La Pandilla

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LA PANDILLA

Vianos, verano de 1970

[José Garrido Villanueva]

Primera edición: enero de 2020

© Copyright de la obra: José Garrido Villanueva

© Copyright de la edición: Angels Fortune Editions

ISBN: 978-84-121212-3-0

Depósito Legal: B-25416-2019

Corrección: Teresa Ponce

Ilustración de portada: Adrián Garre García

Maquetación: Celia Valero

Edición a cargo de Ma Isabel Montes Ramírez ©Angels Fortune Editions

www.angelsfortuneditions.com

Derechos reservados para todos los países

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni la compila- ción en un sistema informático, ni la transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico o por fotocopia, por registro o por otros medios, ni el préstamo, alquiler o cualquier otra forma de cesión del uso del ejemplar sin permiso previo por escrito de los propietarios del copyright.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, excepto excepción prevista por la ley»

PRÓLOGO

Al final, el verano de 1970 nos dejó una de las peores experiencias que se puedan vivir, sobre todo siendo niños. No puedo borrarme de la cabeza la imagen de aquel cortejo fúnebre caminando hacia el cementerio aquella tarde soleada de septiembre.

Don Marcelino, el alcalde; don Arsenio, mi maestro; don Celestino, el cura… caminaban con cara de pesadumbre, como si sobre Vianos hubiera caído una maldición. Y es que, al ser un pueblo pequeño, las desgracias parecen más grandes, porque nos conocemos todos y llegan a toda la gente: grandes y pequeños, hombres y mujeres…

También acompañaban la comitiva Rufino el Pastor; el alguacil; Berto, sobrino del alcalde, y sus amigos; el Alicates, que decimos que es el tonto del pueblo, pero, en realidad, lo que le pasa es que le falta un tornillo; Felipe, el camionero; su padre, Venancio; Andrés, el del bar de la plaza Mayor; Bárbara, Lola, la Pili y la Mila, que eran las chicas con las que a veces jugábamos mi pandilla y yo; por supuesto, nuestras familias —las de mis amigos y la mía, quiero decir—, y mis amigos y yo, faltaría más. En fin, toda la gente del pueblo quiso acompañar en esa despedida a aquella familia destrozada. En nuestras caras tristes se veían los efectos de la terrible desgracia que sacudió el pueblo a últimos de aquel verano que, al final, marcó un antes y un después en nuestras vidas.

Pero no adelantemos acontecimientos y volvamos tres meses atrás. Abrámosle las puertas a un verano que, como todos por aquella época, se presentaba genial.

1. EL REMANSO

No os podéis imaginar las ganas que teníamos de coger las vacaciones. ¡Qué hartura de Matemáticas, Lengua, Historia y, sobre todo, de don Arsenio! En aquella época en que los días ya eran largos y calurosos, oírle hablar de fórmulas, de apotemas, de predicados y sustantivos daba una desazón... Cuando mirábamos la ventana y veíamos aquel sol tan espléndido, que parecía llamarnos, volvíamos los ojos hacia la pizarra con una cara de asco que no podíamos con ella.

Menos mal que en aquella hermosa época del año, la primavera bien avanzada nos traía un entretenimiento al que nos entregábamos con ganas. No solo porque era la antesala del verano, al que llevábamos esperando durante meses, sino que, además, nos lo pasábamos en grande.

Se trataba de coger renacuajos, que durante esos días estaban viniendo al mundo. El lugar elegido por la mayor parte de los niños de Vianos para buscar estos pequeños bichos era el arroyo de las Moreras. Pero quiero aclarar que este es el nombre formal, porque todos en el pueblo lo conocíamos por el Royo, así sin más. Y es que, claro, como decía mi padre, «con el agua que lleva, ¿para qué quiere más nombre?». Pues eso digo yo.

Pero resultaba que aquel invierno había sido abundante en lluvias y el Royo rugía como si estuviera cabreado. Nosotros buscábamos los renacuajos en el mismo nacimiento del arroyo, en un sitio que, como no puede ser de otra forma, se llama el Nacimiento.

Para llegar hasta el Nacimiento basta con coger la carretera del Royo, que no está asfaltada y tiene piedras para dar y tomar. Al comienzo de esta carretera hay unas cuantas eras, que son como corrales grandes con las paredes de piedra muy bajas y el suelo también empedrado. Aunque entre piedra y piedra nace bastante hierba y esto hace que, sobre todo en primavera, presenten un color verde muy bonito.

En estas eras, que, por cierto, también las hay en otras partes del pueblo, era donde lo agricultores trabajaban el cereal segado para separar el grano de la paja. Esta labor, si se hacía al método tradicional, exigía un gran esfuerzo, aunque las cosechadoras ya funcionaban en esa época y el trabajo se hacía mucho más soportable. De todos modos, ya os hablaré sobre este asunto un poco más adelante.

Tengo que deciros que la carretera del Royo tiene un desnivel apreciable y algunas curvas son muy cerradas, como una que se encuentra a mitad de camino hasta el Nacimiento y da vista a todo el valle. En esa, si te pasas de frenada, caes por un terraplén lleno de rocas y, bueno, ya te puedes ir despidiendo de este mundo.

Más abajo, como a dos kilómetros del pueblo o algo más, en otra curva de aúpa, hay un puente de piedra que a mí me gusta mucho. Por debajo de él pasa el arroyo de las Moreras, o sea: el arroyo que da nombre a todo el valle y que está lleno de huertos, con algunos olivares más abajo; es decir, lo que se viene llamando el Royo de toda la vida. El Nacimiento está a menos de doscientos metros a la parte de arriba de ese puente. Es facilísimo llegar andando hasta él. Allí hay varias charcas donde abundan los renacuajos.

Cada uno de nosotros llevaba un frasco donde alojar a los animalillos que capturáramos, después de haber vertido en su interior un poco de agua para que pudieran vivir hasta que los lleváramos a casa y los instaláramos en recipientes mayores.

Pero antes de seguir, me gustaría aclarar algo. Los que no viváis en pueblos pequeños os preguntaréis por qué motivo atrapábamos a estos animales inocentes. También, por qué hacíamos tantas otras cosas que iréis conociendo a lo largo de estas páginas. Seguro que nuestras diversiones eran distintas a las vuestras en las grandes ciudades, pero, claro, cada uno se debe amoldar a lo que tiene. Y en el pueblo, si algo está de sobra es naturaleza y ganas de disfrutar de ella. Y eso es lo que hacíamos mis amigos y yo.

Veréis, en esas tardes de calor daba gusto llegar a una charca repleta de renacuajos, descalzarse, meter los pies en el agua fría y emprender una batalla campal contra los pobres bichos, que recorrían la charca a gran velocidad. Y hacíamos competiciones para ver quién era capaz de meter más bichos en su frasco.

Pero la diversión no terminaba ahí. Luego, en nuestra casa, los cuidábamos y los veíamos hacerse mayores, observando cómo perdían la cola y les crecían las patas, hasta convertirse en ranas diminutas que intentaban escapar del envase donde las teníamos guardadas. Y, por último, para que no penséis que éramos unos..., bueno, lo que podáis pensar que éramos, las llevábamos de nuevo al Nacimiento y las poníamos en libertad.

Quería aclarar esto para que no penséis que no teníamos escrúpulos. Es cierto que solíamos hacer algunas trastadas, bueno, lo dejaremos en muchas, pero eso no significa que lo destrozáramos todo a nuestro paso. Éramos niños, igual que los demás.

Debo decir que Pablo era el más hábil de la pandilla, y no solo en coger renacuajos, sino en todo lo demás. Ponía un pie a cada lado de la charca y con rápidos movimientos de manos causaba estragos en la población. Después, a gran distancia, me encontraba yo. Cogía alguno de vez en cuando, siempre entre una serie de manotazos inútiles que ponían a Pablo de los nervios.

—¡Eres el colmo, Blandengue! —me solía decir cuando fallaba.

Debéis saber que en los pueblos pequeños muchas personas, sean pequeñas o mayores, tienen un mote. Este puede hacer referencia a su forma de ser, a su apariencia física o al oficio que haya tenido.

Algunos motes son muy feos, porque representan lo peor que los demás ven en esa persona. Por eso se lo ponen, para resaltar sus defectos. Y no es raro que haya gente que le fastidie que no la llamen por su nombre, porque, claro, si uno tiene un mote tan feo, lo normal es que no le guste que lo llamen por él. Este era mi caso, porque desde siempre he sido bastante sensible y me cuidaba mucho de hacer ciertas gamberradas, y eso en un pueblo tan pequeño como Vianos tiene un precio. De cualquier forma, diré que mi nombre es Fernando, Nando para los amigos.

De todos modos, moleste o no, si tienes mote te lo dicen de todas formas. Así que ¿para qué enfadarse si va a dar igual? También debéis saber que existen motes que pasan de padres a hijos, como si se arrastraran de generación en generación.

Por lo que respectaba a Luis, bueno, ¡qué malo era!, no cogía un renacuajo ni por recomendación divina. Lo veíamos superconcentrado, preparando un golpe que parecía mortal de necesidad y, cuando conseguía asestarlo, el bicho se había metido en el último rincón. Como era natural, nosotros guardábamos las distancias para que no nos pusiera chorreando. Y también nos tronchábamos de risa, que todo hay que decirlo.

—No sé por qué os reís, si he estado a punto de pillarlo —se defendía él.

 

¡Era para matarlo a huevazos!

Pero, si había alguien que pudiera considerarse aliado de los renacuajos, ese era Javi. Y es que era muy poco habilidoso, pero no solo en eso, sino en todo lo que se ponía. Recuerdo una tarde que, cuando disparó la mano en busca de un renacuajo que creía a su alcance, se le resbaló un pie y cayó de culo en el arroyo. Tuvieron que pasar muchos minutos hasta que se nos pasara la risa contagiosa que nos atacó a los tres antes de que pudiéramos ayudarle a salir del bache que su enorme trasero ocasionó en el lecho del arroyo. Luego se miró los pantalones llenos de barro, con las lágrimas asomándole por el rabillo del ojo. Otras veces, al agacharse, la presión de los intestinos liberaba un poderoso trueno que nos hacía retorcernos de risa, al tiempo que poníamos tierra por medio, o sea, que salíamos pitando.

—¡Eres más guarro que una cloaca! —protestaba Pablo.

—Es que… yo… —mascullaba Javi.

Tirillas y yo nos tronchábamos. Incluso se nos quedaba esa risa floja, ya sabéis, la que hace que uno la emprenda a carcajadas ante cualquier tontería que pueda pasar después. Bueno, quiero deciros que Tirillas es el mote por el que todos conocíamos a Luis. Y es que era tan delgaducho que parecía que se iba a romper.

En fin, como quien no quiere la cosa, ya os he presentado a mis tres mejores amigos. Los cuatro formábamos una pandilla genial. Mi abuela nos llamaba los Cuatro Jinetes de la Pocalisis, que no sé muy bien lo que quería decir con eso, pero es que... como hablaba tan mal...

Pero vayamos a aquella tarde de primavera, con las vacaciones de verano metidas entre ceja y ceja, cuando estábamos en el lugar donde era seguro que cogeríamos un buen puñado de renacuajos. Así lo pensábamos nosotros.

Allí, en las charcas del Nacimiento, nos juntamos casi todos los chicos del pueblo, una docena más o menos. La mayoría solo llevábamos nuestro frasco para guardar las capturas, pero para cogerlos íbamos con las manos limpias; era más divertido atraparlos con las manos que con la red como hacían algunos. Debido a que sobraban pescadores se crearon algunas tensiones, que podrían haber acabado mal de no ser por la genial idea que se le ocurrió a Pablo.

—¿Por qué no nos vamos al Remanso? —nos dijo a los tres, con cuidado de no ser escuchado por los demás.

—¿Dónde está el Remanso? —preguntó Javi muy serio.

—¡Eres increíble! —le respondió Pablo con desprecio—. A ver cuándo le dices a tu madre que te destete. Pareces un crío pequeño.

Yo hice un gran esfuerzo por contener la risa, a pesar de que tampoco tenía ni idea de dónde estaba el puñetero Remanso.

—¿Y qué es un remanso? —Ahora era Luis quien pedía información.

Pablo le dirigió una mirada feroz y él se arrugó hasta convertirse en una pasa. Yo encontré el momento para aportar a la situación un toque culto y apuntarme un tanto delante de todos.

—Es una poza que se produce en el cauce de un río debido a una depresión del terreno...

—¿Ha terminado ya el profesor?

Esta pregunta de Pablo, llena de mala leche, no aclaró en absoluto si había acertado con mi intervención, pero sí me convenció de que era el momento de callarme. Sin añadir una palabra más, Pablo nos hizo un gesto y echó a andar hacia la carretera. Nosotros le seguimos con paso escurridizo, sin hablar.

—¿Es que os vais? —preguntó Eduardo, un chico que pertenecía a otra pandilla, que nosotros llamábamos los Pistoleros.

—Ya nos hemos cansado y nos vamos a Vianos —mintió Pablo ante las miradas de algunos otros niños que habían levantado la cabeza al escuchar la pregunta de Eduardo.

Si lo creyeron o no, no lo sé, pero siguieron capturando renacuajos y pasaron de nosotros.

Cuando llegamos a la carretera, en vez de girar a la derecha, por donde se iba al pueblo, caminamos en dirección contraria.

—Veréis como allí no nos molesta nadie —comentó Pablo unos metros más adelante, al pasar una curva que impedía que nos vieran el resto de los chicos.

—¿Crees que habrá renacuajos? —me atreví a preguntarle.

—Seguro que hay a montones.

Tengo que decir que Pablo era el único que se mostraba tranquilo mientras nos distanciábamos de los otros chicos. Los demás, que no estábamos acostumbrados a alejarnos tanto del pueblo, sentíamos un hormigueo en el estómago. Era el temor que nos inspiraba esa repentina expedición hacia un mundo desconocido, un mundo que podría estar poblado por extrañas criaturas. La palabra remanso, aunque se tenga una idea de lo que significa, suena un poco misteriosa, ¿verdad que sí?

—¡Y serán todos para nosotros! —continuaba Pablo, como hablando para sí mismo.

Se notaba la satisfacción que sentía por abandonar un lugar en donde la presencia de otros chicos podía dejarle en un segundo plano; y es que a él le gustaba que lo miraran y que todos pensaran que era el mejor. Quiero decir que cuando estaba con nosotros era él el que mandaba, pero, en presencia de otros, la cosa no estaba tan clara. Ya os iréis dando cuenta de eso.

Mientras andábamos carretera abajo, él nos ponía al tanto de sus múltiples andanzas y de la soltura que tenía en todos los lugares por donde se movía. Pero a pesar de la tranquilidad que él manifestaba, el temor se agrandaba dentro de mí con cada paso que daba. Aun así, en el grupo había dos chicos de los que siempre se esperaba que se asustaran antes que yo, y no podía mostrarme débil porque pondría mi imagen en entredicho. Por eso era mejor callarme, porque Luis y Javi ya se quejarían en mi lugar.

I

Seguíamos alejándonos del Nacimiento. La carretera descendía por la margen izquierda del arroyo, llena de curvas, y, por debajo de ella, grandes zarzales, espinos y otras malezas nos separaban de los huertos. A la parte de arriba de la carretera se veían algunas plantaciones abandonadas de almendros, mezcladas con encinas y otras plantas más pequeñas.

Pasamos la curva de donde sale el camino de Las Cabezas, que es una finca privada. A nuestra izquierda se alzaba una colina donde la vegetación era diferente a la que dejábamos atrás. Las retamas y los tomillos daban paso a lentiscos, jaras y cantuesos, los dos últimos en flor, que dotaban al terreno de una bella alternancia en el colorido, variando del blanco de las jaras al morado del cantueso, e impregnaban el ambiente de un profundo olor a esencias que parecía aislarnos de todo.

Y es que el campo, a veces, parece que te quiere para él solo, que no desea compartirte con nadie, por eso te regala esos aromas y esos colores, para que no eches nada de menos y solo quieras estar allí. Esta es la mejor forma que se me ocurre para explicar lo que se siente cuando se está en plena naturaleza.

De vez en cuando oíamos las carreras huidizas de los conejos entre la vegetación o el vuelo de las aves que se movían de rama en rama buscando su sustento y el de sus hijos. De pronto, asustada por nuestra presencia, una serpiente cruzó la carretera por delante de nosotros.

Yo sentí que se me erizaba el cabello de la nuca. Una ojeada rápida a los rostros de Luis y de Javi me mostró que ellos estaban tan asustados como yo. Pero bastó una mirada inquisitiva de Pablo para que no nos atreviéramos ninguno a rechistar.

Un poco más adelante, tras casi media hora de camino desde el Nacimiento, Pablo se salió de la carretera hacia la derecha y empezó a cruzar un olivar en dirección al arroyo. Nosotros le seguíamos expectantes, aunque un poco temerosos por lo que pudiéramos encontrarnos al llegar al Remanso, ese misterioso lugar que cada vez nos gustaba menos.

—Ya estamos llegando —anunció Pablo con voz triunfal. Aunque tengo que reconocer que yo no compartía su euforia.

Con mucha cautela, nos acercamos detrás de Pablo hasta la orilla del arroyo. El cauce estaba incrustado entre dos filones de tierra. A ambos lados se ceñían aglomeraciones de zarzas y un sinfín de plantas desconocidas para mí.

Por término medio no medía más de tres metros de ancho. Estaba sembrado de pozas de escasa profundidad y numerosos saltos de agua. Todo el conjunto componía una imagen preciosa, aunque sé muy bien que la inseguridad que sentíamos aquel día, tan lejos de las tierras conocidas, no nos permitía apreciarla como era debido.

—¿Es este el Remanso? —preguntó Luis con cierta ansiedad.

Él no lo decía, pero yo sabía muy bien que no le apetecía alejarse más del pueblo. El miedo se le notaba hasta por encima de la ropa.

—¡Claro que no! —respondió Pablo irritado—. Estos no son más que charcos. El Remanso está un poco más abajo. Os he traído aquí para ver si hay renacuajos.

Sí, había renacuajos, y muchos. También se veían plantas acuáticas que asomaban llenas de flores blancas sobre la superficie del agua.

—¿Qué os había dicho yo? —dijo Pablo lleno de orgullo.

Aunque nos disgustara tener que reconocerle algún mérito, porque él era el primero en darse bombo, en esa ocasión era justo darle la razón. Si había un lugar donde se podían capturar renacuajos en abundancia, sin duda alguna, era este tramo del arroyo, siempre y cuando no le dieran a uno miedo los bichos que pudieran estar escondidos entre las plantas o las rocas que se veían en el lecho.

Enseguida pensé que era el sitio idóneo para pasar el resto de la tarde. Pero, como era de esperar, una vez que estábamos allí, Pablo no se conformó con que nos quedáramos en ese lugar, y eso que Luis, Javi y yo no queríamos más emociones por aquel día. Pero eso a él le daba igual. Tenía metido en la cabeza que iríamos al Remanso, y a ver quién era el guapo que lo convencía de lo contrario.

Cuanto más hablaba del Remanso, más interés perdíamos nosotros en conocerlo. De buena gana habría dado allí mismo la vuelta y regresado a mi casa. Eso sí, llenando antes el frasco de renacuajos, que para eso habíamos ido.

—¿Por qué..., por qué no... nos quedamos aquí? —fueron las palabras atropelladas de Javi en un torpe intento de hacerle entrar en razón.

Pero Pablo no estaba dispuesto a perder la oportunidad de impresionarnos y postrarnos a sus pies más aún de lo que ya estábamos.

—¿Estamos al lado del Remanso y no vamos a llegar hasta él? —preguntó poniendo cara de incredulidad.

—A mí también me da igual —murmuró Luis.

El brillo de sus ojos le delataba. Este tenía más miedo que yo.

—¡Tú cállate, Tirillas! —fue la cortante respuesta de Pablo.

Después me miró a los ojos, con una mezcla de ira y desafío en la mirada. Yo bajé la vista, nervioso y asustado.

—¡Andando! —concluyó.

Una simple ojeada al Remanso y nos dieron ganas de volvernos. Era inmenso. Un enorme socavón del terreno que se extendía por la margen derecha de la corriente, justo enfrente de donde estábamos nosotros. En esa parte, la orilla se elevaba formando un cortado escabroso, lleno de maleza que se descolgaba sobre el agua y cubría una amplia zona de su superficie.

El fondo era un cenagal oscuro que no dejaba ver el lecho. Por la izquierda, junto a nosotros, corría el agua cruzándolo a lo largo, mientras que al otro lado se arremolinaba, portando ramas, hojas secas y pequeños cadáveres de animales ahogados, que giraban sin parar sobre un agua estancada. En la parte de abajo, donde el arroyo se estrechaba y recobraba su cauce normal, muchas plantas de todo tipo se elevaban desde el fondo buscando la luz, y también contribuían a engrandecer el misterio que encerraban esas profundidades.

Desprendía un olor raro, como a cieno y podredumbre, que resultaba bastante desagradable. Pero lo que más me chocaba era la calma que transmitían las aguas del Remanso. Parecía que el tiempo no pasaba por ellas, con su lento fluir día y noche y año tras año, siempre igual, sin permitir que nada ni nadie la alterara, consciente de su poder. Nosotros percibíamos ese poder y eso nos inquietaba.

Miramos el Remanso como si estuviéramos hipnotizados, sin darnos cuenta de que el sol estaba próximo a ponerse tras las lejanas laderas que teníamos a nuestras espaldas. Tengo que decir que yo estaba casi temblando, y Javi y Luis, tres cuartos de lo mismo. Seguro que en nuestros ojos se reflejaba el miedo que teníamos. Sin embargo, los ojos de Pablo se mostraban indescifrables, igual que las aguas oscuras del Remanso.

—Miremos si hay renacuajos —dijo Pablo aproximándose a la orilla.

 

Nosotros le seguimos rezagados, titubeantes, no teníamos ganas ningunas de acercarnos al agua. Desde arriba no se veían renacuajos, pero sí vimos algunos peces, y ranas que saltaban desde la orilla y nadaban veloces para esconderse entre las plantas, y después asomaban las cabezas y nos miraban con sus ojos saltones.

Pablo se situó al borde mismo del agua. Su audacia aumentó nuestro temor.

—Venga, acercaos más. No seáis cobardes —dijo.

Más que de una invitación se trataba de una orden. Los tres nos colocamos detrás de él, cagados de miedo. Un bicho parecido a una rata nadó por la misma orilla en que estábamos. Dimos un respingo y Pablo explotó a reír. Pero nosotros no nos reíamos. Hacía ya rato que no teníamos ganas de reírnos, porque aquella aventura no tenía nada de divertida. Os lo digo yo.

Con mucho disimulo, Pablo rodeó con su brazo la espalda de Javi y le dio un pequeño empujón, como si quisiera tirarlo al agua. Javi intentó escaparse mientras lanzaba un grito desesperado. La risa de Pablo era histérica. Luis y yo estábamos muy asustados. Javi redobló sus gritos viéndose encima mismo del agua.

—Tranquilo, hombre, que no te voy a tirar —dijo Pablo sin parar de reír.

Entonces vimos una imagen espeluznante: por la orilla de la maleza que se descolgaba sobre el Remanso, una serpiente grandísima avanzaba ondulándose sobre el agua. Ni siquiera nos miró, como si no le importara ni temiera nuestra presencia.

Nada más verla, Javi se revolvió con violencia, tratando de librarse del abrazo de Pablo. De pronto, resbaló y cayó al agua como un pesado fardo. Nos quedamos perplejos viéndole luchar por mantenerse a flote. Pero sus esfuerzos le desviaron de la corriente y en pocos segundos estaba allí donde el agua se arremolinaba y giraba sobre sí misma, muy cerca de donde habíamos visto la serpiente. Las zarzas y espinos que se descolgaban desde la orilla le rozaban la cabeza. Y él chapoteaba desesperado por no caer hacia el fondo.

—¡Tenemos que sacarlo! —gritó Pablo—. ¡No sabe nadar!

Estas palabras nos volvieron a la fría realidad y los nervios nos atenazaron. Era cierto que Javi no sabía nadar, pero es que nosotros, aunque nos defendíamos en el agua, no nos sentíamos capaces de sacar un cuerpo tan pesado como el suyo. Además, nos daba un miedo terrible tirarnos a esas aguas oscuras. Por eso no sabíamos qué hacer. Por eso estábamos paralizados.

Luis empezó a llorar. Pablo me cogió del brazo, tratando de evitar que la actitud de Luis me arrastrase a mí también.

—Tenemos que buscar un palo y tendérselo para que se agarre. Es la forma más fácil de sacarlo —me dijo.

Tan nervioso como estaba, tardé unos segundos en comprender sus palabras.

—¡Venga, rápido! No hay tiempo que perder —me gritó.

¡No encontrábamos nada!

Yo sabía que Pablo había sido el culpable de que Javi cayera al agua. Por eso, él tenía que haberse tirado para salvarle. Si no lo hizo era porque estaba tan asustado como nosotros. Pero a ver quién se atrevía a decírselo.

—Se está hundiendo —dijo Luis entre sollozos.

Pablo y yo regresamos a echar un vistazo. Javi ya no se veía. En su lugar había una zona de agua turbia. Algunas burbujas asomaban a la superficie. No quería ni imaginar lo que eso significaba.

—¡Vamos a buscar el palo! —urgió Pablo.

Noté que su voz estaba cambiada. Y no era solo por el miedo; su rostro desolado me mostró que no creía que se pudiera hacer ya nada por Javi. Seguro que lo intentaba, porque uno no puede estarse quieto viendo morir a un amigo por muy gordo y torpe que sea. Por mucho que a veces nos entraran ganas de alejarnos de él para siempre, era nuestro amigo y..., y dolía mucho saber que se estaba ahogando y no podíamos hacer nada para ayudarle.

Las lágrimas me corrían por la cara cuando eché a andar con intención de ayudar a Pablo a buscar el palo. Ambos sabíamos que no podríamos salvar a Javi. Como mucho, nuestros actos nos ayudarían a retrasar el momento de enfrentarnos a aquella terrible desgracia.

—¡Tú también vienes! —gritó Pablo dirigiéndose a Luis.

Este nos siguió con desgana, sin parar de llorar, limpiándose los mocos con el dorso de la mano. Era una imagen de lo más desoladora. Jamás me he sentido tan pequeño y vulnerable como en ese momento. Viendo a Luis llorar como un bebé, sintiéndome yo mismo insignificante y oyendo a Pablo dar órdenes atropelladas, sin más intención que mantenernos ocupados, comprendí que no es necesario hacerse mayor y madurar para descubrir lo terrible que a veces puede ser la vida.

Cuando volvimos con el palo, no había ni rastro de Javi. Las aguas del Remanso, las que bordeaban la zona de los zarzales y los espinos, se aclaraban y mostraban un vacío inquietante. Miramos su superficie durante unos minutos, afligidos y furiosos por su engañosa inocencia.

II

Las primeras sombras de la noche nos saludaron con humildad, como si quisieran pasar desapercibidas ante el duelo que nuestras miradas sostenían con el Remanso. Como era natural, perdimos el desafío. Así lo demostraron las palabras de Pablo.

—No podemos hacer nada —dijo—. Vámonos. Más abajo hay un vado por donde podremos cruzar. Por el otro lado, en dirección a la fuente de Gilobo, hay un atajo y será fácil subir hasta la carretera. Y ya estaremos cerca del pueblo.

Alzamos la mirada en la dirección que él nos indicaba con el brazo. Sabíamos dónde estaba la fuente de Gilobo, un poco más abajo de la curva que ya mencioné antes, esa que daba vista a todo el valle. Pero para llegar hasta ella tendríamos que recorrer más de un kilómetro, con un tramo final de rampas muy pronunciadas, repletas de arbustos, por donde apenas se distinguía camino alguno. Eso lo sabía porque lo había visto muchas veces desde lo alto cuando bajaba hacia el Nacimiento.

Sin saber qué explicación daríamos al llegar a casa, es más, incluso sin tomar conciencia de lo que hacíamos, echamos a caminar en busca de la carretera. Íbamos cabizbajos, sombríos y silenciosos. De vez en cuando, algún sollozo nos brotaba de la garganta para que no se nos olvidara lo que acabábamos de presenciar.

Poco más abajo del Remanso, el arroyo estaba cruzado por un camino. En él, el agua se extendía y, como había dicho Pablo, se veían varias piedras gruesas que servían de apoyo para los pies, lo que permitía pasar sin mojarse. Ya empezaba a oscurecer, pero nos resultó fácil cruzarlo saltando sobre las rocas.

El primer tramo lo seguimos sin dificultad. Se trataba de un camino ancho que nos adentraba entre olivares y bancales, algunos de los cuales estaban sembrados de hortalizas.

Me preguntaba qué pasaría por la cabeza de Pablo, si se sentiría culpable por causar el accidente que le había costado la vida a Javi. Ignoraba si él, que parecía saber siempre lo que tenía que hacer, asumiría su responsabilidad en el accidente o si, por el contrario, aprovecharía el poder que tenía sobre nosotros para darle a la situación el giro que más le conviniera. Y es que me aterraba que quisiera cargarnos a nosotros con las culpas. Desde luego, si lo hacía, yo no estaba dispuesto a callarme. ¡Esta vez no!

Si digo la verdad, no tenía ganas de volver a mi casa. ¿Con qué cara nos enfrentaríamos a nuestros padres? ¿Qué ocurriría cuando la madre de Javi nos preguntase por él? ¿Qué le contestaríamos? ¿Podríamos convencerla de que había sido un accidente? Porque por mucho que Pablo quisiera gastarle una broma, la verdad es que fue un accidente. ¡Cielo santo, éramos niños! Estábamos desesperados.

Nuestro caminar se volvió muy lento cuando dejamos atrás las tierras de labor y nos adentramos en las primeras rampas. Sorteábamos retamas, tomillos, matas de espliego... Y fue entonces cuando noté que, camufladas entre las sombras, había algunas aliagas espinosas que nos lastimaban las piernas.