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ONCE VELADAS EN UN CLUB DE JAZZ PARA DEJAR DE HABLAR DEL CORONAVIRUS
José Luis Salinas Rodríguez
© José Luis Salinas Rodríguez
© Once veladas en un club de jazz para dejar de hablar del coronavirus
ISBN ePub:
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Índice
POEMA DEL DESASOSIEGO ANTE LA PANDEMIA
LOS EFECTOS Y LAS CAUSAS
SMILES
SALLY
SMITH
STELLA
SAM
SALVATORE
SOFÍA & SAÚL
SAMUEL
SVETA
STAN
STEVE
ALGUNAS INCERTIDUMBRES Y OTRAS EVIDENCIAS PARA VOLVER HABLAR DEL CORONAVIRUS
POEMA DEL DESASOSIEGO ANTE LA PANDEMIA
Fuimos puro desconcierto, sombras trémulas / agitadas por el viento de los primeros días de pandemia. / Superado el estupor, nos hemos llevado la mano al rostro / para tapar la mueca de asombro, de horror / con que aquella tragedia incipiente nos hería. / Pronto, la contundencia de los golpes, / de las cifras medidas con números fatales, / anestesió nuestro dolor (¿mil, diez mil, cien mil víctimas?) / Sin saber muy bien hacia dónde dirigirnos, / hemos tratado de que la tormenta no nos salpicara. / En nuestro confinamiento nos han informado y nos han desinformado, / y hemos aprendido que aún quedaba demasiado que saber, / y que para muchos las respuestas no iban a llegar a tiempo. / No pocos habrán constatado, desde su forzosa reclusión, / el alto grado de estupidez que atesora la humanidad. / Habrán descubierto que mientras estábamos atentos / a las rencillas cotidianas, afincados en la seguridad de la rutina, / en las probetas de la naturaleza se agitaban / nuevas posibilidades de vida, y un asesino, / reducido a la simplicidad de un virus, / se infiltraba en nuestro humano convivir: / un intruso expandido a todo el planeta / por los huéspedes que infecta, dotado con la agresividad / adecuada para lograrlo sin una matanza global / que supondría su propia extinción. / Un diseño altamente eficaz / que antes se hubiera atribuido a los dioses, / y que ahora creemos saber que es meramente casual. / Se superará la crisis sanitaria y se ordenará / el caos económico, ¿pero y después? / A largo plazo, es probable que la lección recibida / termine por olvidarse en los libros de historia. / La humanidad se calca a sí misma en determinadas actitudes. / Así somos y de otro modo tal vez no seríamos humanos. / Por ahora, mientras se combate a un enemigo / naturalmente dotado para subsistir, / nos asomamos a los balcones para confirmar / que aquí seguimos, un día más, aguardando / el momento de dejar de contener la respiración. / Mientras tanto, la primavera ha venido, / como ha llegado un chubasco, y después / un sol que calienta más las mañanas, / y ha salido a la calle un pájaro / con un pico amarillo cosido a un plumaje negro / que vuela trinando en libertad, ajeno a nuestro encierro, / indiferente a nuestras incertidumbres. / Ahora que nos hemos ido acostumbrando / a lo que nunca terminaremos de acostumbrarnos, / proclamamos con esperanza que la vida sigue y seguirá.
LOS EFECTOS Y LAS CAUSAS
Estas veladas, anotadas con el formato de estampas o crónicas, son, más que otra cosa, un refugio para evadirse de las malas noticias, sanitarias y económicas, que hieren de continuo la sensibilidad, por más que ésta se proteja acorchándose frente a la virulencia de los datos. Recrear escenarios imaginarios es una válvula que alivia la tensión interior que se acumula durante las horas y horas de confinamiento para aislarse de los virus.
Desde el aparcadero de la nueva cotidianidad, las personas han envejecido, no pocas de ellas lo suficiente para morir; la vejez se ha hecho enfermedad viral, y como tal está siendo la causa principal de mortandad. Es como si la pandemia tuviera una misión eutanásica; como si la Naturaleza hubiera infiltrado un agente letal para advertir a los humanos que estamos llegando demasiado lejos en un querer vivir demasiado, y que con esa longevidad no se podía renovar la especie con eficacia.
Casi cualquiera que haya vivido esta crisis podrá contar historias más fantásticas, por increíbles o desmedidas, que las contenidas en estos relatos. Retengo una, que me ha especialmente conmovido. Pongámonos en situación. Una anciana de un pueblo de provincias tiene un accidente doméstico. Confiadamente, porque nadie la ha advertido de no serlo, se dirige con su marido al hospital. A los pocos días fallece la mujer, y el hombre una semana después. Infectados los dos. Procede invocar a los dioses crueles que manejan el Destino. Su dedo fatal teje una red de circunstancias -aquí el accidente doméstico, la trágica decisión de buscar hospital, la falta de aviso y precaución– que atrapa vidas con la firmeza y reiteración de sentencias contra las que no cabe recurrir. La gente normal, la que se asoma a las ventanas para expresar su solidaridad, nos sentimos estupefactos e impotentes. Pero cuando nos serenamos, no pocos pensamos que no todo es atribuible a los crueles dioses del azar. Quizás tenga algo que ver en muchos de esos decesos -nunca llegaremos a saber en cuantos- la negligencia, la falta de previsión hacia unos avisos que venían advirtiendo, primero como titilantes campanillas y luego como aldabonazos de gruesas campanas tocando a rebato, del turbión que se aproximaba, ya entonces con evidencia de querer arrasar el país. La realidad de esas señales, en su momento ignoradas, debería estar repicando perennemente en las conciencias de quienes entonces tuvieron ocasión de mitigar el daño. El dolor, la frustración y la ira son sentimientos que nos van enfebreciendo con no menos intensidad que podría hacerlo el propio virus. Son granos infectados que precisamos punzar, cada uno de nosotros con nuestro bisturí particular.
Es un hecho para mí tan misterioso como el origen de esta pandemia saber por qué el protagonismo de los relatos no recae sobre unos escenarios más reconocibles por un lector actual. Sólo sé que fueron esas historias, y no otras, las que se fueron colocando en fila, aguardando el momento de ser rescatadas. No es superfluo confesar que lo primordial al imaginarlas ha sido el efecto balsámico de la escritura.
Los relatos tienen su centro de gravedad en un imaginario club de jazz, dentro de una ciudad imaginaria, en un tiempo que se imagina no demasiado lejano, quizás en la década de los pasados ochenta. Todas estas referencias son suficientemente reconocibles para esa generación de personas que ha vivido unos géneros cinematográficos que se disfrutaban en sesión doble, y una música que llegaba desde un punto concreto del planeta como un soplo de creatividad liberadora. Se pretende hacer a los protagonistas de las veladas tan reales como las músicas que se escuchan en los relatos, aunque no se oigan.
MADRID - ABRIL/MAYO – 2020
SMILES
Se escucharon con nitidez dos detonaciones. Hacía rato que Stella había cantado su último blues de aquella noche y en el club se había instalado el silencio. ¡Bang, bang! Alguien había sido tiroteado en la calle, y yo estaba seguro de que había sido Smiles. Probablemente ninguno de los pocos clientes que a esa hora resistía en el Small City hasta el momento del cierre hubiera podido asociarlo a un nombre concreto. En aquel lugar la gente entraba sin despedirse y salía sin saludar, o viceversa, ya que después de algunas copas, cuando el centro de gravedad comienza hacerse inestable, poco importa el orden de la cosas. Pero yo sabía que se trataba de Smiles, porque acababa de invitarle al que posiblemente iba a ser el último trago de su vida. Las detonaciones no inmutaron aparentemente a nadie, aunque todos nos dimos prisa en apurar la bebida que teníamos en la mano para marcharnos. Por su parte, Sam, el patrón del club, prosiguió haciendo caja, como si aquello no fuera con él. El propietario y barman era un tipo que se pasaba la noche trajinando de un lado a otro de la barra, sin apenas tiempo para cruzar unas palabras con la clientela. Pero a los parroquianos nos bastaba confesar nuestras miserias cotidianas al vaso que teníamos delante, porque al cabo de dos o tres tragos nos sentíamos redimidos. El negocio de Sam funcionaba básicamente porque no había en el barrio otro local en el que gastar algunas horas de la noche practicando determinados rituales, ni tampoco existía otra posibilidad para dejarse seducir por baladas como las de Stella. Sin duda ella era una cantante de barrio que nunca saldría del barrio, pero su voz gastada tenía un punto de desamparo que despertaba la necesidad de ampararla, como la que suscitaba Lady Day, cuyo repertorio Stella saqueaba cada noche. La acompañaba un joven pianista que había escuchado mucho a Bill Evans, y que probablemente estaba en aquel lugar sólo por el tiempo suficiente para encontrar un bolo mejor. Por favor, ser una cantante de barrio no implica nada negativo. Sencillamente, significa que no acuden a escucharla, o pocas veces, gentes de otros lugares. O sea, que los habituales éramos personas que nos repetíamos cada noche, sin que esto signifique que nos conociéramos, porque apenas cruzábamos algunas palabras (“¿tienes fuego?”, “joder, Stella tiene la voz cada vez más cascada, ¡pero a mí me sigue llegando muy dentro!”, “¡no recuerdo un invierno tan frío!”,…). Con Smiles fue distinto. Nunca supe su nombre verdadero. Decía haber pasado media vida visitando cárceles, pero se lamentaba de no haber tenido la oportunidad de participar en ese gran golpe que le hubiera llevado a un paraíso lejano. El tipo tenía el aspecto de un boxeador prejubilado, pero él confesaba que los únicos golpes que había recibido eran los que daba la vida. Ahora era un pobre diablo que sobrevivía vendiendo relojes falsificados de grandes marcas y gastando el tiempo libre en cruzar apuestas en algún garito clandestino. Unos oficios peligrosos, pero allá él. Al Small City aquel desterrado social acudía casi cada noche desde un tiempo atrás. Tomaba una copa y luego esperaba a que alguien le invitara a otra. Sabía la forma de conseguirlo, sin forzar nada, y como compensación obsequiaba con alguna historia que decía haber vivido, y que todos considerábamos verídica. En realidad, con aquella persona nos llegaba la cara de un derrotado por la vida, una situación con la que no pocos, en los momentos de depresión, podíamos sentirnos más o menos identificados. La existencia de Smiles era ya tan predecible como probablemente había sido ahora su muerte. Tras compartir una última copa, el hombre habría atravesado la calle para refugiarse en el Sanvy, un hotel de tercera categoría mayormente habitado por putas y vendedores de paso. Pero el destino lo escribe quien puede escribirlo, y esa noche cambió el guion. Mientas Sam apagaba las luces del club, recogí mi gabán del perchero. Me golpeó un frío glaciar mientras subía los pocos peldaños que me llevaban a la calle. Como había imaginado, a algo menos de cincuenta metros, un hombre estaba tendido sobre la acera. El destello intermitente de un rótulo de neón, activo sólo en su mitad, iluminaba con la sílaba SAM aquella parcela del mundo. Esta vez, Smiles había cruzado una apuesta demasiado alta, o había vendido una partida de relojes demasiado falsos. Apreté el paso, porque en aquella jodida noche hacía un frio del carajo.
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