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PATRONATO Y GRUPOS DE PODER EN LOS ORÍGENES DE LAS ÓRDENES RELIGIOSAS FEMENINAS EN EL NUEVO REINO DE GRANADA, 1575-1651

Sofía Brizuela Molina

INTRODUCCIÓN

Hacia 1540 se fundó en Nueva España el Convento de la Orden de la Concepción, y con él se daba origen a la primera experiencia de vida monástica femenina en tierras americanas. Después proliferarían por toda la geografía del continente comunidades de las órdenes religiosas que albergarían a “hijas y nietas de conquistadores y pobladores”. Los motivos por los que estas mujeres ingresaban a los claustros respondían a diversos objetivos que involucraban no solo principios religiosos, sino también la organización social: ofrecerles a las familias notables un lugar digno, acorde con su condición, en donde alojar a las mujeres que por alguna u otra razón no accedían al matrimonio o enviudaban.

Asunción Lavrin sostiene que para la segunda mitad del siglo XVI se establecieron conventos femeninos en las grandes ciudades hispanoamericanas y para la primera mitad del siglo XVII en las ciudades secundarias1. En el Nuevo Reino de Granada, en el señalado marco temporal se instalaron un total de trece conventos, incluyendo las fundaciones realizadas en Pasto y Popayán (pertenecientes a la Audiencia de Quito) y Mérida (en la actual Venezuela). Este auge conventual denotaba la materialización de un nuevo escenario político y social, coincidente con el fin de la etapa de conquista y aseguramiento de los territorios incorporados a la Corona castellana. Efectivamente, fundar conventos de monjas en las nuevas ciudades americanas reflejaba un paso más en el esfuerzo por implantar y afianzar un modelo de sociedad urbanizada. Los elementos que garantizarían la estabilidad de los cenobios se debían generar mediante una serie de mecanismos de provisión que solamente podían llevarse a cabo en un centro urbano, sólido y con posibilidades evidentes de abastecimiento2.

El estudio de los conventos supera ampliamente la dimensión religiosa que en principio entraña su fundación. Una amplia gama de posibilidades se vislumbra al acercarse al mundo social en el que se insertan estas instituciones. Los estudios conventuales, sin duda, permiten comprender la rica experiencia claustral, su organización interna, la observancia o, incluso, el extraordinario mundo de las subjetividades a partir de las vivencias ascéticas o místicas de las monjas. No menos importante resulta la dinámica económica que generaron los conventos a partir de la posesión de los fondos procedentes de las dotes de las profesantes y de los diversos beneficios económicos que se desprendían de las inversiones y rentas generados por el patrimonio con que se fundaban los cenobios. Sin embargo, en el presente texto esos temas no serán abordados. Se intentará concentrar el análisis en las condiciones que debían concurrir para fundar los conventos de monjas, entendiendo que detrás de ello se movilizaban factores religiosos, pero además humanos, económicos y políticos. En efecto, como señala Ángela Atienza, un convento no fue solo un lugar de oración sino también un instrumento de poder y dominación. En su opinión, un convento se puede definir como “una herramienta al servicio de los poderosos”, que se valían de estas pías fundaciones para la obtención y preservación del dominio social, además de su prestigio y notoriedad3. María Piedad Quevedo Alvarado advirtió que los conventos neogranadinos eran “centros de poder”, no solo por su centralidad en la vida de la ciudad sino también por su participación en el fortalecimiento del orden colonial4.

Desde esta perspectiva, la presente investigación indagará sobre aspectos diversos que perseguía el conjunto social que los promovía. En ese sentido, se propone un estudio en el que se relacionan los patronos-fundadores, las órdenes religiosas, los clérigos y las autoridades que están detrás de las fundaciones, poniendo énfasis en los conflictos y contradicciones que frecuentemente los enfrentaron a unos y a otros.

La presente investigación forma parte de los estudios que venimos haciendo sobre el origen de las órdenes religiosas femeninas en el Nuevo Reino de Granada5 y parte de sus resultados se comparten aquí. Sin embargo, pretendemos ofrecer una mirada de conjunto del fenómeno fundacional entre 1571 y 1651, incorporando a todos los conventos, que eran trece, como ya lo señalamos. Esta perspectiva global, ausente hasta ahora en los estudios conventuales, busca mostrar las similitudes y particularidades de los procesos fundacionales que, de alguna manera, ya sea por su cercanía o por los propios agentes que participaron en la apertura de los cenobios, articularon desde las propias prácticas religiosas las diferentes regiones del espacio colonial del Nuevo Reino de Granada.

FUNDADORES MATERIALES Y PATRONATO

La cuestión del patronato es un tema que se ha pasado por alto al momento de estudiar la historia de los conventos femeninos en el Nuevo Reino de Granada. En efecto, la aparición en las ciudades de los monasterios para doncellas reviste gran relevancia para la comprensión de la sociedad en la que surgían. El fenómeno, por una parte, denota el empoderamiento (y la consolidación del poder) de ciertos sectores sociales en el contexto del mundo colonial americano. Por otra, revela algunos de sus intereses y estrategias como grupo privilegiado de esa sociedad.

Se ha aclarado antes que la fundación de un convento trascendía de hecho las motivaciones devocionales que en principio pudieran inspirarla; un aspecto que se evidencia en la medida en que se dimensionan los recursos sociales, políticos y económicos que están asociados a su fundación. Los conventos, en efecto, implicaban a un sector conspicuo de la sociedad como eran las élites, que en principio asumían su promoción y sostenimiento. De forma particular revelan los nexos (a menudo conflictivos) entre este grupo y otros representados por los clérigos seculares y miembros de las órdenes mendicantes, toda vez que estos últimos pretendían asumir la dirección de los conventos femeninos. Desde esa perspectiva, la fundación de conventos arroja luz sobre las relaciones de poder entre las élites americanas y otros actores sociales, incluyendo la Monarquía, obligada a otorgar mercedes como protectora de la Iglesia en todo el Imperio.

Para el caso del Nuevo Reino de Granada, con la fundación del primer convento de Santa Clara se inició la vida monástica femenina en Tunja, hacia 1571, a poco más de 30 años de la llegada de las huestes conquistadoras. La iniciativa revelaba los esfuerzos de sus fundadores, el capitán Francisco Salguero y su mujer Juana Macías de Figueroa, vecinos de Tunja6. Ambos representaban bien —ya sea por sí mismos o por sus vínculos— al grupo dominante formado durante la etapa de conquista. En buena medida, este grupo reproducía “imaginariamente una sociedad estamental” con sus jerarquías sociales, rangos y alianzas entre los encomenderos —nuevos señores de la guerra— y los funcionarios7. Por otra parte, las fachadas de las iglesias y conventos revelan el nuevo aspecto que iban tomando las jóvenes ciudades a escasas décadas de su fundación.

Se trata, como lo ha demostrado el trabajo de José María Miura, centrado en las órdenes mendicantes en la Sevilla bajomedieval, de una política de la Monarquía interesada en promover fundaciones conventuales en los centros urbanos. La relevancia que estos adquirían en los procesos de repoblación y control del espacio conquistado se asociaba a su capacidad para “dotar [de] servicios religiosos” a la población urbana sobre la que gravitaba “la defensa y organización del territorio [conquistado]”8. Los conventos fundados en el Nuevo Mundo—como sería el caso del de Tunja en el siglo XVI— cumplían igualmente ese papel. Las iglesias y las obras pías, entre tantas otras cosas, fungían como espacios de sociabilidad determinantes de la vida urbana de entonces. Sus ritos marcaban ritmos, generaban hábitos y estrechaban vínculos en la sociedad. Los conventos de monjas, por sus propias características, circunscribían a las religiosas a un espacio concreto, anudado al mismo tiempo a los familiares de donde procedían las enclaustradas.

Sobre este último aspecto, Rosalva Loreto, basada en el impacto de los conventos en la ciudad de Puebla (México), ha destacado cómo estos pautaban la vida cotidiana urbana, incidiendo sobre el entramado social donde se erigían al poblar los muros con un ideal femenino de devoción, además de generar en torno suyo una actividad económica. Su existencia constituía un elemento dinamizador de la vida local9. La creación de monasterios demandaba enormes inversiones de capital, no solo para la construcción del edificio, sino también para el sostenimiento de este. La fundación de un convento exigía, de hecho, un esfuerzo colectivo en el que participaban “autoridades locales y metropolitanas, civiles y eclesiásticas de forma directa”, además de otros sectores sociales10.

Un proceso de esta naturaleza podía en algunas ocasiones tomar décadas o resultar algo más expedito, dependiendo de las circunstancias que acompañaban la “voluntad del fundar”11. Así, a la decisión de erigir un convento seguía la cuestión de su dotación, para la que el fundador debía demostrar la posesión de un capital económico en metálico y bienes inmuebles suficientes, no solo para la construcción del cenobio, sino para el sostenimiento material de las monjas. Superado ese paso, se iniciaban los trámites administrativos y jurídicos para solicitar las licencias. Para ello, se debía contar con la aprobación del obispo para luego elevar la petición a la Audiencia o a la autoridad local que la debía aprobar y avalar antes de trasladarla al Consejo de Indias, instancia previa al permiso del Rey. Finalmente, se debía obtener la bula fundacional, en la que se expresaban la autorización y reconocimiento eclesiástico por parte del Papa. Todo este proceso no tenía una determinación temporal e incluso era factible que los intentos no tuviesen buen fin si no superaban alguna de las instancias. Para el caso de Hispanoamérica, la bula papal venía a confirmar la condición del Rey como patrono de Indias. No obstante, el reconocimiento de Roma era importante para la institución, por el prestigio que le otorgaba en la sociedad.

Con respecto a la fundación de estas instituciones, Miura destaca a la figura del fundador, definido como “aquel de quien parte la voluntad de fundar”12 y, por ende, de concretar el proyecto y asumir la gestión de tramitar los permisos. En el caso del Convento de la Concepción, en Santa Fe, un documento revela por ejemplo a un tal Luis López Ortiz en los siguientes términos: “[…] fue su voluntad de fundar en esta ciudad de Santa Fe un monasterio de monjas y para la fundación y obras del dicho monasterio mandó cantidad de pesos de oro en casas y pesos y oro”13.

Miura hace una distinción entre el fundador material y el espiritual: el primero sería “el que dota al convento de las propiedades necesarias e indispensables para que se desarrolle una vida religiosa plena, ajena las preocupaciones materiales”14. Generalmente este fundador adquiría los derechos de patronato, transferibles a otras personas o instituciones a cuyo favor decidiera renunciar. El Diccionario de Autoridades definía todavía la voz patrón como el “defensor, protector o amparador” y también como el “que gobierna, amo o señor”. Ambas acepciones tenían vigencia al momento de fundar conventos en el Nuevo Reino de Granada.

Profundizando más estas cuestiones, Wolf advierte que las relaciones de patronato en las sociedades complejas resultan ser asimétricas, pues implican una situación de desequilibrio en la que una de las partes dispone de posibilidades claramente superiores para conceder bienes y servicios a la otra. Sin embargo, la relación conserva la reciprocidad, pues cada una de las partes aporta algo. Los dones del patrono son de carácter tangible, por ejemplo, la ayuda económica o la protección; la otra parte aporta lo intangible, como la demostración de estima o la lealtad15.

El patronato, entonces, era el resultado de una relación contractual entre la comunidad conventual y un individuo o una institución, que generaba obligaciones y derechos entre ambas partes. El patrón debía proteger a la comunidad y los bienes y derechos de esta frente a terceros. A cambio recibía privilegios y honores, tales como el uso exclusivo de ciertos asientos en la iglesia o capilla (mandada a construir por él) o el derecho exclusivo a que su linaje fuese enterrado en la misma16. El citado documento muestra, en 1594, a Luis López Ortiz, en su calidad de patrón-fundador del convento de la Concepción de Santa Fe, disponiendo para él y sus descendientes del uso de los principales asientos de la capilla, concretamente “a la mano derecha de la capilla mayor a las partes de la epístola”17. En el testamento de Juan Clemente de Chávez, fundador del Convento de Santa Inés de Montepulciano18, hacia 1628, se dispone expresamente de un lugar “para que los huesos de nuestros padres, tías y difuntos se pasen con los míos a la parte donde estuviera enterrado”19. De manera significativa, con frecuencia en las cláusulas contractuales también se podía dejar establecido el ingreso de las mujeres del linaje, “por razones de sangre”, como dispuso en 1629 el fundador del Convento de Santa Clara de Santa Fe, el obispo Arias de Ugarte, transfiriendo el patronato a su hermano Diego y a sus descendientes ante su traslado al arzobispado de Charcas20.

Asumir las obligaciones que demandaba el patronato era frecuentemente una pesada carga económica para el linaje. Por lo general, los problemas no tardaban en aparecer una vez fallecía el patrono titular, como sucedió con el Convento de Santa Clara de Pamplona, cuyo fundador era el poderoso encomendero y fundador de la ciudad, Ortún de Velazco. Este abrió el convento para su hija en 1584 y le entregó unas propiedades para ese fin. Su hija, Magdalena de Jesús, y otras compañeras, fueron recluidas sin recibir ninguna dote, porque al parecer con los bienes del encomendero el monasterio se podía mantener21. No obstante, hacia 1603, a la muerte de este y de su hija —y aunque se habían nombrado como patrones a sus hijos, María y Juan de Velazco22—, la abadesa se dirigió al Consejo de Indias para solicitar mercedes a la Corona debido a la pobreza que padecían las 16 monjas profesas y 4 legas23; aducía la citada representación que el convento no tenía rentas suficientes para reparar el edificio. Aunque el documento no hace referencia a los patrones específicamente, es presumible que los herederos no mostraran mayor interés puesto que se trataba de una pesada carga para ellos, lo que fue diluyendo su amparo y obligación económica. En 1595, en la relación de méritos, Juan de Velazco le informó al rey su situación de pobreza por estar endeudado24.

Los fundadores podían ser personas acaudaladas, aunque dados los montos que demandaban las obras solían recurrir a otras ayudas económicas para la construcción de los monasterios. Tal fue el caso de las monjas de la Concepción de Pasto, cuya casa, que albergaría a la comunidad religiosa, fue donada por el presbítero Andrés Moreno de Zúñiga25. Esta propiedad venía a sumarse a los aportes de las fundadoras: 4000 pesos de oro por la fundadora Leonor de Orense, en tierras, bueyes, yeguas, ovejas, trigo, maíz y otros menesteres de casa26. Ana de Vergara aportaba el total de 2200 pesos, “un negro y una negra” y tierras y trigo y maíz y otras cosas de ajuar. Alonso Zambrano aportaba, por su hija doña Juana de Zambrano, 800 pesos en concepto de vestuario y ajuar. Don Francisco Vázquez, por su hija Doña Floriana Vázquez, aportaba otros 800 pesos por el mismo concepto. El padre Andrés Moreno de Zúñiga aportó, por su sobrina Beatriz de Zúñiga, además de las casas valuadas en 1000 pesos, 1000 pesos más por el vestuario y ajuar. Pedro de Gaspar aportó 800 pesos por Isabel de Medina. Se agregaban a este fondo 2000 pesos de limosnas de los vecinos27.

En otros casos —como el de María de Barros, viuda de Hernán López de Mora, fundadora del Convento de San José de Cartagena— se dispuso de sus casas en la ciudad para el convento, además de 4000 pesos de renta28. Se trataba de una mujer de renombre y con una situación de desahogo económico que aportó un importante número de propiedades y esclavos, cuyas rentas se entregaron al convento para su sostenimiento. No menos importante es que María de Barros entró como monja y nombró patrón a su hermano Juan de Barros, deán de la catedral29, y al yerno de este, el prestigioso funcionario don Francisco Sarmiento de Sotomayor y Pimentel30.

En el Nuevo Reino se encuentran casos similares a este último en buena parte de las fundaciones conventuales surgidas por iniciativa de mujeres. Entre ellas se destacan mujeres viudas, como las señaladas anteriormente, empeñadas en abrir sus propios claustros, como sugiere la fundación del Convento de las Carmelitas de Santa Fe. Su fundadora y patrona, Elvira de Padilla, llevó a sus hijas y sobrinas con ella31. Sostiene Silvia María Pérez González que con la muerte del marido la viuda no solo tenía que asumir la gestión del patrimonio familiar, sino que también pasaba a ser responsabilidad suya la vida de los hijos habidos en el matrimonio. La viuda debía reemplazar a su difunto marido en la toma de decisiones como cabeza de familia, algo a lo que posiblemente no estuviera habituada, pero de lo que no podía desentenderse si pretendía seguir libre de la tutela masculina32. Un caso sin parangón es el del referido convento de Santa Inés, cuya patrona fue la rica viuda Antonia de Chávez33. Se trataba de una heredera a cargo de la administración y conservación de un considerable patrimonio procedente de su familia y de su marido (sobre ella y sus aportes volveremos más adelante). Antonia no ingresó al claustro, pero dispuso la entrada de sus dos hermanas, monjas de la Concepción que como fundadoras del nuevo claustro aportaron 18 000 pesos en oro más las propias casas de la ciudad destinadas a convertirse en convento34.

Ante la limitación económica de un patrón se podían dar situaciones de patronatos múltiples, como el de la sociedad formada, en 1618, por los vecinos Hernando de Caycedo, Tomás Velázquez y Alonso López Hidalgo de Mayorga. Estos comenzaron a reunir fondos para fundar el que debería haber sido el primer convento de monjas dominicas en la ciudad de Santa Fe; sin embargo, el proyecto se interrumpió por la repentina muerte de Caycedo en 1622, condicionamiento biológico que también incidía en la formalización de los patronatos. Otro caso semejante se dio en el proceso fundacional del Convento de la Concepción de Santa Fe: en 1577, el vecino Cristóbal Rodríguez Cano destinó en su testamento la entrega de un monto que debía unirse para fundar este convento al capital de Juan Rodríguez y Luis López Ortiz en 159135.

La fórmula habitual era que todo el linaje del patrón lo acompañara en la empresa. Para el caso del mencionado Convento de la Concepción de Santa Fe, casi todas las hijas y la hermana del rico encomendero Pedro Rodríguez de los Ríos de Tunja entraron como monjas y aportaron al capital inicial del convento. Además, se contó con parte de la hacienda entregada por el presbítero Diego Vaca de Mayorga, que consolidó aún más la fuerte economía del monasterio36. Esto permite admitir que, aunque el fundador se pueda individualizar, era muy difícil que la dotación material se pudiera atribuir a un solo individuo por la complejidad de asumir todos los costos, por la diversidad de gestiones, y porque el asunto interesaba a muchas familias, que buscaban destino para sus hijas como religiosas y que operaban también como sujetos activos, aunque no principales, en la empresa fundacional.

A esta altura, es evidente que los conventos vinculaban a poderosos y destacados personajes de la sociedad colonial, empeñados en llevar adelante una empresa de amplia aceptación en el conjunto de la población. Los patronos de la mayoría de los conventos fundados en la jurisdicción del Nuevo Reino de Granada se vinculaban a la encomienda, especialmente los que surgieron en el último tercio del siglo XVI, como fueron los conventos de Santa Clara de Tunja, Pamplona, Pasto, y el de la Concepción de Tunja. En el caso del Monasterio de la Encarnación de las Agustinas en Popayán, su fundador fue el obispo Agustín de Coruña, quien dedicó a la construcción del monasterio sus propias rentas de obispo y adquirió 27 negros para que el convento tuviera su sustento, “por no haber otra cosa más honorable en esta tierra por ser tierra de oro”37. Situación diferente se planteó en el convento de la Concepción de Santa Fe fundado en 1595 por el próspero comerciante Luis López Ortiz, quien no tenía vinculación directa con la encomienda. Posiblemente este hecho constituye una muestra de los inicios de diversificación económica que se estaba originando en la sociedad mientras se asistía al continuo deterioro de la encomienda por la caída demográfica de las comunidades indígenas38. En el caso del siglo XVII, el capital de los patrones admite más diversidad: dos de ellos surgieron vinculados a los repartimientos de indios, aunque no se trataba ya de la principal base económica: el Convento de San José, fundado por Elvira de Padilla, recibía una pensión de la Caja Real producto de los beneficios de la encomienda de Fusagasugá, que había pertenecido al abuelo de la fundadora39, y el Convento de Santa Inés contaba con las demoras de la encomienda de Ubaqué de la mencionada Antonia de Chávez, viuda de Lope de Céspedes, pero para 1645 no constituía la principal fuente de los ingresos de este convento: durante las décadas que duró la tramitación de la licencia del convento la viuda se convirtió en empresaria agrícola y aportó al patronato del convento una estancia de tierra caliente con diez esclavos, 24 mulas, 300 cabezas de ganado vacuno, un trapiche con 24 yuntas de bueyes, 40 estancias para cultivos y cría de ganado. Del ganado se contaba: 1000 cabezas de vacuno, 300 yeguas, 5000 ovejas, 500 cabras y 1000 cabezas de ganado de cerdo. Las haciendas tenían una localización en la sabana de Bogotá, al occidente del altiplano cundiboyacense, en zona de influencia de la ciudad de Santa Fe y lugar de paso hacia centros mineros como Mariquita, Zaragoza y Antioquia40. Los mayores beneficios económicos no procedían ya de los repartimientos sino de la comercialización y abastecimiento agrícola de los poblados que lo demandaban, una clara manifestación del cambio de modelo productivo hacia la mitad del siglo XVII.