Read the book: «Ellos y yo»
Contenido
Colección
Créditos
Ellos y yo
Biografía
Prólogo
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
En Serio,
1.
Título original: They and I
Edición en formato digital: diciembre 2020
© de la traducción: Manuel Manzano, 2015
© de la imagen de cubierta: Ana Rey, 2015
© de la presente edición: La Fuga Ediciones, 2015
Diseño gráfico: Tactilestudio Comunicación Creativa
ISBN: 978-84-123107-6-4
Todos los derechos reservados:
La fuga ediciones, S.L.
Passatge de Pere Calders, 9
08015 Barcelona
info@lafugaediciones.es
www.lafugaediciones.es
Queda prohibida la reproducción total o parcial de este libro por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación sin el permiso expreso de los titulares del copyright.
Jerome K. Jerome
Ellos y yo
traducción y prólogo de Manuel Manzano
Jerome K. Jerome
(1859-1927)
Huérfano a los trece años de edad, Jerome Klapka Jerome empezó a trabajar recogiendo el carbón que caía a las vías del tren. Poco después se unió a una compañía de teatro muy modesta, y a los veintiún años ya escribía sátiras y relatos, la mayoría rechazados por los editores de la época. Maestro, mozo, pasante, publicó su primer libro en 1885, pero no fue hasta Tres hombres en una barca (1889) cuando saltó a la fama mundial. A su muerte, y tras más de veinte obras publicadas, era considerado uno de los mayores exponentes de la literatura cómica inglesa de todos los tiempos.
Títulos:
- Tres hombres en bicicleta
- Ellos y yo
PULGAS,
BULLDOGS
Y CAPAS DE REALIDAD
de Manuel Manzano
«Me gusta el trabajo, me fascina. Puedo sentarme y contemplar durante horas cómo trabajan los demás.» Si enmarcamos la cita en la Inglaterra de principios del siglo veinte, se podría pensar que quien reflexiona así, lo hace retrepado en su mullido sillón orejero, con una media sonrisa en los labios, quizá con una copa de brandy en la mano, al calor de una nutrida chimenea y mientras le da golpecitos a su pipa de espuma de mar para vaciarla con delicadeza. Completaría el atrezo una bata de seda recamada con dorados y un foulard al cuello estampado con el escudo del linaje familiar. El monóculo lo dejo a elección del lector. Y cabe la posibilidad de que ocurriera así, por supuesto (del ambiguo sentido del gusto de los ingleses de la época puede esperarse cualquier atuendo afín), pero esa frase salió de la boca de un autor que en su infancia fue uno de los perros flacos con más pulgas de la historia de la literatura inglesa, al menos durante el primer tercio de su vida.
Hasta poco antes de cobrar fama internacional con Tres hombres en una barca, a Jerome no paró de lloverle sobre mojado. Venía de una infancia calamitosa, con un padre predicador con poco tino para las inversiones, cuyas deudas lo hundieron en la miseria. Las visitas de los acreedores se hicieron tan habituales en su casa que Jerome acabó viéndolos como los perennes actores de reparto de su vida cotidiana infantil. Y como desde niño ya había manifestado su deseo de convertirse en un hombre de letras, uno se imagina al Jerome de trece años de edad, tras la reciente y prematura muerte de sus padres, recogiendo para la London and North Western Railway los trozos de carbón que caían a los lados de las vías del tren, porque de alguna manera tenía que ganarse la vida mientras bullían en su cabeza los primeros argumentos literarios.
Después, añadiendo pulgas a la colección, deambularía por la Inglaterra decimonónica desempeñando tantos oficios como interpuso en su camino la Providencia, a la que maltrataría merecidamente en Ellos y yo: cumplidos los veintiuno, fue actor de teatro en una compañía modestísima de gira por provincias, plumilla incomprendido, maestro de escuela, mozo de almacén, empaquetador… No obstante, al parecer, nunca perdió la ilusión literaria. O si en algún momento la perdió, se la devolvió después el reconocimiento de crítica, público y colegas de oficio, porque por mucho que unos cuantos editores londinenses melones rechazaran sus primeros escritos (sátiras, relatos, y unos cuantos ensayos), perseveró, publicó y acabó convertido en uno de los mayores exponentes de la literatura inglesa de humor de todos los tiempos. Al final de su carrera, con más de veinte obras publicadas, coqueteó con la edición. Dirigió la revista satírica The Idler, inspirada en la obra de su amigo y colega Rudyard Kipling, pensada para todo aquel que considerara la pereza como una de las bellas artes, y más tarde fundó To–Day, que duró un suspiro debido a la poca acogida comercial. Al comienzo de la primera guerra mundial, trató de alistarse como voluntario para servir a su país, y al ser rechazado por sobrepasar la edad máxima, se enroló en el ejército francés como conductor de ambulancias. Murió de un derrame cerebral en la cama de un hospital, una década después.
Martillo satírico de políticos, de nobles y sobre todo de la bulldog breed biempensante, Jerome, como sus contemporáneos Hector Saki Munro o Pelham Grenville Wodehouse, se sirvió de un sentido del humor afilado e irreverente para viviseccionar esa parte anquilosada de la sociedad británica, enquistada en tradiciones y costumbres rancias, que tanto repelús le provocaba y que reflejó en casi todas sus obras, ya fuera como diana directa de su ironía o como simple ambientación para mayor gloria de sus tramas. Fue buen amigo de James Matthew Barrie (que aparece en Ellos y yo a modo de cameo), de Israel Zangwill, de Herbert Georges Wells (al que inspiró en la creación de Little Wars, uno de los primeros reglamentos para juegos de mesa de guerra), de Arthur Conan Doyle y de Thomas Hardy, entre otros, e influyó en el sentido del humor de las sucesivas generaciones de autores ingleses hasta nuestros días.
Los miembros de la familia protagonista de Ellos y yo recuerdan mucho a los de Mi familia y otros animales (y a los de Bichos y demás parientes, por supuesto), de Gerald Durrell (de los dos hermanos Durrell, el listo); los diálogos entre la Providencia, tan obtusa como olvidadiza, y el insidioso Espíritu Errante, que trata infructuosamente de infundirle a la primera algo de sentido común para que deje de martirizar con sus desatinos a los campesinos, no desentonarían en las conversaciones absurdas de los episodios televisivos de la serie Monty Python’s Flying Circus. Se podría sospechar, aventuremos, que los del clan de John Cleese (cuyo apellido familiar original era Cheese, por cierto, y que su padre cambió por dignidad) tuvieron que haber leído a Jerome antes de escribir muchos de sus sketches.
El humor de Jerome no es directo, no es de piel de plátano en el suelo y subsiguiente batacazo, o de payaso de las bofetadas, requiere en cambio observación e inteligencia. Jerome retuerce las escenas, esconde en ellas pequeños detalles premonitorios, y dirige los acontecimientos hasta accionar el resorte que hace saltar la chispa del ingenio que enciende la comicidad. En Ellos y yo, quizá debido a la propia naturaleza de las relaciones entre los miembros de la familia que retrata, Jerome manipula la acción y las reflexiones de los personajes de manera sutil, sin estridencias, pero sin dejar de revolver en los trastos sociales, políticos, religiosos, culturales, idiosincráticos británicos. Muchas veces, las situaciones que relata, sin las varias vueltas de tuerca dadas durante el proceso, en el mejor de los escenarios resultarían amargas, y en el peor, crueles, tal vez porque como dice él mismo, «Puedo ver el lado cómico de las cosas y disfrutar de la diversión cuando se me presenta; pero mire a donde mire, en esta vida siempre veo más tristeza que alegría».
En esta novela, los personajes se mueven por el universo que Jerome ha creado para ellos como peces boqueando fuera del agua, sobrepasados por las circunstancias, hasta casi el final de la historia, cuando ese universo azaroso implosiona por fin, y todo encaja en el lugar que le corresponde.
El padre novelista, alter ego de un Jerome ya reconocido y acomodado en un lugar preeminente del paraninfo literario, es un espíritu contradictorio, que vive más dentro de sus historias que en las que discurren a su alrededor. Amante de su familia pero crítico mordaz con todo lo que le rodea, es un hombre decepcionado y decepcionante a un tiempo, y precisamente debido a su condición caótica, gestiona de manera magistral el caos en que se ha convertido su vida familiar.
Dick, el hijo mayor, estudiante en Cambridge y vago redomado cuyo estómago tiene mayor poder de decisión que su cerebro consciente y que al principio es reacio a implicarse en la vida rural que se le impone en su periodo vacacional, finalmente experimenta una epifanía, inspirada por un corredor de bolsa metido a campesino filósofo, que lo convertirá en el mayor defensor de la causa agraria. O eso quieren creer todos.
Robina, la hija mayor y adlátere del padre, está en edad casadera. Tan hosca y esquiva con los demás como complaciente consigo misma, conocerá el amor a su pesar y a pesar de su enamorado, que recibirá de ella todos los golpes imaginables, en la mayoría de las ocasiones desconociendo por completo de dónde le vienen.
Y Verónica, por último, la pequeña de la familia, es el paradigma de la niña revoltosa y traviesa, pero Jerome trabaja su interior, como el del resto de personajes, hasta alejarla diametralmente de las verdades cansadas, dotándola de una capacidad reflexiva que en una pequeña de nueve años de edad resulta sorprendente y al mismo tiempo verosímil, hasta lógica y cardinal, por la que, haga lo que haga, incluso las víctimas de sus fechorías no pueden evitar adorarla.
Puede que el principal valor del sentido del humor de Jerome sea su capacidad para desmigajar y arrojar luz a las contradicciones de la vida cotidiana. Gracias a la labor minuciosamente incisiva del dedo del escritor en todas las llagas de la sociedad británica, en todo lo humano y mundano mínimamente susceptible de ser desmenuzado, el lector puede ver cada capa de realidad superpuesta, que necesariamente resulta en un todo extravagante, cómico y poblado de personajes singulares.
En definitiva, leer a Jerome (como traducirlo), leer Ellos y yo, divierte y alimenta.
ellos y yo
capítulo i
—No es una casa grande —dije—. No queremos una casa grande. Dos habitaciones, un dormitorio de matrimonio y ese cuarto pequeño triangular que se ve en el plano al lado del baño y que es perfecto para un soltero, es todo lo que necesitamos, al menos por ahora. Más adelante, si me hago rico, podemos añadir un ala. A vuestra madre tendré que enseñarle la cocina con mucho tacto. No sé en qué debía de pensar el arquitecto cuando la diseñó...
—La cocina no importa —replicó Dick—. ¿Qué pasa con la sala de billar?
La manera en que los niños de hoy en día interrumpen a sus padres es una vergüenza nacional. También me gustaría que Dick no se sentara a la mesa balanceando las piernas. No es respetuoso.
—Cuando yo era pequeño —le expliqué— ni se me habría ocurrido sentarme a la mesa interrumpiendo a mi padre...
—¿Qué es esa cosa que hay en el medio de la sala, eso que parece una celosía? —inquirió Robina.
—Se refiere a las escaleras —explicó Dick.
—Entonces ¿por qué no parecen unas escaleras? —preguntó Robina.
—Sí lo parecen —contestó Dick—, por lo menos a las personas con sentido común se lo parecen.
—No lo parecen —insistió Robina—. Parecen una celosía.
Robina estaba sentada en equilibrio sobre el brazo de un sillón y con el plano extendido sobre las rodillas. La verdad es que no veo la utilidad de comprar sillas para ellos. Nadie parece saber para qué sirven, salvo los perros de la casa. Unos taburetes es todo lo que necesitarían.
—Si pudiéramos unir el salón con el vestíbulo nos libraríamos de las escaleras —apuntó Robina—. Deberíamos poder organizar un baile de vez en cuando.
—Tal vez preferirías arrasar toda la casa —sugerí— y dejar solo las cuatro paredes desnudas; eso nos daría aún más espacio. Y para vivir podríamos construir un cobertizo en el jardín o...
—Hablo en serio —dijo Robina—. ¿Para qué sirve un salón? Solo se usa para recibir a personas que no querrías que hubieran venido. Y en realidad podrían sentarse en cualquier otro lugar, con su mirada triste. Si pudiéramos deshacernos de las escaleras...
—¡Ah, por supuesto! Podríamos deshacernos de las escaleras —acepté—. Sería un poco incómodo al principio, cuando quisiéramos irnos a la cama. Pero creo que acabaríamos acostumbrándonos. Podríamos fabricar una escalerilla de cuerda y subir a los dormitorios por la ventana; o podríamos adoptar el método noruego y poner las escaleras fuera.
—Me gustaría que demostraras un poco de sensibilidad —dijo Robina.
—Trato de hacerlo. Y también intento que veas las cosas con un poco más de sentido común. Ahora estás loca por el baile. Si pudieras, convertirías la casa en un salón de baile, con un anexo con unos cuantos catres para dormir. La manía de bailar te durará seis meses. Después querrás transformar la casa en una piscina, o en una pista de patinaje o de hockey. Puede que mi idea sea demasiado convencional. Pero no espero que simpatices con ella. Mi idea es... sencillamente, tener una casa cristiana común y corriente, no un gimnasio. En esta casa habrá dormitorios y una escalera que conduzca a ellos. Y te puede parecer vulgar, pero también habrá una cocina. Y aunque no entiendas el motivo, cuando la construyeron pusieron una cocina por algo.
—No te olvides de la sala de billar —dijo Dick.
—Si pensaras más en tu futuro profesional y menos en el billar —le señaló Robina—, tal vez en los próximos años acabaras la secundaria de una vez. Y si papá no fuera tan absurdamente indulgente con todo lo que a ti respecta, no pondría una mesa de billar en nuestra casa.
—Lo dices solo porque eres incapaz de jugar al billar —replicó Dick.
—Siempre te gano —dijo Robina.
—Una vez —reconoció Dick—. Una vez en un mes y medio.
—Dos veces —señaló Robina.
—Tú no juegas —le soltó Dick—. Tú tiras a lo loco y confías en la Providencia.
—Yo no tiro a lo loco. Siempre apunto a algo cuando tiro. Y cuando tiras tú y fallas, siempre dices: «¡Qué mala suerte!», y cuando tiro yo y me sale bien dices que ha sido por casualidad. ¡Es muy masculino todo eso!
—Los dos le dais demasiada importancia a la puntuación —intervine—. Cuando intentáis hacer carambola con la blanca y le dais en el lado equivocado y la mandáis a la tronera, y vuestra bola sigue corriendo sin acertarle a la roja, en vez de enfadaros...
—Si consigues una mesa de verdad, jefe, te enseñaré lo que es jugar al billar.
Me parece que Dick cree que sabe jugar. Pasa lo mismo con el golf. Los principiantes, invariablemente, tienen suerte. «Creo que esto me va a gustar —dicen—. Creo que lo llevo dentro, ¿sabes?».
Un amigo mío, un viejo capitán de barco, es ese tipo de hombre que cuando las tres bolas están en línea recta y pegadas a la banda es cuando más contento se pone; porque sabe que puede hacer carambola y dejar la roja justo donde quiere. Un jovencito irlandés llamado Malooney, compañero de universidad de Dick, estaba de visita en casa y como era una tarde lluviosa, el capitán le dijo que le explicaría cómo podía jugar al billar sin peligro de rasgar el tapete. Le enseñó a sostener el taco y cómo se hace un puente. Malooney se mostró agradecido y estuvo practicando durante una hora. No demostró ser una gran promesa. Es un joven fornido y, por lo que se veía, no se daba cuenta de que no estaba jugando a cricket. Casi todas las veces que tocaba la bola por debajo, salía volando. Para ahorrar tiempo y daños en el mobiliario, Dick y yo decidimos adoptar, pues, la técnica del cricket. Dick se situó en el puesto del long stop y yo en el del short slip1. Sin embargo, era un trabajo peligroso y cuando Dick pilló la bola al vuelo dos veces seguidas nos pusimos de acuerdo en que habíamos ganado y nos lo llevamos a tomar el té. Por la noche, como ninguno de nosotros estaba dispuesto a probar suerte por segunda vez, el capitán dijo que, solo por divertirse un rato, le daría a Malooney ochenta y cinco puntos de ventaja en una partida a cien. A decir verdad, no le encuentro ninguna diversión en particular a jugar al billar con el capitán. El juego consiste, en lo que a mí respecta, en caminar alrededor de la mesa, devolverle las bolas, y decir: «¡Buen tiro!». Y cuando llega mi turno no importa lo que pase: todo parece estar siempre en mi contra. El capitán es un viejo caballero amable y tiene buenas intenciones, pero el tono en el que dice «¡Qué mala suerte!» cada vez que fallo un tiro fácil me molesta. Por un instante, le lanzaría las bolas a la cabeza y arrojaría la mesa por la ventana. Supongo que debo de ponerme en un estado un tanto irritable, pero incluso la manera en que le pone tiza al taco me saca de quicio. Lleva su propia tiza en el bolsillo del chaleco, como si la nuestra no fuera lo bastante buena para él, y cuando ha terminado de usarla, suaviza los bordes de la punta con el índice y el pulgar y golpea el taco contra la mesa. «¡Venga, juegue ya de una vez! —le diría —¡Deje ya de hacer tanta pantomima!».
El capitán empezó la partida, fallando a propósito. Malooney agarró su taco, respiró hondo y tiró. El resultado fueron diez puntos: una carambola y las tres bolas en la misma tronera. De hecho, hizo dos carambolas; pero la segunda, como bien le explicamos, por supuesto, no contaba.
—¡Buen comienzo! —dijo el capitán.
Malooney parecía satisfecho de sí mismo y se quitó la chaqueta.
En el primer tiro largo, la bola de Malooney pasó por lo menos a treinta centímetros de distancia de la roja, pero le dio al volver, tras rebotar en la banda y la mandó a la tronera.
—Noventa y nueve a cero —anunció Dick, que se ocupaba del marcador—. Capitán, ¿no sería mejor que la partida fuera a ciento cincuenta puntos?
—Bueno, me gustaría tirar una vez antes de que se acabe la partida —dijo el capitán—. Así que tal vez sería mejor que la hagamos a ciento cincuenta puntos; si el señor Malooney no tiene ninguna objeción.
—Lo que usted decida me parecerá bien, señor —concedió Rory Malooney.
Malooney terminó su turno con un tiro de veintidós puntos, dejando su bola en el borde mismo de la tronera del medio y la roja encima de la línea.
—Ciento ocho a cero —dijo Dick.
—Cuando quiera saber la puntuación —le soltó el capitán—, ya te la preguntaré.
—Lo siento, señor.
—Detesto que hagan ruido mientras juego —explicó el capitán.
El capitán, decidiéndose con una cierta prisa, pegó su bola a la banda, veinte centímetros más allá de la línea.
—¿Qué hago ahora? —preguntó Malooney.
—No lo sé —le contestó el capitán—, pero estoy esperando verlo.
Debido a la posición de la bola, Malooney no podía usar toda su fuerza. Durante ese turno todo lo que hizo fue meter la bola del capitán en la tronera y dejar la suya pegada a la banda inferior, a doce centímetros de la roja. El capitán pronunció una palabra náutica y falló otro tiro. Malooney se preparó para tirar las bolas por tercera vez y todas salieron disparadas, presas del pánico. Golpearon unas contra otras, regresaron y volvieron a golpearse sin ninguna razón aparente. Parecía que Malooney había conseguido enloquecer a la bola roja en particular. La roja es una bola estúpida, en general: su único propósito es quedarse contra la banda y contemplar la partida. Con Malooney, pronto descubrió que no estaba segura en ninguna parte de la mesa; su única esperanza eran las troneras. Puede que me equivoque y que la rapidez del juego me engañara la vista, pero parecía que la roja nunca se esperaba que la golpearan. Cuando veía la bola de Malooney venir a por ella a sesenta kilómetros por hora, se limitaba a intentar meterse en la tronera más cercana. Corría alrededor de toda la mesa en busca de las troneras. Si, en su entusiasmo, se pasaba de largo una vacía, rebotaba en la banda y acababa metiéndose en ella. Hubo momentos en que presa del terror saltó de la mesa y se refugió debajo del sofá o detrás del aparador. Empecé a sentir cierta pena por la pobre bola roja.
El capitán se había anotado treinta y ocho puntos, bien merecidos, y Malooney había llegado a veinticuatro en el turno siguiente; y ahora parecía que por fin le había llegado la suerte al capitán. Hasta yo habría podido dar unas buenas tacadas tal como le quedaban las bolas.
—Sesenta y dos a ciento veintiocho. Ahora el juego está en sus manos, capitán —señaló Dick.
Nos reunimos alrededor de la mesa. Los niños dejaron sus juegos. Era una bonita imagen: los rostros jóvenes y brillantes, ávidos de expectación, el viejo veterano desgastado entrecerrando los ojos sobre el taco, como si temiera que el hecho de haber visto cómo jugaba Malooney pudiera provocarle convulsiones.
—Ahora presta atención —le susurré a Malooney—. No te fijes solo en cómo lo hace, fíjate sobre todo en por qué lo hace. Cualquier estúpido con un poco de práctica consigue acertarle a la bola, pero ¿por qué la golpea así? ¿Qué sucede después de golpearla? ¿Qué...?
—Silencio —ordenó Dick.
El capitán echó el taco hacia atrás y empujó con suavidad hacia adelante.
—Buen tiro —le susurré a Malooney—. Ahora, este es el tipo de...
Como justificación diré que en aquel momento el capitán estaba probablemente demasiado saturado de tanta palabrería e imprecaciones para ser dueño de sus nervios. La bola salió lentamente y pasó más allá de la roja. Más tarde Dick dijo que entre ambas bolas no habría cabido una hoja de papel. A veces decir algo así puede consolar a un hombre. Y en otras ocasiones, lo único que hace es ponerlo más frenético. La bola siguió su curso y sobrepasó a la blanca (y en aquella ocasión entre ambas podría haber cabido un buen taco de papeles) y se dejó caer con un ruido sordo en la tronera superior izquierda.
—¿Por qué ha hecho eso? —susurró Malooney. Malooney tiene una singular manera de susurrar a pleno pulmón.
Dick y yo sacamos a las mujeres y los niños fuera de la habitación lo más rápido que pudimos pero, por supuesto, Verónica logró caerse sobre algo por el camino (Verónica sería capaz de encontrar algo con lo que tropezar en medio del desierto del Sahara) y, por casualidad, unos días más tarde oí a través de la puerta de la habitación de los niños expresiones que me pusieron los pelos de punta. Entré y encontré a Verónica de pie encima de la mesa. Jumbo estaba sentado en el taburete del piano. Incluso el pobre perro tenía en el hocico una expresión de miedo, a pesar de que en toda su vida debía de haber oído, por diversas razones, una buena cantidad de palabrotas.
—¡Verónica! —exclamé—, ¿no te da vergüenza? Descarada, ¿cómo te atreves a...?
—No pasa nada —dijo Verónica—. En realidad no intento ofender a nadie. Él es un marinero, y tengo que hablarle así, porque si no, no sabrá de qué estoy hablándole.
He pagado religiosamente a unas cuantas perseverantes y esforzadas institutrices para que le enseñen a esta cría a hacer las cosas bien y adecuadamente. Le explican las cosas inteligentes que dijo Julio César; las observaciones de Marco Aurelio que, tras reflexionar sobre ellas, bien podrían ayudarla a desarrollar un carácter noble y hermoso. Pero ella se queja de que todo eso le produce una extraña sensación, un zumbido en la cabeza; y su madre sostiene que tal vez su cerebro sea del tipo creativo, no destinado a recordar mucho, y cree que quizás ella esté destinada a ser alguien. Una buena docena de juramentos del capitán se extendió por la atmósfera de la sala antes de que Dick y yo lográramos sacarla rodando de allí. Ella solo los oyó una vez y, sin embargo, hasta donde puedo juzgar, los memorizó de cabo a rabo.
El capitán, que ya no sentía la necesidad de invertir toda la energía en reprimir sus instintos naturales, recuperó la compostura poco a poco y al cabo de un rato alcanzó los ciento cuarenta y nueve puntos; después le tocó jugar a Malooney. El capitán había dejado las bolas en una situación que habría descorazonado a cualquier oponente menos a Malooney. Y a cualquier otro oponente menos a Malooney, el capitán le hubiera ofrecido su simpatía más irritante. «Me temo que esta noche las bolas no están rodando bien para usted», habría dicho el capitán; o «lo siento, señor, pero me parece que con lo que le he dejado no va a poder hacer mucho». Sin embargo, aquella noche el capitán no se sentía juguetón.
—¡Bueno, como consiga anotar en esta jugada...! —empezó Dick.
—Como no apague las luces y mueva las bolas con las manos, no veo cómo va a conseguirlo —suspiró el capitán.
La bola del capitán impedía el paso. Malooney apuntó a la roja y la golpeó, o tal vez sería más correcto decir que la aterrorizó, y la bola entró en una tronera. La bola de Malooney, con la mesa entera por delante, hizo una gran actuación en solitario, salió disparada y acabó rompiendo una ventana. Fue eso que los abogados llaman un buen golpe. ¿Y cuál fue el efecto sobre la puntuación?
Malooney argumentó que como había metido la roja en la tronera antes de que su propia bola saliera volando de la mesa, debían contársele los tres puntos primero y que, por tanto, había ganado. Dick sostenía que una bola que había terminado en un parterre de flores no se puede considerar que haya marcado ningún punto. El capitán se negó a dar su opinión. Dijo que, a pesar de que llevaba jugando al billar más de cuarenta años, aquel incidente era nuevo para él. Mi sensación fue simplemente de agradecimiento, ya que habíamos conseguido acabar la partida sin que nadie saliera herido.
Estuvimos de acuerdo en que la persona idónea para decidir la controversia acerca de los puntos era el redactor jefe de The Field. Pero aún a día de hoy, dichos puntos siguen siendo dudosos.
El capitán entró en mi estudio a la mañana siguiente.
—Si aún no ha escrito esa carta a The Field, cuando lo haga no mencione mi nombre. Me conocen y preferiría que no supieran que he estado jugando con alguien que no es capaz de mantener su bola dentro de las cuatro paredes de una sala de billar.
—Bueno —le contesté—. Yo mismo conozco a la mayoría de los chicos de The Field. No suelen meter las narices en una historia como esta, aunque cuando lo hacen, tienden a insistir en ella. Mi idea también era mantener mi propio nombre alejado de todo esto.
—No es un problema que surja muy a menudo —dijo el capitán—. Yo en su lugar me olvidaría.
Pero yo quería resolver la cuestión. Al final, le escribí una sucinta carta al jefe de redacción, alterando la escritura y con nombre y dirección falsos. De todas maneras, si alguna vez publicaron una respuesta, me la perdí.
Personalmente, estoy convencido de que en algún lugar dentro de mí hay un buen jugador, pero si tan solo pudiera persuadirlo para que emergiera de mi interior... Debe de ser muy tímido, eso es todo. No parece capaz de jugar cuando la gente lo está mirando. Los tiros que falla cuando hay alguien pendiente provocarían una idea equivocada de él. Cuando no hay nadie alrededor, juega partidas perfectas y realiza jugadas redondas que no se ven muy a menudo. Si algunas personas que creen ser quién sabe qué pudieran verme cuando juego solo, perderían su vanidad. Solo una vez jugué como considero que es mi verdadera manera de jugar y dio lugar a un debate. Estaba en un hotel, en Suiza, y la segunda noche un joven de aspecto agradable, que dijo que se había leído todos mis libros (más tarde, pareció sorprenderse al saber que había escrito más de dos) me preguntó si quería jugar con él a cien puntos. Jugamos y yo pagué por la mesa. A la noche siguiente me dijo que pensaba que la partida sería mucho más interesante si me daba cuarenta puntos de ventaja; y me ganó. Acabamos enseguida y después me sugirió que me inscribiera en un torneo que estaban organizando.
—Me temo que no juego lo suficientemente bien —objeté—. Una partida tranquila con usted es una cosa...pero un torneo con una multitud mirando...
—No debería dejar que eso lo perturbe —dijo—. Aquí hay algunos que juegan peor que usted. Es una manera como otra cualquiera de pasar la noche.
Era un torneo amistoso. Pagué mis veinte marcos y recibí un hándicap de cien puntos. En la primera partida me tocó un tipo de esos que no paran de hablar y que comenzó con veinte puntos de desventaja. Durante los primeros cinco minutos ninguno de los dos hicimos nada especial; entonces me apunté cuarenta y cuatro puntos en una sola serie de tacadas.
De principio a fin, ninguno de mis tiros fue por casualidad. No había estado tan asombrado en toda mi vida. Me parecía que era el propio taco el que estaba jugando por su cuenta.
Menos Veinte estaba aún más asombrado. Lo escuché al pasar:
—¿Quién le ha dado el hándicap a este hombre? —preguntó.
—Yo —respondió el joven agradable.
—¡Ah! —dijo Menos Veinte—, amigo tuyo, supongo.
Hay noches en que la suerte parece estar de tu parte. Acabamos en menos de tres cuartos de hora y me anoté doscientos cincuenta puntos. Le expliqué a Menos Veinte (que al final se había convertido en Más Sesenta y Tres) que esa noche mi juego había sido algo excepcional. Él me dijo que había oído hablar de casos similares. Dejé que le hablara al comité con frivolidad. Estaba muy lejos de ser un hombre agradable.