Read the book: «Anacrónica»

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AnaCrónica

Una aventura con escritores y artistas a través del tiempo

Jorge Alberto Silva

Lectorum

Edición Digital

AnaCronica © Jorge Alberto Silva

© Lectorum

© L.D. Books

D. R. © Editorial Lectorum, S. A. de C. V, 2017

Batalla de Casa Blanca Manzana 147 A, Lote 1621

Col. Leyes de Reforma, 3a. Sección

C. P. 09310, Ciudad de México

Tel. 5581 3202 www.lectorum.com.mx

ventas@lectorum.com.mx

Primera edición: noviembre de 2017 ISBN: 9781983596063

D. R. © Portada: Angélica Irene Carmona Bistrain D. R. ©

Imagen de portada: Shutterstock®

D. R. © Ilustraciones de interiores: Alan Sanmiguel Silva

D. R. © Interiores: Laura Romo González

Características tipográficas aseguradas conforme a la ley.

Prohibida la reproducción parcial o total sin autorización escrita del editor.

No es el tiempo el que pasa, pasamos todos nosotros.

Anónimo

Índice:

Un mensaje del pasado

Ana y sus rarezas

Señales

Giros

Revelaciones

El ombligo del mundo

La música del infinito

El navegante de la imaginación

Nacer y renacer

El cruce de los tiempos

La voz de la paz

Somos tiempo

Un mensaje del pasado

Antes de que empiecen a leer esta historia tengo que hacerles una aclaración. Supongo que estarán más familiarizados con narraciones que se cuentan de manera lineal (o sea, de acuerdo a como las cosas fueron ocurriendo en el tiempo), que con otras en las que los sucesos no siguen un orden cronológico.

Por cierto, ¿saben de dónde viene la palabra “cronológico”? Partiré la palabra en dos para explicarles: crono se refiere a Cronos, el dios del tiempo en la mitología griega. Bueno, no era un dios sino un titán, y tampoco era muy amable que digamos porque su platillo favorito eran sus hijos, los dioses del Olimpo. ¡Sí, se los comía! ¿Tierno el hombre, no? Por fortuna, uno de ellos, Zeus, no estaba dispuesto a ser un snack para su padre, así que lo engañó y, antes de que se lo almorzara, se las ingenió para poner una piedra en lugar de él y...

¡Perdón! Me estoy desviando del tema, estaba explicando lo de “cronológico”. Crono significa tiempo (como en la palabra “crono metro”, el relojito que mide el tiempo). Y con respecto a lógico, pues creo que es lógico lo que significa.

Decía que esta historia no es cronológica. Quiero decir que estaré contando las cosas que sucedieron no exactamente en el orden en el que sucedieron. Bueno, para mí sí ocurrieron en orden, pero. Miren, es como cuando ves una película que empieza con el héroe a punto de caerse de un edificio y entonces la historia se regresa a contar como llego hasta ese edificio. Algo así, pero me temo que un poco más complicado. En realidad, mucho más complicado.

Por eso, espero que no se confundan más de lo que yo me confundí aquel día en el Museo de las Artes de Ciudad Magna. Ahí estaba yo, en un paseo del colegio visitando una exposición llama da: “Grandes maestros de la pintura”. Mientras admirábamos los cuadros, una guía llamada Paula nos daba una explicación de cada obra. Era una mujer muy inteligente; sabía un montón de historias, nombres, títulos. Era como una enciclopedia de arte con pies... y con un cabello divino.

—Esta pintura que ven aquí forma parte de una serie de obras de Vincent Van Gogh llamada Los girasoles —nos explicó Paula—. Es un préstamo de la National Gallery de Londres.

Luego nos contó una historia muy loca sobre ese Van Gogh. Resulta que estaba muy enamorado de una chica, tanto que se cortó parte de la oreja y se la obsequio. Me parece que unos chocolates habrían sido mejor regalo, o unas flores... Unos girasoles, por ejemplo.

Después de un rato terminó el tour que nos dio Paula, y el profesor Bulnes nos permitió que fuéramos a la sala que quisiéramos. Solo tendríamos treinta minutos para andar libres por el museo. La mayoría se fue a la tienda de regalos a comprar llaveritos o cualquier otra chuchería, pero yo estaba ansiosa por recorrer el resto del lugar o lo que me alcanzara en ese poquito tiempo. Mina y Eric, mis mejores amigos, se apuntaron a acompañarme.

El museo era enorme. Según el maestro Bulnes, se necesitan tres días para recorrerlo de cabo a rabo; claro, si eres de los que se pasan diez minutos admirando una sola obra para analizar cada detalle. La parte que estábamos visitando tenía un largo pasillo en el que se exhibían pinturas de artistas de Reindera, y por el cual se podía acceder a cada una de las salas.

Yo entonces no lo sabía, pero en ese museo había un mensaje para mí, un mensaje que había viajado en el tiempo y que estaba destinado a llegar ante mis ojos de una manera u otra.

— ¡Miren! —Dijo Eric mientras señalaba la sala al final del pasillo—. Vamos a esa sala de pintura japonesa.

—Ni te emociones, Eric —le advirtió Mina—. Ahí ni de chiste vas a encontrar anime.

Eric puso cara de desilusión. Es súper admirador del anime.

—Mejor vamos a esa sala de arte de vanguardia —sugirió Mina.

— ¿Y eso que es? —pregunto Eric.

—No sé, pero me suena a que tiene que ver con la moda. ¿Vienes, Ana?

Escuche la pregunta de Mina, pero no la respondí al instante porque leía embobada el letrero que anunciaba el tema de la sala que estaba frente a mí: “Arte del Renacimiento”.

Si no tienen idea de que es el Renacimiento, no se apuren. Antes de ir a la exposición, yo tampoco sabía un comino sobre ese periodo de la historia del arte. Mi única referencia era un retrato de una mujer sonriente que el maestro Bulnes tenía como protector de pantalla en la computadora del salón.

“Es la Mona Lisa, la máxima obra del Renacimiento”, nos explicó el maestro en una ocasión, luego de que un compañero le preguntara si la señora de la pintura era su esposa o su novia.

Si no recuerdan o no conocen a la Mona Lisa, aquí se las dibujo.


No soy muy buena dibujante. Perdón por eso.

— ¿Entramos aquí? —Les propuse a mis amigos—. A lo mejor está la famosa Mona Lisa que le gusta tanto al maestro Bulnes—. Y aunque no parecían muy convencidos, accedieron a acompañarme.

Llámenlo sexto sentido, corazonada o paranoia, pero algo me decía que tenía que entrar a esa sala. Era una de esas veces en las que no te explicas por qué quieres hacer algo, solo sabes que lo tienes que hacer sí o sí.

Desafortunadamente, la Mona Lisa no estaba en la exposición del museo, a pesar de haber sido pintada durante el Renacimiento. Supongo que no la tenían porque es una pintura muy famosa y muy cara, aun cuando es muy chiquita. ¡De verdad! La foto de casados de mis papás es más grande. A la Mona Lisa, que fue pintada por Leonardo Da Vinci, la tienen guardada en un museo en Francia que se llama Louvre, y lo más seguro es que prefieren no prestarla a otros museos por temor a que la vayan a maltratar.

Ese señor Leonardo Da Vinci era en verdad talentoso, no nada más pintaba cuadros famosos, también hacia esculturas e invento un helicóptero que no volaba muy bien que digamos, pero no estaba tan mal considerando que era el siglo XV y...

Me volví a salir del tema. Vuelvo.

Habían pasado solo diez minutos y Mina ya estaba hasta el gorro del Renacimiento. Lo supe porque no dejaba de revisar los mensajes en su teléfono, seguro cambiaba su estatus de Facebook a: “OMG Aburridísimo”. Eric caminaba de un lado a otro de la sala sin poner mucha atención a los cuadros, supongo que su mente estaba en el concurso de oratoria en el que participaría la semana siguiente.

En cuanto a mí, no sé por qué, pero empecé a sentirme intranquila, como en una película de miedo cuando la protagonista está a punto de abrir la puerta detrás de la cual tú sabes que está el psicópata. ¿Qué me hacía sentir así? Ni idea. Sabía bien que no había ningún psicópata, solo estaban todas esas pinturas realizadas hacía más de quinientos años, y con las cuales yo no creía tener alguna conexión.

Respire hondo como en la clase de yoga que nos dan en la escuela y decidí que debía calmarme, mi preocupación no tenía razón de ser. Irónicamente apenas me empezaba a tranquilizar cuando escuche la voz de Mina a mis espaldas. Tenía el tono de “acabo de decir algo feo de la maestra y estaba detrás de mí”.

—A... a... Ana, tienes que ver esto.

Al darme la vuelta, mis amigos estaban frente a una pintura que yo había pasado por alto, seguramente porque me estaba haciendo un auto lavado de cerebro para dejar de sentirme nerviosa sin razón. Estaban boquiabiertos. Los dos, como en coreografía, voltearon a verme y luego regresaron la vista a la pintura; me echaron de nuevo el ojo como queriendo estar seguros de algo y una vez más miraron la pintura.

— ¿Qué pasa? —me acerqué a ver el cuadro que les había robado el aliento a mis amigos. Entonces un rostro exigió por completo mi atención y me hizo unirme al club de los sorprendidos.

¿Saben lo que es un doppleganger? Supuestamente todas las personas del mundo tienen un doble idéntico en alguna parte del planeta. Es decir, hay una persona escandalosamente igual a ti en Alemania o en Zimbabue o en las Islas Marshall. En casos muy locos, llegas a encontrarte con tu doppleganger y, bueno, eso te da una historia interesante para contarles a tus nietos.

Les explico que es un doppleganger porque justo en ese momento me topé con el mío. Aunque en este caso no se trataba de una persona de carne y hueso ¡Han de imaginar lo sorprendida que me sentí al encontrar a una chica idéntica a mí en una pintura del Renacimiento! Mismo cabello negro, mismos rasgos, mismo color de ojos, incluso el horrible lunar en el lado derecho de mi boca estaba Ahí. ¿Era yo?

— ¡Eres tú! —dijeron a coro Eric y Mina.

— ¡Cómo voy a ser yo! —Cuestioné con una risita de nervios—. Yo soy yo, estoy aquí y ahora, y... ella está. Estaba allá, y en ese entonces, en. —me incliné y leí en la tarjeta informativa la fecha en la que habían pintado la obra—. 1469.

—“Anacronismo, atribuido a Giuliano Di Verninni” —Eric leyó en voz alta el resto de la información de la tarjeta. Era el título y el autor de la obra.

—Anacronismo, Anacronismo —repitió Mina—. ¡Qué chistoso! Hasta se llama Ana

— ¿Chistoso? —le reclamé entre ofendida y nerviosa—. Esto no es chistoso, es… es... es...

No supe qué decir. Tenía la piel erizada y el corazón galopando a lo loco. No era como encontrarte en la calle con alguien que tiene un aire a ti, ni siquiera como descubrir de pronto que tienes un hermano gemelo al que tampoco le gusta la cebolla. No, era como si… como si supiera que la que estaba en ese cuadro no era mi doble, sino yo misma.

—Es una coincidencia, que no te influya, Ana —algo me decía que a Mina le daba un poquitín de envidia. Digo, no cualquiera sale en un cuadro del Renacimiento.

—Pero es igualita a Ana —insistió Eric—. Mira, hasta tiene el lunar.

Mi horrible lunar siempre robando cámara.

—A todo esto, ¿qué significa “anacronismo”? —pregunto Mina para desviar el tema de una vez por todas.

¿Aquí vuelve la palabrita griega, cronos, se acuerdan? ¿Cronos? ¿El titán?, ¿el que se comía a los hijos? De Ahí venia “cronismo”. Y Ana, pues, Ana soy yo, pero no nada más era yo. “Ana”, como en la palabra “analgésico”, también significa “contrario”, así que anacronismo es.

—“Incongruencia que consiste en situar en una época algo que pertenece a otra”, nos revelo Eric, quien últimamente se había vuelto un geniecillo que se sabía todas las palabras del Universo, gracias a que las consultaba en la aplicación del Diccionario de la Real Academia de la Lengua descargada en su celular. Ya saben, por lo del concurso de oratoria; entre más palabras supiera, más rollo podía echar si se le olvidaba su discurso.

—Pues vaya que es una incongruencia, Ana. Porque tú estás aquí, no en el Renacimiento —con eso, Mina quería dar por terminado “el curioso caso de la pintura renacentista”.

Me pondría a describirles el cuadro, pero creo que sería mucho mejor que ustedes lo vieran con sus propios ojos, así que... No, no voy a dibujarlo como dibuje a la Mona Lisa, ya sé que soy pésima en esa área. Afortunadamente, pude encontrar la imagen de la pintura en Internet.

Aquí la tienen.


En ese momento llegaron corriendo Susy y Danya, las aspirantes a arpías de nuestro grupo, y con gran satisfacción nos avisaron que el maestro Bulnes nos estaba buscando. Ya habían pasado diez minutos después de la hora en la que teníamos que estar en el punto de reunión.

—No se van a salvar del regaño —anuncio Danya, feliz de soltar veneno.

Mina les puso cara de “ay, aja”, mientras que Eric echaba a correr como si estuviera huyendo de Godzilla. El maestro Bulnes es lo máximo: un tipo inteligente y buena onda, pero tiene sus ratos en los que se pasa al lado oscuro y le salen dos o tres gritos que hacen vibrar las ventanas del salón de clases.

Camino al punto de reunión, había dos cosas en mi cabeza: una, el discurso en el que le explicara al profe cuánto nos había cautivado la pintura renacentista, tanto que nos hizo perder la noción del tiempo; y dos: la pintura en la que yo... estaba. Más me vaya pensar que Mina tenía razón, era solo una coincidencia, escalofriante, pero al fin una coincidencia. Era imposible que yo fuera la niña que estaba ahí pintada, quizá era mi ancestro, mi no sé cuántos “tátara” abuela o algo así.

De todas formas, intuía que la pintura encerraba un enigma; si no, ¿porque me había puesto tan nerviosa al entrar en la sala del Renacimiento?

Pero lo verdaderamente tétrico apenas estaba por suceder. Me fui quedando rezagada de mis compañeros por ir tan distraída con todo ese revoltijo en mi cabeza. En eso, sentí un golpe: había chocado contra alguien. Me disculpe mientras levantaba la vista, y entonces me encontré con una mirada que me dejo hecha estatua. Era un hombre alto, de barba canosa y rostro arrugado; vestía un traje oscuro que luda pasado de moda y llevaba un moño negro. Casi podía jurar que también formaba parte de las exposiciones del museo.

Me quedé muda unos instantes, incapaz de quitar la vista de aquel hombre de ceño fruncido. Finalmente, me mostró una sonrisa que, siendo honesta, me pareció forzada, y me sacó la vuelta para continuar con su camino.

El encuentro me dejó temblando unos momentos. Al final del pasillo se apareció Eric, pálido como un fantasma. Se me acercó corriendo.

—El profesor está sumamente enojado, es preciso que acudas de inmediato al punto de reunión o todo esto derivará en una catástrofe.

Apenas iba a preguntarle a Eric por que hablaba como película doblada, pero luego me acorde de su concurso de oratoria. Cada vez se lo tomaba más en serio.

Para gusto de algunos compañeros, el profe Bulnes me llamó la atención y me advirtió que debería esmerarme muchísimo si quería ir al próximo paseo escolar. De regreso a la escuela, en el camión en el que nos llevaron al paseo, no dejaba de pensar en la extraña Ana anacrónica de la pintura.

Ana y sus rarezas

¿No les ha pasado que recuerdan una cosa tan lejana en el tiempo que ya no están seguros de que haya sido verdad o solamente un sueño?

Desde siempre, he llevado en mi cabeza la imagen de una ciudad que juraba haber visitado. Recordaba edificios y construcciones que no se parecían nada a los de Ciudad Magna: sus diseños tenían formas extrañas, en tonos blancos y plateados, con grandes ventanales, cúpulas y túneles transparentes en los que no tenías que caminar porque el piso era una banda transportadora. Había árboles, lagos y jardines por todos lados, incluso en el interior de los mismos edificios o en sus balcones.

Les pregunté a mis papás una y mil veces sobre esa ciudad; ellos sólo se veían a las caras con algo de nerviosismo y se apresuraban a decirme que nunca habíamos visitado un lugar como ese, que seguramente lo habría visto en una película o en un sueño. Y si, cualquiera de esas explicaciones era posible, pero el recuerdo se sentía tan real que no me sentía a gusto con esas respuestas.

Me puse a investigar en Internet sobre lugares con estas características y lo más cercano que encontré al sitio de mis recuerdos fue la ciudad de Dubái, que está en los Emiratos Árabes Unidos. Solo que queda bastante lejos de Ciudad Magna, y un viaje hasta allá cuesta más caro que todas las casas de mi colonia juntas, así que ni de chiste habíamos ido Ahí de vacaciones, a menos que nos hubiéramos ganado el viaje en una rifa.

No terminaba de convencerme de que la dichosa ciudad era solamente un sueño, pero ante la falta de evidencia no tenía más remedio que aceptarlo. Afortunadamente, el tiempo se encargaría pronto de demostrarme que no estaba alucinando.

Por cierto, no me he presentado.

Me llamo Ana Amser y acabo de cumplir doce años. Desde que ocurrió lo del museo, “el curioso caso de la pintura renacentista”, ha pasado ya algo de tiempo... Más del que se pueden imaginar.

Ahora sé cosas que en ese entonces no sabía. Por ejemplo, en aquella época yo no me consideraba una niña normal. Tampoco era que tuviera cuatro brazos o cinco ojos, o que en las noches me con vertiera en zarigüeya y saliera a los basureros de las casas a buscar comida. Mi “rareza” era una buena rareza, es decir, esa rareza que viene bien en ocasiones. Lo malo es que no dejaba de ser rareza y, ya saben, a una no le gusta sentirse rara, bueno, a mí no me gustaba.

Probablemente han sentido en alguna ocasión que están en cierto sitio o con un grupo de personas en donde nada más no encajan. ¡Imagínense sentirse así todo el tiempo! Es cierto que me llevaba bien con mis amigos y que la mayoría de la gente que conocía era muy amable conmigo, pero no podía dejar de sentirme fuera de lugar. Y todo era a causa de ciertas “habilidades” (así, entre comillas) que no me ayudaban mucho a considerarme normal.

En primer lugar ¿qué pensarían de una persona que nunca se enferma? Y cuando digo “nunca” es ¡nunca!, ¡jamás!, ¡ni por error! ¿Extraño? ¿Imposible? Pues bien, esa es una de las habilidades de las que les hablo. Nunca en la vida me ha dado gripa, fiebre, diarrea; mucho menos varicela, hepatitis u otras enfermedades más graves. Mi mamá me contó que cuando yo estaba en primero de primaria, una de mis compañeras se enfermó de sarampión y tuvo que faltar a la escuela. Pocos días después, todo el salón se había contagiado menos yo. ¡Incluso la maestra se enfermó!

¡Por supuesto que me sentí muy infeliz, yo también quería enfermarme de sarampión como los otros niños! Así que tomé un marcador y me dibujé puntitos rojos por todo el rostro. Lo único que saqué con eso fue que mi mamá se pasara una hora lavándome la cara para borrar mi sarampión de mentiritas.

Esto era un secreto, mis papás me dijeron que por ninguna razón le podía decir a nadie que yo nunca me enfermaba. Supongo que les daba miedo que doctores o científicos me quisieran hacer estudios o sacarme sangre para crear una vacuna o algo por el estilo. Por supuesto que esto tiene una explicación lógica que más adelante les revelaré, cuando sea el momento.

Tengo otra habilidad secreta, esta ni siquiera la conocen mis padres.

La descubrí hace años cuando llegó a mi escuela una niña llamada Jennifer. Ella solo sabía hablar inglés, así que la pobre no platicaba con nadie. Como me daba pena verla Ahí sola y asustada me le acerqué para sacarle plática. Para mi sorpresa, pude entender cada palabra que Jennifer decía, y no porque yo entendiera el inglés, sino porque la escuchaba hablar en mi propio idioma. ¡Sí! Como si ella fuera el personaje de una película doblada. ¡Y no solo eso! Cada cosa que le decía a Jennifer, según yo en mi idioma, ella lo entendía a la perfección porque en realidad lo decía en inglés.

Raro, ¿no? Pues espérense, porque la cosa no termina Ahí.

La otra vez, mi papá estaba viendo en la televisión una película rusa. Para mí, los actores sonaban como si hablaran mi idioma, les entendía sin problema, pero sabía que mi papá los escuchaba hablando en ruso porque en un momento dejaron de poner letritas con la traducción, y él se enojó muchísimo, ya que iban a revelar quién era el culpable de un crimen.

Después de esto, me di cuenta de que algo no andaba bien. Me metí a Internet y comencé a buscar videos en todos los idiomas: italiano, francés, latín, chino mandarín, bengalí. ¡Los entendía todos! Incluso el idioma de los elfos de El señor de los anillos. ¿Cómo era esto posible? Yo jamás había estudiado ninguna de esas lenguas.

Decidí ponerme a investigar y me topé con algo llamado “don de lenguas”, que es la habilidad para entender y expresarse en otros idiomas, aun cuando no los has aprendido. Pensé que quizás eso era lo que me ocurría, pero la verdad, sentí miedo de que me estuviera volviendo loca, así que nunca se lo confesé a nadie. Ni siquiera a Mina o a Eric. Absolutamente a nadie. Al menos tengo la ventaja de no tener que leer los subtítulos cuando voy al cine a ver una película en otro idioma.

La tercera rareza no es precisamente sobre mi persona, aunque sí está muy relacionada conmigo: mis queridos padres Carlo y Melva Amser. Ella estudió contabilidad, pero ahora se dedica a la casa. Él es maestro de física en la Universidad de Ciudad Magna. El sueño de mi papá siempre fue ser astronauta, lo malo es que nunca aceptaron su solicitud en una escuela de Astronomía en el extranjero. Al parecer, los astronautas deben tener ciertas características físicas si es que quieren viajar al espacio, y como él es bajito y no precisamente muy esbelto, pues no hubo manera. Eso sí, debo decir a su favor que es muy inteligente.

Para no sentirse tan mal por el asunto de que no podía ser astronauta, papá se volvió un fanático de todo lo que tiene que ver con el espacio. A diario ve películas de ciencia ficción o documentales sobre viajes a otros planetas y cosas de ciencia.

Hay una película muy rara que ve casi todas las semanas. Se llama 2001: Odisea del espacio. Siempre que la termina de ver se emociona hasta ponerse a llorar como un niñito. No sé por qué, la película es aburridísima porque casi no hay diálogos. Es más, durante medía película los personajes son unos changos que se la pasan peleando. Pero para mí papá esa película es lo máximo.

Además de las labores del hogar, mi mamá tiene otra ocupación muy poco común. Verán, seguido llegan a la casa personas con caras de angustia que buscan a mi mamá para pedirle consejos. Ella los escucha y les dice qué hacer. No es exactamente una psicóloga porque no estudió para eso, los consejos que les da se basan en... cómo se los explico...

Miren, mi mamá le sirve una taza de café a cada persona que va a consultarla. No es un café cualquiera, se lo traen de una isla que se encuentra muy lejos de Ciudad Magna. La persona le cuenta sus penas mientras se toma un café y, cuando está a punto de terminárselo, mamá coloca un poco más de café molido en el líquido que queda en la taza. Luego tira el líquido restante, y en las paredes y el fondo de la taza se quedan los granitos del café, haciendo figuras que representan el pasado, el presente y el futuro de quien lo bebió.

No se cómo le hace, pero las personas que la visitan dejan ahí su cara de angustia y salen tranquilos, sonrientes y relajados. A esto se le llama “caféomancia” y, no se preocupen, no es cosa de brujería ni nada por el estilo. Es una técnica que aprendió de mi abuela, quien era originaria de un país europeo. Un día le pregunté por qué salían tan contentas todas las personas que iban a visitarla. ¿Acaso nunca veía malas noticias en sus futuros?

—Claro, a veces la lectura del café no dice cosas agradables —me explico—, pero yo siempre les digo que pueden cambiar su futuro si así lo desean.

— ¿Cómo? Si tú ya viste su futuro, ¿No se supone que tiene que suceder? —le pregunté.

—No, Ana, yo no veo nada. Solo es una interpretación, la gente tiene el poder de llevar su vida por el camino que desee.

Muchas veces le pedí a mi mamá que leyera mi café, pero nunca quiso hacerlo. Me decía que si de entrada ya era inquieta, con una taza de café encima no habría quién me aguantara. Sin embargo, creo que no accedió por otra cosa, algo sobre mi futuro que no me quería revelar.

Tengo otra cosa muy importante que contar acerca de Carlo y Melva Amser, pero eso también será en otro momento. Por ahora, basta con que sepan que son padres muy cariñosos y que los amo como loca. Siempre me dijeron que para ellos yo era un regalo del destino. No entendía en ese entonces, pero ahora sé exactamente a lo que se referían.

La ultima de mis rarezas es más bien una cualidad. Soy el paño de lágrimas de todos mis amigos Se los explico por si no conocen la expresión: es cuando, por alguna razón, la gente se acerca a ti para contarte sus penas y terminan desahogándose a punto de pegar el grito. Algo así como lo que hace mi mamá con la gente que va a que le lea el café; solo que sin café ni lectura ni nada, solo escucho y aconsejo.

Según dicen mis amigos, siempre tengo las palabras precisas para consolarlos. No sé, será que hay algunas situaciones que a la mayoría de la gente le resultan muy difíciles de solucionar, y para mí son tan sencillas como contar hasta tres.

El maestro Bulnes me dijo una vez que yo tengo mucha inteligencia interpersonal, eso significa que se me da lo de entender lo que le pasa a los demás y darles consejos, o sea que soy una especie de psicóloga. Y la verdad, a mí me fascina aconsejar a mis amigos y ayudarles con sus problemas. Como aquella vez que Mina hizo trampa en un examen y se sentía muy nerviosa y culpable. Le aconsejé que confesara la verdad, pidiera disculpas y afrontara las consecuencias. O cuando a Eric se le murió Alejo, su cotorro, y se deprimió tanto que no hablaba con nadie.

Lo malo era que, aunque se me facilitaba ayudar a otros a solucionar sus problemas, no terminaba de entenderme a mí misma. Ese sentimiento de no pertenecer al mundo en el que vivía no de jaba de torturarme. Había días en los que les sonreía a todos, pero por dentro me sentía extraña y nostálgica. Me daba por pensar que todas mis rarezas se debían a que yo era algo así como una extraterrestre que se quedó estancada en el planeta Tierra como E.T. Por eso nunca me enfermaba y sabía idiomas que nadie me enseñó.

Mi suposición no estaba tan equivocada. Esa pintura, “Anacronismos”, era la hebra que había que jalar para descubrir el hilo de mi historia, solo que este hilo estaba lleno de nudos que tendría que deshacer.

Bueno, ahora que me conocen mejor, puedo seguir contando la historia.

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