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Read the book: «Dulce y sabrosa», page 17

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¡Qué horrible pesadilla! Por fortuna, un cambio de postura desvía la sangre de ciertos sitios del cerebro, quedan libres los nervios oprimidos, sufren otros la presión y…

Un bosque fantástico, cuyos árboles tienen, en vez de hojas, monedas de oro. Don Juan camina silenciosamente por una vereda, cuando de pronto, hendiéndose las cortezas de los troncos, dejan paso a mujeres magníficamente ataviadas y ninfas en todo el esplendor de su sagrada desnudez.

Las hay blancas con el transparente blancor del alabastro; rubias como hebras de mazorca; morenas en que parecen haberse deleitado las miradas del sol, y también las hay enteramente negras, al igual de aquella princesa de las leyendas árabes que fue engendrada por el misterio en el vientre de la noche.

Agitadas de neurosis, exasperadas de lujuria, como diablos súcubos se dejan poseer por don Juan, y apenas poseídas, se truecan en pelados y mal olientes esqueletos. Gasas, tisúes y rasos quedan desfilachados y en jirones, flotando sobre las osamentas. En derredor de las vértebras cervicales caen desgranados y sueltos los collares. De los cúbitos penden los brazaletes rotos. En torno de las sienes calvas, con la amarillez del marfil viejo, se marchitan las coronas de rosas, y en la medrosa concavidad de las órbitas vacías, en vez de las pupilas bañadas de efluvios amorosos, brilla la pálida fosforescencia de las larvas inquietas. El suelo todo es podredumbre; el espacio todo luz: y he aquí que, de repente, la figura de Cristeta vestida de hilos de agua y rayos de luna entretejidos, cruza el éter impasible y angélica, dejando tras sí una estela de polvo luminoso. El alma de don Juan da un vuelco hacia ella, la alcanza, la detiene, y al tocarla queda convertida en estatua. En vano pretende vivificarla acariciando sus hermosas caderas, y gimiendo de dolor entre sus marmóreos pechos. Ya no es mujer, es una divinidad.

Es la diosa del amor en nueva forma, con caracteres desconocidos. No es Afrodita a quien se rinde culto de pasiones sensuales; no es la Venus Cálvica, que recibe en ofrenda cabelleras de vírgenes; parece la Venus Apostropha, que desdeña y castiga los pensamientos impuros. A fuerza de besarla éntrasele a don Juan por los labios hasta el alma el frío de la piedra, y paralizada su sangre, se desploma rendido.

Cuando torna en sí, la amargura se ha enseñoreado de su alma: la privación del placer le ha hecho filósofo; pero la filosofía seca su corazón, y sediento de esperanza, se hace religioso y degenera en místico…

Sueña que es el apóstol único de una religión nueva, agradable y tolerante, que abarca y atesora la poesía pagana, la severidad protestante, el fausto católico, el sentido práctico hebreo y el poder político del islam, simbolizándolo todo en ritos fantásticos y heterogéneos de que él es gran sacerdote, y en que se hallan representadas todas las aspiraciones del espíritu y todos los apetitos de la carne, desde el ascetismo de los anacoretas hasta los bailes misteriosos y lúbricos del Oriente primitivo.

La efigie de Cristeta-Venus se transforma de repente en la Eva mosaica que perdió el Paraíso, y en torno de ella comienza el desfile de una procesión interminable. Allí van las virginales deidades indias, moradoras de los lagos, que con el calor de sus pechos entibian el agua que ha de regar la flor del loto; las impúdicas danzadoras egipcias y malacitanas, que acuden a Roma para divertimiento de Césares; las doncellas corintias consagradas a Palas, que asisten a las Panateneas; las sacerdotisas galas que lanzan a los bárbaros contra el antiguo mundo; las damas de las cortes de amor que tiñen en la púrpura de su sangre la flor que ha de premiar a su poeta; las cortesanas del Renacimiento, que el arte convierte en imágenes de dolorosas; las monjas españolas, devoradas de histerismo religioso; las damas galantes de la Francia borbónica, que sin traicionar al amor supieron hacer de cada hombre un amante; y, por último, la mujer moderna, cuyo tipo varía, desde la Hermana de la Caridad que riega con sus piadosas lágrimas las llagas del herido, hasta la pecadora de oficio que, vendiéndose al rico y regalándose al pobre, ofrece a todos la ilusión del amor. Y aparecen figuras extraordinarias, enigmáticas, en quienes palpitan encarnaciones distintas y olvidadas de la eterna Eva. Allí se acercan la Venus Fecunda, ensangrentada por un cilicio, envuelta en un sudario, y María de Nazareth, coronada de pámpanos y esgrimiendo el tirso de las bacantes. La diosa gentílica canta el Dies irae. La virgen cristiana recita los versos impíos de Lucrecio…

Entre tantas, ¿cuál es la dispensadora de la dicha, cuál la verdadera mujer? ¡Nadie lo sabrá nunca!

Poco a poco todo aquello se borra, reaparece la noche oscura, y del cielo comienzan a caer las estrellas, metamorfoseadas en almeas desnudas mal envueltas en gasas transparentes. Don Juan se aleja de ellas, y llega a la orilla de un lago, por cuyas tranquilas aguas se desliza una barca tripulada de doncellas, que se alejan cantando tristemente. Las mira y ve que son sus propias ilusiones, que bogan río abajo de la vida despidiéndose de él para siempre.

Por último, todo cambia: lo fantástico se trueca en realidad pavorosa.

Es de noche: un hombre viejo y enfermo está solo en un gabinete. La tos le desgarra el pecho, tiene las piernas hinchadas por la gota, el estómago roído de dolores, y para que el sufrimiento sea completo, conserva el cerebro despierto y sano. Una criada torpe y gruñona le asiste con malos modos, sin solicitud ni cariño. ¡Qué soledad tan triste! ¡Ni una hija, ni una caricia, ni un beso! ¡Oh mocedad malbaratada! ¡Oh presente amarguísimo! Perdidos en la lejanía de la juventud y vigorosamente evocados por el pensamiento, vienen a la mente los recuerdos: pasan muchas mujeres: don Juan las ve, violenta su imaginación para acordarse de sus nombres y no puede; porque si todas le dieron su cuerpo, ninguna le dejó la dulzura del cariño en la memoria. La postrera de todas trae las miradas impregnadas de amor, la boca prometedora de besos, pero al mismo tiempo sus labios murmuran una palabra: «Imposible». Es Cristeta. Don Juan, reconociéndola, suplica, implora, ruega, grita, procura detenerla, y nuevamente el fantasma se disipa, dejándole en las manos la sensación de un sudor frío y pegajoso.

* * *

Suena el lento y ruidoso rodar de un carro; luego el campanilleo de las burras de leche; óyese a lo lejos el vocear de un pobre vendedor ambulante; y por los resquicios y rendijas del balcón penetra, en hilos plateados, la clara luz del día.

Don Juan despierta y se arroja del lecho abajo, restregándose los ojos.

Todo ha sido un sueño mentiroso. Es joven, está en su casa, no ha matado a nadie, y… a las dos le espera Cristeta; no en forma de impalpable fantasma ni de fría escultura, sino en carne y hueso, amante y cariñosa. Entonces, sacudiendo el sopor morboso de la pesadilla, mira en torno. Lo primero que ve es la ropa de viaje colocada sobre una butaca, y en un rincón el mueblecillo donde la víspera guardó el dinero para huir con ella, robándosela al hombre misterioso sin rostro ni facciones. Un nombre se le viene a los labios: «¡Martínez!» Esta es la única tristeza indudable que pasa del sueño a la vigilia.

Al dar la una en el reloj del despacho, don Juan sale de su casa llevando el corazón henchido de amor, el ánimo resuelto a todo y los bolsillos repletos de dinero.

¿Qué más necesita el hombre a quien aguarda una mujer?

Capítulo XXIII

Concluye ésta, entre verídica o imaginaria historia, con el raro ejemplo de una mujer que todo lo pospone al deseo de ser amada

Salió don Juan vestido de viaje, tomó un coche, apeose cerca de la calle de Don Pedro, y por fin llegó al portal de la casa en que vivía Cristeta. No arribó Ulises a la deseada Itaca, ni vieron los Magos el sagrado pesebre poseídos de tan honda emoción como la que él sentía.

Penetró en el zaguán, y acercándose casi respetuosamente al portero, de suntuoso levitón y gorra blasonada, le preguntó:

– ¿La señora de Martínez?

– No vive aquí.

– ¿Cómo?

– Que no es aquí.

– Sí, hombre; una señora joven y guapa que se llama doña Cristeta.

– ¡Acabara usted! Sí, señor. Segundo patio, escalera interior, piso tercero.

– ¿Está usted seguro?

– ¿Quedrá usted saber de la casa más que yo?

En otra ocasión, don Juan hubiera castigado con un sopapo la porteril arrogancia; pero en aquellos momentos no estaba para provocar conflictos.

Dejando a su derecha el arranque de la escalera señorial, lujosamente alfombrada, atravesó el patio, empedrado como para espera de coches, y comenzó a subir la otra humilde y estrecha escalera que le indicaron. La contestación del portero le había dejado confuso. ¿Qué significaba aquello? ¿Cristeta en piso interior y con entrada miserable? ¿Cómo tan gran dicha por tan ruin camino? Tal vez el siervo enlevitonado hubiese recibido discreta orden para enviarle por la escalera de servicio. ¡Oh mujer, cuán grande es tu prudencia que a todo atiendes y remedias!

De pronto, en un descansillo, vio un niño jugando solito con unas cajas viejas de fósforos; representaba, poco más o menos, tres años, y se parecía, como una gota de agua a otra gota de agua, al chiquitín de quien iba Cristeta acompañada la tarde que se la encontró en el Retiro. Creyendo reconocerle, pero resistiéndose a dar crédito a sus ojos, pensó: «Parece imposible que descuide al niño de este modo. No, no puede ser. ¿Cómo es posible que esta criatura sucia, desarrapada y mocosa, sea el angelito vestido de encajes a quien vi en el Paseo de Coches?» Subió los seis tramos que le faltaban y tuvo que detenerse a respirar. ¿Por cansancio? No. ¿Por miedo? Tampoco. Por incertidumbre y turbación de espíritu. En su memoria flotaba una frase preñada de misterios. Cristeta le había dicho al separarse la noche anterior: «… ¡resoluciones extremas!» ¿Qué pretendería? En un segundo imaginó don Juan mil clases diversas de resoluciones extremas. La fuga, el sud – expreso, el sleeping car, la ocultación en su propia casa, la vida errante por el extranjero con nombres supuestos… ¿Querría, tal vez, que provocara y matase a su marido? ¡Absurdo! ¿Habría pensado en un doble y romántico suicidio? Al ocurrírsele esto se acordó de cómo temblaba la pobrecilla cuando pasaron por el Viaducto de la calle de Segovia. Lo que faltaba de escalera no dio tiempo a más suposiciones.

Estaba en el descansillo del piso tercero, ante una puerta de cuarterones, groseramente pintada de azul. El cordel de la campanilla, de puro mugriento, parecía negro.

«¡Cosa más rara!»

Llamó con mano temblorosa, y casi al mismo tiempo abrió la puerta, no una criada, ni la esperada niñera, sino la propia Cristeta, cuya esbelta figura destacó sobre la pared blanca de un pasillo. Estaba vestida y peinada con adorable sencillez; el traje, de lana oscura sin adornos; el pelo, modestamente recogido hacia las sienes. Esforzábase por aparentar serenidad, pero sus ojos revelaban haber llorado mucho, y su hermoso pecho, alzándose y deprimiéndose a intervalos muy cortos, daba prueba de agitación mal contenida. Tendió a don Juan la mano derecha, que él estrechó entre las suyas, y calladamente, sin soltarle, le guió hacia dentro.

El pasillo era muy corto, y a su término había un cuarto de humilde aspecto. Constaba el mueblaje de cuatro sillas de Vitoria, un sofá viejo de espadaña y una cómoda de nogal. Por la ventana, que descubría mucho cielo, entraba la claridad a torrentes. Tras una puerta vidriera entreabierta veíase la alcoba y en ella un catre de hierro cubierto por una colcha de cotonía. Sobre las sillas no había nada, pero el sofá quedaba casi oculto por un montón de ropas relativamente lujosas, que formaban contraste con lo modesto y pobre de la estancia. Allí estaban la falda negra plegada en menudas tablas con primoroso arte, y el abrigo corto de rico paño gris que tiempo atrás lució Cristeta en el paseo del Retiro, el otro abrigo forrado de seda roja que llevó a la cita en la Moncloa, el cuerpo encarnado con botoncitos de plata que se puso la tarde del teatro, y encima de todo un boa gris y un sombrero negro de ala grande y pluma rizada.

Don Juan, mudo y absorto, permanecía en pie; Cristeta separó a un lado las ropas e hizo a su amante seña de que se sentara junto a ella en el sofá. Obedeció él, y en seguida, mirándolo todo con extrema curiosidad, sin poder ni querer contenerse, dijo:

– Esto es imposible, no puede ser. ¿Vives aquí?

Cristeta, con grandísima calma, pero algo alterada la voz por la emoción, repuso:

– Esta es mi casa.

– ¿Pero no tienes criados?

Suspiró lentamente, y replicó:

– No tengo criados.

– ¿Tu hijo?

– No tengo hijo.

– ¿Tu marido?…

– No tengo marido.

Entonces… explícame… ¿Verdad que eres mi Cristeta de mi vida?

– Eso no lo sé todavía. Veremos.

– ¡Habla!

Por el ancho hueco de la ventana se veían torres, veletas, campanarios, las masas rojizas y las líneas quebradas de los tejados vecinos, y dominándolo todo, el cielo azul radiante de esplendorosa claridad. Un rayo de sol venía a juguetear sobre los ladrillos del piso haciendo dibujos luminosos. Don Juan pensó llegar a una casa de burgueses ricos y estaba rodeado de pobreza. Las riquezas del mundo parecían refugiadas en las pupilas de Cristeta, donde brillaba un tesoro de amor.

– Habla, por piedad – repitió él.

Cristeta, violentándose mucho, como jugador nervioso que arriesga su porvenir entero al azar de un naipe, dijo así:

– ¿Te acuerdas de cómo me dejaste abandonada en Santurroriaga?

– Sí; pero, ¿verdad que me has perdonado? Ahora soy otro, y te adoro.

– Yo hasta entonces no había querido a nadie ni me había dejado querer…, ni poseer. Fuiste el primero y el único, porque después… tampoco.

– ¿Qué?

– La pura verdad. En cambio, a ti te quise como te quiero en este momento. Cuando te fuiste hice propósito de ser para toda la vida tuya o de nadie. Soy libre, enteramente libre, y lo único que sé de amor es lo que aprendí en tus brazos. Luego volviste a verme, creíste otra cosa, me deseaste de nuevo, y aquí estás.

– ¡Por Dios te pido que no me vuelvas loco! ¡Habla claro!

– Que tu Cristeta es la misma de siempre, la de antes, tuya, nada más que tuya, y que te ha engañado para no perderte.

– Pero ¿y tu marido, tu hijo, tu modo de vivir, el coche, el lujo?

– Todo mentira.

– ¿Has hecho una comedia?

– No me culpes. Si yo hubiera sido mujer rica, señora que frecuentase la misma sociedad que tú, te habría buscado de otro modo: en bailes, teatros y tertulias; pero estábamos tan lejos uno de otro, que por fuerza tenía que valerme de medios extraordinarios. Y, sobre todo, piensa una cosa: yo no te he dicho nunca, ni una sola vez, ¡buen cuidado he tenido!, que estuviese casada; te lo he dejado creer y nada más.

– ¿Pero es posible?

– ¿No fue posible que tú me dejases sin motivo, queriéndome como decías? ¿De qué te sorprendes? ¿Quién ha buscado a quién? Mientras fui tuya, ¡vergüenza me da recordarlo!, ni siquiera sospechaste el cariño que mi corazón encerraba para ti. Después, suponiendo que era de otro hombre, me has deseado con rabia, con locura, como se desea lo ajeno. Ahora ves que no tengo dueño y comienzas a dudar.

– ¿Y esas ropas, ese lujo, el coche, todo lo que yo he sabido de otro hombre… un señor Martínez… un niño?

– ¡Pobre de mí! ¿Cuánto dinero me dejaste al marcharte de Santurroriaga?

– Veinte mil reales.

– Pues aún me quedan algunos duros. Lo demás lo he gastado en ese lujo de que hablas, en alquilar este cuartito y ese coche que has visto, en tener niñera, una chica que, a pesar de tu experiencia, te ha engañado como a un chino, y en que unas pobres gentes me dejasen por unas cuantas veces ese niño a quien yo he vestido y de quien tú te has figurado…

– ¡No me mientes eso!

– Total: la mujer a quien abandonaste siendo tuya y nada más que tuya, te ha enloquecido por sólo parecerte ajena.

En seguida, punto por punto, minuciosamente, sin omitir detalle, le refirió cuanto había tramado y hecho con propósito de atraerle, desde que en la fonda de Santurroriaga se quedó pensativa como reina destronada que medita reconquistar lo perdido, hasta el instante en que, sintiéndole subir la escalera, colocó sobre el sofá aquellos trajes con que se había engalanado. Nada calló; ni el auxilio recibido de Inés, ni la complicidad de don Quintín, ni el alquiler de la berlina, ni el precio de aquel pobre cuartito, ni sus muchas y amargas lágrimas. Fue una confesión larga y completa, un examen de conciencia en que dejó que se transparentase su alma, mostrando a don Juan lo íntimo de su corazón tan franca y lealmente como en otro tiempo le dio a besar la blanca y tibia redondez de su pecho. Por último, añadió:

– Ya lo sabes todo, y ahora sólo te pido que respondas a esta pregunta: ¿Cuándo has sentido verdadero amor por mí? ¿Mientras fui tuya honrada y pobremente, a pesar de lo cual me despreciaste, o ahora, cuando nada más que con darte oídos debí parecerte infame y despreciable?

Don Juan, avergonzado, callaba. Cristeta prosiguió:

– Tal vez no me perdones estos engaños, hijos de mi amor, y, sin embargo, me agradecerías los besos que ahora te diera, aunque fuesen robados a otro hombre. Te juro que no he mentido en nada. Mis tíos, la falsa niñera que tantos plantones te ha dado, mi antigua criada Inés, su marido, a quien alquilé la berlina, la madre del chico, cuantas personas me conocen, hasta la Mónica, una mujer que tiene aquí abajo casa de huéspedes y que ha servido en la tuya; todos pueden decirte cuál ha sido mi vida. Te dirán también que alguna vez salía muy bien vestida: ya sabes para qué. Mucho he sufrido, pero todo lo doy por bien empleado, porque al verte seguirme, y perseguirme, y rogarme, y temblar en mis brazos, y besarme, como temblaste y me besaste la tarde del teatro… vamos, he llegado a creer que me amas de veras. ¿Me perdonas?

Estaba hermosísima. Un ligero estremecimiento hacía palpitar sus labios; los ojos, prometiendo amor, imploraban piedad, y el rostro iba tomando la palidez marmórea de la estatua que vio don Juan en sueños; pero ésta no era piedra esculpida, sino hermosa carne modelada por Dios y vivificada con el soplo de su espíritu para delicia del hombre.

Don Juan no pudo aguantar más. Levantose del sofá, la miró frente a frente, como para buscar en el abismo azul de sus ojos confirmación a sus palabras, y luego, alzándola y atrayéndola lentamente hacia sí, pegó los labios a la oreja encendida de su amada, y murmuró estas palabras:

– ¿Tanto me quieres?

Ella dobló la cabeza sobre el hombro del amante, pegose a él, cuerpo con cuerpo, y en voz muy queda, como se dicen las grandes cosas de la vida, repuso:

– ¿No me dejarás nunca?

Entonces – nadie sabrá jamás si fue sincero arranque o astucia premeditada – volvió a mirarla fijamente, y presentándole la mano derecha, preguntó con increíble valor:

– ¿Quieres ser mi mujer?

Ella, desasiéndose de sus brazos, apartó el cuerpo, se restañó con el pañuelo las lágrimas, y revelando la energía de quien en todo ha pensado y tiene, hace tiempo, adoptada una resolución, contestó:

– ¡Eso… jamás!

– ¿Por qué?

Cristeta quiso expresar todo lo que sentía, y acordándose tal vez de que fue comedianta, lo formuló en lenguaje, aunque sincero, un poquito dramático, diciendo:

– Lo que yo quiero no es tu libertad, sino tu cariño. ¿Casarnos? ¿Para qué? ¿Para darte por seca y rigurosa obligación lo que por libre y complacido albedrío quiero que sea tuyo? ¿Para mermar a la pasión el encanto de la espontaneidad? ¿Por ventura serán entonces más cariñosos tus besos, más prietos tus abrazos? ¿Tendremos mayor firmeza en la confianza ni más brava abnegación en la desgracia? ¿Qué ceremonia, qué rito, que fórmula ha puesto el Señor por cima de este anhelo con que mi pensamiento quiere volar para hacer nido en tu alma?

– ¡Cristeta!

– Yo te serviré en el bien, de estímulo, en el mal, de rémora. Duplicaré tus venturas y compartiré tus penas. ¿Te veré dichoso?, pues mi amor será la gota que llene el vaso de tu felicidad. ¿Desgraciado?, yo lloraré por ambos… Pero ¿casarme? ¿Y si te arrepintieras? ¡Qué horror si algún día confundieses mi gratitud con mi cariño! ¿Llevar tu nombre? Bajando está siempre de mi pensamiento a mis labios; mío es aunque no quieras, y al dormirme siento que se me asoma a la boca para guardarte todo el aliento de mi vida. ¡No! tú, libre como el aire; yo esclava, quieta, callada y mansa como el agua eternamente enamorada del cielo que, aun sin darse cuenta de ello, igual refleja los alegres arreboles del alba que las tristes nubes de la tempestad.

Don Juan hizo ademán de arrodillarse – la cosa no era para menos – ; mas ella no lo consintió, y poniéndole una mano en cada hombro le miró embebecida, al mismo tiempo que decía:

– En el momento en que nos sujetase algo superior a nuestra voluntad, el amor no sería dulce impulso del alma, sino tributo doloroso.

– ¿Y el mundo, la sociedad y las gentes?

– ¿Ahora te preocupas por eso? ¿Te cuidabas de ello al perseguir casadas? Los que acaso me disculparan adúltera, me rechazarán amante… ¡Ya lo sé! Pero ¿a quién consagro yo mi existencia, a ti o al prójimo?

– ¿Me prometes que serás siempre mía?

– Vive tranquilo. Si he hecho tanto para que vuelvas a mí, ¿qué no seré capaz de hacer por merecerte y conservarte?

Callaron, cambiando dos miradas que hacían inútil toda protesta de sinceridad. En la imaginación de ambos surgió la misma idea, formulada en sentido contrario. Él pensó: «Será mi mujer»; y ella se dijo: «Si me caso le pierdo».

Juan abrió los brazos, y Cristeta, limpia de pensamiento impuro, pero llorosa de felicidad, se arrojó en ellos. Oprimiola él cariñosamente contra sí, y mientras sentía sobre el pecho su dulce sollozar, hundió los labios entre sus rizos de oro y los cubrió de besos.

Madrid, 1891.