Read the book: «Inscritos en el libro de la muerte»
INSCRITOS EN EL LIBRO
DE LA MUERTE
JOSÉ CALDERERO DE ALDECOA
INSCRITOS EN EL LIBRO
DE LA MUERTE
EXLIBRIC
ANTEQUERA 2021
INSCRITOS EN EL LIBRO DE LA MUERTE
© José Calderero de Aldecoa
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Iª edición
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artística o científica.
ISBN: 978-84-18730-26-9
JOSÉ CALDERERO DE ALDECOA
INSCRITOS EN EL LIBRO
DE LA MUERTE
Índice
Índice
Introducción
Capítulo 1. Mi primer encuentro con la muerte
Capítulo 2. Los sicarios, los dueños del país
Capítulo 3. Mi viaje a EE. UU. Primera Parte: por tierra, mar y aire
Capítulo 4. Mi viaje a EE. UU. Segunda parte: en manos de los Zetas
Capítulo 5. La muerte de Arvin
Capítulo 6. Ser testigo es ser objetivo
Capítulo 7. Huida a la desesperada
Capítulo 8. De Honduras a España
Capítulo 9. La confesión: el verdadero motivo del viaje a España
Capítulo 10. España, empezar de cero
Capítulo 11. Desembarco definitivo en Madrid
Capítulo 12. Denegación del asilo
Capítulo 13. La amenaza sigue vigente
Epílogo. Desterrar prejuicios y tender la mano al prójimo
Introducción
Áxel estaba con el balón en el patio de su casa. Ese día no había ido al colegio porque se encontraba mal. De pronto, el ruido de una motocicleta rompió la típica calma de un día laborable. Sobre ella viajaban dos jóvenes, sicarios de la Mara Salvatrucha. El conductor se detuvo en la casa contigua. No apagó el motor. El acompañante se bajó, sacó una metralleta y, sin mediar palabra, comenzó a disparar. El niño, de tan solo diez años, fue testigo de todo y a partir de entonces no volvió a ser el mismo.
Poco tiempo después su padre, Osman Monterroso, también tuvo un encuentro con los asesinos a sueldo de la banda criminal. Fue él mismo quien pidió audiencia a los sicarios para tratar de averiguar por qué habían obligado a su jefe a despedirlo. Pero la respuesta de uno de los jefes de la mara fue más una sentencia de muerte que otra cosa:
«Mira, semejante hijo de la gran puta, deja de andar averiguando mierdas. Anoche no le mataron con su familia, pero hoy soy yo el que lo voy a matar. Hijo de puta. Y no le digo a Nascat que lo mate ahora mismo porque me voy a dar el gusto de matarlo yo mismo junto con toda su familia. Así que usted y su familia, hijo de puta, ya están inscritos en el libro negro».
Osman se quedó en shock. La mara quería que lo despidieran y ahora encima querían matarle junto con su familia. Pero ¿por qué?
Capítulo 1
Mi primer encuentro con la muerte
Osman Monterroso tenía solo seis meses cuando su padre se fue de casa. Como su madre no podía mantener al niño, lo dejó al cuidado de los abuelos paternos, que no cobraban ningún tipo de pensión1 y sobrevivían gracias a la venta ambulante.
Para ayudar en el sustento familiar, Osman empezó a trabajar siendo todavía un niño. Con tan solo siete años, después de salir del colegio, cargaba sobre sus hombros la responsabilidad de llevar a casa el dinero con el que su familia salía adelante. También cargaba los productos que cocinaba su abuela: pan casero, dulces, tabletas de coco, de azúcar…, que vendía por las calles del pueblo. Era el único ingreso que entraba en casa.
A las ocho de la mañana comenzaban las clases en el colegio, que solo duraban cuatro horas. A las 12:30 comenzaba su horario laboral como comerciante, labor a la que dedicaba el mismo tiempo que había pasado en la escuela. Así se pasó los siguientes siete años de su vida y ya con catorce se graduó en la escuela y se puso a trabajar2 de cobrador de autobuses.
Osman entró como ayudante en el autobús de Lucio, un veterano conductor, que le encargó abrir y cerrar la puerta de emergencia para que los pasajeros pudieran subirse en las estaciones. En el vehículo también trabajaba Néstor (nombre ficticio por problemas de seguridad), que ejercía de cobrador.
Una pistola en el río
A los ocho días de empezar a trabajar (corría el año 1990) Osman tuvo su primera experiencia cercana a la muerte. Las lluvias torrenciales de aquellos días habían provocado el desbordamiento del río, que había anegado gran parte del pueblo. Los trabajadores de los autobuses se habían reunido y esperaban a que bajara el caudal para poder iniciar el recorrido de sus respectivas líneas. Pero la naturaleza se resistía a deponer su demostración de poderío e iban pasando las horas sin que los vehículos pudieran emprender la marcha.
Como la espera se alargaba, algunos trabajadores decidieron pasar el rato agarrados a una botella de alcohol. Otro, sin embargo, pensó que la mejor manera de divertirse mientras esperaban era disparar a los peces que poblaban las aguas, para lo que había ido a casa y se había enfundado su 22 escuadra, una pequeña pistola3.
Después de disparar varias ráfagas contra el agua «se suponía que ya no quedaban balas en la pistola», explica Osman. También se había acabado parte del alcohol, que ya estaba haciendo estragos y eran varios los que se encontraban en estado de embriaguez.
Obnubilado por la bebida, uno de los trabajadores le pegó un puñetazo a un compañero, lo que provocó un revuelo entre todos los presentes. Néstor, que era el que portaba en ese momento la pistola, se acercó al grupo, diciendo: «Tengo ganas de matar a alguien». En ese preciso momento apareció Saúl, un chico del pueblo muy deportista, con muchas cualidades para jugar al fútbol y que, de hecho, iba a fichar por un equipo de la liga nacional. Venía de ver a su novia. «Néstor, ¿para qué vas a matar a otro? Mátame a mí, que soy tu mejor amigo», le dijo Saúl de broma. Néstor continuó con el embuste y colocó la pistola en la sien de Saúl. Osman estaba contemplando la escena en primera persona y solo unos pocos centímetros le separaban de los dos amigos.
De pronto, Néstor accionó el gatillo y un ruido seco salió de la 22 escuadra junto con una bala, la última del cargador, que atravesó la cabeza de Saúl. A pesar de ser una pistola de pequeñas dimensiones, el disparo a quemarropa levantó a más de un metro el cuerpo inerte de Saúl, que era de complexión fuerte, y se empotró contra el suelo ante la estupefacción de todos los jóvenes que allí estaban reunidos, incluido el propio Néstor.
Como el pueblo estaba en alerta por las inundaciones, el alcalde y un policía se encontraban cerca de la escena del crimen. «Fue el mismo Néstor, que estaba en estado de shock por lo que acababa de suceder, el que fue al alcalde a decirle que en las inmediaciones había un herido de bala», asegura Monterroso.
Alertados por el regidor, los servicios de emergencia acudieron al lugar de los hechos y se llevaron a Saúl al hospital. Por su parte, la policía arrestó a Néstor y lo mandó a la cárcel, donde solo estuvo seis meses.
Las dos familias eran muy amigas y la madre de Saúl no quiso presentar cargos, cosa que sí hizo la fiscalía. Los allegados de Néstor contrataron a uno de los mejores abogados de la zona y medio año después quedó en libertad sin cargos.
Los hermanos de Saúl no se tomaron la «broma» tan bien y buscaban a Néstor para matarlo. Lo buscaban, lo buscaban y lo buscaban, así que el que fuera compañero de trabajo de Osman y cobrador en el autobús de Lucio decidió irse a Estados Unidos, desde donde lo deportaron dos décadas después.
Matrimonio de conveniencia
En el ínterin, «mi madre se había casado con un hermano de Saúl» y cuando Néstor volvió a Honduras «enamoró a mi hermana y se casó con ella. Estaba buscando un acercamiento con la familia del que fue su mejor amigo, al que mató veinte años atrás. Como sabía de la boda de mi madre, creía que si se casaba con mi hermana todo quedaba en familia y los hermanos de Saúl dejarían de buscarle para matarle», recuerda Osman. Y funcionó. En parte por los enlaces matrimoniales y porque había pasado tanto tiempo que incluso uno de los hermanos de Saúl, Beto, había muerto de una enfermedad.
Osman no fue a la boda de su excompañero de trabajo y de su hermana. «No me parecía un chico de fiar. No me caía bien. Aquí, en España, un tatuaje puede ser un arte. En mi país no. Los tatuajes son sinónimo de delincuencia», explica. El tiempo le dio la razón.
«Mi hermana era empleada del ayuntamiento, donde llevaba doce años trabajando». Al casarse, su madre prestó dinero al nuevo matrimonio para ayudarles en su nueva vida, cosa que hacía cuando alguna de sus hijas se casaba.
Con el dinero Néstor se fue a vivir a Europa, donde encontró trabajo en un barco turístico. «Antes de partir, mi hermana cobró una indemnización de 190.000 lempiras (moneda de Honduras) por su trabajo durante más de una década en el consistorio del pueblo». Además, Néstor obligó a su mujer a contratar un seguro de vida por valor de 150.000 lempiras.
«Luego supimos que este hombre maltrataba a mi hermana y que sus planes para con ella eran macabros», asegura Osman. «Néstor quería matar a mi hermana, cobrar el seguro de vida y quedarse también con el dinero que ella había recibido del ayuntamiento», añade. En total 240.000 lempiras, es decir, unos 9.500 euros.
La doble vida de Néstor
Néstor mató a Saúl. Fue su primera muerte, pero no la única. «Después de casarse con mi hermana mató a dos importantes políticos. Uno era diputado del Parlamento Centroamericano y el otro diputado del Congreso Nacional. Eran padre e hijo», asegura Osman.
El suceso fue recogido, entre otras publicaciones y sin citar la autoría de los hechos, por la agencia de noticias Europa Press el 11 de abril de 2015. En el artículo, bajo el titular «Tiroteado el expresidente de la Corte Suprema de Justicia de Honduras»4, la agencia española relata cómo Eduardo Gauggel Rivas y su hijo, diputado del Congreso Nacional por el Partido Liberal, fueron asesinados a balazos en San Pedro Sula.
«Ambos se vieron sorprendidos por desconocidos cuando ingresaban a su vivienda en su vehículo. Según información preliminar, varios hombres a bordo de una camioneta blanca y otro vehículo tipo turismo les cerraron el paso y abrieron fuego contra el vehículo. Gauggel hijo sacó una pistola de la guantera e intentó sin éxito defenderse, hiriendo a uno de los atacantes, que ha sido detenido», escribió Europa Press.
Néstor había vuelto de Estados Unidos convertido en sicario «y no nos dimos cuenta». Cuando se produjo el asesinato de los dos políticos, «una cámara cercana al lugar del crimen captó la matrícula de uno de los coches que utilizaron los sicarios. La policía fue a detener al dueño, un tal César. Pero este les dijo a los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado que Néstor, que era su amigo, le había pedido varias veces el coche y que la noche del asesinato lo tenía él», cuenta Osman.
Pero Néstor no es el único sicario de su pueblo. Esta es una realidad que afecta a muchos jóvenes hondureños y que ha sumido al país en la violencia y el narcotráfico.
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1. El Instituto Hondureño de la Seguridad Social inició sus operaciones en 1962.
2. En Honduras la mayoría de edad se alcanza, al igual que en España, a los dieciocho años, pero en el país centroamericano no existe ningún impedimento legal efectivo para el trabajo infantil. De hecho, hay miles de niños que a los siete u ocho años abandonan el colegio y se ponen a trabajar.
3. Tener armas en Honduras es ilegal, pero «en manos de la gente hay un arsenal que ya lo quisiera la policía», asegura Osman.
Capítulo 2
Los sicarios, los dueños del país
El asesinato de Saúl en el río no fue, por desgracia, la única muerte violenta de la que Osman fue testigo. No podía serlo. Las maras5 «son las dueñas del país y, por lo tanto, también de mi pueblo», asegura Osman.
La MS (Mara Salvatrucha) controla desde el pueblo de Villanueva hasta La Lima: Villanueva, El Plan, San Manuel, El Porvenir, La Lima. La M18, por su parte, controla la colonia Planeta, la Satélite y todos sus alrededores hasta llegar a la capital industrial. Y ambas pandillas son rivales.
Pero cuando Osman se introdujo en el mundo de los autobuses la colonia Planeta estaba libre de las maras. Empezó trabajando en ella de ayudante; poco tiempo después le nombraron conductor.
Una de las primeras cosas que hizo al ser contratado como conductor fue dar algo de dinero a algunos de los chicos del barrio, que entonces tenían ocho años, «para que me lavaran el autobús». Les daba cinco o diez lempiras y se lo gastaban en chucherías en el colegio.
El tiempo pasó, a Osman lo cambiaron de barrio (empezó a trabajar en un territorio de la MS) y la M18 comenzó a controlar la colonia Planeta. El tiempo también pasó por los chiquillos que de vez en cuando limpiaban su autobús «y se fueron metiendo, como muchos otros, en las pandillas».
Al querer conducir por el barrio de la MS, «los pandilleros nos cobraban el impuesto de guerra. El dueño de la empresa pagaba 150 lempiras todos los lunes y yo, por ser el dueño del autobús, pagaba otras 150 lempiras», recuerda.
La M18 no cobraba el impuesto. Ellos estaban especializados en secuestros. «Pero cuando este negocio empezó a caer y a no ser seguro, entonces se pusieron a cobrar también el impuesto de guerra», explica Osman.
«Empezaron a llamar por teléfono a mi jefe para que les pagara también a ellos». El primer día les contestó el teléfono, pero a partir de ahí nunca más lo hizo. «Es práctica habitual en las pandillas matar a los conductores si los jefes se niegan a pagar y así meterles presión. Nosotros sabíamos que el jefe no les cogía las llamadas a los sicarios y trabajábamos con mucho miedo».
Los antiguos chiquillos que limpiaban el coche
Un día Osman, al que suelen llamar Chico, llegó a una parada del autobús cerca del río Chamelecón. Allí «me estacioné y veo a un muchacho que viene hacia mí, se me queda mirando y me dice:
—Chico.
—Sí, ¿quién eres?
—Hombre, ¿no te acuerdas de mí? Soy Carlos.
—¿Carlos?
—Sí, aquel que ponías a lavar el autobús de pequeño.
— Sí, ¿y qué tal? ¿Cómo estás?
—Si te contara a qué vengo…
—¿Qué pasó?
—Pertenezco a la pandilla 18. Hemos estado llamando a tu jefe para que nos pagara el impuesto de guerra y no nos quiere pagar —me dijo—. ¿Sabes quién es el jefe de la M18? Uno de los hermanos Guato —al que Osman también daba dinero de pequeño por limpiarle el autobús—. La orden que me han dado es matar al primer conductor de la TISMA (empresa de transporte interurbano San Manuel) con el que me encuentre en esta estación. Y te reconocí. Solo tengo orden de no matar a Julio, el Pitufo».
Pitufo es primo de Osman y también era conductor de autobús en la misma empresa. Los sicarios le conocían personalmente y por eso no querían matarlo. La M18 «no se había enterado de que yo también trabajaba en la empresa y, en teoría, yo no estaba exento de la muerte». Las órdenes eran claras: que a Pitufo no se le hiciera nada, pero que al próximo que apareciera se le matara para hacer presión al dueño de TISMA.
—No vayas a hacer eso conmigo —le dije. Entonces cogió el móvil y llamó al jefe de la pandilla.
—Aquí estoy con el conductor de TISMA.
—¿Y por qué no le has matado?
—¿Sabes quién es? Chico. —Se despegó el teléfono de la oreja y me dijo que el jefe quería hablar conmigo.
—¿No sabes quién soy?
—Soy de los Guato. Ahora soy el jefe de la M18. Yo di la orden de que mataran a un chófer porque Antonio Artigas — dueño de la empresa— no nos coge el teléfono y no nos quiere pagar. Ya matamos a uno de otra empresa.
El jefe de la M18 «se refería al asesinato de Tacamiche. Era amigo mío», asegura Osman. «Trabajaba en la empresa Salinas. Lo quemaron vivo enfrente del aeropuerto internacional de San Pedro Sula. Sacaron a los pasajeros del autobús y lo incendiaron con él dentro. Los dueños de la empresa tampoco querían pagar el impuesto de guerra», añade.
—Quiero que te reúnas con tus compañeros para que os pongáis de acuerdo y habléis con vuestro jefe.
«En ese mismo momento me fui a la estación a hablar con mis compañeros. Nos pusimos en huelga y paramos todos los autobuses hasta que vino un dirigente de la empresa y le dijimos todo lo que estaba pasando».
El hermano Guato le dejó un número de teléfono y le dijo que solo le llamara para darle una respuesta. Acto seguido mostró una actitud parecida a la justicia o a la compasión. «Me dijo también que no me preocupara, que a mí no me iba a pasar nada». Como Osman les había tratado bien y les había ayudado de pequeños, ahora los Guato no le asesinarían. Tan solo acabarían con la vida de uno de sus compañeros.
«Hablé con mis compañeros y vino también el jefe de la empresa. Quedamos de acuerdo en que a la Mara 18 le pagaríamos los martes». Con el beneplácito de todos, Osman utilizó el teléfono que le había dado el jefe de los sicarios. «Les informé de que habíamos llegado a un acuerdo y que los dirigentes de la empresa se pondrían en contacto con ellos». El impuesto de guerra que acordaron ascendió hasta las trescientas lempiras. De este modo, los lunes pagan trescientas lempiras a la MS y los martes, otras trescientas a la M18.
Los sicarios
El encuentro de Osman con el sicario de los Guato revela varias cosas. La primera, que «son los mismos jóvenes del pueblo los integrantes de las maras», asegura Osman. Los mismos chavales normales a los que daba un poco de dinero por que le limpiaran el autobús son los que terminaron como sicarios y estuvieron a punto de matarle. «El cuarenta por ciento de la juventud está metida con los pandilleros». Las bandas se hacen con la juventud a través de las drogas. «Primero los hacen consumidores, regalándoles las drogas, y luego se adueñan de ellos hasta tal punto que les convierten en sicarios».
La segunda, el clima de terror que se vive en Honduras, uno de los países más peligrosos del mundo. Uno puede salir cualquier día a hacer su trabajo y puede acabar asesinado sin ningún motivo. A Osman casi le asesinan porque su jefe no quería pagar a las maras. «Las pandillas generan miedos, que la gente viva en zozobra. Ellos establecen las leyes. Si dijeran: “A las 19:00, todos a casa”, la gente a esa hora se iría a su hogar por miedo».
No se puede, por ejemplo, «ni siquiera hacer una comida familiar en el pueblo, porque si no te hostigan los sicarios lo hacen los ladrones». En Honduras «hay también muchísimos ladrones. No puedes dormir con la ventana abierta o dejar un pantalón fuera porque te lo roban».
Por eso «tratas de no cometer errores». Esto puede ser «mirar mal a alguien o decir una imprudencia». Con eso ya es suficiente «y pueden matarte». Sin embargo, «poco a poco te vas acostumbrando a la muerte». Esto último lo corrobora Osman con la expresión de su cara cuando habla de un amigo, «asesinado este mismo domingo. Estaba enganchado a las drogas. Cuando se casó se compuso y las dejó. Puso un taller de ebanistería. Pero lo mataron», cuenta sin inmutarse.
Inactividad de la policía
Ante esta situación, en cualquier otro país desarrollado la policía tomaría cartas en el asunto. Sin embargo, en Honduras «la policía no hace nada. En algunas ocasiones los agentes tienen tratos con los mareros». El soborno «está a la orden del día», aunque no solo en el estamento policial. «Es la llave que abre todo el país. Por ejemplo, puedes ir a sacarte el permiso de conducir en la estación de tráfico en cinco minutos. No hace falta que sepas conducir ni nada. Le pagas mil lempiras a una persona y en cinco minutos tienes el carné de conducir».
En otras ocasiones los policías «no actúan por miedo». Si de verdad se ponen a investigar un crimen, «los sicarios les amenazan con matar a toda su familia». Por eso el motivo más recurrente para la policía es «ajuste de cuentas entre las pandillas. Así es como se lavan las manos».
Por una cosa o por otra, al final el perjudicado siempre es el ciudadano. «Los policías saben cuándo van a ir a matar a alguien y no van al lugar del crimen hasta una hora después de que se hayan ido los sicarios. Si algún policía bueno quiere alzarse, lo matan a él y a toda su familia para que se acallen las voces de denuncia».
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5. Las maras son unas bandas criminales, formadas principalmente por jóvenes, que se dedican a todo tipo de actividades delictivas, desde el tráfico de armas y drogas hasta el secuestro y asesinato de personas.
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