Read the book: «Un placer ausente», page 3

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No obstante, el arte ofrecía paliativos como la religión: atenuaba el dolor y prolongaba la vida terrenal en una dimensión casi sagrada. Aún hoy la literatura nos enseña a hacer frente al acabamiento biológico y curar sus heridas emocionales. No quiero recordar las grandes obras universales, sino algunos libros álbum que he leído últimamente: Ramona la mona, de Aitana Carrasco; Regaliz, de Sylvia van Ommen; ¿Cómo es posible?, de Peter Schössow; y una historia de un abuelo, cuyo título…5 El primero presenta un niño de casi seis años, quien vive en casa con su familia y una pequeña fauna. De a pocos, a algunos les «llegará su hora»: al abuelo, a los pececitos. Pero también nacen otros seres como su hermanita, a quien llama «Ramona la mona». En Regaliz, un gato y un conejo conversan si cuando suban al cielo disfrutarán de todo lo que tienen ahora. Y la pequeña protagonista, en ¿Cómo es posible?, carga un gran bolso, con ciego pesar y reprendiendo a medio mundo… es que ha muerto Elvis, su canario, a quien lleva a enterrar.

Preciosos libros, en armonía de texto e imagen, que me traen inevitablemente la poesía de Luis Valle Goicochea,6 tal vez nuestro mejor poeta de literatura infantil. Sus primeras ofrendas Canciones de Rinono y Papagil (1932) y El sábado y la casa (1934) están atravesados por la muerte —el tío viejo, la nodriza, el compañero de escuela, la hermanita—, pero ninguna escena me parece más conmovedora y representativa que la que dedica a su humilde mascota, que «no tenía lindos colores: era oscuro pero bueno». Ha desaparecido, voló más allá de los eucaliptos y acaso ha muerto. «¡Dios no lo quiera!», exclama el poeta, para terminar con estos versos: «¿Qué será del pajarito lindo? / Papá me dice a mí, el mayor de los hermanos, / que ese no saber dónde está / se llama incertidumbre».

Lección segunda


HE DUDADO SI ESCRIBIR ESTAS PÁGINAS. Después de un fin de semana bastante culposo, en el que he tenido que pensar, principalmente, con qué cara me presentaré el lunes ante mis alumnos y sobre todo qué explicaciones daré al director académico cuando me llame a su despacho, al fin he tomado la decisión de registrar lo que pasó aquel viernes por la noche. Para bien o para mal, sirva o no, es un ejemplo de los ensayos que hacemos los profesores para aplicar modalidades eficaces de lectura. Algunos de esos intentos pueden ser verdaderos disparates e incluso peligrosas barbaridades.

En el salón habíamos leído una colección de cuentos titulada Cosas del demonio —textos de Poe, Jacobs, Bierce, Maupassant, Saki y otros poseídos— y les había proyectado dos películas de terror; una clásica (que fue motivo de burla) y otra muy reciente: El orfanato (2007) que funcionó muy bien. Los mantuvo con los ojos inyectados, la expresión paralizada y los latidos a mil. La película no me gustó mucho, me entretuvo más observar la reacción de mis alumnos. Fueron cinco semanas en las que junto con el máximo común divisor, las batallas por la independencia y los modos verbales, nuestras lecciones estuvieron impregnadas de sombras perturbadoras, aullidos de criaturas y cuerpos hervidos en aceite. ¡Linda manera de cumplir con el currículo escolar!

—Escuchen, chicos —les dije empezando la semana—. Para terminar el bimestre vamos a leer una novela de fantasmas.

—¿Pero es de terror? —preguntó uno de ellos.

—Más bien de suspenso —contesté—, aunque tiene momentos de espanto.

—Ah… solo momentos —dijo alguno con desánimo.

—De eso depende el miedo, de dosificarlo —repliqué—. Si viviéramos todo el santo día rodeados de fantasmas no nos llamarían la atención. Imaginen que jugáramos playstation con ellos, que nos hicieran las tareas…

—Qué más quisiera yo.

—Pero nos hartarían también —intervino otro—. A mí no me gustaría compartir mi lonchera con ellos.

—¿Acaso los fantasmas comen?

Hubo unos segundos de silencio.

—Claro que comen —afirmé muy seguro—. Solo claras de huevo transparentes y por eso no pueden verse en el espejo.

Los chicos se miraron extrañados. Y antes de que alguien saliera con alguna ocurrencia.

—Ven cómo no saben nada de fantasmas —dije—. Entonces, ¿quieren o no leer la novela de fantasmas?

Quedamos en que empezaríamos a leerla al día siguiente. La obra era Otra vuelta de tuerca (1898), de Henry James. El martes llevé un antiguo ejemplar ilustrado de la Editorial Bruguera y me puse a leer convencido del efecto magnético que tuvo en mí hacía muchos años. En casa había picoteado algunos pasajes y volvió a estremecerme el estilo del escritor norteamericano, colmado de sugerencias y matices psicológicos.7 Ya sabría cómo sortear, durante la lectura en voz alta, los enunciados digresivos y las descripciones minuciosas.

Para terminar la novela en una semana, había calculado cuatro o cinco capítulos diarios. Las primeras páginas fueron de esforzada lectura; no conseguí, sin embargo, provocar en mis alumnos ningún efecto espeluznante. Es verdad que mejoró después, pero siempre estaban los chicos más dispuestos a la chacota que al estremecimiento. Harto de tanto desaire, decidí retarlos:

—Faltan tres capítulos. Son los mejores.

—¿Ahora sí nos dará miedo? —preguntaron.

—Muchísimo, les prometo.

Abrigaba un pequeño plan que, les prevengo, no se trata de una estrategia de lectura ni de una recomendación pedagógica.

—Vamos a terminar de leerla en la biblioteca —anuncié—, pero de noche y con velas. A ver quién se atreve.

La noche pactada, en medio de bolsas de dormir y estantes de libros, con sombras fluctuantes a nuestras espaldas, empecé a leer los últimos capítulos… todos estaban pendientes del desenlace y de pronto una maraña de ruidos superpuestos vinieron del salón contiguo. Parecían quejidos escalofriantes, arrastre de cadenas y aullidos de


Lo que parece una afortunada iniciativa del Estado es una operación de salvataje. Recordemos cómo surgió el Plan Lector. La prueba PISA 2000, auspiciada por la UNESCO, fue aplicada a nuestros estudiantes de quince y dieciséis años de colegios públicos y privados, con la finalidad de conocer el nivel de conocimientos y habilidades en matemáticas y lenguaje. La publicación de los resultados provocó una conmoción, pues ocupamos el último lugar de un grupo de cuarenta y tres países. Para las siguientes pruebas PISA 2003 y 2006, las autoridades del Ministerio de Educación decidieron declinar y aguardar una futura tentativa. Los resultados anteriores habían expuesto crudamente nuestra realidad y el Gobierno optó por someter a cuidados intensivos al sistema institucional y declarar el estado de emergencia educativa.

Por temor a una nueva deshonra, tampoco participó Perú en la prueba PISA 2006. Según lo ha anunciado, lo hará tres años más tarde.8 Por el momento, y con el propósito de corregir la crisis en compresión lectora, el Gobierno ha creado el Plan Lector para los estudiantes de Educación Básica Regular. Aunque resulta una reacción tardía del Estado —las editoras trasnacionales vienen aplicando programas de lectura desde hace quince años—, se trata de una propuesta plausible por su ánimo y discutible por sus procedimientos. Es evidente la intención por estimular el hábito de lectura en los estudiantes, dentro y fuera del aula, considerando además textos no solo literarios, y erradicar la costumbre de leer únicamente el significado literal del texto: «el Plan Lector —dice la Resolución Ministerial de julio del 2006— es la estrategia pedagógica básica para promover, organizar y orientar la práctica de la lectura en los estudiantes de Educación Básica Regular. Consiste en la selección de doce títulos que estudiantes y profesores deben leer durante el año, a razón de uno por mes».

Finaliza el documento con la aprobación de las «Normas para la organización y aplicación del Plan Lector en las Instituciones Educativas de Educación Básica Regular». Aquí se establece que es competencia de cada colegio «definir los títulos… en función de las intenciones educativas». Y que los títulos seleccionados deben guardar una correspondencia «transversal» con los contenidos de las áreas curriculares y estar comprometidos con los valores de la institución. La potestad de elegir es una muestra de espíritu democrático e independiente —derecho indispensable de nuestra diversidad cultural y educativa—, pero, enseguida, incurre en una contradicción: el concepto de lectura aparece subordinado a las asignaturas y los credos ideológicos.


Con el texto anterior, he cumplido con la primera tarea que me comisionaron: elaborar un informe sobre el Plan Lector del gobierno. En realidad me ofrecí a hacerlo, pues es parte de mi tesis y era un pretexto para retomarla. Al comienzo de la lectura, los rostros de mis colegas parecieron alentarme. Al cabo de media hora, tenía frente a mí la sensación que conocemos muy bien: ser observado por las mismas miradas de nuestros alumnos, detenidas en el objetivo, pero sin brillo. Ojos sin preguntas ni respuestas, vaciados de deseo como los ojos de los peces.

A medida que me acerco a los cuarenta años, nada me atormenta más que el sentimiento de desesperanza que encubre nuestro oficio. Muchas veces la duda, que es un signo de la inteligencia y que impulsa a un renovado esfuerzo, resulta en la docencia una parálisis emocional: impide hablar u obrar por la certidumbre de inutilidad. A menudo me he preguntado delante de un alumno: «¿Valdrá la pena decírselo?», sabiendo que puedo ganarme una molestia. Freud sostenía que la enseñanza es una tarea imposible; todo lo que hagamos por el otro, golpeados por el sufrimiento, jalonados por las miserias, dejará un sinsabor.


La campaña de lectura debía empezar sin retraso y la dirección dispuso organizar un festival de lanzamiento: «Nuestro colegio es lector», que congregaría a todos los grados de primaria y secundaria y además a los padres de familia. Se llevaría a cabo al final del bimestre, un sábado de sol a sol, con premios a los mejores lectores de cada sección y un nutrido programa de cuentacuentos, canciones y juegos alusivos a la lectura. Se formaron cinco comisiones: una de inicial, dos de primaria —de primero a tercero y de cuarto a sexto— y dos de secundaria, solo hasta cuarto año.

—¿Y los chicos de quinto? —pregunté al director académico.

—Ellos no participarán.

—¿No era para todo el colegio? —me atreví a insistir.

—Menos ellos —me respondió secamente—: es inconveniente interrumpir su preparación de ingreso a la universidad.


Una de las tareas de cada comisión consistiría en acordar un libro de lectura y preparar una evaluación común. Casi no trataba con mis colegas y temí que elegir un libro con ellos sería difícil, pero no imaginé cuán difícil sería establecer criterios de evaluación. Lo que sí sabía es que esos resultados tendrían que revelar «los mejores lectores de cada sección». Las profesoras de primero a tercero de primaria decidieron trabajar con una antología de fábulas. Me dio gusto imaginar al viejo Esopo paseando sus bestezuelas entre las mesitas y loncheras de los pequeños estudiantes. Cómo me encantaban de niño aquellos relatos populares que, a decir verdad, no me parecían tan sencillos ni tan doctrinales como las fábulas de Iriarte o Samaniego. Si el autor vivió en Grecia o Egipto, si fue un adonis o un esclavo contrahecho, jamás me importó con tal de valorar sus enseñanzas morales en «El león y el ratón» o «La zorra y las uvas».

—¿Qué les parece una novela de Roald Dahl? —fue mi primera propuesta en la reunión que tuve con los profesores.

—¿Roald Dahl? —vaciló una de las profesoras.

—Sí, ¿no te acuerdas? El autor de Matilda —dijo la otra.

—¡Buenaza!

—¿Han leído la novela? —pregunté ilusionado.

—No, vimos la película.

—Y por casualidad vieron Las brujas. Un niño que se encuentra en un congreso lleno de mujeres horrendas…

—Creo que sí la he visto en televisión.

—Yo también, es terrible.

—Ese autor tiene otras novelas que también han sido llevadas al cine: Charlie y la fábrica de chocolate, Jammes y el melocotón gigante, Danny el campeón del mundo

—Pero ni hablar. Ahora que recuerdo, en Matilda hay unos papás espantosos y la directora del colegio es de lo peor.

—Ah sí, una gorda mandona —intervino otra profesora—. Les daríamos en la yema del gusto a los chicos.

—Entonces sí —resolví con entusiasmo.

—¡Estás loco! ¡No pararían de fastidiarnos! —exclamaron las dos que, a decir verdad, eran algo rollizas.

«No les vendría mal ser menos cascarrabias ni bajar unos kilos», fue lo que pensé. Pero dije de manera conciliadora:

—Puede ser otro libro… que no contenga nada explosivo.

—Habría que evaluarlo. ¿Podrías prestarnos unos libros?

—O mejor por qué no nos cuentas antes algunos argumentos.

—Es genial —en mi cabeza hervían varias historias de Dahl, todas de alto calibre—… pero tal vez convenga pensar en otro escritor.


Alberto Manguel ha publicado Una historia de la lectura (2005) —acabo de ver la edición de Lumen en la vitrina de El Virrey—, que pronto debo adquirir… tengo varios libros en lista, ya encontraré qué sacrificar a fin de mes. Mi visita a la librería fue breve y compré un librito de memorias titulado Leer y escribir (2002). No fue el asombroso nombre del autor, Vidiadhar Surajprasad Naipaul, lo que me incitó a elegirlo entre las últimas novelas de Murakami y John Fante, sino la humilde fotografía de la carátula: un lugar desolado para un tema tan prodigioso. Escritas con maestría y devoción, estas páginas evocan el origen colonialista del escritor, los libros de infancia, el descubrimiento de la escritura y los primeros ejemplos literarios… un intenso itinerario de los primeros pasos de quien llegaría a ser premio Nobel de Literatura 2001.

No pude, sin embargo, disfrutar plenamente el libro de Naipaul. La imagen de la mujer en la cubierta de Manguel distrajo una y otra vez mi atención. Imposible sacarme de la cabeza la pintura de Van Gogh, donde figura una mujer adulta que lee y que, curiosamente, tiene la mirada perdida en algún punto fuera del libro. Me convencí de la genialidad del pintor: había retratado en ese gesto la auténtica lectura, aquella que entrelaza el texto impreso con las reflexiones y devaneos personales. Porque algo escudriñan los ojos suspendidos de la mujer, algo en su mundo interior o entre los objetos de la casa que, de pronto, fue evocado por una línea del texto. Solo ella lo sabe: de los hilvanes de las palabras a su espíritu, en ese ir y venir, obtendrá el tejido múltiple de su lectura.


Nueva reunión de las comisiones de Inicial y Primaria, pero esta vez con el director académico. Cada vez que nos vemos las caras en su oficina —seis profesoras y dos profesores— es como si fuéramos a enfrentarnos a dentelladas. No es que nos hayamos llevado mal durante la jornada ni que alguno de nosotros sea insoportable, sino que ante el poder algo de incivilizado surge en nuestras personalidades. Es como una invocación ancestral, porque ni el propio director académico parece dispuesto a imponer su autoridad. Basta su presencia: un señor alto y de aspecto infantil, como de niño revejido, que da la impresión de haber sido un colegial camino a la escuela atacado súbitamente de gigantismo. Nos recibe bien peinado, anteojos de montura gruesa y nudo de corbata Windsor, que ya nadie usa.

—Buenas tardes, tomen asiento.

Nuestra naturaleza más baja —la estupidez, el individualismo, la agresividad— brota tan pronto ingresamos al despacho. Lo primero que observo es el lugar que ocupa cada uno de mis colegas; cuanto más cerca al director académico, mejor. Es evidente que tienden a expulsar cualquier atisbo de solidaridad, quieren congraciarse con él. Son como una banda de sobones alrededor del chico chancón que va a salvarlos en el examen. Han traído, sin embargo, sus comprimidos: papeles con apuntes de sus rápidas indagaciones de fin de semana. Teníamos que proponer y sustentar algunos títulos para el segundo semestre. Casi todos exponen obras de la literatura clásica, que recomiendan por sus valores pedagógicos: paz, autoestima, compañerismo, esfuerzo personal…

—Usted primero, por favor.

Cedo mi turno al otro profesor del segundo nivel de primaria. Terminará en diez minutos y después seré yo quien exponga. A juzgar por el tono de las propuestas que he escuchado, temo que la mía sacará roncha. ¿Acaso no buscaba esa reacción? ¿No venía también con ánimo de venganza? ¿No era, al fin y al cabo, tan ordinario como mis colegas esta tarde? Verifico las notas que traigo, me detengo en unas líneas de la estudiosa Marcela Carranza: «Se toma de la literatura su carácter gratuito, se la despoja de su libertad y se la transforma en vehículo útil y eficiente para construir seres humanos mejores que harán un mundo mejor (según nuestros proyectos)».9

Había empezado a irritarme la perorata de mi colega. Observé la hora: llevaba veinticinco minutos y no dejaba de pontificar una sarta de lugares comunes. Había memorizado ideas referidas al placer de leer y reseñas que aparecen en los catálogos de las editoriales. Conozco bien esas notas llenas de frases como «maravillosa historia», «comparte la fantástica aventura», «atrévete a descubrir» que funcionan como eficaces eslóganes de publicidad; son la quintaesencia de la creatividad editorial que resume toda una filosofía empresarial. Entonces fue que se me ocurrió acometer una verdadera irreverencia.

—He traído algunas novedades —dije, cuando al fin pude tomar la palabra.

Suelto de huesos me lancé a disertar sobre El caballo que llegó del mar, El cuaderno de las quejas, La sortija del obispo y El ropero de los juguetes. Obras magníficas, que nunca existieron. Escritas por autores que no pasaron un solo día en el mundo. Improvisé desvergonzadamente, mezclé intrigas y personajes, reproduje una que otra peripecia de mis lecturas y me abstuve de dar los finales, como un recurso sagaz para hechizar a mis colegas. Hoy que lo pienso me parece una revelación: ¿No es un acto como este la mayor aspiración de un maestro: enseñar lo que se ignora? ¿Tener la osadía y la destreza de hacerlo? Incluso más: ¿Saber a fondo lo que imaginamos y dar vida a lo que no existe?

Claro que no se trató de grandes inventos; en cada uno de mis relatos reconocía retazos de otros libros, apenas atisbos de mi imaginación y el incontenible deseo de burlarme. El cuaderno de las quejas estaba inspirado en un pasaje de El barón rampante (1957), de Ítalo Calvino; La sortija del obispo en una de las historias del Decamerón (1351), de Giovanni Bocaccio; y El ropero de los juguetes en un capítulo de Las aventuras de Pinocho (1883), de Carlo Collodi. Mientras que El caballo que llegó del mar era un cuento que quise escribir hace años, cuando mi hermano, navegante empedernido, me regaló un desvencijado caballo de carrusel que encontró flotando en altamar. Ahora que lo he recordado, creo que vale la pena escribirlo.


No estuvo mal la decisión que tomamos: de cuarto a sexto grado leeríamos El Principito, la célebre novela de Saint-Exupéry. En el camino quedó un reguero de libros clásicos, de superventas, de autoayuda y de autores nacionales recién lanzados al mercado. Me resultó sugestivo el debate: las profesoras abogaban por un libro de literatura en valores, mientras el profesor —un hueso duro— defendía una literatura de raíces folclóricas.

Cada vez reflexiono más sobre estas segmentaciones literarias. Ya no es solo la época lo que está en discusión —tal vez antes lo barroco y lo neoclásico, lo realista y lo romántico eran corrientes más duraderas—, sino que hoy cada periodo temporal contiene mayor diversidad temática y estética y es susceptible, además, de un creciente poder mediático. Establecer en la literatura infantil actual un canon occidental, al modo de Harold Bloom, supone contemplar numerosas variables. Y de todas ellas, la más peligrosa me parece el marketing.

En un género difícil de delimitar y que carece, sobre todo en nuestro medio, de una mirada académica —cursos, seminarios, congresos o crítica periodística—, la expansión y jerarquía de la literatura para chicos está librada al dictamen de las editoriales. Mejor dicho, a sus áreas de promoción y venta. Los criterios son previsibles: cultivar la «pedagogía de la rutina» y garantizar una ventajosa rentabilidad. Alterar lo menos posible los hábitos culturales de consumo es siempre poco riesgoso. No desvarío, como creen mis alumnos, cuando me refiero al vínculo entre nuestros niveles de lectura y la televisión o el fútbol peruanos. Es un común tramado social de pasividad e ignorancia, urdido con propósitos conservadores y mercantilistas.


Durante el primer recreo, el director académico me mandó llamar a su despacho. Me presenté en el acto y me notificó, algo ceñudo, que no había encontrado información alguna sobre los libros que expuse la semana pasada.

—Es usted un peligro —me dijo con sarcasmo.

—Es verdad.

—¿Lo reconoce usted? ¿Y se dedica a enseñar niños?

—Lo que admito es que son libros raros, tal vez no haya fácil información…

Me miró peor que cuando manda callar a los alumnos formados en el patio.

—Imposible. En internet está todo —afirmó categórico.

—Creí interesante proponerlos, así combinaríamos obras clásicas con curiosidades de la literatura infantil. ¿No le parece?

—Lo que me parece es que tiene usted demasiada imaginación…

—Es usted muy amable, señor.

—Lo llamo por otra cosa: ¿Me permite entrar a su clase de lenguaje la próxima hora?

—Con el mayor gusto.

Fue gracioso verlo encajonado en una pequeña carpeta. Casi ni podía moverse y hasta pensé que el tablero, hundido en sus costillas, le impedía respirar y podía desmayarse en cualquier momento. Me paseé por el salón, bastante perturbado, mientras repartía el cuento que íbamos a leer.10 Con el tiempo, los profesores nos acostumbramos al paisaje de un salón de primaria: estaturas promedio, caras transpiradas, ojos inocentes, pelos revueltos. La presencia del director académico era un accidente: una formación rocosa o un témpano de hielo en medio del horizonte.

Terminamos de leer y me divertí haciendo preguntas que iban desde la retención memorística hasta la recreación de escenas o nombres de personajes. El accidente geográfico que tenía al frente no dejaba de acecharme. Indagué por las palabras que no habían comprendido: «¡Agolpa!», dijo uno de mis alumnos. Le siguieron otros: «¡Blandíase!», «¡fraguaba!», «¡formón!», «¡agazapado!». Le pedí a uno que leyera la línea completa de la primera palabra: «Hay momentos en que a uno se le agolpa la vida». Hice un gesto representativo y ellos dieron pronto con el significado. Repetí la experiencia con las otras palabras, menos con una.

—Usted, por favor —dije señalando el iceberg—. ¿Me lee la frase de blandíase?

Me miró sorprendido, bajó su mirada a la hoja.

—«Blandíanse a ratos las manos encallecidas» —leyó claramente.

—Muy bien —dije y piqué la mole de hielo—: Dígame, ¿qué significa esa palabra?


Durante el refrigerio, en la biblioteca, una alumna de secundaria me contó la siguiente historia: En mi excolegio, el bibliotecario no salía jamás de su vitrina. A pesar de que era lectora e iba seguido, no conocía ni su nombre. Era una persona de mediana estatura y semblante inexpresivo; me imagino que su vida carecía de emoción y cumplía con su labor de la manera más monótona posible. Recibía los títulos que había solicitado y después de unos minutos de observarme, los guardaba sin decir una sola palabra.

Un día decidí probarlo. Le pedí que me recomendara un libro, tardó unos minutos, me lo entregó y fui a sentarme a una de las sillas del fondo. ¡Era un libro aburridísimo! No me quedó otra que sacar mi Blackberry para chatear con alguien. Como no había nadie, decidí mirar mi Facebook y descansar un rato. Cuando estuve a punto de sucumbir ante un profundo sueño, una ronca voz me sobresaltó.

—Disculpe, este no es un sitio para dormir.

Indignada por tener que escuchar órdenes de un muerto, levanté la mirada y le respondí en un tono burlón que la lectura que me había recomendado era la culpable de mi sueño. Sin decir más, dio media vuelta y regresó a su vitrina de trabajo. La ausencia de respuesta me dio una sensación de tristeza, porque significaba el triunfo de mi familia —todos ingenieros y empresarios—, que siempre me repiten que llegar a ser exitosa no depende de leer un buen libro.


Estoy detrás de una entrevista a Constantino Carvallo, el director del Colegio Los Reyes Rojos. No es fácil: después de la publicación de su libro —sumada a la participación que ha tenido como dirigente deportivo— se ha convertido en un personaje asediado por la prensa. Diario educar (2005) es una obra primordial para docentes y padres; además de ser la compañía perfecta del lector, pues se presta para llevar en el bolso y hojearlo antojadizamente, como para esperarnos en casa y abismarnos en la soledad de la noche. Me he cansado de ir a su colegio y R, su secretaria, ya me reconoce y ha prometido llamarme.

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