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“DUKKHA”

Los budistas tienen un término muy curioso y útil para referirse al malestar que se deriva del deseo, de estar atados a un animal agonizante y de no saber quiénes somos.

Se trata de la palabra pali (el idioma usado por el Buda) dukkha, cuyo significado exacto resulta difícil de capturar en otros idiomas, pero que los eruditos suelen traducir, como “sufrimiento”, ”angustia”, “estrés”, “malestar”, “dolencia” e “insatisfacción”.

La primera noble verdad de las enseñanzas del Buda es la importancia, universalidad e inevitabilidad de dukkha, el sufrimiento inherente al malestar que, invariablemente y de formas sutiles o no tan sutiles, tiñe y condiciona la estructura profunda de nuestra vida. Todas las prácticas meditativas budistas giran en torno al reconocimiento de dukkha, la identificación de sus causas y de sus raíces y la descripción y el desarrollo de caminos que nos liberen de su opresiva y cegadora influencia. En realidad, todos los caminos que nos liberan del sufrimiento, de dukkha, confluyen en un método que apunta a darnos cuenta de lo que hemos estado ocultándonos o escondiéndonos a nosotros mismos prestando una atención sabia a toda nuestra experiencia, en lugar, como solemos hacer, de no prestarle la atención debida o, por el contrario, de revolcarnos, aferrarnos o sofocarnos por ello, de luchar en su contra o de distraernos en un intento desesperado de escapar. Ese camino nos brinda la posibilidad de vivir una vida más auténtica y satisfactoria. Así pues, la verdad a la que se refiere la universalidad de dukkha no es una queja pasiva de su inevitabilidad, porque ese descontento y, en ocasiones, esa angustia, no es duradera ni intrínsecamente limitadora y siempre puede, aun en los momentos más terribles, ser trabajada y convertirse entonces en un maestro que nos enseña a liberarnos de sus garras.

Pero lo más importante es que la motivación para llevar a cabo esta investigación de la posibilidad de liberarnos del sufrimiento, de dukkha y de vivir una vida más auténtica y satisfactoria no apunta a un objetivo estrictamente individual –lo que, en sí mismo, sería un logro que justificaría perfectamente la práctica de la atención plena–, sino a un beneficio de todos los seres con los que se halla inexorablemente unida nuestra vida y que, en última instancia, abarca a la totalidad del universo.

En el núcleo de todas estas prácticas meditativas orientadas al reconocimiento, la liberación y la cesación de dukkha se asienta el cultivo de la atención plena, una forma completamente diferente de afrontar la omnipresente insatisfacción, que consiste en aceptarla, en estar dispuesto a trabajar con ella y en observar directamente y sin prejuicios sus rasgos distintivos. La atención plena, como ya hemos dicho, puede ser considerada como una conciencia abierta y sin juicio, como la conciencia del momento presente, el conocimiento directo y no conceptual de la experiencia tal y como se despliega, en el mismo momento en que aparece, en el mismo momento en que discurre y en el mismo momento en que acaba desapareciendo. Dirigiéndose a las personas que habían dedicado su vida a la encarnación de esta enseñanza a través de la práctica intensiva y sistemática, el Buda dijo:

Éste es el camino directo que conduce a la purificación de los seres, para la superación del sufrimiento y el lamento, para la desaparición del dolor y el sufrimiento, para el logro de la verdadera vía, para la realización del nirvana, es decir, para los cuatro fundamentos de la atención plena

Toda una afirmación, dicho sea de paso.

Todo el esfuerzo budista apunta al despertar de las ilusiones en torno a las cuales gravitamos, condicionados por la experiencia pasada. Cuando despertamos, nos liberamos del sufrimiento y de la angustia derivados de nuestra interpretación errónea de la naturaleza de la realidad mediante una visión limitada y egoísta y de la tendencia a identificarnos y aferrarnos a lo que deseamos y de alejarnos de lo que tememos.

En los últimos 2.500 años, las distintas tradiciones meditativas del budismo han desarrollado, explorado y perfeccionado un amplio abanico de métodos muy sofisticados y valiosos para el cultivo de la atención plena y de la sabiduría y la compasión que se derivan naturalmente de su práctica.

Thomas Cahill ha señalado que los monjes irlandeses salvaron la civilización occidental copiando los antiguos manuscritos durante la Edad Media europea y que los judíos han dado al mundo su primera articulación del tiempo histórico y, en consecuencia, el concepto de desarrollo del individuo en el tiempo. También podríamos decir del mismo modo que, en la relación personal con lo numinoso, la figura histórica del Buda y sus seguidores han proporcionado al mundo un algoritmo bien definido, el camino de investigación seguido por él mismo en su búsqueda de lo más esencial de la naturaleza humana: la posibilidad de estar completamente conscientes, completamente despiertos y libres de los grilletes del condicionamiento, lo que incluye nuestros inveterados hábitos de pensamiento y percepción y las emociones aflictivas que tan íntima, frecuente e inesperadamente los acompañan.

EL IMÁN DE “DUKKHA”

Independientemente de que lo llamemos estrés, enfermedad o dukkha, los hospitales funcionan, en nuestra sociedad, como una especie de imanes de dukkha cuyos campos de fuerza influyen sobre quienes, en un determinado momento, padecen una enfermedad, una dolencia o ambas cosas a la vez (desde el estrés hasta el dolor, el trauma y todo tipo de enfermedades). Cuando literalmente nos hemos quedado sin recursos y sin alternativas y no tenemos otro lugar al que ir, acudimos o nos llevan al hospital. Hablando en un sentido muy general, no vamos al hospital a divertirnos ni a iluminarnos, sino cuando queremos que nos atiendan, nos cuiden, nos resuelvan algún problema y nos curen. Vamos al hospital con la expectativa de que se hagan cargo de nosotros y nos traten bien, de que nos atiendan con cuidado y respeto, y de ese modo, si somos afortunados, “descubrir” lo que nos ocurre y lo que tenemos que hacer.

Bien podríamos pensar, dado el nivel de sufrimiento que parecen atraer los hospitales, que ése es el mejor lugar para adiestrarnos en la atención plena, que, según dijo una autoridad como el Buda, es el camino directo para superar el sufrimiento, la queja, el dolor y la aflicción o, dicho en pocas palabras, liberarnos del sufrimiento. ¿No merecería la pena, si el sufrimiento es tan universal como decía el Buda, aprovechar la estancia de quienes atraviesan las puertas de un hospital o deambulan por sus pasillos para adiestrarlos en el ejercicio de la atención plena? Obviamente no pretendemos, con ello, reemplazar el cuidado médico amable y compasivo, sino tan sólo proporcionar un servicio complementario que puede ser muy valioso para cualquier tratamiento. ¿Qué mejor lugar que el hospital para proporcionar ese entrenamiento a los pacientes y al personal administrativo que, en muchas ocasiones, se encuentra tan estresado como ellos?

Éste es, precisamente, el punto de partida del programa de reducción del estrés basado en la atención plena (PREBAP), un programa que originalmente se hallaba dirigido a aquellos pacientes que, por así decirlo, pasaban entre las redes del sistema sanitario, pacientes que no podían ser ayudados por el tratamiento médico convencional (lo que, por cierto, incluye a un gran número de personas). También deberíamos tener en cuenta las muchas personas que no mejoran con los tratamientos tradicionales o que padecen enfermedades que se muestran resistentes a la medicina convencional. Por ello estábamos muy satisfechos de poder brindarles otras alternativas.

Pero el programa no tardó en llamar la atención de un espectro mucho más amplio de pacientes. Todo el mundo, a fin de cuentas, está interesado en “la reducción del estrés”. La respuesta más habitual a los carteles que pusimos en los pasillos era: “Esto podría servirme”, que, en demasiadas ocasiones, iba seguido de un “pero no tengo tiempo para dedicarme a ello”. Hoy en día, veinticinco años después de haber puesto en marcha ese programa, cada vez son más los pacientes y médicos que se han dado cuenta de que ya no pueden seguir postergando sus necesidades y que ha llegado ya el momento de empezar a prestar atención a lo que llevan descuidando desde hace tanto tiempo.

Desde sus mismos inicios, la Stress Reduction Clinic proporcionó a muchos especialistas una nueva alternativa para ofrecer a sus pacientes. Se trataba de un lugar ubicado dentro del hospital en el que los pacientes podían, en un entorno ambulatorio, aprender a hacer algo consigo mismos que complementase el tratamiento, algo muy poderoso, pero también muy difícil de conseguir.

También proporcionó a los médicos una buena forma de liberarles de la tensión asociada a los pacientes que no tenían otras alternativas. Ahora disponían, al menos, de un lugar, ubicado en el mismo hospital, en el que podían aprender a asumir una mayor responsabilidad de su experiencia y de sus estados mentales y corporales, por más dolorosos, problemáticos o crónicos que fuesen, un programa que podía ayudarles a conectar con recursos internos poderosos y universales, hasta entonces desconocidos, para el aprendizaje, el desarrollo, la curación y la transformación, no sólo durante las ocho semanas que duraba el programa sino, en el mejor de los casos, durante el resto de su vida.

Así fue como las personas que, a lo largo del proceso, se habían sentido meros sujetos pasivos del entorno sanitario empezaron a disponer de la oportunidad de comprometerse activamente en su salud y bienestar. Y podían experimentar ese proceso sintiéndose atendidos y respetados por el mero hecho de ser humanos, por ser quienes eran y por lo que estaban viviendo gracias a la comunidad bondadosa y amable que los budistas denominan sangha y que parece desarrollarse de manera espontánea en un entorno en el que la gente practica junta.

Y si tenemos en cuenta que las palabras “medicina” y “meditación” comparten la misma raíz no resulta tan extraño, como a primera vista parece, que en 1997 un centro médico y una facultad de medicina brindasen a sus pacientes la posibilidad de aprender y practicar la meditación.

Los términos “medicina” y “meditación” proceden de la misma raíz latina mederi, que significa “curar”. La raíz indoeuropea profunda de mederi transmite, además, el significado esencial de “medir” pero, en este caso, no se refiere tanto a la noción habitual de “medida” como una relación cuantitativa con el criterio establecido de una determinada propiedad como la longitud, el volumen o el área, sino a la noción platónica de que todas las cosas tienen su propia medida interna, la cualidad o “esencia” que hacen que el objeto sea lo que es. En este sentido, la medicina es el procedimiento destinado a restaurar, cuando ésta se ve perturbada, la mesura interior adecuada, y la meditación consistiría en la percepción directa y el conocimiento experiencial profundo de la naturaleza de esta magnitud.

Pero los hospitales no son los únicos imanes de dukkha de nuestra sociedad, sino tan sólo los más evidentes, porque también lo son las prisiones, que determinan el destino de muchas personas y generan mucho sufrimiento.

Muchas de nuestras instituciones, como las escuelas y el entorno laboral, producen o atraen sus propias versiones de dukkha. Como dice la enseñanza del Buda, dukkha es ubicuo, un hecho de la vida, y según las sabias palabras de Helen Keller, únicamente es posible salir de él atravesándolo, es decir, reconociéndolo en el mismo momento en que aparece y cobrando conciencia, de manera directa e inmediata, instante tras instante, de su naturaleza.

EL DHARMA

La cualidad de nuestra relación con la experiencia y los múltiples paisajes, tanto internos como externos, por los que discurre debe comenzar, obviamente, por nosotros mismos.

Si quisiéramos, por ejemplo, vivir en un mundo más pacífico, deberíamos empezar preguntándonos si podemos estar un poco más serenos. ¿Estamos dispuestos a admitir que quizás no sepamos cómo hacerlo y a reconocer por qué? ¿Estamos en condiciones de asumir lo agresivos, conflictivos, interesados y egoístas que, en los microcosmos de nuestra vida y de nuestra mente, podemos llegar a ser? Si realmente queremos que los demás vean las cosas con más claridad, también deberíamos estar dispuestos a cuestionar cómo vemos las cosas nosotros mismos y si realmente podemos percibir, aprehender y comprender, sin prejuicios de ningún tipo, lo que, instante tras instante, sucede a nuestro alrededor. ¿Estamos de verdad dispuestos a reconocer lo difícil e importante que todo ello puede ser?

Quienes estén dispuestos a seguir el consejo de Sócrates “conócete a ti mismo” y a escapar de la afirmación de Yeats de que lo ignoramos no tienen más remedio que indagar profundamente en su interior. Haríamos bien, si realmente queremos transformar el mundo, en tratar de cambiarnos también a nosotros mismos, teniendo muy especialmente en cuenta nuestra resistencia y ceguera al cambio, sobre todo cuando nos vemos enfrentados a la impermanencia y a la inevitabilidad del cambio, condiciones a las que, independientemente de nuestras resistencias, de nuestras protestas y de nuestros intentos de controlar la situación, estamos de manera inexorable atados. Si queremos que nuestra conciencia experimente un verdadero salto cuántico hacia adelante, debemos estar dispuestos a despertar y a no escatimar esfuerzos para ello.

Si queremos, por otra parte, que el mundo sea más amable y compasivo, no deberíamos imponernos un ideal imposible, sino aprender a ser más amables y compasivos con nosotros mismos, aunque sólo fuese durante unos instantes, tal como somos. Sólo entonces el mundo empezará a asumir un aspecto completamente diferente. Si de verdad queremos que el mundo sea diferente, deberíamos aprender a establecer una relación más adecuada con nuestra vida y con nuestro conocimiento o, al menos, deberíamos aprender a lo largo del camino, que viene a ser lo mismo, puesto que el mundo no nos espera, sino que se despliega de manera concomitante y en íntima reciprocidad con nuestro propio desarrollo. Si queremos crecer, cambiar o curar de algún modo –como, por ejemplo, ser menos ruidosos y acaparadores o más confiados y generosos–, convendría que nos aprestásemos a degustar el silencio y la serenidad y a reconocer el potencial curativo y transformador que implica beber en nuestras fuentes más profundas, abrazando de forma consciente- lo que se encuentra aquí y ahora, lo que incluye nuestras tendencias inconscientes más profundamente arraigadas.

Todo esto es algo que se sabe desde hace muchísimo tiempo. Pero las prácticas liberadoras como la meditación permanecieron, siglos enteros, confinadas a los monasterios de diferentes tradiciones culturales y religiosas. Por razones muy diversas, entre las que se cuenta la inmensa distancia geográfica y cultural que los separaban y quizás incluso la separación existente entre los renunciantes y el mundo secular, esos monasterios permanecieron aislados y mantuvieron en secreto sus prácticas, o sólo las comunicaron a unos pocos. Así eran al menos, hasta hace un tiempo, las cosas.

En la actualidad, sin embargo, todos esos descubrimientos se hallan al alcance de quien quiera investigarlos. Casi todo el mundo puede acceder hoy en día a la meditación budista y a las tradiciones de sabiduría asociadas, a las que se conoce con nombres tan diversos como Budadharma o simplemente Dharma y que afectan a la vida de millones de norteamericanos y occidentales de un modo que hubiera resultado inconcebible hace tan sólo cuarenta o cincuenta años.

Lo que los budistas denominan Dharma es una fuerza muy antigua que, con la salvedad de no tener nada que ver con la conversión religiosa, con la religión organizada ni con el budismo (en el caso de que consideremos el budismo como una religión), comparte con los Evangelios el sentido de transmitirnos una buena noticia.

La misma palabra “dharma”, que tiene significados tan diversos como “la enseñanza del Buda”, “la ley del universo” y “las cosas tal cual son”, entró en nuestro idioma en el pasado siglo de la mano de la famosa caracterización de Jack Kerouac de sí mismo y sus amigos como “los vagabundos del Dharma”, del apelativo de “León del Dharma” con el que era conocido el poeta Allen Ginsberg y del nombre de un personaje de una serie de televisión cuya publicidad que, como sucede tantas veces en nuestro país, llenó durante un tiempo los pasillos del metro y las marquesinas de las paradas de autobuses.

El dharma se vio originalmente articulado por el Buda en lo que él mismo denominó las Cuatro Nobles Verdades, que explicó detalladamente a lo largo de toda una vida dedicada a la enseñanza y que ha llegado hasta nosotros a través de los distintos linajes ininterrumpidos encarnados por las distintas tradiciones budistas. En cierto modo podríamos decir que el dharma se asemeja al conocimiento científico, siempre en proceso de cambio y desarrollo, pero está compuesto de un cuerpo central de métodos, observaciones y leyes naturales destiladas de miles de años de investigación en el mundo interno empleando una introspección y autoindagación sumamente disciplinada, el registro preciso, la cartografía de las experiencias relativas a la naturaleza de la mente y la verificación y confirmación empírica y directa de los resultados puestos de relieve a lo largo de todo este proceso.

Pero la legitimidad del dharma lo convierte en algo que no podemos calificar como estrictamente budista, como tampoco es inglesa ni italiana la ley de la gravitación universal por el hecho de que la descubrieran Newton o Galileo, ni son austríacas las leyes de la termodinámica esbozadas por Boltzmann. Las contribuciones de estos y muchos otros científicos que descubrieron y elaboraron leyes naturales trascienden con mucho sus culturas de origen, porque conciernen a la naturaleza, que es una totalidad sin fisuras ni fronteras.

La ley del dharma formulada por el Buda trasciende su época y su cultura de origen, aunque dio origen a una religión, muy curiosa, por otra parte, desde la perspectiva occidental, porque no se basa en la adoración de una divinidad suprema. La atención plena y el dharma son descripciones universales del funcionamiento de la mente humana que tienen que ver con la posibilidad de ser feliz y con la cualidad de la atención que prestemos a la experiencia del sufrimiento. La ley del dharma atañe a cualquier mente humana, como las leyes de la física o de la gramática se aplican por igual (por lo que sabemos) a cualquier rincón del universo y a todos los lenguajes, respectivamente.

Resulta muy interesante, desde el punto de vista de su universalidad, recordar que el Buda no era budista. Fue un sanador y un revolucionario, aunque la índole de su revolución era interna y silenciosa. Él diagnosticó la enfermedad que padecemos colectivamente y prescribió un remedio para recuperar la salud y el bienestar. Bien podríamos decir por tanto que, para promover la eficacia del budismo como vehículo del dharma y para que su remedio sea también más valioso en este estadio de la evolución del planeta, debería dejar de ser budista en el sentido religioso del término o, al menos, renunciar a cualquier apego formal a él. Puesto que el dharma tiene fundamentalmente que ver con la no dualidad, cualquier discriminación entre el dharma del Buda y el dharma universal o entre budistas y no budistas resulta completamente superflua. Desde esta perspectiva, las tradiciones y formas concretas a través de las que se manifiesta son vivas, múltiples y se hallan en continua evolución mientras que su esencia, por su parte, es siempre la misma, sin forma, límite ni distinción alguna.

De hecho, el término “budismo” no es originalmente budista, sino que parece haber sido acuñado, en los siglos XVII y XVIII, por etnólogos, filólogos y eruditos occidentales que investigaban, desde el exterior y a través de sus propias lentes y creencias tácitas religiosas y culturales, un mundo que les resultaba incomprensible. Durante más de dos mil años, quienes practicaban cualquiera de los muchos linajes de las enseñanzas del Buda sostenían, aun dentro del mismo país, visiones muy diferentes de las enseñanzas originales y no se referían a sí mismos como “budistas”, sino como “seguidores del camino” o “seguidores del Dharma”.

Volviendo al dharma en tanto que enseñanza del Buda, la primera de las Cuatro Nobles Verdades que formuló después de su intensa investigación sobre la naturaleza de la mente fue la extensión universal de dukkha, el malestar fundamental que aqueja a la condición humana. La segunda era la causa de dukkha, que el Buda atribuyó directamente a la identificación, el apego y el deseo. La tercera fue la afirmación, basada en su experiencia como experimentador en el laboratorio de su propia práctica meditativa, de la posibilidad de poner fin a dukkha, es decir, de la posibilidad de curar completamente la enfermedad causada por el apego y la identificación. Y la cuarta noble verdad esboza un abordaje sistemático, conocido como el Óctuple Sendero, para acabar con dukkha, disipar la ignorancia y alcanzar la liberación.

La atención es una de las ocho prácticas de este camino, la que unifica y formaliza todas las demás. Globalmente consideradas, las ocho prácticas son conocidas como la visión sabia o “recta”, el pensamiento recto, el habla recta, la acción recta, el sustento recto, el esfuerzo recto, la atención recta y la concentración recta, cada una de las cuales incluye a todas las demás como aspectos diferentes de la misma totalidad inconsútil. En palabras de Thich Nhat Hanh:

Cuando la atención plena está presente, las Cuatro Nobles Verdades y los otros siete elementos del Óctuple Sendero también se hallan presentes.

THICH NHAT HANH