Read the book: «Señales»
Jaume Salinas
SEÑALES
1.ª edición: abril de 2003
ISBN: 978-84-123322-7-8
© 2003 Jaume Salinas i Ferraz Portada: RS Disseny
Traducción: Montse Paulet
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ISBN: 978-84-96516-47-2
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Mi más sincero agradecimiento a Ángela, Àngels, Begoña, Conchi, Emilia, Francesc G., Francesc S., Jaume, José Miguel, Margarida, María Jesús, Meritxell, Montse, Núria E., Núria K., Roger, Silvia, Sira, Teresa y Toni.
Sin sus vivencias y las de sus conocidos esta recopilación no hubiera sido posible.
Prólogo
He de confesar que acabé de leer este volumen de historias invisibles en un notable estado de perplejidad. Y no por el tipo de historias que Jaume Salinas ha querido recoger en él. Al contrario, por manera de ser, por educación y por formación siempre he tenido mis dudas sobre la naturaleza del mundo en que vivimos, y de los sentidos que nos permiten comprenderlo. Pienso que no sólo no vivimos en el mejor de los mundos posibles, sino que ni tan sólo podemos estar seguros de vivir donde creemos que vivimos. Bien, pero seguir por este camino sería ponerme en el terreno del autor, cosa que no es ni mi intención ni, en este momento, mi trabajo. Ya me está bien cómo trata Salinas esta parte difusa y ambigua del conocimiento, donde algunas cosas funcionan como si no acabasen de estar sometidas a las inexorables leyes que rigen el mundo físico.
Lo que más perplejidad me ha causado es descubrir, de repente, inesperadamente –como aquel que se da cuenta que tiene un ángel a su lado o que la pendiente de la muerte no es siempre como nos lo ha descrito la tradición judeocristiana en la que hemos sido educados–, que un personaje, que tenía perfectamente ubicado en mi paisaje laboral, y que para mí tenía una entidad personal estrechamente ligada a los quehaceres diarios de una gran empresa, se me descolgaba con una personalidad completamente nueva, inesperada y sorprendente. De hecho, ya contamos que los compañeros de trabajo tienen otra vida más allá de los límites precisos y exactos de la oficina, la fábrica o la tienda. Incluso aceptamos que la personalidad de alguno con los que convives cuarenta horas semanales o incluso más, pueda ser muy diferente lejos del marco laboral. Y cuando hay la oportunidad de atravesar esta barrera –a veces fácilmente practicable, a veces infranqueable– que separa la vida del trabajo, nos podemos encontrar con maravillas inesperadas, sorpresas y contrasentidos de difícil explicación. Otras veces no, claro.
Esto es lo que me ha pasado con Jaume Salinas. Durante muchos años lo había visto y lo había tratado como un profesional eficiente y competente, y de golpe se me descuelga como un escritor tan eficiente y competente como lo es en el campo profesional. Porque Salinas, en este libro, ha hecho una elección literaria complicada y arriesgada. Se enfrenta con un tipo de historias poco convencionales y no muy fáciles de explicar de la forma que él lo hace: con la distancia –he estado a punto de escribir “la neutralidad”– suficiente para que sus argumentos no contaminen la prosa que los transportan, con la proximidad necesaria para que tengan el punto de calor humano contrastando con la frialdad de lo desconocido: aquel pequeño temblor de misterio que tiene todo aquello que se aparta del orden natural de las cosas. Y tal como he dicho se desenvuelve con eficiencia y eficacia, llevando con pulso firme el temple de la narración realista hasta las últimas frases donde salta lo inesperado, lo irreal, y todo toma otra dimensión.
Si las personas que hace años que conocemos se nos pueden mostrar tan diferentes y cambiantes en un abrir y cerrar de ojos, ¿qué no nos podrá reservar el mundo donde vivimos de prestado? Ya lo decía PedroNavaja: “La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida.”
PEP ALBANELL
Presentación
Si nos paramos a pensar un poco en muchas de las cosas que nos han pasado en la vida, desprovistas de cualquier lógica racional, recordaremos que en los momentos inmediatamente posteriores a los hechos concretos, nos quedamos perplejos por la situación vivida. En algunas ocasiones, sobre todo cuando más fuerte e incongruente era la situación, con más firmeza quisimos encontrar una ‘solución’ que nos dejase satisfechos a nosotros mismos y a nuestra estructura racional, que justificase o nos ayudara a encontrar una explicación que nos tranquilizara, para poder volver a nuestra normalidad vital. Otras veces, cuando la situación era de poca ‘entidad’, como un sueño o un presentimiento, nos quedó un vago recuerdo, como una anécdota sin importancia, una más de las muchas intrascendentes que solemos acumular a lo largo de nuestra existencia.
Algunas de estas vivencias pueden ser poco ‘creíbles’, porque rondan lo que a menudo decimos “esto no es posible”o“no me lo creo”. Sencillamente desafían lo que se considera que es racional y lógico. Otras, en cambio, nos parecen más familiares, porque seguramente se parecen más a alguna que el lector habrá vivido, si bien la había arrinconado en su memoria. Más de un lector al leer estas vivencias le quedan cortas con la (o las) que él mismo tuvo. Es más, estoy seguro que todos hemos tenido o tendremos alguna a lo largo de nuestra vida. Otra cosa es que sea consciente y la valore como tal, o la menosprecie por ridícula o irracional. No soy un cronista, ni mucho menos un historiador, más bien me considero un coleccionista de historias y vivencias personales. En este sentido, la recopilación que a continuación presento ha sido realizada a lo largo de dos años, durante los cuales me iban llegando de forma continuada historias de experiencias ‘extrañas’, de distintas personas amigas y conocidas, muchas de las que después de ver su vivencia, negro sobre blanco, la han valorado mucho más y les ha servido, incluso en algunos casos, para descubrir una dimensión nueva de su vida y de su experiencia. Esto me hizo valorar también un par de experiencias personales y recuperar una vivencia de mi abuela, que también he incluido en esta recopilación, que me había explicado cuando yo era todavía un crío y que durante muchos años siempre la ‘valoré’ como una historia sin pies ni cabeza, propia de una persona anticuada y supersticiosa.
Soy consciente de que es difícil enmarcar esta obra (¡esta manía que tenemos los humanos de establecer clases y categorías, para poder hacer después valoraciones!), pero seguro que no me gustaría que se la catalogase como de ‘paranormal’ u otros calificativos similares, por la carga peyorativa que presupone y porque fácilmente son términos propicios a crear y creer en fantasías muy alejadas de la realidad. Dado que son vivencias únicas y muy personales, las he titulado: “Señales: historias invisibles cotidianas”, porque así lo son a los ojos de los que rodean a sus protagonistas.
Hay un total de treinta narraciones, y cada una es representativa del tipo de vivencias que tuvieron sus protagonistas. El criterio de agrupación es totalmente subjetivo, pero con el fondo común de la especial sensibilidad de sus protagonistas, sin que ningún apartado tenga un peso específico concreto respecto de los demás, a pesar del número de relatos de cada apartado. Las presento en forma novelada y con los nombres cambiados, para respetar la intimidad personal. En la mayor parte de las historias utilizo la primera persona a la hora de narrar la vivencia, tal como me la transmitió quien la tuvo. En las restantes utilizo la tercera persona, porque quien me la ha explicado conoce personalmente a quien la vivió. Quiero evitar aquello de “[…] leí una vez un caso de un hombre que vivía a las afueras de Boston…”, y otras similares. De esta forma la historia resulta mucho más creíble.
No hay ninguna finalidad proselitista ni mucho menos espiritual, a pesar de que algunas tengan una fuerte carga de espiritualidad. Personalmente me considero un ‘creyenteagnóstico’, porque creo que todas las religiones son válidas ya que nos hablan de lo mismo, pero con leyendas y símbolos diferentes, propios de cada cultura, para aproximarse a su origen. En otras palabras, valoro más el sentido de la religiosidad que no la religión, entendiendo ésta como una actitud y una predisposición de conectarnos (‘ligarnos’) con nuestra propia dimensión superior.
Este conjunto de historias son más bien como una especie de señales. Señales que sólo son perceptibles e interpretables para los que no se conforman sólo con nuestrarealidad física ordinaria y están abiertos y receptivos a otros aspectos de la realidad. Señales que se llenan de sentido y marcan el camino correcto, como cuando estamos de camino por la montaña y de vez en cuando nos encontramos alguna indicación que nos dice que vamos en la dirección correcta.
Lo que he intentado, más bien, es plasmar la diferencia entre los fenómenos físicos de los reales. Lo que hasta hace poco era considerado como experiencias casuales, ‘ridículas’o‘supersticiones’, por los que sólo aceptan como existencia válida y única nuestra realidad física, cada vez es más aceptado como factible en determinados campos de la Física. En este sentido, las investigaciones de RupertSheldrake pueden ir por este camino (p. e. los campos mórficos), de Jung con las sincronicidades, así como las aportaciones de filósofos como Ken Wilber, cuando nos habla de las dimensiones superiores, a las que sólo se puede llegar a través de nuestra mente; o más recientemente, y a partir de los trabajos del neurólogo Olaf Blanke, en que si bien se ha identificado la región cerebral –la ‘girus angular’– que tiene una importancia decisiva en los fenómenos de desdoblamiento corporal –los llamados ‘viajes astrales’– no se puede explicar ni comprender sus mecanismos ni su finalidad, exclusivamente desde la vertiente física.
En definitiva, estas experiencias pueden ser interpretadas también como señales de otra realidad. Unas señales invisibles o irreales para los que sólo quieren ver la realidad material, pero reales para los que conscientemente han vivido estas experiencias. Una aportación más en la línea de la frase dicha por P. Eluard: “Hay otros mundos, pero todos están en éste.”
EL AUTOR
PERSONAJES Y VIVENCIAS VIRTUALES
El nuevo ayudante
Cuando lo piensa todavía se le pone la carne de gallina y se le quiebra la voz, no sólo por la experiencia que vivió, que podía haber terminado en tragedia, sino por el desenlace tan inexplicable. Pero vayamos a los hechos...
Se llama Joan, tiene cincuenta y siete años, está casado y tiene dos hijas, una de las cuales le acaba de hacer abuelo. Tiene una tienda, en la barriada de Collblanc, que heredó de su padre, donde ejerce su oficio, que es la de hacer, colocar y arreglar persianas, tanto de las antiguas, enrollables, como de las modernas que van dentro de una guía.
Hará cosa de unos seis años, una vecina de la escalera le pidió que le arreglara una persiana nueva que no hacía mucho le había colocado. Se le había trabado cuando intentaba bajarla, ya que las cuatro últimas varillas estaban torcidas y no habían entrado dentro de la caja.
Esta señora era viuda y hacía un par de años que había muerto un hijo suyo, el segundo de cuatro, con veintisiete años de edad, a consecuencia de un accidente de moto. Era el único hijo que vivía con ella. A raíz de la desgracia, esta mujer, Rosa es su nombre, quedó muy afectada, recluyéndose en su casa y alimentándose del recuerdo del hijo perdido.
Cuatro meses antes de los hechos que estoy narrando, Rosa tuvo que volver a hacer vida normal para ayudar a su hermana Eulalia, cinco años mayor que ella, que había tenido un ataque de apoplejía.
Por esta circunstancia, la señora Rosa no estaría en casa cuando Juan fuese a hacer la reparación. Le dejó la llave de la vivienda, ya que le tenía plena confianza. La señora Rosa vive en un tercer piso y por el tipo de reparación que debía hacer no creyó oportuno llevarse a su ayudante.
Era un miércoles, poco después de la hora de comer, hacia las cuatro de la tarde, aprovechando un hueco en su agenda de encargos y reparaciones.
Cuando llegó al piso comprobó que, efectivamente, la señora Rosa se había marchado, como cada día, con su hermana.
En aquella casa reinaba un gran silencio, que en aquella hora de una tarde del mes de julio todavía era más evidente, pues se notaba que parte del vecindario se había ido de vacaciones y el tráfico de la calle, era bastante escaso.
Sin perder tiempo, fue a la ventana donde estaba la persiana trabada y creyó que en un plisplas tendría solucionado el problema. Una varilla, la que justamente estaba entrando dentro de la caja, se había desplazado un poco fuera de la guía. Se trataba de darle un golpe para forzarla a volver a su sitio, y todo resuelto. En caso contrario tendría que abrir la caja de la persiana y entonces el problema se le complicaría. No le gustaba la idea, ya que retardaría el inicio del encargo que tenía para las cinco de la tarde.
No quería entretenerse mucho y ‘puso la directa’. Abrió la ventana para echar un vistazo desde fuera y comprobar que no hubiese ningún obstáculo exterior.Aparentemente todo estaba en orden. Fue a buscar una escalera de tres peldaños que tenía la señora Rosa en la cocina. Se subió poniendo un pie en la plataforma de la escalera y el otro en el marco de la ventana y empezó a tirar de la varilla trabada hacia abajo. Viendo que aquello no daba ningún resultado positivo, y sin cambiar de posición, sacó la cabeza fuera nuevamente, para ver si desde aquella posición más cercana veía algo que antes no hubiera visto, al mismo tiempo que balanceaba el cuerpo hacia fuera.
Todo pasó en cuestión de décimas de segundo, notó cómo el pie que tenía en el marco de la ventana resbalaba hacía dentro, al mismo tiempo que la escalera también se desplazaba, y perdía el otro punto de apoyo. Sólo recuerda que tuvo tiempo de soltar una blasfemia al mismo tiempo que daba un golpe a las varillas trabadas con la intención instintiva de agarrarse a un lugar seguro, si bien el resultado fue que se rompieron dos y cayeron a la calle. En aquellos momentos decisivos estaba seguro que también se iba a la calle junto con las varillas, cuando sin saber cómo, ni creo que nunca llegue a saberlo, se encontró en el suelo de la habitación de la casa.
Pasaron unos segundos hasta que se rehizo del susto, contempló cómo había quedado la persiana y vio que no tendría otra solución que abrir la caja y cambiar las cuatrovarillas estropeadas. Desde la ventana vio las dos varillas que habían caído a la calle sin que hubiesen lastimado a ningún viandante.
Bajó las escaleras sin sacarse de la cabeza lo que le había pasado, ni entender cómo es que todavía estaba vivo, porque sin dudarlo tenía que haber caído de cabeza a la calle, en carrera directa con las varillas de los cojones.
Una vez en la calle, y al mismo tiempo que recogía las malditas varillas, oyó cómo Paco, el dueño del bar que está en la esquina de delante de la casa de la señora Rosa, y por lo que parece había estado contemplando los hechos, le decía:
—¡Hostia, Joan, hoy sí que has tenido suerte! Si no llega a ser por aquel joven de la camisa blanca que te ha cogido por la espalda y te ha empujado hacia dentro en el momento que has resbalado, te pegas un trompazo de tres pares de cojones. ¿Que tienes un nuevo ayudante?
—No, no –le respondió Joan, totalmente confundido–. Es un sobrino de la señora Rosa que ha venido a pasar un par de días con ella –añadió seguidamente mientras que se giraba de espaldas y volvía a entrar en la escalera.
—Pues ya le puedes invitar a unas copas, porque las jetas van caras y a veces no tienen solución cuando se rompen –le contestó Paco en voz alta, al mismo tiempo que volvía hacia el bar.
Abril de 2001
El andén correcto
No es una gran historia ni me sucedió nada tan espectacular como para servir de base de un guión de cine de una leyenda urbana. Es mucho más sencillo, es imposible que me sucediese, y no obstante fue una realidad, no solamente para mí sino también para Joana, mi hermana, que aquel día me acompañaba.
Habíamos recibido en casa una notificación de una entidad financiera, concretamente de una oficina que está cerca de la calle Pàdua de Barcelona (prefiero no concretarla, por aquello de la discreción), que nos indicaba que habíamos de hacernos cargo de un descubierto en cuenta, a causa de unos cargos indebidos que, oportunamente, había dado orden de no pagar. El director nos había citado a las once de la mañana y preveíamos que la reunión sería un poco ‘caliente’, porque no estábamos dispuestos a cargar con el mochuelo y no creíamos que la entidad tampoco estuviese por la labor.
La mejor manera de desplazarnos era en el tren de Sarrià, concretamente con el que va hacia la avenida del Tibidabo. A media mañana, los trenes, tanto los de esta línea como los del metro, suelen ir medio vacíos, por lo cual suele ser bastante agradable utilizar este medio. Habíamos montado en el tren en Plaça Catalunya y en sólo cuatro paradas (Provença, Gràcia, Plaça Molina y finalmente Pàdua) nos situaba cerca del lugar a donde nos dirigíamos. De camino fuimos hablando del tema que nos ocupaba y de la necesidad de mantener nuestra posición firme de no transigir delante del director de la entidad.
Cinco minutos antes de la hora prevista, es decir, a las once menos cinco, entrábamos por la puerta de la oficina y pedimos, a un chico muy acicalado que nos atendió, por el director, el señor Peris, que ya nos estaba esperando. La reunión fue bastante tensa, pero no es el objeto de esta historia. En resumen, no obstante, al final casi nos salimos con la nuestra, no sin haber dejado casi la piel y muy enfadados, media hora después de haber entrado, es decir, hacia las once y veinticinco.
La cuestión es que nuevamente fuimos hacia el tren de Sarrià, para que nos volviese a llevar a la Plaça Catalunya. El tren tardó un poco, pero durante aquel rato estuvimos dándole vueltas a lo que habíamos estado discutiendo momentos antes. Finalmente cuando llegó el tren, subimos, ya en silencio, si bien seguíamos pensando en el tema, aunque el sofocón iba perdiendo intensidad poco a poco.
En el momento de entrar en la siguiente estación, es decir, Plaça Molina (así lo esperábamos y creíamos) nos dimos cuenta de que estábamos en la de El Putxet, es decir, en la siguiente después de la de Pàdua, en dirección al Tibidabo. Lo primero que pensamos es que a causa del nerviosismo del momento habíamos entrado por el mismo sitio por donde habíamos llegado, que estábamos en el mismo andén y que, lógicamente, nos habíamos equivocado. Así lo comentábamos, en el momento en que se abrieron las puertas del vagón y bajamos del tren. Entonces nos dimos cuenta que estábamos totalmente solos en el tren y que tampoco había nadie en la estación. El tren se fue y aquella sensación de soledad todavía fue más intensa y extraña.
Cuando nos disponíamos a cambiar de andén nos quedamos azorados al ver que estábamos en el correcto, en el que nos había de llevar a Plaça Catalunya, que era nuestro destino. La sensación de escalofrío, y por qué no decirlo también, de inseguridad por estar viviendo una situación incomprensi ble e irracional eran bien palpables. Nos quedamos mudos y blancos, y nos miramos mutuamente con ojos de incredulidad. ¡Si nos hubieran pinchado en aquellos momentos no hubieran sacado ni una gota de sangre! Evidentemente, no cambiamos de andén, porque en el que nos encontrábamos indicaba claramente que era la dirección correcta.
No sé cuánto tiempo pasó, lo cierto es que la espera se hizo eterna. No se oía ningún ruido y aquel silencio, que casi se podía cortar con un cuchillo, hacía que la percepción que teníamos de la atmósfera que nos rodeaba era de irrealidad y que, tarde o temprano, encontraríamos alguna explicación racional, de esta racionalidad que siempre queremos en nuestras vidas, porque nos proporciona seguridad. Finalmente, un nuevo tren entró en la estación y subimos con una prevención que no sabría cómo describir, como si aquello no fuese del todo real. Íbamos otra vez solos, éramos los únicos pasajeros del vagón (no nos fijamos si había alguien más en los otros vagones).
Han sido de los minutos que más ansiedad han producido en mi vida, y seguro que también en la de mi hermana: esperar a ver cuál sería la siguiente parada del tren. A medida que nos acercábamos, algo nos decía en nuestro interior que no le diésemos más vueltas al tema, que aquello no tenía vuelta de hoja y que nunca lo entenderíamos, por lo cual debíamos de aceptar los hechos tal como los habíamos vivido. Efectivamente, minutos después el tren entraba a toda velocidad en la estación de Pàdua. Aquella percepción de silencio desapareció, sobre todo cuando casi una docena de personas subieron al vagón.
Habíamos vuelto al mismo punto de origen sin haber cambiado de andén. Consultamos la hora: eran las once y treinta y cinco, ¡sólo diez minutos más tarde de la hora en que habíamos salido de la oficina bancaria! En aquel corto espacio de tiempo habíamos vivido una gran cantidad de vivencias inexplicables, que llenaban más de media hora, y volvíamos a estar en el punto de partida. Mi hermana y yo nos miramos en silencio. Lejos, muy lejos, quedaba la bronca que tuvimos con el director y algo misterioso y mágico se había abierto paso dentro nuestro.
—No lo entiendo, Marc, pero vale más que no hablemos de ello, porque nadie nos creería nunca –me dijo mi hermana.
—Tienes razón Joana, será mejor que callemos y no le demos más vueltas –le respondí.
—Durante unos meses nuestras vidas siguieron su curso, y aquel hecho fue quedando en el recuerdo, hasta hoy, cuando he abierto el buzón y he encontrado una notificación del banco en que nos decían que han cambiado de director, y que el nuevo nos cita para hablar de unas cuestiones de unos cargos indebidos y no compensados. Tendremos que volver a coger aquel tren y la verdad sea dicha: no me hace ninguna gracia.
Abril 2001