y le hacía sentirse bien.

También conservaba los discos de vinilo que había heredado, perfectamente ordenados y limpios, en una estantería de madera. Todos ellos clasificados por épocas, desde la música del Renacimiento, hasta compositores contemporáneos. Pero la sección más importante y extensa era el Barroco y dentro del Barroco, Bach.

Mientras caminaba hacia la tienda se cruzó con una brigada de operarios que limpiaban de nieve las aceras. El campanario de la iglesia de St. Jakob le recordó que ya eran las ocho y quince. Estaba a solo cinco minutos de la relojería.

Era un negocio humilde. Una pequeña tienda con fachada de color crema y un mínimo escaparate sobre el que se podía leer: Relojería Heinzel. En el interior, un mostrador de sólida madera con una vitrina de cristal donde se exponían relojes de pulsera y, distribuidos por las paredes, una colección de variados relojes esféricos y de cuco, que ocupaban prácticamente todo el espacio disponible. Dos antiguos relojes de péndulo que eran de la colección privada de su padre, y que no estaban a la venta, decoraban dos rincones del local.

Con mucho esfuerzo, su padre había podido adquirir aquel humilde comercio, después de ahorrar durante los años en que aprendió el oficio, primero como aprendiz y más tarde como operario, en una famosa relojería de Zúrich. Le contó que apenas pudo estudiar, porque tuvo que empezar a trabajar a los 14 años. Sin embargo, no lo decía con tristeza, había aprendido a amar los relojes y realizar su sueño: tener un negocio de su propiedad.

Levantó el cierre metálico, desconectó la alarma y abrió la puerta. Había un orden impecable, como siempre, pero echó una ojeada para comprobarlo. Fue hacia la habitación y encendió la luz del taller. Allí estaba desmontado y vulnerable el viejo reloj de péndulo que tenía que componer. Lo observó con respeto. Era un delicado reto devolver la vida a ese bello objeto, que ahora dependía de sus manos para volver a latir. Le gustaba considerarse casi un cirujano y este paciente, a pesar de su grave enfermedad, tenía que seguir viviendo.

Se pasó toda la mañana construyendo el meulle nuevo, pero era una pieza difícil, de mucha precisión. Tardaría al menos otro día más en acabarlo.

A las doce cuarenta salió de la tienda y se dirigió a su casa. Cuando llegó, la mesa estaba puesta y su madre salía de la cocina con una antigua sopera que dejó sobre la mesa.

—Hola mamá.

Anne no contestó, pero miró a su hijo durante un momento. No se besaron, hacía tiempo que no había contacto entre ellos. Él recordaba bien los ojos de su madre antes del accidente. Eran de un bello color azul profundo y limpio, que destacaba sobre un rostro equilibrado y sereno. Después de la muerte de su padre sus ojos se apagaron, ya no miraban. Un velo de tristeza los cubrió para siempre, convirtiéndolos en un espejo sin brillo.

Comieron en silencio. Karl observó a su madre, que tomaba la espesa sopa con la mirada fija en el blanco plato de porcelana y sintió una profunda pena por ella. Cuando murió su padre, Anne se había ido con él. Seguía aquí, pero su vida no tenía ningún sentido y ella lo sabía. Ni siquiera la presencia de su propio hijo había podido aliviar su dolor. Karl sabía que su madre le quería, pero no demostraba ningún afecto, porque no podía. Los muertos ya no pueden amar.