La eficacia del cine mexicano

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La eficacia del cine mexicano
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A Vicki y a Ximena

mis nenas del amor.


Nos llamamos a nosotros mismos los locos del cine, para

diferenciarnos de los cineastas, rebaño de chismosos que

hurgan en las antiguallas con cierta eficacia.


Dziga Vertov, manifiesto Nosotros

El fin supremo siempre es la eficacia.


Vsevolod Pudovkin, Sobre la técnica del film

Prólogo

Estudio minucioso sobre la temática y el alcance cultural del cine mexicano a principios de los años noventa, este conjunto de análisis fílmico-literario puede frecuentarse de manera independiente o en el interior del contexto particular que le es exclusivo y lo desborda. Es el quinto volumen de una obra que, por su propia dinámica, se convirtió en una historia viva del cine mexicano durante la segunda mitad del siglo XX. Es el quinto tomo de la única historia viva sobre alguna de las artes que se producen en México; es el quinto ensayo histórico sobre el mismo tema que acomete su autor; es la quinta entrega festiva de una serie de libros autónomos sobre el cine nacional.

Es la continuación, puesta al día, rebajamiento conceptual, y a veces hasta la deliberada revisión, de La A, B, C, D, E... del cine mexicano, que incluye La aventura, La búsqueda, La condición y La disolvencia del cine mexicano, volúmenes referidos a otros periodos del desenvolvimiento del cine sonoro nacional, a partir de 1931 hasta la fecha, ahora reeditados unos y editados otros por primera vez, alternadamente, por Editorial Grijalbo en formato mayor, apto para lectores fetichistas (pero ¿qué amante del cine no es algo fetichista?).

Integran este volumen poco más de sesenta capítulos, con análisis in extenso de otras tantas películas, representativas de todas las tendencias del actual cine mexicano, tanto del popular como del que propone búsquedas creadoras más sofisticadas, tanto del cine-entertainment (que es una prolongación del monopolio Televisa) como del cine económicamente más modesto. En todos los casos, el hilo conductor es la idea de la Eficacia, la consecución de una eficacia en cualquiera de sus órdenes.

Eficacia expresiva, en virtud de las combinatorias probadas o novedosas que pone en juego, en virtud de la propuesta creativa a que responde, en virtud del cálculo artístico o de la irresponsabilidad más abrupta.

Eficacia de respuesta, gracias a los fantasmas sociales e ideológicos que alimentan / retroalimentan / refuerzan / diversifican, gracias a cierto tino, las políticas burocrático-gubernamentales de renovación del producto, gracias a la reconquista de un público de clase media, gracias a la tenaz supervivencia de un arraigo masivo cada vez más difícil de sostener. El cine echeverrista se hizo de espaldas al público, mientras que el cine salinista se hace de cara a la indigencia cultural de una clase media ignorante y avergonzada hasta de lo que considera su propia cultura, de ahí una buena razón de la eficacia de ese nuevo cine mistificador dedicado a ella.

Búsqueda de eficacia en el rejuego de los placeres. Se asiste al cine según los dictados del deseo y se busca la eficacia del principio del placer en cualquiera de sus vertientes: el placer transferencial, el placer proyectivo, el placer onírico, el placer ficcional, el placer poético, el placer erótico y el placer contemplativo. Solamente los imbéciles y los esnobs irredentos asisten al cine como un deber cultural. De ahí que el análisis fílmico necesite asumirse no sólo como descripción, interpretación y ahondamiento, sino también como prolongación e intensificación del placer, una estrategia tendiente a la fascinación, un objeto afectivo, ya seductor ya irritante, pero siempre envolvente. De ahí el contrasentido de los pavorosos y aburridos libros sobre cine nacional, retacados de datos inmanejables y triviales recortes de periódicos, que habitualmente se editan en México. De ahí la urgente voluntad y la preocupación espontánea de transformar La eficacia del cine mexicano en un objeto de placer lingüístico y visual en sí mismo. Nunca manejar más datos de los indispensables, nunca atiborrar de referencias cinefílicas, nunca hacer citas irrelevantes, nunca pormenorizar fuera de marcos conceptuales muy estrictos, nunca asfixiar la libre manifestación del sabor y la textura envolvente de cada película (incluso de las más horrendas).

Búsqueda de eficacia en el sentido y los alcances del análisis: de cine, de mentalidades, de películas y de sociedades. En el cine se reflejan, se traducen y se manifiestan numerosos cambios de mentalidad y ciertas evoluciones de la sociedad mexicana, sus atrasos y sus desesperadas puestas al día, quiérase o no, acéptese o no. De allí que ninguna película comercial u onanísticamente exquisita sea deleznable, a fin de cuentas, si se descubre en ella alguna eficacia.

Búsqueda de eficacia en la dialéctica de lo viejo y lo nuevo en el interior de cada película y de cada tendencia. Lo viejo y lo nuevo se dan allí, por encima de las determinaciones genéricas, pero no de sus procedencias. Lo viejo y lo nuevo de forma mezclada, inextricablemente mezclada. Por algo este volumen renunció a llamarse La excrecencia del cine mexicano, La elegía del cine mexicano o La eyaculación precoz del cine mexicano; sin embargo, grosso modo, en las ocho partes del libro parecen dominar algunas de esas entidades.

Lo viejo y lo nuevo luchan brutalmente en la primera parte, denominada “El imaginario desprohibido”, integrada por análisis de películas que han sufrido alguna prohibición gubernamental como consecuencia de los temas tabúes que abordan: el movimiento estudiantil de 1968 y la matanza del 2 de octubre, una supuesta debilidad de la figura presidencial siempre intocable en México, el intocable caso Camarena, el blanqueo de un personaje público-emblema de la corrupción protegida por las más altas autoridades, la violencia excesiva, lo obsceno-soez excedido, el goce violador y necrofílico. Todas esas cintas, la mayoría prohibidas en el sexenio delamadridista, fueron autorizadas para su efímera exhibición durante los primeros años del sexenio salinista, aprovechando una pasajera suspensión de la censura, cuando incluso pudo exhibirse La sombra del caudillo de Julio Bracho (1960), treinta años después de filmada. Completan esta parte el análisis de dos películas excepcionales por su idea de lo nuevo: una película jamás prohibida pero realizada por un exjefe de la censura fílmica como provocación a la censura, y la película más prohibida por el régimen salinista, que marcó el retorno de esa inquisitorial práctica en el país.

Lo viejo triunfa sobre lo aparentemente nuevo en los análisis que integran la segunda parte, denominada “Erotomanías desataditas”, florilegio de amplificadas tensiones represivas / desrepresivas en torno al sexo. Lo viejo es avasallado por lo nuevo en la tercera parte, llamada “Delirios terminales”, donde menos se pensaría: en el interior del cine popular en vías de desaparición, debido al desmantelamiento de la industria fílmica en este periodo; incluso este rubro se inicia con el análisis de los testamentos fílmicos de los dos grandes octogenarios del cine popular mexicano, Ismael Rodríguez padre y Gilberto Martínez Solares, aún sin el reconocimiento que merecen. Lo viejo y lo nuevo se equilibran casi armónicamente en la cuarta parte, denominada “Entrecruzamientos”, en la cual se agrupan los análisis de películas populares que han pretendido redimirse culturalmente, a través de algún elemento ajeno, excéntrico, ocasionando cruces anómalos o detonantes de su propia eficacia.

Lo nuevo se torna mera apariencia en los análisis reunidos en la quinta parte, llamada “El escapismo oficial”, integrada por películas más o menos exitosas y más o menos ambiciosas del Imcine salinista y sus palos de ciego culturales, ya también rumbo a la extinción, como su canto de cisne negro. Por el contrario, lo nuevo es realidad casi plena en la sexta parte, denominada “Los dispositivos estéticos”, acopio de ensayos sobre las cintas con propuestas artísticas más complejas y logradas del panorama, una sección que sustituye a aquellas tituladas “Un punto de vista del autor” en La condición y La disolvencia del cine mexicano.

Lo nuevo se problematiza en las dos últimas partes del volumen. En “Lo femenino espurio” se analiza un conglomerado de películas en las que lo nuevo del punto de vista femenino, casi siempre representado por algunas libretistas o alguna colaboradora muy estrecha en la concepción o realización del film, halla serios obstáculos para prevalecer sobre el de directores pertenecientes al sexo masculino, pero propiciando amalgamas de mentalidades bastante significativas. Por otra parte, en “La reflexión femenina” se reproduce en pequeño la estructura de las siete anteriores partes del libro, pero referido como microestructura a las mujeres realizadoras filmando sus propias historias, empezando por la obra testamentaria de una cineasta octogenaria del cine popular, siguiendo por las cintas del escapismo oficial dirigidas por mujeres y culminando en algunos dispositivos estéticos; debería ser el reino de lo nuevo, propuesto por las mujeres cineastas mexicanas por fin expresándose, pero lo es a medias, debido a la calidad de los resultados en pantalla.

 

La conclusión es propositivamente breve, casi inexistente, porque este libro no es un diagnóstico ni una autopsia, sino una discusión con el lector, una apertura hacia otra etapa de un arte que continúa vivo y, por ello, con derroteros imprevisibles. Si los mejores libros de poesía son los que convierten en poetas a sus lectores, el ideal de estas páginas es también convertir en analistas de cine a sus lectores.

Como materiales de base para la reelaboración de los análisis se han tomado exclusivamente los artículos publicados por el autor en la sección cultural del periódico El Financiero, dirigida por Víctor Roura. Incontables correcciones, atemperaciones, atizamientos y añadidos vuelven muchas veces irreconocibles, al término de sus despiadadas reescrituras, a esos textos primarios, ninguno reproducido tal cual o con menos de una treintena de modificaciones, a menudo sustanciales.

En cuanto a los agradecimientos, este libro ha contado con el invaluable y desinteresado auxilio del especialista en cine mexicano Mauricio Peña y reproduce varias fotografías de Gabriela Bautista tomadas sobre proyección.

Un antilagrimón póstumo, para contradecir cierta afirmación pronto desmentida de La disolvencia del cine mexicano: la crítica de cine es un arte que ha renacido en México. Este libro aprovecha esa circunstancia como espolón y ámbito.

Primera parte
| El imaginario desprohibido |

Lo único censurable es la censura.

Vox populi

La matanza en off

Entelequia: reducción que se construye a partir del espejismo autónomo de una cosa. Desde los créditos iniciales con fondo negro de Rojo amanecer, de Jorge Fons (1989), se oye amplificado el tic-tac de un reloj despertador, pesa la temporalidad matraca de lo doméstico, se hace perceptible con insistencia al paso del tiempo encerrado. Más que una gran tragedia contemporánea, una metáfora colectiva o una metonimia significativa del Movimiento Estudiantil de julio-octubre de 1968 y de la masacre que lo cercenó por orden presidencial, el séptimo largometraje del cineasta santón echeverrista sin obra consistente y hoy afanoso televiso Jorge Fons (episodio Nosotros de Tú, yo, nosotros, 1970; Los cachorros, 1971; episodio Caridad de Fe, esperanza y caridad, 1973; Los albañiles, 1976) es una simple cronología supuestamente vivida y vagamente testimonial de la matanza del 2 de octubre en Tlatelolco, vista desde un departamento de la Unidad Habitacional Nonoalco-Tlatelolco, que daría a la Plaza de las Tres Culturas y sin salir de él. Una cronología parcial y a partir de datos inconexos, una cronología desde el punto de vista de las imposibilidades de encierro y los valores inmarcesibles del familiarismo, una cronología victimológica e indigesta que no impide a las víctimas sentarse a cenar con sus visitantes forzados, en la mesa redonda del comedor a las diez de la noche. El pivote cronométrico y fin único de la trama es Una familia tlatelolca de tantas, con estatismo y sensitiva representatividad de telenovela didáctica y tercermundista, cuyos miembros recitan desde el desayuno las más diversas posturas pedestres e inconciliables respecto al Movimiento Estudiantil, como si realmente las asumieran, pero sin oportunidad alguna de llegar a probarlo: el abuelo tosijoso y cojitranco Don Roque (Jorge Fegan) esgrime su trayectoria revolucionaria de capitán jubilado para rebuznar descalificaciones contra los revoltosos amariconados que-ya-merecen-un-escarmiento, el contrariado padre funcionario menor del gobierno de Ciudad de México Humberto (Héctor Bonilla) bufa cual reaccionetas, haciendo relinchar un escepticismo políticamente amargado por la vieja traición almazanista (“Con el Gobierno no se juega”), los discordantes hijos melenudos Jorge (Damián Bichir) y Sergio (Bruno Bichir) aprovechan la ocasión para recitar los seis puntos del pliego petitorio que fundamenta sus hipotéticas militancias universitarias, la madre satisfecha esclava y hogareña Alicia (María Rojo) maúlla una copiosa sinopsis del Movimiento al externar su ronroneante preocupación de varios meses, la hermana lela con uniforme guinda de secundaria Graciela (Patricia Robles) prodiga melindrosos mohínes remolinescos para demostrar que vive en babia porque es mujercita, y el hijito encantador full time Carlitos (Ademar Tacos de oro Arau) se entusiasma con la llegada de las primeras delegaciones deportivas para la inminente Olimpiada de México (Isaac, 1968) antes de cargar sus libros de texto gratuito, ya amarillentos por las décadas transcurridas. Luego, al enfático hilo de las horas y las hojas del calendario mal pegosteadas, se escalonarán ecos de los trágicos hechos consabidos, sin añadir nada a la confusión retrospectiva, ni señalar culpables (ya tan autoacusados como el propio presidente Gustavo Díaz Ordaz al término de su sexenio), ni esclarecer punto alguno, permaneciendo fuera de cualquier contexto político, en clave exclusiva para mexicanos evocadores, incluso, empobreciendo a rabiar los datos manejados por la vox populi. La electricidad y el teléfono son cortados desde la mañana, se advierte la presencia de extraños elementos armados en los edificios mucho antes de comenzar el mitin estudiantil en la plaza, estalla el resplandor de bengalas en el cielo, suenan altavoces y tiroteos, los hijos regresan con compañeros traumatizados y cargando un herido (Eduardo Palomo), la hoja de retiro del abuelo exmilitar protege a la familia refugiada del cateo por parte de un amable subteniente (Carlos Cardán), el papi llega con retraso, cesa la tensión, a medianoche se entrometen en el departamento unos torvos guaruras con guante blanco (¿del paramilitar Batallón Olimpia?) y matan despiadadamente a todos. Y al final, único sobreviviente, el niño de la casa baja la escalera entre cadáveres, mientras afuera un barrendero matinal cumple con su noble labor de limpieza (o de Limpidez, según el célebre poema de Octavio Paz sobre el hecho). Soñándose valerosa crónica indirecta, el esquema cronológico ha sido llenado cual circunstancial expediente oficinesco de manera tan reduccionista como torpe e infantiloide. Reducción política, reducción vivencial, reducción insignificante. Dos de octubre no se olvida, pero se banaliza. Rojo amanecer es la entelequia de un esquema pueril.

Entelequia: enunciado que prescinde de la realidad como esencia o forma de ser para hablar de ella. Con glamur de película maldita, retenida para su reglamentaria aprobación gubernamental más de la cuenta pero jamás prohibida, cuyo miniescándalo / sainete sólo sirvió para que se enseñoreara el director de RTC, Javier Nájera Torres, al autorizarla por encima de las decisiones de sus subalternos y para que los autores del film creyeran haber hecho caer a una directora de cinematografía particularmente torpe (Mercedes Certucha Llano), la ficción se apoya ante todo en tardos diálogos a lo Polvo de luz (Cristian González, 1988) del mercenario guionista sotoizquierdero Xavier Robles (“Yo no soy un inútil como tus hijos, antes la juventud era diferente” / “En estos tiempos es más peligroso ser estudiante que criminal” / “Se cayó en la plaza así nomás”), herrumbrosamente fotografiados por Miguel Garzón y dotados de la truculenta agilidad telenovelera de Fons. Como medida compensatoria se ofrece la frustración constante del espectador. A pesar de las expectativas despertadas (y extintas) a cada momento, nunca se presentará la matanza de manera directa, objetiva y explícita. La naturaleza fílmica de esa matanza permanece alusiva e hipotética, pertenece al dominio de lo inmostrable (como el rostro del bígamo de Rosa de dos aromas de Gazcón, 1989), perteneciente al dominio del atestado verbal y la pista sonora, mero producto del ocultamiento y la prestidigitación visual, anterior a cualquier estética cinematográfica del signo (Bresson, Ozu). La Noche de Tlatelolco ya tenía su crónica periodística (Poniatowska, Monsiváis), su novela (González de Alba, Del Paso), su poesía (Paz, Becerra) y su documental insuperable (El grito de López Arretche, 1968-1970); faltaba su telenovela burda y tremendista, en formato de rupestre cine posindustrial. Una matanza fuera de campo, matanza en off, matanza platicada y a base de ráfagas auditivas, matanza para impactar a espectadores ciegos, mientras el niño Carlitos se esconde con su madre y su abuelo debajo de la cama, en el interior de una estructura dramática más bien mecánica y un desarrollo tan mediocre como previsible. En medio de la agitación acústica, el tedio trepidante instala su escuálido caos entre órdenes con altoparlantes (“El mitin ha terminado, no caigan en provocaciones”), clamor de tres personas que gritan al unísono (“No queremos olimpiada, queremos revolución”), ruido de un helicóptero, algazara intermitente, estruendo perdido de tanques que sólo el viejillo sorprendido identifica en big close up, borrasca, testimonios balbucientes y entrecortados, aceda música vendetramas de Karen y Eduardo Roel, cuyos arreglos podrían ser de Alfredo Díaz Ordaz, reinicio de estrépitos inidentificables, fragor disperso, silencio. Particularmente menesterosa y fallida, la solipsista banda sonora se atiborra, se embota, se adelgaza, denuncia escaso trabajo de elaboración, se niega a un distinguo aristotélico, carece por completo de imaginación: todo debe caber en el espacio imaginario nunca concretado, sabiéndolo acomodar. Y a partir de esa cataplasma chasqueante tan poco imaginativa, el espectador debe imaginar la verdadera película. Rojo amanecer es la entelequia de una matanza fuera de campo.

Entelequia: abolición sustitutiva de la realidad por un artificio frágil y deforme, que se erige en falsa conciencia de las cosas. Vuelta abstracción indigente de sí misma y tributaria de una mentalidad burocrática que desea quedar bien con todo mundo (gobierno, ejército, policía, medios informativos, exmilitantes, padres retrógrados, derecha, izquierda), pero alzándose el cuello con el tratamiento de un tema tabú en el cine comercial, la inofensiva película resultante sólo hace escuchar las voces del Movimiento Estudiantil y la matanza como viles disturbios pretéritos, sin referencia al presente, de modo desinfectado y con apelación a los implícitos de la vaguedad, discurseando con un cadáver en la boca. Para colmo del absurdo, esta ficción inicua, infrateatral y profundamente inocua, ha debido mutilar, por razones de censura / autocensura, algún dialoguito “inquietante” del niño con su abuelo (“Abuelo, ¿los soldados siempre deben obedecer?” / “Sí, hijo, siempre, siempre”) y alguna fugaz aparición de soldados del Ejército Mexicano en la concluyente escena del barrendero (mutilaciones reconocidas / ostentadas como promoción por el propio guionista Robles en la revista Punto, meses después del estreno del film estando éste aún en cartelera). Para colmo de irritación, el relato omiso será el primero en infringir las propias reglas estrictas que él mismo se ha propuesto: Rojo amanecer confunde la severidad con la incongruencia. Acéptese como norma inflexible que la cámara nunca saldrá del claustro del estrecho departamento tlatelolca, salvo en la bajada final del chamaco; convéngase en que la matanza deberá leerse a través de las reacciones insolidarias / solidarias de un microcosmos representativo de la clase media alarmista de los sesentas; acéptese que la aterrada madre y su hijo pueden asomarse por la ventana del edificio de marcolita que da sobre la plaza-matadero, y que no habrá toma en subjetivo, ni contracampo; convéngase en que el hijo mayor puede verificar los balazos contra el cuadro del Sagrado Corazón y sobre la ventana, sin evitar espiar hacia abajo, aunque tampoco allí habrá toma subjetiva o contracampo de lo que él ve. Ni siquiera la televisión... Falso de toda falsedad, crasa equivocación; ésas no eran las reglas. Antes de la matanza, la cámara ha mostrado desierta la plaza en toma subjetiva desde la ventana y hasta con panning, y luego ha salido al cubo de los tapones de luz, a casa de la vecina Anita (Marta Aura) y al corredor, donde juegan abuelo y nieto con soldados de plástico, observando el movimiento envolvente de los guaruras. Durante la noche aciaga, la cámara ha rastreado en la escalera exterior a una Llorona moderna clamando por su hijo (burdo plagio al “Me mataron a mi hijo” de Los olvidados de Buñuel, 1950), ha salido a atisbar por la puerta el acto magnánimo del subteniente mandando parar la golpiza de los guaruras a dos estudiantes, e incluso ha insertado un turístico plano general de la plaza en calma después de la tormenta castrense, con los edificios iluminados en torno (¿aquí no ha pasado nada?). Después de la matanza, la cámara se anticipa al descenso trituracorazones del niño, malenfocando al barrendero, en la borrosa cuan inepta referencia a la plaza ensangrentada del poema paciano. La cámara ha salido del departamento cuando se le ha dado la gana, pero nunca cuando era necesario, revelador y deseable. ¿En qué quedamos? Imposible exigir coherencia expresiva a Fons y a sus dramaturgos. Hay en México toda una ideología del contracampo impedido. Recuérdese la manipulada y ocultadora transmisión televisiva de la toma de posesión presidencial de Carlos Salinas de Gortari, en la cual jamás hubo contracampo de sus opositores partidarios en la ostentosa protesta parlamentaria; la bulliciosa matanza de Rojo amanecer ha recurrido exactamente al mismo procedimiento de ocultación manipuladora (¿por qué aquí sí y allá no?), optando por una lógica inconcreta e insustancial. Rojo amanecer es la entelequia de un contracampo impedido.

 

Entelequia: salto vicioso de lo singular a lo universal sin conexión dialéctica. Con menos vigor popular que las minimizadas cintas de Paco Guerrero que glosan candentes temas de actualidad (Trágico terremoto en México, 1987; Bancazo en Los Mochis, 1989) e ignorando las contradicciones de la inmolación familiarista de La ciudad al desnudo (Retes, 1988), la débil propuesta de esta película aparece inflada por chantajes político-sentimentales y caricaturas de estudiantes del todo inadmisibles, cuando no vergonzosamente ridículas. A fuerza de grabar capítulo tras capítulo de La casa al final de la calle y Yo compro a esa. mujer, el oficio de Fons se ha estragado, en toda ocasión resuelve sus secuencias de interiores como si estuviese mezclando la visión de tres cámaras gracias a un monitor y convierte en pensador / posador tembeleque sin cerebro a cualquier joven actorcillo televiso que cruza por su lente. Una anticipada punketa pelona estremece su parálisis sintiéndose la Sinead O’Connor del CNH o hace pronunciamientos subfeministas en el cuarto de baño (“Esto es asunto de hombres y mujeres”), mientras sus compañeros cachunescos se desangran, queman sus credenciales, se debaten hechos bolas conceptuales, tartamudean testificaciones inflamadas, estrechan los puños efusivos de papito, se atrincheran zurrándose de miedo tras la puerta del mingitorio, se apelotonan entre sus vendas-mortaja y salen del escondite para hacerse acribillar por turno. Todo mundo los babosea antes y después de la matanza, pero ellos jamás harán nada que sensatamente demuestre lo contrario. Recio sólo con respecto a ellos, el padre los llama “peleles del comunismo internacional”, pero los subsumidos ilusos alcanzan a proclamar que “México está orgulloso de sus jóvenes” y que “El pueblo está con nosotros”, aunque luego reconozcan que nadie quiso abrirles su puerta en la desesperada búsqueda de refugio. ¿Estamos ante un panfleto denunciador de la imbecilidad congénita e histórica de los jóvenes aguerridos que ayudaron a perder el Movimiento del 68? ¿No importa lo que hagas, sino el modo de hacerlo? Rojo amanecer es la entelequia de unos cachunes del 68.

Entelequia: cosa distorsionada que lleva en sí el principio de su acción y tiende por sí misma a su fin propio. Con obsesiones mórbidas de Polvo de luz y autodisculpas hipócritas de Los motivos de Luz (Cazals, 1985) para impresionar izquierdosos dinosaurios de los setentas con sensibilidad reblandecida de Paty Chapoy, la película conmemorativa de los Mártires de Tlatelolco (tan bien invocados durante la campaña salinista) termina solazándose en el neoliberalismo de un baño de sangre que, sin embargo, añora los viejos buenos baños de sangre echeverrista que perpetraron los campesinos linchadores de Canoa (Cazals, 1975) y los judas antiguerrillas de Bajo la metralla (Cazals, 1982). No saben concluir de otra manera, ni se saben de otra, ni la estolidez inmediatamente arcaica del cine neoecheverrista, ni la metafísica de la denuncia hueca, ni el maniqueísmo de la imprecisión. ¿Quiénes integraban las brigadas del Batallón Olimpia? Puros marcianos o maniáticos asesinos, tan intempestivos y motivados como los del Halloween de Carpenter (1978). Nadie sabe, nadie supo. Poco interesa, pues según la paranoia de Fons-Robles, toda la épica del Movimiento puede concentrarse en un día monumental de represión, toda tragedia helénica puede encapsularse en una historia chafísima que busca (y encuentra) su eficacia a nivel de víscera emotiva, toda represión puede ser pretexto para ese martirologio que tanto entusiasma todavía a los anacrónicos comunistas mexicanos, y lo único peor a la matanza colectiva fue una matanza civil de una familia con todo e invitados. Poco interesa que la película en su conjunto venga a decir mucho menos que los objetos diseminados en el soberbio cartel de propaganda: gafas, casquillos de bala, hebilla de cinturón, botas milicas en el suelo de la plaza entenebrecida; ahora habrá que sentir nostalgia de los baños de sangre generacionales, desde borregunos ojos infantiles a lo Cinema Paradiso (Tornatore, 1989). Cabellos largos, invocaciones a Los Beatles, póster del Che Guevara, jingle de Burbujita, antiguos billetes de uno y cinco pesotes, amarillista número especial de la revista ¿Por qué?, hallado al tender las cobijas junto a un ejemplar del Manifiesto del Partido Comunista, relojes ancestrales que me obsequió el general Rodríguez: la nostalgia maniática de Mañana, Mañana (Isaac, 1987) se ha metamorfoseado en una sanguinolenta pero muy ufana Matanza, matanza. Ha llegado la hora de poder lucrar con la matanza de Tlatelolco, chantajeando añejos sentimentalismos radicalosos y sin dejar de hacer una justificación a ultranza de la masacre, dándole la razón a los sabios festejados del día del padre asustadizo (“Se los dije: con el Gobierno no se juega”). Rojo amanecer es la entelequia de una nostalgia sanguinolenta.

Embalsamar con entelequias de telenovela martirológica la memoria histórica no equivale a mantenerla viva; es apenas otra forma diluida de la mentira mercenaria y la cobardía, sin relieve fílmico.