Colmillo Blanco

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From the series: Clásicos de bolsillo #4
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Colmillo Blanco
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Título original: Zanna Bianca

© 2013 Edizioni EL, San Dorligo della Valle (Trieste), www.edizioniel.com

Texto: Guido Sgardoli

Ilustraciones: Stefano Turconi

Dirección de arte: Francesca Leoneschi

Proyecto gráfico: Andrea Cavallini / theWorldofDOT

Traducción: Cristina Bracho Carrillo

© 2019 Ediciones del Laberinto, S. L., para la edición mundial en castellano

ISBN: 978-84-1330-909-5

IBIC: YBCS / BISAC: JUV007000

EDICIONES DEL LABERINTO, S. L.

www.edicioneslaberinto.es

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com <http://www.conlicencia.com/> ; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).




1

El mundo exterior

El mundo del lobezno gris se reducía a la madriguera: un mundo pequeño y oscuro, cálido y seguro. Allí vivía con su madre, una loba de pelo rojizo que lo lamía y lo consolaba, y cuyas mamas le proporcionaban alimento. Su olor le otorgaba seguridad, su calor le inducía un sueño muy agradable y su hocico húmedo o su pata lo corregían cuando se equivocaba.


De aquel mundo formaba parte también un viejo lobo gris y tuerto: el padre del lobezno. Casi siempre estaba fuera de la guarida, encargándose de buscar alimento para él y para su compañera. Un día, el viejo lobo tuerto no regresó. Se había enfrentado a un lince que merodeaba por la orilla del río y no había sobrevivido. El lince era un enemigo terrible, una especie que, como en aquel caso, también defendía a sus cachorros.

Cuando la loba se quedó sin leche para alimentar al cachorro, se vio obligada a abandonar la madriguera en busca de comida. Antes de salir, echó una mirada seria al lobezno, le dijo que no se metiera en problemas y le ordenó que no la siguiera. El mundo exterior era demasiado peligroso para él. Durante un rato el cachorro se portó bien: dormitó y husmeó los olores que provenían del exterior. Le llegaban los aromas de las flores, de las hierbas, de los árboles, de todas las cosas que aún no conocía, que no había visto jamás y a las que no sabía nombrar. Se prometió que obedecería a su madre, que se quedaría esperándola, pero a medida que el tiempo pasaba, le pudo la curiosidad por saber qué le aguardaba fuera de la madriguera. Y así, temblando de miedo y con remordimientos, asomó por primera vez el hocico al vasto mundo que lo rodeaba. Se quedó mirándolo un buen rato, tan fascinado como asustado. Vio una corriente resplandeciente fluyendo entre los árboles y una montaña enorme que rozaba el cielo. También guijarros, arbustos y briznas de hierba que se movían al viento, e insectos curiosos que parecían bailar sobre ellas. Dio algunos pasos e inmediatamente se cayó por el montículo donde sus padres escarbaron la madriguera. Sacudió el hocico y comenzó a lloriquear como un bebé, más por miedo que por dolor. Pensó en que no debería haber desobedecido a su madre, que el mundo exterior era peligroso y que pronto moriría entre terribles sufrimientos. Pero a su alrededor no había nada terrible, tan solo un prado de hierba suave y fresca, así que el cachorro dejó de lloriquear. Abrumado por las vistas, olvidó las recomendaciones de su madre, y lo invadió una sensación nueva y hermosa: se había convertido en el explorador de un mundo desconocido.

2

Cosas vivas

Un insecto negro y amarillo revoloteaba a su alrededor. El lobezno intentó morderlo y le picó en el labio. «Qué mal humor tiene», pensó disgustado. Más adelante vio a un pajarito que buscaba gusanos. El lobezno se detuvo, cauteloso, y el pajarito se puso delante de él. El cachorro le tendió una patita para ver qué pasaba, pero el pajarito le picoteó la nariz y le hizo bastante daño. El lobezno se escondió en un arbusto y encontró un nido de perdices con siete huevos. No sabía qué eran ni si se podían comer, pero su instinto le llevó a probarlos, en parte porque no parecían tener aguijones ni picos. ¡Qué buenos estaban! Y mientras pensaba en lo inteligente que era buscando alimento y en que no le pasaría lo mismo que a su padre, lo asaltó una criatura aterradora y turbulenta, provista de un pico afilado como una cuchilla. Era la mamá perdiz, que la emprendió a picotazos con el lobezno, furiosa por haber perdido los siete huevos de una sentada. El cachorro trató de defenderse ocultando la cabeza entre las piernas, pero entonces, guiado por su instinto de cazador, contraatacó y le mordió un ala. Hubo un baile de picotazos, gruñidos y mordiscos, y el pequeño lobo sintió crecer su verdadera naturaleza en su interior, que era luchar para procurarse alimento.

Cuando estaba a punto de ganar la contienda y ya se imaginaba la expresión de sorpresa de su madre cuando se presentara en la madriguera con semejante trofeo entre los dientes, sucedió algo que cortó de raíz su emoción y su entusiasmo: un halcón bajó en picado del cielo. Ni la perdiz ni el cachorro se habían fijado en ella. Hizo un vuelo de reconocimiento, atrapó a la perdiz con sus poderosas garras y se la llevó hacia arriba, muy alto, hacia el azul del cielo. En tan solo un instante todo terminó. El lobezno se quedó escondido en un arbusto durante lo que le pareció una eternidad. Estaba aterrorizado y confuso. Había descubierto que existían cosas que no se movían, como las piedras, los árboles o la hierba, y otras que sí, que estaban vivas, como los insectos, la perdiz y, sobre todo, el halcón. Debía protegerse de estas últimas, ya que podían ser peligrosas, dolorosas e incluso mortales. Esta fue la primera gran lección de vida que aprendió el lobezno.


Caminó un poco a lo largo del río y, cuando intentó meterse, descubrió que el agua era una cosa fría y agradable. Se movía, pero no estaba viva como los pájaros. Parecía sólida como la tierra, pero sin embargo se podía atravesar. He aquí la segunda lección: las cosas no siempre son lo que parecen. De repente se acordó de su madre y de la madriguera, y sintió una gran nostalgia. Quiso regresar, pero cuando se dio la vuelta para emprender el camino, vio que alguien lo había seguido: un lince. Seguramente era el mismo que había vencido a su padre. Emitió un suave gruñido que hizo que se le erizara el pelaje del lomo. El lobezno tenía miedo. Aquella era una cosa viva y terrible, con dientes más afilados que los suyos y garras dos veces más grandes que las del halcón. El lince se inclinó, arrugó el hocico y echó hacia atrás las orejas, hasta casi pegarlas contra la cabeza. Entonces, con un rugido ronco, se abalanzó contra él.

El cachorro se quedó inmóvil, petrificado de terror. Había sido un irresponsable y un estúpido por no seguir los consejos de su madre. Iba a morir como la perdiz entre las garras del halcón. Así funcionaban las cosas en el mundo exterior: existían los depredadores y las presas, y solo se pertenecía a un grupo. Comer o ser comido era otra ley fundamental. Y a él estaban a punto de devorarlo.

Vio al lince elevarse con un salto que potenciaba la magnificencia de sus músculos, y cerró los ojos, resignado. Pero entonces escuchó un segundo gruñido más fuerte, más ronco y más terrible, que le dio esperanzas: era su madre, que había acudido en su ayuda.


La loba apareció por el bosque y cortó el paso al lince. De repente los dos animales se enfrentaron. La lucha fue tremenda, llovieron los golpes y se desató un caos violento de mordiscos, zarpazos, gruñidos, bufidos y alaridos. El lobezno temió por su madre, pero al final el cuerpo del lince cayó al suelo, inerte. La loba, extenuada y herida, lamió al cachorro con ternura. No lo rechazaba por no haberse quedado en la madriguera; la felicidad de tenerlo de nuevo junto a ella era mayor que las ganas de reprenderlo.

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