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Read the book: «El enemigo», page 17

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XXXI

Sabedor Tirso, por Millán, de la resolución que adoptó su hermano, y enterado, por Leocadia, de cuándo había de despedirse de Paz, creyó llegado el instante propicio para dar el golpe que fraguaba. Desde que, primero la Condesa de Astorgüela, y luego las personas que para ello tenían autoridad en las Hijas de la Salve, le encargaron que procurase quebrantar la entereza de don Luis de Ágreda respecto a su negativa en lo de la cesión del terreno que poseía inmediato al convento, no dejó de pensar en el asunto, pero sin hallar modo de acometer la empresa con esperanza de éxito. Dirigirse en derechura al señor de Ágreda, era bobada: un hombre de sus antecedentes políticos no se expondría por nada del mundo a que otro senador más avanzado le arrojase al rostro en plena sesión el dictado de protector de monjas; y en cuanto a determinar la intervención de Paz, entendía que era expuesto.

Si la muchacha no se interesaba eficazmente en el asunto, nada podría lograrse; y si se le ocurría consultarlo con su novio, el fracaso era indudable. La base del plan habría de ser, forzosamente, malquistar a Paz con el hombre a quien amaba, eliminando de esta suerte una influencia contraria al logro que se apetecía. En un principio pensó Tirso que el tiempo y su santo celo harían lo demás: según sus cálculos, tras el profundo dolor de Paz, vendría el agradecimiento a su salvador, que acaso se convirtiera en consejero. Hasta imaginó que, si por temor a su padre no llegaba a recibirle en su casa, le buscaría en el sagrado tribunal de la penitencia, lo cual facilitaría que las Hijas de la Salve vieran cumplidos sus deseos, al par que él, prodigando consuelos a la víctima del amor mundano, quizá la indujese a desear la verdadera perfección cristiana, trocando los peligros de la pasión y las impurezas del matrimonio por el himeneo místico con el Unico que jamás engaña. Luego, sospechando que el tiempo y el celo que él empleara podían estrellarse contra el imperio que el amor ejerciese en el corazón de aquella mujer, para él desconocida, optó por obrar con mayor energía, y de tal modo, que el asunto tardase muy poco en resolverse. Su primer pensamiento fue jesuítico y solapado: la decisión a que se inclinó, más conforme a su carácter franco y violento. Harta paciencia tuvo para no intentar nada hasta aquel momento. Cuando Leocadia le dijo que Pepe, a juzgar por la ropa que se puso, debió ir a despedirse de su novia, Tirso, resuelto a llevar las cosas de prisa, determinó ver dentro del mismo día a la muchacha, fiando, mucho más que en su propio ingenio, en la emoción que había de causarla la sorpresa.

Estaba Paz sola en su cuarto, tristemente impresionada con la despedida de por la mañana, todavía en ropas de levantar, sin gusto para engalanarse, descuidado el vestir y no muy enjutos los ojos, cuando entró la doncella diciendo que un sacerdote deseaba hablar a la señorita. Creyó ésta que venían a pedirle limosna o ayuda para alguna obra de caridad, como a veces acontecía, y mandó que entrase el recién llegado. A los pocos instantes, en el gabinete, alegre y claro como un día hermoso, apareció la severa figura de Tirso, cuyos manteos semejaron enorme mancha negra arrojada sobre la alfombra blanquecina y los muebles de matices pálidos.

– Tome Vd. asiento, y tenga la bondad de decirme en qué puedo servirle.

– Vengo, señorita, a tratar un asunto de la mayor importancia – y al decir esto se sentó, algo cohibido por el aspecto de aquella habitación, que parecía impregnada de cierto encanto mujeril para él desconocido.

Paz, comprendiendo que no se trataba de una obra de caridad, y como no adivinase cuál era el objeto de la visita, repuso:

– Papá ha salido.

– No deseaba ver a su papá, sino a usted misma, señorita.

– Entonces, Vd. dirá.

– Ante todo, la ruego que tenga en cuenta que sólo por circunstancias verdaderamente graves me he tomado la libertad de venir a importunarla. Se trata de un serio disgusto de familia, del cual, por desgracia, va Vd. a participar.

Paz se acordó entonces repentinamente de que el hermano de su novio era cura.

– ¿Usted es el hermano de Pepe? – le dijo con viveza.

– Efectivamente, señorita. Vengo a cumplir un deber muy penoso para el sacerdote y para el hombre.

– ¡Pronto, por favor, dígame Vd. lo que ocurre! ¿Le sucede a Pepe algo malo?

Su fisonomía se alteró por completo: Tirso comprendió que estaba realmente enamorada.

– Pepe se va – dijo, afectando tristeza.

– Lo sé. Esta mañana se ha despedido de mí. ¡Mire Vd. cómo tengo los ojos de llorar!

– Así están los de mi hermana y mi madre, señorita.

– ¿Y qué puedo yo hacer, pobre de mí? Usted, como no está en antecedentes, no sabe el cariño que le tengo; es imposible que lo imagine Vd… Si él me hubiera dicho lo que proyectaba, vamos, yo lo evito. Hasta me hubiese echado a los pies de mi padre confesándoselo todo; en fin, ¡qué sé yo!… pero no se hubiera marchado. Ahora, ¿qué hemos de hacer?

– Todo ha sido inútil. Ni el ver llorar a su madre… ni el estado de nuestro padre… no ha tenido consideración a nada. No reconoce más ley que su capricho.

– Le juzga Vd. con demasiada dureza.

Tirso, sonriendo amargamente, extendió las manos, como quien dice: «ahora lo veremos,» y la interrumpió con estas palabras:

– Repito que Vd. no le conoce, y no es extraño que la haya engañado, cuando sus padres han tardado tantos años en saber lo que era. Hoy, desgraciadamente, ya lo sabemos.

Paz se puso en pie, como dando por terminada la entrevista: aquello le parecía una monstruosidad. Además, recordando el diálogo con Pateta, desconfió de la veracidad del cura. Pero éste, sin alterarse, prosiguió:

– Cálmese Vd. señorita, y óigame con cachaza, que el asunto la interesa: Pepe no es lo que parece. ¿Quiere Vd. que en pocas palabras la diga lo que ocurre?

– ¡Me está Vd. haciendo mucho daño!…

– Pero Vd. no me cree, y es necesario que yo la persuada. Escuche Vd. y tenga un poco de valor. Por disputas pueriles conmigo, que ningún daño le hice, por si en casa debían o no observarse ciertos deberes religiosos, Pepe ha llevado las cosas a un extremo que Vd. juzgará. Comenzó por reñir conmigo, so pretexto de que me opuse a que nuestra hermana sostuviese relaciones con un amigote suyo, perdido de la peor índole. Logré convencer a Leocadia… y, la verdad, nunca me lo ha perdonado. Luego, por pequeñeces, como la de si habíamos o no de comer de vigilia, exageró su furia y se ensañó con nuestra madre: ¡esto es lo que me ha hecho más daño! La pobre ha tenido que marcharse de casa. ¡Gracias a que yo he logrado que la recojan en una comunidad que me protege! Por culpa suya, nuestro padre no tiene hoy quien le ampare y asista. Pero aún hay más: a todo esto ha añadido una ofensa cruel, que indica hasta qué punto tiene olvidados los más sagrados deberes filiales.

– Permítame Vd. que le haga una sola observación. Me consta que las relaciones de Vd. con Pepe no son tan cordiales como debieran… Yo le quiero con toda mi alma, y nada puedo creer de lo que Vd. me dice. Es preciso que yo le hable… Después, veremos.

– Déjeme Vd. acabar. A todas sus maldades ha añadido otra mucho mayor.

Paz volvió a sentarse, ocultando entre las manos los llorosos ojos.

– Y no queremos de ningún modo ser cómplices de una nueva infamia. Hemos sabido sus relaciones con Vd., tan digna, tan buena y respetable. En fin, no podemos soportar la idea de que Vd. algún día nos juzgue sabedores, tal vez cómplices, de la perfidia de su ingenio. No la quiere a Vd., no puede quererla, señorita. Usted une, a sus muchas cualidades, la riqueza: esta es la madre del cordero.

– Es mentira – dijo Paz ofendida – me quiere por mí, por mí sola. Lo que Vd. dice no es verdad.

– ¡Ojalá no lo fuese! Pero no hay que forjarse ilusiones. ¿Sabe Vd. dónde intenta llevar a nuestro padre?

– A casa de un amigo suyo.

– No, a casa de una mujer con quien tiene relaciones y que ha sido antes querida de ese mismo amigo.

– ¡Imposible! Pepe no es capaz de eso.

– Estoy completamente seguro de lo que afirmo: a esa mujer es a quien ha entregado el dinero de la sustitución.

Paz, en el colmo del estupor, miró a Tirso como una fiera. Fue el único momento de aquella escena en que el cura consideró horrible lo que estaba haciendo. Mas era ya absurdo retroceder. Las lágrimas, que en amargo tropel se asomaban a los ojos de la enamorada, quedaron detenidas y, fuese máscara del amor propio ultrajado o serenidad fingida, en su cara se dibujó de pronto una calma pasmosa: queriendo aparecer tranquila, se enjugó el llanto con el pañuelo; pero el dolor pudo más, y del pecho se le escapó un sollozo largo y angustioso que parecía quejido de alma moribunda.

– ¡No lo creo, no creo nada! – decía, como si la negación le pareciese respuesta bastante eficaz a contrarrestar lo que acababa de oír.

– ¡Qué daño me hace causar a Vd. tanto mal! Y, sin embargo, es preciso; porque ni mi madre ni yo queremos aceptar la responsabilidad de ocultar culpas de esta índole. No la quiere a Vd. ¿No la digo que el dinero que acaba de recibir se lo ha entregado a esa mujer, y que pretende llevar a su casa a nuestro padre, para que el mantenerla a ella parezca retribución por cuidar a su padre?

– Quiero hablar con él, quiero verle. ¡Yo le mandaré venir!

– ¿Y para qué? ¿Para oír juramentos falsos? Negará. La dirá a Vd. que se lleva a mi padre porque nosotros le tenemos abandonado. Me echa a mí la culpa de todo; dice que mi fanatismo es el solo culpable, que aconsejo a nuestra madre que vaya a la iglesia y no se ocupe de otra cosa. Las apariencias están, quizá, a favor suyo. Dirá que la Engracia no es querida suya, sino de su amigo Millán, porque antes lo fue, y callará que él ha hecho traición a su amigo, como nos ha engañado a todos.

Cuanto se refería a las relaciones de Pepe con sus padres, quedó ante los ojos de Paz borrado por aquellas afirmaciones: pidió pruebas, esperanzada con que no se las darían, o ansiosa de poder desmentirlas, y entonces ella misma se prendió en la red que la tendían.

– ¡Mentira! – dijo. – Y esa mujer, ¿quién es? ¿Cómo sabe Vd. que él la quiere?

– Me ofende, señorita, que acoja Vd. de este modo el paso que doy, encaminado solamente a dejar a salvo mi conciencia, procurando a Vd. un amargo, pero saludable desengaño; porque ya he dicho que mi madre y yo nos resistimos a que nunca pueda usted imaginar que contribuimos a que Pepe busque tan indebido modo de hacer fortuna… Respecto a las relaciones de mi hermano con esa desdichada joven, estoy seguro de que son ciertas. Ella vive en la calle de la Pasión, ignoro el número; es en una casita vieja, muy baja, de revoque amarillo, con un zapatero en el portal, y que hace esquina a la Ribera de Curtidores. Yo también me resistí a creerlo; pero tuve que rendirme a la evidencia.

– ¿De modo que le ha visto Vd. entrar allí con ella o ir a buscarla?

– Sí, señorita; varias veces. La primera… casi por casualidad… luego, porque quise convencerme de ello.

– Y ella dice Vd. que se llama Engracia… ¿eh? El número no lo recuerda…

– No tiene pierde, como vulgarmente se dice. Es la casa que hace esquina a la calle de la Pasión y la Ribera de Curtidores.

Paz, que jamás había oído tales nombres, se fijó en ellos con cuidado: Tirso prosiguió:

– Esta mañana se ha despedido de Vd.; pero los últimos instantes que pase en Madrid… tenga Vd. valor, señorita, serán para ella: estoy seguro de que irá a verla. Según me han asegurado, debe salir de Madrid mañana por la tarde; su obligación es estar en el cuartel desde muy temprano; pero contando al coronel a su modo la necesidad de trasladar a papá de casa, ha conseguido que le dejen la mañana libre. Por la mañana supongo yo que irá a ver a esa mujer, a cuya casa deben haber llevado hoy a mi padre que, en el fondo, es el culpable de todo.

– Yo le prometo a Vd. que saldré de dudas; y luego, Dios dirá.

Como Paz, al decir esto, se levantara del asiento, nerviosa y desasosegada, Tirso creyó oportuno dar por terminada la entrevista.

– Persuádase Vd., señorita, de que no he dado este paso sin verdadera aflicción de espíritu; pero, ya lo he dicho, ni mi madre ni yo podíamos consentir en aparecer como encubridores de los ambiciosos proyectos de mi hermano… Lo demás no tiene importancia… Una señorita como Vd. no puede mirar sino con frialdad o desprecio…

– Gracias, gracias… No me hable usted más de esa mujer.

El cura salió haciendo cortesías, sin más conversación y sin que Paz se moviera para despedirle. La pobre niña se quedó sentada en una butaca baja, puestos los codos sobre las rodillas y apoyada la cara en las manos, por entre cuyos dedos se le escapaban las lágrimas, que ni podía ni quería contener. Cuanto más pensaba en lo que acababa de oír, menos crédito le daba; y, sin embargo, por nada del mundo hubiera renunciado a convencerse por sus propios ojos de la falsedad o certeza de la acusación. Una sola consideración la inclinaba a creerla fundada: en lo que Tirso la había dicho, formaban un conjunto tan homogéneo las maldades, estaban tan enlazadas unas con otras las infamias, era todo tan verosímil dentro de lo malvado, que parecía imposible suponerlo invención calumniosa: no había, no podía haber imaginación tan dañina que lo fraguase y dispusiera con aquel ensañamiento. Por otra parte, cuanto más reflexionaba acerca de ello, en medio de la turbación de su espíritu siempre venía a quedar sobre todos los razonamientos de consuelo un dato suelto, aislado, pero en el cual podía tomar origen el cúmulo de culpas de que Tirso acusaba a su hermano: la pobreza de Pepe. Antes de la calumnia en esa pobreza del hombre amado estribaba precisamente el amor de Paz: le creía exento de todos los defectos que desarrolla y acrecienta el oro. Después de calumniado, imaginó verle poseído de cuantas malas pasiones trae consigo el ansia de riqueza. Por algo se dijo: «calumnia, que algo queda.» Otro indicio grave se alzaba contra la inocencia de Pepe: los cargos que se le hacían eran demasiado claros y concretos para ser falsos; no se le echaban en cara intentos más o menos censurables, sino los efectos positivos de su maldad. Bien claramente los enumeró Tirso. Había, según éste, tolerado que cortejase a su hermana un amigo de mal jaez, fue causa de que la madre tuviera que abandonar la casa, llegando a tal extremo de perversión que estaba a punto, si ya no lo había hecho, de llevar a su propio padre a vivir con su querida, para que lo malgastado en mantenerla a ella apareciese como pago de la existencia del enfermo. El hombre capaz de tales cosas ¿no podía serlo también de aspirar a su mano, no por su amor, sino por su fortuna? Cualquiera de aquellas indignidades era bastante a justificar el súbito desamor de Paz, y, sin embargo, para ella sólo una existía que realmente la hiciese mella: la infidelidad, el engaño. Para todo lo demás, su cariño hallaba atenuación o disculpa; aun convencida de su maldad, seguiría amándole; pero ansiaba ser solo, único, absoluto dueño de su albedrío. Dispuesta se hallaba a compartir la infamia de aquel hombre, pero no a poseer su corazón a medias con otra mujer.

Avanzó la tarde sin que Paz se tranquilizara, engolfándose tanto, por el contrario, en sus amargos pensamientos que, sólo al sorprenderla la tarde hundida en la butaca, como viese que iba oscureciendo y faltaba en los balcones el resplandor del día, empezó a vestirse, temiendo que la llamaran a comer. Por vez primera, desde que conoció a Pepe, le parecieron enojosos e inútiles las cintas y los adornos. Su agitación tenía algo de rabia. Cuando se estaba arreglando el peinado, se la cayó deshecho y suelto sobre los hombros un rizo de su hermoso pelo, y ella, recogiéndoselo con ira, tratándolo como a gala inútil, murmuró:

– ¡A nadie tengo que agradar! – Y esforzándose en no llorar, acabó su tocado ceñuda y mal humorada, como quien gasta tiempo en tarea baldía.

El día señalado, y a la hora convenida, Pepe y Millán trasladaron a don José a casa de Engracia. El hijo, que la víspera había ya enviado los muebles y las ropas que consideró necesarias para atender al cuidado y comodidad de su padre, vistió a éste cariñosamente, envolviéndole en una manta los pies, que por la hinchazón no era posible calzarle, y esperó a que trajesen la camilla. Leocadia se fue por la mañana, diciendo que volvería; pero dieron las tres de la tarde, y no pareció. El aspecto de la casa ponía grima: todo estaba como cuando tras larga enfermedad viene la muerte, causando momentos de perturbación y desorden: los cajones abiertos, revuelto cuanto había sobre las mesas, y las sillas con montones de ropas tiradas al descuido.

Desde poco antes de las tres se asomó el pobre muchacho varias veces al balcón, esperando que de un momento a otro llegaran los mozos con la camilla. Por fin les vio volver la esquina de la calle Imperial, trayendo suspendido de los recios tirantes aquel armatoste negro, estrecho y largo, con trazas de ataúd. En el movimiento que hizo al retirarse del balcón, soltando las manos de la barandilla, conoció don José que venían los camilleros. En seguida, mirando de frente a Pepe, le dijo, medroso:

– ¿Están ahí?

– Sí; ya suben.

Cuando los mozos llegaron a la puerta del piso principal, indicaron que, por lo estrecho de la escalera, era casi imposible subir hasta allí con la camilla, acordándose entonces bajar en un sillón al enfermo, acostarle en la camilla, dentro del portal, y luego emprender la marcha.

El gotoso pesaba tanto, que determinaron bajarle relevándose en cada tramo de la escalera.

– Este señor está de buen año – dijo con la sinceridad de la barbarie uno de los camilleros.

Al sacar a don José del comedor, hubo necesidad de detenerse un momento para apartar un mueble que estorbaba el paso, dejando, entre tanto, que la butaca descansara en el suelo. El dejarla, quitar el estorbo y volverla a levantar, fue obra de un momento; mas como estuviese abierta la puerta de la alcoba que ocupó Tirso, don José fijó con tristeza en ella la mirada, y en aquel cuarto solitario, polvoriento y frío, creyó el pobre anciano ver retratado el abandono en que él había de quedar dentro de pocas horas. Por la ventana, que el cura adornó con papelitos de colores imitando vidrios pintados, penetraba diagonalmente un rayo de sol, y al fondo, destacando sobre la cal amarillenta de la pared, se veía colgado de la percha un trapo largo y negro: era una sotana vieja que Tirso se dejó olvidada. Don José no pudo dominarse. Por un instante venció en él la indignación a la apatía; tomó el egoísmo acento de ira; subiósele el rencor a los labios; inyectáronsele de sangre los ojos y, con voz temblorosa, extendiendo una mano hacia la sotana, exclamó:

– ¡Maldita seas!

Bajaron los mozos sin tropiezo su carga; Pepe y Millán tendieron en la camilla a don José, y unos delante, otros detrás, echaron a andar hacia la calle de Toledo.

La puntillera, al ver alejarse el triste grupo, comenzó a desahogar su indignación con grandes voces, y la gente de los portales vecinos formó corro en derredor suyo.

– ¡Quedrán ustés creer – decía – que el hijo güeno, el que se ha hecho melitar, tié que yevárselo en cá un amigo, porque la vieja y la señoritinga no le quién cuidar! ¡Qué sangre más perra tié la muchacha! enantes ha venío a preguntar si habían sacao ya al señor, y por no verlo yevar se ha marchao. ¡Vaya un pingo que ha salido la mocita! El cabayero que la pretendía ya no viene, y la muy sin vergüenza va mucho mejor vestía.

XXXII

La amargura del desengaño y la impaciencia por adquirir pruebas que lo confirmaran, quitaron el sueño a Paz aquella noche. Al amanecer se quedó adormitada y rendida a la fatiga del insomnio; pero era tal la agitación de su espíritu que, sacudiendo de súbito aquella falsa soñolencia, se levantó, y sin llamar a nadie, se lavó y peinó, poniéndose en seguida el traje más sencillo de cuantos tenía. Los celos lo dominaban todo en su ánimo con fuerza incontrastable: pensaba que su astucia y el tiempo pondrían en claro cuanto se refería al cúmulo de infamias atribuidas a su amante; pero quería saber pronto, inmediatamente, si era verdad que Pepe amaba a otra mujer: lo demás tenía a sus ojos menor importancia.

Como don Luis estaba acostumbrado a verla salir por las mañanas, ya a casa de su modista, ya a las tiendas donde se surtía de cuantas baratijas, chucherías y pequeñas galas necesita una muchacha rica, no imaginó hallar por este lado tropiezo a la realización de su propósito; pero, temiendo que cualquier otra eventualidad lo estorbara, al dar las ocho, se fue con el velo y los guantes puestos al cuarto del aya, y la dijo:

– Avíese Vd. pronto; vamos a salir. Que enganchen.

Sorprendiose la vieja de verla tan madrugadora; mas obedeció sin resistencia, y al cabo de media hora se apearon ambas ante el pórtico de San Isidro el Real.

– Esperad aquí – dijo Paz al lacayo.

– ¡Qué capricho! – murmuraba la dueña modernizada. – ¡Al demonio se le ocurre venir tan lejos a misa!

– No vamos a misa. Sígame Vd. y calle: si quiere hacerlo por buenas, se lo agradeceré; si no… después hablaremos, o podrá usted resolver lo que guste.

Doña Martina comprendió que convenía ceder. Si se oponía obstinadamente al capricho de Paz, nada lograría en aquel momento; y si luego contaba lo sucedido a su padre, de fijo, enemistada ya con la señorita, ésta la haría saltar pronto de la casa. Tuvo, sin embargo, un instante de vacilación; le faltó poco para dejarla sola: por fin, la curiosidad venció sus escrúpulos y echó a andar tras de Paz, que ya la llevaba unos cuantos pasos de delantera. Iba presa de una emoción indefinible, murmurando incesantemente: – «calle de la Pasión… una casita baja, de revoque amarillo… que hace esquina…» Atravesaron la calle de Toledo, entraron en la de los Estudios, anduvieron toda la del Cuervo y, al llegar a la Plazuela del Rastro, preguntó Paz a una mujer dónde estaba la Ribera de Curtidores, con propósito de seguir adelante, hasta encontrar la esquina de la calle de la Pasión.

Como era domingo y hacía una mañana hermosa, la Ribera de Curtidores estaba llena de gente: cada puesto de ropas usadas, trastos viejos, telas, clavos, armas, colillas y herramientas, tenía delante un grupo de gente que vociferaba y bullía, regateando con indescriptible griterío. Paz, impresionada con la novedad de aquel Madrid que le era desconocido, miraba en derredor, asombrada, sintiendo vergüenza, pareciéndole indignos de ella el sitio y la ocasión. Notando que su traje, a pesar de lo sencillo, excitaba la curiosidad, se quitó los guantes y, disimuladamente, se colocó el velo como las mujeres que pasaban a su lado. En esto, cruzando por entre tenderetes y puestos, llegó frente a la calle de la Pasión. El letrero que indicaba el nombre de la calle estaba precisamente colocado en una casa baja, de revoque amarillo. «No ha mentido» – pensó Paz – y, dirigiéndose al aya, la dijo, con acento que no admitía réplica:

– Párese Vd. aquí conmigo.

En torno de las dos mujeres se oían los gritos de los vendedores ambulantes; los hombres decían desvergüenzas que las chulas recogían con sonrisas, y de aquella aglomeración de cuerpos poco limpios se desprendía un olor nauseabundo. A Paz le daban impulsos de marcharse sin averiguar nada; pero, atormentada por los celos, no apartaba la vista de la casa de Engracia. El aya seguía repitiendo de rato en rato:

– Pero, ¿qué es esto? ¡Cuánta gentuza! ¿A qué hemos venido?

Paz, sin oírla, permanecía inmóvil con la mirada fija en la puerta de la casa. En la esquina tres chicos jugaban a la toña; pero, como excepto ellos casi nadie había por allí, era seguro que, si Pepe salía o entraba, le vería sin dificultad. Según trascurrían los minutos, que a ella se le antojaban inacabables, como él no parecía, a la muchacha se le iba desacerbando el alma: sus ojos cobraban animación y vida. No cesaba de mirar al reloj: cuanto menos tiempo quedara para que Pepe acudiese al cuartel, más probabilidades había de que no viniera o no estuviese allí… con aquella mujer. De esta suerte trascurrió largo rato: el dueño del puesto junto al cual se habían detenido, comenzaba a fijarse en ellas. Paz, desasosegada, fuera de sí, se mordía los labios, pugnando por tragarse las lágrimas, y el aya la miraba sin atreverse a chistar. – «No viene, no viene» – pensaba la pobre niña, en cuyo corazón arraigaba rápidamente la esperanza. – «¿Estará dentro?» – la decían sus celos. Marcháronse los chicos que estaban jugando a la toña, y la esquina de la calle de la Pasión quedó desierta unos instantes: Paz no miraba ya más que a la puerta, creyendo que era tarde para que viniera. Pensaba que, si le veía, sería al salir.

De pronto tuvo que apoyarse en uno de los maderos que sostenían el tenderete junto al cual estaban. Pepe había salido del portal y, parado en la acera opuesta, miraba hacia los balcones, uno de los cuales se abrió al mismo tiempo, apareciendo en él Engracia con su chico en brazos. Pepe dio unos cuantos pasos hacia lo alto de la calle, moviendo la mano en señal de despedida.

El piso, principal de los antiguos, era muy bajo, y don José tenía colocada la butaca junto a la vidriera de modo que Pepe, gracias a la empinada cuesta que allí forma la calle, podía ver a su padre desde la acera opuesta, sin que Paz se diera cuenta de ello. Engracia levantaba en los brazos a su hijo que, alegre y sonriente, movía las manitas correspondiendo a la despedida de Pepe. La vista del niño produjo a Paz una impresión horrible. Avanzó unos cuantos pasos, tan cegada por la ira, que el aya, al mirarla en aquel estado de exaltación, la contuvo:

– Señorita, ¡por Dios! pero ¿qué es esto?

Había ya desaparecido Pepe por lo alto de la calle de la Pasión, y aún continuaba Engracia en el balcón, volviéndose algunas veces a mirar a don José. El niño, agitando las manitas, gritaba Pepé, Pepé, y aquellos gritos, que Paz oyó clara y distintamente, por lo corto de la distancia que les separaba, la destrozaron el corazón. Engracia, tranquila y con la sonrisa en los labios, seguía levantando el niño, sin señal de tristeza, como era natural que estuviese, no siendo pariente ni amante suyo el que se iba.

– Vámonos – dijo Paz de pronto, con la voz ahogada por un sollozo; y dirigiéndose de nuevo hacia arriba, tomó la vuelta a San Isidro.

Al entrar en la calle del Cuervo, vio a Tirso parado ante el escaparate de una cerería: iba de paisano, y sólo le reconoció al escuchar su voz.

– Estaba seguro – la dijo tristemente – de que vendría Vd.

– ¡Era verdad! No había Vd. mentido.

– Adiós, señorita. El Señor la cure de ese amor, indigno de Vd. La misericordia de Dios es inagotable.

Paz, con el alma acibarada por el despecho, y doña Martina, confusa y asombrada, llegaron a San Isidro, subiendo al coche sin entrar en la iglesia.

– Es hermosa – dijo maquinalmente Paz, a quien hostigaba el pensamiento la belleza de Engracia.

– Sí, pero ordinaria.

– A papá, ni una palabra, ¿estamos? Ya sabe Vd. que soy agradecida.

Luego, violentándose por aparecer serena, murmuró, como quien habla solo:

– Esto se acabó, esto ha concluido… para siempre.

Tirso, parado al pie de la escalinata de ingreso a San Isidro, vio tranquilamente alejarse al carruaje de Paz. Estaba seguro de que la decepción sufrida por la pobre niña provocaría en su ánimo una crisis en que, tras la desesperación, vendrían, primero el abatimiento, y luego la resignación. Amando como ella amaba, jamás buscaría lenitivo en el olvido, consuelo en otra pasión, ni venganza en las sugestiones del despecho. Cuando esto ocurriera, cuando doblegada por el dolor cayese en brazos de la resignación, entonces sería llegado el instante oportuno para dirigir su pensamiento y encauzar sus sentimientos, trasformándolos de terrenales en piadosos, haciendo que de entre las cenizas del amor mundano surgiese ese divino fuego místico que abrasa y no consume. Nada pensó respecto a quién había de ser el pastor que recuperase la oveja así conquistada para el redil de Cristo; no soñó con vanagloriarse por tal triunfo, ni paró mientes en las promesas de la Condesa de Astorgüela. Sólo consideró la ocasión de consagrar a Dios un alma arrancada a las impurezas del mundo. Que fuese él o fuera otro el que obtuviera el triunfo, poco importaba: lo esencial era conseguirlo.

Para su hermano Pepe, cuya dicha acababa de extirpar como planta arrancada de cuajo, no tuvo un solo impulso de rencor. La rivalidad y antagonismo que de él le separaban, nada eran ni valían ante la alteza y rectitud de sus propósitos.