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Retrato del marqués de la Ensenada.

Copia inspirada en la obra de Jacopo Amigoni. Museo de la Rioja.

El marqués de la ensenada

El secretario de todo

José Luis Gómez Urdáñez

Prólogo de Carlos Martínez Shaw


ISBN: 978-84-16876-06-8

© Del texto, José Luis Gómez Urdáñez, 2017

© Del prólogo, Carlos Martínez Shaw, 2017

De esta edición, Punto de Vista Editores, S. L., 2017

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Publicado por Punto de Vista Editores

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Diseño de cubierta: Joaquín Gallego

Fotografía de cubierta: retrato del marqués de la Ensenada.

Copia inspirada en la obra de Jacopo Amigoni. Museo de la Rioja.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Sobre el autor

José Luis Gómez Urdáñez (Murillo de Río Leza, La Rioja, 1953) es catedrático de Historia Moderna de la Universidad de La Rioja e investigador titular del Instituto universitario Feijoo de estudios del siglo XVIII (Universidad de Oviedo). Experto en la figura de Zenón de Somodevilla y Bengoechea, marqués de la Ensenada, ha publicado, entre otros, los libros El proyecto reformista de Ensenada (Lleida, 1996) y Fernando VI (Madrid, 2001). Es autor de numerosos trabajos sobre Olavide, Jorge Juan, Aranda, Superunda y Feijoo y otros personajes de la historia del Siglo de las Luces. Sus publicaciones y actividades pueden seguirse a través de la web: www.gomezurdanez.com A finales de 2016 ha sido nombrado académico correspondiente de la Real Academia de la Historia.

Índice

Prólogo, por Carlos Martínez Shaw

Introducción

1. El estadista ante la historia

2. De los arsenales a los palacios reales

3. Ganarse al Rey… y a la Reina

4. Las hechuras zenonicias y el partido ensenadista

5. La guerra sorda y el rearme naval ensenadista

6. El fundamento de todo es el dinero

7. Mano dura y «cuerda tirante»: la cara más cruel del déspota

8. Todo o nada. De la cima del poder al destierro

9. Poder sin poder, o la placidez de la espera

10. Desterrado y «afectando jocosidades». La declinación del ensenadismo

Bibliografía

A mi mujer Ana y a mis hijos Luis y Miguel.

De profundis cordis.

Prólogo

José Luis Gómez Urdáñez venía cercando al marqués de la Ensenada desde hace años, ya sea con su propia flota (sus libros sobre El proyecto reformista de Ensenada de 1996 y sobre Fernando vi de 2001 y sus cada vez más numerosos artículos sobre los personajes de su entorno), ya sea con escuadras salidas de sus arsenales de la Universidad de la Rioja, como las capitaneadas por Cristina González Caizán (La red política del marqués de la Ensenada, de 2004) o por Diego Téllez Alarcia (Don Ricardo Wall. Aut Caesar aut nullus, de 2008), ya sea finalmente con algunos otros barcos navegando con registros sueltos por los mares de las revistas especializadas. Así que ya había llegado la hora de capturar a la presa principal de la operación, es decir de acometer la biografía del propio Don Zenón de Somodevilla.

Y el catedrático y académico riojano lo ha hecho a su muy personal estilo, en una obra al mismo tiempo erudita y desenfadada, profunda en la atención a las graves cuestiones de la vida política del momento y ligera con aire minué a la hora de referir las mil y una vicisitudes de las relaciones personales mantenidas por el ministro con su entorno de secretarios, funcionarios, cortesanos amigos e incluso enemigos, o de pintar al pastel la vida cotidiana de su biografiado cuando se entregaba a sus celebradas cenas madrileñas o a sus musicales paseos en Aranjuez, antes de procurarse dorados exilios en Granada, El Puerto de Santa María o Medina del Campo cuando sus enconados rivales le ganaron la partida y perdió el favor real.

Así, encontramos primero lo que se esperaba: una valoración de su obra de gobierno en aquellos terrenos que fueron objeto privilegiado de su atención desde los múltiples ministerios desempeñados como «secretario de todo»: marina y hacienda en primer lugar. Ahora bien, el repaso que se hace a su actuación estelar en estos ramos no resulta una síntesis ecléctica al uso, sino una solvente disección sostenida por el dominio de las fuentes originales, entre las que destacan las obtenidas de las correspondencias oficiales y privadas del ministro o intercambiadas entre los personajes que le rodearon tanto amigos como enemigos. Y así se dedica un capítulo entero a su labor en el ámbito de la Armada, quizás el más conocido desde la obra de Cesáreo Fernández Duro (con su famoso vítor de «Paso al Genio»): promulgación de las ordenanzas de Marina y de Bosques, imposición de la Matrícula de Mar, espionaje industrial confiado a los dos grandes marinos y científicos Jorge Juan y Antonio de Ulloa, atención a la formación de oficiales en la Academia de Guardiamarinas, impulso a la construcción naval (mediante el recurso al «sistema inglés», luego adaptado a las necesidades españolas), todo un completo programa que llegaría a concitar la alarma de las autoridades inglesas y el llamamiento a derribar por todos los medios al entregado ministro.

Porque, en efecto, Ensenada se volcó a fondo en sus proyectos, empleando una asombrosa energía en llevar a cabo sus propósitos contra el viento de los rivales y la marea de la desidia administrativa. Así lo hemos visto en el caso de la Armada, pero lo podemos corroborar en el establecimiento del Real Giro, el banco oficial para los pagos exteriores, y sobre todo, de una forma ejemplar, en su lucha por la implantación del catastro, que si bien no alcanzó su objetivo, sí que pudo legarnos una radiografía completa de la economía y de la distribución de la riqueza en las provincias castellanas a la altura de mediados de siglo, gracias a una titánica empresa que todavía hoy causa perplejidad y admiración por su enorme envergadura y por el sobrehumano esfuerzo que supuso la realización de la magna encuesta, tal como se puede contrastar a partir de la ingente documentación conservada en los archivos, aunque al final se topara, como en otros casos, con la enemiga de los que se sentían perjudicados por el sistema fiscal al que debía servir de base, la Única Contribución. En cualquier caso, la descripción del proceso que se realiza en el libro mantiene al lector en suspenso por la insólita capacidad del autor de hacernos algo así como copartícipes de la empresa doscientos cincuenta años después.

El proyecto político de Ensenada superó la cárcel de papel en que pudo haber quedado prisionero gracias a la implementación de un complejo entramado de apoyos y de connivencias, fundamentado casi siempre en la conformidad de sus colaboradores con el mismo, es decir en la coincidencia ideológica, y a veces, inevitablemente, también en la lógica egoísta de la autopromoción personal. Esta red, pacientemente tejida por el ministro, es lo que el autor ha definido acertadamente como el «partido ensenadista», integrado por personajes que ocupaban cargos oficiales, altos o no tan altos, o por otros amigos que podían hacer valer la influencia de su pluma o de sus relaciones. La descripción de la compleja articulación de este círculo que se disponía en torno a Ensenada pero cuyos componentes mantenían conexiones asimétricas con el núcleo central encarnado por el maestro del juego, es uno de los mayores logros del libro, pues dar una visión segura implica conocer íntimamente a cada una de las piezas y el papel que respectivamente desempeñaron en cada momento, en cada coyuntura.

Y esta es una de las cosas que más impresionan durante la lectura del libro. El autor se mueve por los salones, por las tertulias, por los mentideros, por los despachos, por las covachuelas, por los pasillos de los palacios, como si fuera un Ensenada redivivo (con su peluca y su casaca, como lo retratara Jacopo Amigoni), dándonos cumplida cuenta de cada uno de las personas que nos va presentando, de sus funciones, del trato que debemos tener con él, de sus virtudes o sus debilidades, a veces hasta de sus intimidades. Da la impresión de que el autor se ha encontrado a sus personajes viendo una comedia en el teatro del Príncipe o de la Cruz o ha departido con él mientras navegaba por las aguas del Tajo con la voz de Farinelli como fondo musical o ha compartido alguna vez una jícara de chocolate caliente de las que después pintaría con su mágica poesía Luis Meléndez. La sensación de vida, de realidad, de cotidianeidad que ofrecen las hechuras (o los rivales) del marqués es algo sin parangón en la historiografía española.

Semejante puesta en escena nos lleva a otro de los aciertos de la obra. El autor ha asimilado como pocos la absoluta necesidad de articular las relaciones entre el gobierno y la corte a la hora de analizar las contingencias del ejercicio del poder, a la hora simplemente de hablar de política. En el Antiguo Régimen el rey no era una figura decorativa, sino la persona que debía avalar todas las decisiones del gobierno, por lo que tenía que ser cortejado (nunca mejor dicha la palabra), aconsejado, manipulado o engañado por sus colaboradores y subalternos. De ahí que la proximidad al rey (y a la reina, como bien se subraya en la obra) fuera una fuente de poder. De ahí que esa proximidad se buscara bien en la intimidad del cuarto del rey (donde pululaban mayordomos y sumilleres), bien en el despacho directo cara a cara de los asuntos de gobierno por parte de cada secretario de Estado. Esta dualidad entre el gobierno y la corte se pone especialmente de relieve con motivo de la caída de Ensenada, una conspiración palaciega en toda regla, urdida por ministros (Ricardo Wall) y embajadores (Benjamin Keene), pero también por cortesanos como el odioso duque de Huéscar (luego de Alba), nombrado mayordomo mayor de Fernando vi, prominente miembro de la facción anglófila y enemigo encarnizado del marqués, que valiéndose de su fácil acceso al rey pudo convencerle de la veracidad de las falsas pruebas (que nunca se encontraron) sobre la supuesta guerra declarada por Ensenada en el Caribe.

Ensenada sale (con justicia) muy bien parado de la investigación expuesta a lo largo de las páginas del libro. Sin embargo, nada más erróneo que pensar en una hagiografía. El autor destaca en más de una ocasión la falta de escrúpulos de ese ejemplo de «déspota ilustrado» que fue Ensenada a la hora de llevar a cabo sus proyectos. El mundo en que se desenvolvía exigía una fuerte dosis de vigilancia y de energía para capear el temporal de conspiraciones, asechanzas y resistencias ante las medidas adoptadas por el «secretario de todo». Ahora bien, hubo ocasiones en que el déspota, amante del bien público y de las reformas moderadas, dio pruebas de una utilización imperturbable de la «mano dura» (por ejemplo, en ocasión de la represión de la revuelta venezolana ordenada desde su despacho y ejecutada en el terreno por Julián de Arriaga), de una abierta satisfacción por la venganza (como ocurrió con la persecución inquisitorial contra Pablo de Olavide llevada a cabo con la complacencia de sus enemigos y la connivencia de Carlos iii) y hasta de una inexcusable crueldad, como en el caso, bien documentado, de la persecución que desatara contra la comunidad gitana, a la que trató de exterminar por todos los medios, conduciendo a sus miembros al encierro o al trabajo forzado en los lugares más inhóspitos (como las minas de Almadén), dando muestras de una obstinación tal que no llegó a ser compartida ni siquiera por algunos de los obligados cumplidores de sus órdenes y que permite hablar con toda propiedad de un auténtico intento de genocidio.

José Luis Gómez Urdáñez nos ha entregado así una obra que reúne en alto grado dos cualidades que rara vez suelen ir de la mano. Por un lado, el rigor científico, basado en una familiaridad asombrosa con las fuentes, en un pleno conocimiento del contexto y en una interpretación a la vez equilibrada y atrevida de los datos a su disposición. Por otro lado, una espontaneidad y una inmediatez en el tratamiento de los hechos que imprimen una vivacidad inusitada al relato, que alcanza un alto grado de amenidad, gracias a un profuso anecdotario siempre significativo. Si a ello le añadimos una indiscutible galanura literaria, una utilización más que oportuna de los testimonios directos y un desacomplejada desenvoltura en el vocabulario (a menudo con su punta de humor), nos hallamos ante una obra à tout lire, empleando si se nos permite el francés utilizado como lengua franca en la época.

Es una obra, además, que nos hace meditar, melancólicamente, sobre el presente, cuando vemos los extenuantes esfuerzos del marqués por introducir la racionalidad en la obra de gobierno y por superar los arraigados prejuicios de sus coetáneos. En este horizonte, sentimos incluso una punzada de pesimismo cuando, mirándonos en el espejo del siglo xviii, constatamos la dificultad que, desde el Antiguo Régimen y hasta nuestros propios días, tiene este país para suprimir la lacra de los privilegios, del nepotismo (llamado «capital relacional» con uno de los eufemismos mistificadores hoy al uso), del favoritismo, de la promoción de los más ineptos a los más altos cargos, de la corrupción institucional o de la sensibilidad de papel de lija de los poderosos ante las necesidades del conjunto de la sociedad. Bienvenida sea por tanto esta excelente biografía del marqués de la Ensenada, obra de madurez de uno de nuestros mejores historiadores actuales.

Carlos Martínez Shaw

Catedrático de Historia Moderna de la UNED

Académico de la Real Academia de la Historia

Introducción

El naciente Estado español se abrió paso en un escenario hostil a lo largo del siglo de las reformas, siempre defendiéndose de los Grandes, gracias a la protección que, sin saberlo, la Monarquía dispensó a ministros como Zenón de Somodevilla y Bengoechea, hijo de un hidalgo pobre. Plebeyo como la mayoría de los servidores de los Borbones, el que fue ennoblecido por Carlos iii en Nápoles con el título de marqués de la Ensenada es el más acrisolado ejemplo del nuevo personal político al servicio de los Borbones, tanto como Patiño, su protector, o como Floridablanca, aunque Ensenada nunca pisó una universidad, ni fue hombre de libros, ni por tanto pudiera aplicar a su política los fundamentos jurídicos que sí favorecieron el desarrollo en plenitud del sistema, con Floridablanca o Campomanes.

Ensenada fue pieza clave en la conformación de lo que hemos venido en llamar Despotismo Ilustrado: «los ministros que proponen y el rey que decide», como acertó a definir el sistema político el ministro Wall. Y fue el que inició el desafío contra los Grandes hasta apartarlos del poder, como quiso siempre Isabel de Farnesio, que previno a sus hijos contra ellos y contra los consejos, donde eran más fuertes. Precisamente, los dos más descollantes del siglo, el duque de Alba y el conde de Aranda, fueron los causantes de las dos «caídas» del marqués, primero el 20 de julio de 1754, cuando fue desterrado a Granada; luego, el 18 de abril de 1766, cuando definitivamente abandonó Madrid para instalarse en Medina del Campo, donde murió quince años después. Aunque algunos nobles aparentaran ir con el espíritu del siglo y ser ilustrados, en cuanto se tocaban sus privilegios clamaban contra los advenedizos. Siempre consideraron así a ministros como Ensenada, al que llamaron para recordarle sus humildes orígenes el En sí nada; también Adán (Nada al revés). Como todo hijo de pobre, él mismo se humillaba repitiendo que no era nada.

Ensenada creció en la Marina, como él mismo dijo a menudo —«mi mundo es la Marina»—, pero una vez alcanzada la protección de Isabel de Farnesio tuvo todo a su favor para desarrollar un proyecto político integral. A pesar de que al lado estaba el otro ministro poderoso, José de Carvajal y Lancáster —noble y universitario—, Ensenada fue el verdadero motor de las reformas «en cuanto la paz nos deje libres de hacer prodigios si supiéramos» —se refería a la paz de Aquisgrán de 1748—, desempeñando los ministerios de Hacienda, Guerra, Marina e Indias. En ese momento cumbre en su carrera, el padre Isla le llamó el «secretario de todo». Carvajal debió aceptar que él no había sido el primer ministro que necesitaba la Monarquía; tampoco lo fue Wall.

Si Ensenada fue más que un ministro es porque supo rodearse de una red clientelar muy extensa y variada. Los ensenadistas le llamaban «jefe», el mote cariñoso era el Amigo, también le llamaban Tinto y se referían a él por escrito como B, quizás por la inicial de su apellido Bengoechea, o porque su firma contenía un rasgo que parecía la letra b. En el retrato más conocido, el de Amigoni, aparece con buena figura y cara pálida, pero le llamaban Tinto porque su tez era muy oscura y, además, era bajito.

Los elogios a su persona fueron muy abundantes. Citaremos algunos: simpático y jovial, oía más que leía —tenía más de 4000 libros, pero su casa era conocida por los muchos invitados que cenaban allí, en las célebres cenas de don Zenón—, tenía ese carácter abierto y franco para la amistad que todavía caracteriza a los riojanos, a los hombres de las tierras con vino. Él mismo intentó hacer una bodega con cargo a la Real Hacienda en Lantadilla para surtir de vino a la corte (en palacio se bebía champagne y vinos franceses) y hasta se preocupó de mejorar la exportación de vinos a Inglaterra durante la neutralidad.

Era tesonero y astuto, pero no desconfiado. Llegó a ser inmensamente rico y sobresalió siempre por el lujo de su atuendo y de su casa, pero no fue un atesorador, ni permitió la adulación. Fue siempre magnánimo con quienes le sirvieron, quizás porque supo que una buena bolsa era un seguro de fidelidad. Pero nunca cayó en el nepotismo: «no saca la cara por sus parientes, ni hasta ahora ha hecho por ello cosa alguna», le dijo el padre Rávago al cardenal Portocarrero. Fue adicto al «brazo jesuítico», mas un pasquín decía: «Parecía buen católico, pero no se le conoció confesor».

Pero no todo fueron elogios. Desde luego no hay que esperarlos del duque de Alba, «cuyo mal corazón igualaba a su gran talento», según dijo el conde de Fernán Núñez, o del conde de Aranda, que al final acabó aborrecido por su soberbia; tampoco de aquellos nobles cortesanos a los que les recortó sus sueldos y sus privilegios en la corte, ni del embajador Keene, que le insultó hasta la saciedad retratándolo como «enemigo de Inglaterra» y que sentenció que no le volvería a ver hasta el valle de Josafat.

Se hizo grandes enemigos que le odiaron toda la vida, pero Ensenada gozó de los dones de la amistad. Uno de sus mejores amigos fue Jorge Juan, el marino matemático, hosco con todos, pero íntimo del marqués. También fue amigo de Grimaldi, del que, aun estando desterrado en Medina del Campo, pudo despedirse cuando este salía de España en 1777. Y también conservó de por vida la amistad con Manuel Ventura Figueroa, su querido gallego que llegó a ser gobernador del Consejo de Castilla, sucediendo a un humillado —una vez más— conde de Aranda. Su gran hechura fue el bilbaíno Ordeñana y su hombre de más confianza el jesuita padre López, así como su criado Rosellón. Tenía amigos y confidentes en toda España y en el extranjero. Los intendentes eran hechuras suyas, como los agentes del Real Giro, o parte del personal de las embajadas, quienes tenían con él una correspondencia paralela a la oficial que mantenían con Carvajal. Conocía tanto la corte de Versalles —por la mismísima duquesa de Pompadour, una inteligente mujer amante de Luis xv— que sabía el grado de venalidad de los ministros, como le demostró al duque de Huéscar, describiéndole a cada uno. Sobornó, pero no fue sobornado. Manejó la bolsa con esplendidez, pagó ya a un periodista de la Gaceta de Berna para que la prensa hablara bien de sus logros políticos, e incluso sobornó al nepote del Papa para lograr el concordato. En las instrucciones a Ulloa, Juan y otros viajeros por Europa, Ensenada dejaba claro lo que tenían que decir sobre los puntos estratégicos —América, dinero, proyectos, etc.— según estuvieran en una u otra corte, así como lo que tenían que observar. En esto nadie le dio tantas satisfacciones como el espía Jorge Juan cuando estuvo en Londres. Como Felipe ii, sin moverse de la corte, conoció el mundo (lo que le interesó de él).

Entre las mujeres gozó de estimación y fue bastante mujeriego, siempre estuvo muy cercano al personal femenino de la corte, a la marquesa de la Torrecilla y a la de Salas, la de Torrecuso, etc. Cuando fue nombrado ministro en 1743, se pensó que las cortesanas habían influido en Isabel de Farnesio y así lo comunicó a su corte el embajador francés, que ya antes había dicho: «aspirará a puestos elevados disputándoselos a los Grandes». En cuanto a sus amoríos, un marido estuvo a punto de pillarle con su mujer en Granada, mientras un año después lo encontramos en El Puerto de Santa María manteniendo un cortejo. Pasaba ya de los cincuenta años.

Pero además de Ensenada está el ensenadismo, que es lo que verdaderamente agiganta la dimensión política del marqués. Es todo un proyecto político con los valedores y ejecutores en los puestos estratégicos, incluida una formidable red de espionaje en media Europa, de la que Jorge Juan, con sus andanzas en Londres, es el más brillante ejemplo. El proyecto se desplegaba desde los ministerios a los intendentes, los generales, los factores del Real Giro —el banco de pagos en el exterior creado por Ensenada— y a toda la red de personal técnico al servicio de la Corona. Primero, Hacienda, de la que dijo no entender una palabra, pero que era la clave de todo proyecto. «El fundamento de todo es el dinero», afirmó. De esa máxima deriva el catastro, una idea que no pertenece tanto a una presunta filantropía como al convencimiento de que eran los ricos los que debían pagar, pues los pobres no tenían. Así, la Monarquía no podía ser rica y los proyectos quedaban empantanados. El catastro fue un poderoso instrumento antiseñorial, causa de que los Grandes intentaran paralizarlo en cuanto se dieron cuenta del peligro, lo que obviamente consiguieron haciendo caer al marqués. Los ricos nunca han pagado impuestos en España.

Luego, la construcción naval: sin una poderosa Marina no se podía mantener un imperio al otro lado del mar, menos teniendo ya en el horizonte la enemiga abierta de Inglaterra, lanzada a la conquista de mercados ultramarinos y fuentes de aprovisionamiento de materias primas. Pero también había que reformar la relación con América, acabar con el monopolio de Cádiz, aunque esto quedará para más adelante. La reforma del Ejército, para hacerlo menos costoso, completaba su visión de la estrategia. Francia tenía el mejor ejército de tierra de Europa y Ensenada nunca pensó en romper el pacto de familia. Esto le ganó fama de adicto a Francia y enemigo de Inglaterra, pero su «afrancesamiento» solo era —como casi todo en su vida— un cálculo frío de sus posibilidades. El dinero, la bolsa siempre dispuesta, para pagar a los mejores —desde científicos a constructores navales ingleses—, pero también para sobornar al nepote del papa —como tuvo que hacer para lograr el concordato más regalista en siglos—, fue marca de la casa, junto con una alta dosis de crueldad, como la que empleó con su «amigo» Macanaz, con los cabezas del motín de Caracas, o con los gitanos, a los que intentó exterminar: la página más negra de su biografía. Nunca consideró que debía cambiar de opinión, pues pensaba que los enemigos lo tomarían por «inconstancia de ánimo». Fue por eso el gran déspota.

Tenía muchos amigos intelectuales que reflexionaban sobre el gobierno y habían escrito abundante literatura política —Carvajal leyó a Montesquieu y estaba suscrito a la Enciclopedia; incluso escribió un par de textos políticos—; pero Ensenada no tenía grandes concepciones ideales sobre la finalidad global de su actuación política. Pragmático y calculador como todos los déspotas, no podía concebir un proceso de cambio articulado en torno a principios y etapas. Cuando dijo «busco dinero y fuerzas de mar y tierra y no teologías», definió a la perfección su concepción del gobierno.

No tuvo preocupaciones sociales y políticas que pudieran alterar las estructuras de un Estado todavía enano, ni un ideario preconcebido, como lo prueba el desorden de sus ideas en las Representaciones que dirigió al rey. Como sus antecesores, Patiño y Campillo, comprendió que la solidez de las viejas estructuras políticas solo permitía reformar, nunca atacar frontalmente los problemas y menos aún tocar el marco de los privilegios donde, en definitiva, residían los verdaderos poderes y el motor para reproducir el sistema. Si una parte de la nobleza comprendió la necesidad de adaptarse a la nueva realidad que iba imponiendo el crecimiento económico y el desarrollo científico es porque hubo un consenso tácito de hasta dónde y qué se podía cambiar. Así, el Estado, en su esencia absolutista, se revelaba como el gran instrumento para impulsar las reformas, pero a la vez era el que impedía los cambios. Y por eso, en cuanto los déspotas plebeyos provocaban la sospecha de los Grandes a causa de alguno de sus proyectos, el rey dejaba de ser su valedor. Recordemos que no solo Ensenada —dos veces desterrado—, también Macanaz y hasta el mismísimo Floridablanca probaron el castigo de la prisión. La lista de «caídos» es, obviamente, mucho mayor.

Siempre dominado por el sentimiento de superación —«En sí no soy nada, pero amo mi reputación como si fuera algo»—, por la ambición —«la monstruosa fortuna que he hecho»— y por la pasión por los saberes útiles —pues siempre se codeó con hombres de ciencia—, Ensenada fundamentó sus proyectos hábilmente, sin importarle la procedencia de sus apoyos: científicos, militares, clérigos o funcionarios. Pero nunca reparó en que era ilustrado… lo mismo que Carlos iii, y jamás se hubiera atrevido a pregonar su oculto pecado, el despotismo, que eran las «maquiaveladas» que decía Carvajal que le desesperaban. Su enjoyada exhibición en público fue un acto más de servicio y la necesaria máscara del hijo de un hidalgo pobre: «por la librea del criado se ha de conocer la grandeza del amo», dicen que le dijo a Fernando vi.

Todo esto es lo que vamos a desgranar en las páginas que siguen. Nos apoyaremos en algunos trabajos míos anteriores, entre ellos El proyecto reformista de Ensenada (Lleida, 1996) y Fernando vi (Madrid 2001), del que hay edición en Punto de Vista Editores. También incorporo otros trabajos míos, digitalizados en www.gomezurdanez.com. En ellos se pueden buscar las referencias documentales de los archivos en que he trabajado, en especial AHN y Simancas. Destaco sobre todo los dedicados al conde de Superunda —también riojano, íntimo del marqués—, Olavide y Feijoo. El agudo fraile de Oviedo tuvo un interesante affaire con Ensenada —a través de su hechura Ordeñana—, una prueba de fuego de con quién se la estaba jugando el benedictino, siempre metido en política. Y en fin, de eso, de política es de lo que va este libro, que no pretende ser una biografía, sino una herramienta más para comprender a uno de los hombres decisivos en el proceso de robustecimiento del Estado español.