Read the book: «La Biblioteca de Ismara»
JAVIER L. IBARZ
LA
BIBLIOTECA
DE ISMARA
El Concurso literario Primum Fictum ha sido organizado por Librooks con la colaboración de Associació Literària La Mordida.
Primera edición: diciembre de 2015
© Javier L. Ibarz, 2015
© De esta edición:
LIBROOKS BARCELONA, S.L.
Tel. +34 930 110 110
Ilustración de la cubierta: Marta Martínez García
ISBN: 978-84-944569-1-6
eISBN: 978-84-948376-4-7
Reservados todos los derechos. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos. Si necesita fotocopiar o reproducir algún fragmento de esta obra, diríjase al editor.
A Clara, siempre en mi corazón. Este libro está dedicado, sobre todo, a ti.
Y a Teresa, mi madre, que bastante tiene con serlo.
A Mercedes, Teresa y Mónica. A Arán, Guillermo y Hugo.
A Pachi, Teresa, Juan e Inés. A Roman y a Ramón. Y a Carlos.
A Teresa, madre e hija, y a Jesús, padre e hijo.
Y a Javier. Esta novela es también tuya.
A Natalia, Víctor, Sancho y Rebeca. A M.a Carmen, Víctor, Noelia y Patricia, a José Luis padre e hijo, a Elena, madre e hija, a Jorge y Silvia. A Mercedes, Marisa y Mario.
Y también a Enrique: descansa donde quiera que estés.
Y finalmente a Carlos, Joe, Santiago, Jorge, Marine, Sergio, Luz, Alfonso, Simón, Aurora, Paco, Manuel, Andrés… y tantos y tantos otros que me ayudaron incluso sin saberlo.
Gracias.
Gorgas
Ismara
ÍNDICE
Prólogo
I. El accidente
II. Gabriel
III. La Hermandad
IV. El nuevo profesor
V. Tarde de compras
VI. La huida
VII. Lucas
VIII. Pau
IX. Alquimia
X. El instituto nuevo
XI. La fiesta de Bosca
XII. La Hermandad se acerca
XIII. Las dudas de Clara
XIV. Gabriel se sincera
XV. Vacaciones
XVI. Hay que decirle la verdad
XVII. Una noche fuera de casa
XVIII. Clara se ha ido
XIX. Daniel y Clara
XX. La directora del instituto
XXI. La identidad real
XXII. Natalia
XXIII. La sociedad de los alquimistas
XXIV. Buscando a Clara
XXV. En los dominios de Ramyr
XXVI. Ramyr, el monstruo
XXVII. Los calabozos
XXVIII. El Antiste
XXIX. El destino de los Riglos
XXX. La tabla esmeralda
XXXI. Muerte en Ismara
XXXII. ¡Raptados!
XXXIII. ¿Un golem tiene alma?
XXXIV. La batalla
XXXV. La Jamii
XXXVI. El secreto de Clara
XXXVII. No más aventuras, por favor
PRÓLOGO
Una difusa luz ambarina anunciaba el crepúsculo cuando una figura encapuchada entró en la gran cámara.
—Mi señor —dijo, arrodillándose—. Hemos encontrado al Oponente. Los Riglos, finalmente, han salido a la luz.
—¿Estamos seguros de que es quien buscamos? —preguntó una sombra espigada, elegante y siniestra, apartándose del ventanal hexagonal que iluminaba la estancia.
—Sin estudios y pruebas que lo confirmen, Antiste, todo parece indicar que es así.
La sombra volvió a mirar a la ciudad que se abría a sus pies. Su voz sonó rotunda.
—No esperaremos ningún análisis. Es mejor que muera cuanto antes. La Hermandad se ocupará.
Hubo un segundo de duda.
—¿En la superficie, señor?
—Serán discretos. Saben hacerlo cuando es necesario. Ve.
La figura encapuchada no se movió.
—¿A qué esperas? —añadió, impaciente, la sombra—. ¿Quieres morir tú también?
—¡En absoluto, mi señor! —Había auténtico miedo en la respuesta—. Solo pienso si no sería mejor comprobar si es realmente el Oponente antes de que desaparezca.
—Ya le harás la autopsia después y entonces sabremos si hemos eliminado lo que nunca debió nacer. Y ahora vete. No tengo más tiempo para ti.
—Antiste —dijo la figura con una reverencia, y se retiró. La noche estaba cayendo sobre la ciudad, y luminarias de color ámbar comenzaban a encenderse en todos los edificios.
La sombra sonrió con una mueca gélida. Acabar con el Oponente era el primer paso para recuperar lo que era suyo por derecho. Y luego el mundo sería un lugar mejor.
Mejor… para las sombras.
I
EL ACCIDENTE
1
—¡Ojalá te mueras! —Clara dio un portazo y se lanzó sobre la cama, desesperada. Su madre, una vez más, haciendo el comentario que más podía dolerle mientras su padre no se molestaba siquiera en intentar entenderla. Enterró la cabeza entre los almohadones y suspiró.
—Clara. —Una voz masculina, enfadada, se oyó al otro lado de la puerta—. Abre.
Clara no respondió. La rabia la devoraba por dentro. Todos sabían de lo que era capaz cuando se enfadaba, pero desearle la muerte a alguien, y más a una madre, era… no se le ocurría un adjetivo lo bastante fuerte. Esta vez se había pasado. Debería pedir perdón.
—Me da igual cómo te pongas —continuó su padre—. Estoy muy, muy cabreado contigo. No creo que mamá se merezca que la trates así.
«Tampoco yo me lo merezco» quiso contestar ella, pero lo pensó mejor y no dijo nada. Replicar ahora solo serviría para empeorar las cosas.
—El silencio no es la mejor actitud —añadió él, impaciente—, pero tú sabrás lo que haces. Ya tienes quince años, así que no creas que vamos a esperar a que se te pase la rabieta y entres en razón. Salimos ahora mismo. Si vas a venir con nosotros, será mejor que te decidas ya.
Tras unos segundos de silencio, Clara emitió un gruñido.
—Muy bien —concluyó su padre—. Nosotros nos vamos; pero ni se te ocurra salir de casa. Te quedarás aquí, meditando sobre lo que has dicho. Hablaremos a la vuelta.
Eso fue todo. Apenas se apagó la conversación y oyó que la puerta se cerraba, su primer impulso fue salir detrás de sus padres y pedirles perdón, pero ese momento pasó pronto.
La rabia volvió para aferrarse a su garganta. Quería romper algo. Se sentó en la cama, agarró la almohada y la mordió hasta sentir cómo los dientes atravesaban la tela. Un grito subió desde su pecho, raspando sus cuerdas vocales como un papel de lija. Pero no encontró alivio.
No tendría que haberlo dicho.
¿Y si llamaba a su madre al móvil? No, no era una buena idea. Cuando hablaban en caliente terminaban gritándose y diciéndose cosas que no sentían. Y tampoco era la única que se había pasado; ellos también deberían disculparse. Lo mejor sería esperar a que las cosas se calmaran.
Eso intentó a lo largo de la mañana; calmarse.
Internet, whatsapp, vídeos, mensajes en el muro… pero las imágenes de la discusión se resistían a desaparecer. Era esa casa la que no la dejaba en paz. Si seguía allí encerrada se volvería loca. Tenía que irse a dar una vuelta. Daba igual que se lo hubieran prohibido; ¿cómo se iban a enterar en la sierra de lo que estaba haciendo en Madrid? A las tres y media salió a la calle. Sola, sin vigilancia, con toda la tarde por delante, era libre. Y esa libertad había que disfrutarla con los amigos.
Pero no consiguió quedar con nadie. Los que no tenían un plan de críos tipo «estoy en Guadalajara con mis abuelos», se habían ido al cine o no tenían ganas de salir.
La fabulosa tarde que había imaginado terminaría con ella haciéndole compañía a los lagartos de piedra que colgaban del alero de su casa.
De vuelta en su cuarto, tuvo que volver a enfrentarse con el asunto que había intentado esquivar: la discusión. Ahora parecía más grave. Porque todo el mundo sabía que Clara se cegaba discutiendo y que podía soltar sapos y culebras por la boca, pero había cosas que no se le debían decir a nadie (y menos, a una madre). En cuanto volvieran de la sierra, les pediría perdón. No lo diría más. Nunca.
Encendió la tele, hizo zapping en busca de alguna serie para reírse un rato, terminó el cuento corto que tenía como trabajo de Lengua… Se le daba bien escribir, pero tampoco había que volverse loca. Un cuento de tres hojas sobre un junco que crecía en un lodazal cumplía más que de sobra. Sin releerlo, fue al despacho de su padre a imprimirlo.
No había papel en la impresora. Revolvió toda la habitación en busca de folios y encontró un envoltorio medio vacío en el que quedaban unos diez. Más que suficientes. Encendió la impresora e imprimió el documento. Rebuscó en los cajones del escritorio una carpeta para guardarlo y entonces vio, al fondo, bastante escondido, un paquetito envuelto con papel de regalo.
La curiosidad le pudo. Abrió el cajón y dio la vuelta al paquete. Tenía adosada una tarjeta, con su propio nombre escrito en el dorso. Se sonrió. No podía ser un regalo de navidad, porque aún quedaba mucho para diciembre. Y su cumpleaños era en febrero. Intentó resistirse a leer la tarjeta, sin éxito. Quiso volver a dejarlo. Si sus padres llegaban ahora… solo una ojeada y ya está. Solo leer lo que le había puesto.
«Hoy hace cinco años que me enseñaste tu primer cuento y me dejaste maravillado. Este es solo un pequeño detalle para que recuerdes la gran escritora que eres y lo mucho que te quiero».
Se acordaba perfectamente. La ilusión que había visto en los ojos de su padre cuando leía la página y media que ella había escrito… Desde entonces, el dieciocho de octubre de cada año, su padre le regalaba algo. Aún quedaban dos días, y Clara se moría de ganas de abrir ese paquete.
Lo palpó con cuidado. Parecía un libro pequeño, con tapas duras. Se contuvo. No quería dejarse llevar y acabar abriéndolo. Volvió a ponerlo en su sitio y cerró el cajón. Le encantaban las sorpresas. Recordaba con especial cariño los misteriosos regalos que había recibido por correo cada cumpleaños. En el sexto llegó el último paquete, como siempre sin remite. Un libro: El pequeño alquimista, y luego el silencio. No hubo más paquetes sorpresa. Más tarde llegaría a la conclusión de que el misterioso donante tenía que ser su padre, pero siempre que lo comentaban, él zanjaba el tema diciéndole que no tuvo nada que ver, y que dejara de darle vueltas. Seguramente le tomaba el pelo.
Pero esa magia de los regalos inesperados, la intriga y el cosquilleo que encierran los envoltorios, eran parte de Clara desde entonces. Y aún conservaba ese último libro como un tesoro. Tal vez de esos envíos misteriosos sin remite nació su amor por las historias y los libros, y aunque últimamente no encontraba mucho tiempo para leer, al menos seguía escribiendo siempre que podía.
Abandonó sus reflexiones. Grapó el cuento recién impreso, lo colocó en una carpeta y salió del despacho.
Esperó hasta las nueve y media para cenar con sus padres, pero como no llegaron, se calentó un par de sanjacobos y se los comió en el salón, frente a la tele. Luego se tumbó en el sofá, zapeó un rato más y en unos minutos se quedó dormida.
Se despertó sobresaltada. Eran casi las dos de la madrugada y sus padres aún no estaban en casa. Miró las llamadas perdidas; nada. Llamó a su padre. «Teléfono apagado o fuera de cobertura en este momento». Y lo mismo el de su madre.
Clara insistió, pero ninguno de los teléfonos daba señal. No era normal que se retrasaran tanto. ¿Y si les había pasado algo? Rechazó la idea. Seguro que les había salido algún plan «de padres» y se habían quedado más tiempo en la sierra. Cuando volvieran les iba a echar una bronca descomunal por retrasarse tanto sin avisar. Así podría dar un poco la vuelta a la tortilla. Era reconfortante tener algo que echarles en cara.
Se recostó de nuevo en el sofá y al poco volvía a estar dormida.
El despertador sonó a las siete y media. Nadie andaba preparando desayunos en la cocina. Entre legañas comprobó que la habitación de sus padres seguía vacía.
Entonces se asustó de verdad.
Llamó a Fernando Navarro, su tutor en el instituto y el mejor amigo de su padre.
—No sé nada, Clara, pero no te preocupes —le dijo este, tranquilizador—. Se les habrá acabado la batería o les habrán robado el teléfono, o qué sé yo. Tú ven a clase, que en cuanto tenga alguna noticia te lo diré.
Eran las ocho de la mañana y a las ocho y media empezaba la clase de Tecnología. Preparó sus cosas y salió, no sin antes echar una ojeada al cajón donde estaba el regalo. Hubiera dado su brazo derecho por saber lo que era.
Cuando llegó al instituto le pidió a Fernando que le permitiera tener encendido el móvil en clase, por si sus padres finalmente llamaban.
—Lo siento, Clara —le contestó—. Si quieres, lo dejas en la sala de profesores y te lo traerán si suena, pero en el aula los móviles se apagan, sí o sí. Son las normas. Como haga una excepción contigo, tendré que hacerla con todos. Y no te preocupes. A lo largo de la mañana tendremos noticias y seguro que son buenas.
Clara aceptó, resignada. No había dormido bien y no tenía fuerzas para montar el show. Prefirió apagarlo y llevarlo consigo. De ese modo podría encenderlo entre clase y clase.
La primera hora pasó. Y luego, la segunda. Y en cada descanso encendía el móvil, sin noticia alguna. Hacia el mediodía, en clase de Sociales, la llamaron al despacho del director.
Allí estaba Fernando, y también un policía nacional que jugueteaba, nervioso, con su gorra. El corazón de Clara empezó a latir con violencia.
El policía quiso hablar y Fernando le detuvo:
—Deje que sea yo quien se lo diga.
Clara comprendió que algo terrible había sucedido.
—¿Están mal? —Y ante la mirada esquiva del director, que le confirmaba sus peores presagios, preguntó—: ¿en qué hospital…?
El policía solo negaba con la cabeza. Y alguien empezó a hablar de un terrible accidente. Oyó un grito y, por un instante, pensó que era molesto tenerlo tan cerca hasta que se dio cuenta de que era ella misma quien gritaba. Sus padres, decía alguien, habían muerto. Pero no podía ser: ayer mismo había hablado con ellos. No tenían más que preguntar, investigar con más cuidado; seguro que era otra gente, seguro que se habían confundido de coche, seguro que eran unos ladrones que les habían robado, seguro que estaban heridos y por eso no daban señales, seguro que aparecían… Y su cabeza observaba a distancia toda esa escena mientras su cuerpo lloraba, se debatía y protestaba, abrazándose a Fernando, y el policía giraba la gorra una y otra vez.
2
Clara veía cómo la tarde desaparecía lentamente tras la ventana del tanatorio.
Fernando intentaba darle cariño con una cierta torpeza, sosteniéndole la mano. De cuando en cuando le acercaba un pañuelo de papel para secarle las lágrimas. Los padres de Clara no habían hecho testamento y Fernando intentaba solucionar lo que estaba en su mano haciéndole las preguntas imprescindibles para no agobiarla, pero consciente de que el tiempo jugaba en su contra. Nadie tenía mucha idea de lo que iba a ser de ella. Aunque Fernando estaba dispuesto a alojarla en su casa, en ausencia de parientes directos la decisión debía de tomarla Servicios Sociales. Hasta ahora, él había ejercido de interlocutor con la Comunidad de Madrid, pero si quería optar a ser su tutor, les esperaba una larga serie de papeleos.
Al día siguiente tendría lugar el entierro.
Sus amigos habían ido llegando por turnos a lo largo de un día interminable, pero Clara no les había prestado mucha atención. Y a esa hora de la tarde, solo quedaban los más allegados.
Clara pensaba en otra cosa, algo que le martilleaba el cerebro a cada momento: ella había deseado la muerte de su madre y ahora era huérfana. Daba igual que la razón le dijera que era una coincidencia, en su interior sabía quién era la culpable.
Ella.
Tenía el poder de matar a voluntad; no tenía más que desearlo y la persona elegida caería muerta. En un instante podía pasar de sentírse como el ser más poderoso del mundo a dejarse dominar por el autodesprecio. Por culpa de ese supuesto poder que nunca había pedido, sus padres ya no estaban con ella. No solo era una criminal. No solo era un ser miserable, abyecto y rastrero. Además era estúpida. Había deseado la muerte de lo que más quería en el mundo y la había obtenido. Ahora tenía que vivir una vida sin ellos. Toda una existencia de tortura, sin siquiera el alivio de la confesión. ¿A quién podía contárselo? ¿Habría alguien que pudiera entenderla, ponerse en su lugar y perdonar lo que ni ella misma era capaz de perdonar?
Una idea terrible se introdujo en su mente con insidia. Tal vez una vida así no mereciera ser vivida, quizá lo más justo sería morir también. A lo mejor bastaba con inyectarse aire en las venas, o tirarse por una ventana, o tragarse una mezcla de medicinas y productos de limpieza; entonces recibiría su castigo y todo el dolor desaparecería para siempre.
Quiso tomar algo de aire, pero el enorme ventanal del tanatorio no podía abrirse. Apoyó la cabeza en el cristal y la fría superficie la calmó un poco. Fijó la mirada en el parquecillo que se extendía a sus pies.
Una sombra pareció moverse entre los setos. Tal vez fuera un pony, o un perro de buen tamaño. Fue tan solo un segundo y luego desapareció. En otras circunstancias, Clara hubiera intentado averiguar de qué se trataba, pero ahora le daba igual.
Apartó la mirada del exterior y, al volverse de nuevo hacia la sala, vio la puerta ornada de coronas tras la que yacían los cuerpos de sus padres. El dolor le nubló los ojos.
No era cierto. Todo eso no podía ser real; la muerte de sus padres no había sucedido. Era una broma absurda, macabra, un chiste estúpido, de un terrible mal gusto, o un error, pero ellos no podían estar muertos. En cualquier momento aparecerían para confesarle que todo eso era una inocentada, una apuesta o una pesadilla, que su vida podría volver a ser como antes y ella se enfadaría con ellos por tener tan poca gracia, les diría que se habían pasado tres pueblos, pero al final los perdonaría y todos se sentirían felices de nuevo. Tendría la oportunidad de retractarse de sus palabras, de responsabilizarse de sus insultos, de ser redimida.
Y sin embargo allí estaba, en el tanatorio, más sola que nunca, rodeada de gente con la que no podía compartir la verdad. Si pudiera volver atrás y deshacer lo hecho, si pudiera conseguir que la vida retrocediera, si pudiera cambiar el pasado, eliminar aunque solo fuera esa mañana de domingo y conseguir que sus padres volvieran de nuevo… Si pudiera, al menos, subirse con ellos a ese coche y compartir su destino…
Su profesor de francés, el responsable de que odiara el idioma suspendiéndole dos exámenes seguidos, se acercó con cara compungida para decirle cuánto lo sentía y Clara pensó que era más de lo que podía soportar.
No entendía los ritos de la muerte. Gente a la que no conocía de nada, gente que jamás había mostrado el más mínimo interés en ella o gente que directamente no la soportaba, iba ahora a rendirle pleitesía como si fuera la reina, a abrazarla y a darle el pésame. Los odiaba a todos.
Pero sobre todo se odiaba a sí misma.
Se fue al baño.
En el espejo no reconoció a esa muchacha de quince años y pelo castaño que la miraba con sus hermosos ojos almendrados de color madera, estragados ahora por el llanto. Era como si esa mecha violeta que asomaba entre sus cabellos ya no fuera suya. Como si el óvalo perfecto de la cara y la nariz, que a ella no le hacía demasiada gracia, no pertenecieran ya a su rostro. Eran rasgos armoniosos y equilibrados, y ella una joven hermosa, pero no quería aceptarlo. Solo podía pensar que esa boca carnosa y bien dibujada había deseado la muerte de su madre.
Se refrescó la cara.
Había dormido en casa de Fernando, que se estaba portando realmente bien. Ese hombre de barba poblada, mejillas sonrosadas y oronda barriga era lo más parecido a una familia que Clara había tenido jamás. No había conocido a ningún pariente de sus padres. Los dos se habían quedado huérfanos muy pronto, y ahora Fernando era todo lo que le quedaba.
Pero, pensaba Clara, él no podía protegerla de sus obsesivos pensamientos, porque no sospechaba que existieran y ella no podía confesárselos. Nadie, ni siquiera Fernando, comprendería por qué lo había hecho, ni entendería cómo alguien puede desear la muerte de las personas que más quiere. Él no podía salvarla de sí misma, ni sería capaz de perdonarla si alguna vez supiera que ella era una asesina.