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Read the book: «Dulce y sabrosa», page 15

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«¡Quién sabe! ¡El beso de hoy me ha parecido beso de cariño!»

* * *

Don Juan se retiró como chico a quien dan cañazo en la escuela.

«¿Qué mujer es ésta? – se decía al entrar en su casa – . ¿La coqueta más temible del mundo, o una desdichada que fluctúa entre el deber y el amor? Porque, ¡vaya si me quiere! ¡Cómo temblaba cuando la besé… y qué modo de mirar!»

Ya no se le ocurría todo aquello de capricho, vanidad, lo que me dé la gana, un día, una hora… La quería por suya como se desea la felicidad, sin fijar término ni plazo, lo antes posible y para siempre: ya no era el temible Burlador de Sevilla, que seduce, logra y desprecia, sino el Tenorio apasionado que se rinde a doña Inés.

Entre su deseo y su esperanza surgía el recuerdo de las últimas frases que Cristeta le dijo en el antepalco. Las recordaba claras, indudables, palabra por palabra, sílaba por sílaba. «… No me hagas ser mala… ¡No quiero!… Vete… ¡Nunca!»

Entonces el hombre insustancial y frívolo, que no había vertido una lágrima desde la muerte de su madre, se dejó caer en una butaca, cubriose el rostro temiendo que le hicieran burla las Venus de bronce, las fotografías de mujeres hermosas o los retratos de queridas olvidadas y se echó a llorar como un niño.

Capítulo XX

Los favores que don Juan hizo antaño a su cocinera Mónica, le fueron grandemente pagados sin que él lo sospechara

Cartas impregnadas de ternura, junto a las cuales resultarían pálidas aquellas que se escribieron en el Paracleto; recados apremiantes enviados por conducto de Julia; súplicas, amenazas, todo fue inútil. Cristeta, voluntariamente recluida en su casa, daba la callada por respuesta. Entonces, al modo que el general sitiador a quien es adversa la fortuna suspende el ataque y se encierra en su tienda, don Juan comenzó a filosofar, recurso de desgraciados, y le pareció que su pasado era ridículo; su presente, amarguísimo; su porvenir, incierto. El mal humor fue poco a poco convirtiéndosele en tristeza y ésta en melancolía. Haciendo retrospectivo examen de conciencia, consideró que su vida fue hasta entonces una serie de aventuras vulgares. Las mujeres a quienes venció no eran dignas de ser conquistadas: unas, porque valiendo poco le costaron mucho; otras, porque no se rindieron al galán seductor, sino a su propia desesperada lascivia; ya eran jovencillas viciosas, ex – vírgenes locas; ya mal casadas, ya viudas consumidas en forzosa continencia. Todas le dieron sobras de amor, escoria de los sentidos; pocas recordaba que no le hiciesen reír o avergonzarse. Ahora comprendía que cuanta fruta mordió era de la que se pudre en agraz o de la que por su peso cae dañada del árbol: la única vez que llegó a cogerla sazonada y fragante, dejó, como un estúpido, que otro la saborease, y al querer recobrarla… «Imposible». El acento con que Cristeta pronunció esta palabra le taladraba los oídos y le acibaraba el alma.

A fuerza de permanecer encerrado en casa, comenzó a digerir mal, y luego a comer poco: uniose al desasosiego moral el malestar físico, ayudó la inapetencia a la melancolía, y en menos de tres semanas se quedó flaco y triste como fiera enjaulada.

Benigno, a quien el retiro de su amo tenía la libertad mermada, le propuso llamar a Mónica, la incomparable cocinera que en situaciones menos graves había restaurado sus fuerzas. Don Juan le preguntó:

– ¿Recuerdas dónde vive?

– No, pero lo preguntaré.

– Bueno. Haz lo que quieras.

Un poco movida del agradecimiento a la pasada generosidad de don Juan, y un mucho estimulada por el interés, Mónica dejó sus huéspedes encomendados a la cocinera que antaño tomó por hacer papel de ama, y volvió al servicio de su señor. Mas sus habilidades culinarias fueron estériles. ¿Qué vale el buen caldo contra la pasión de ánimo? ¿Qué pueden Vatel ni Motiño contra la lobreguez de ideas? ¡Mísero don Juan! La más suculenta gelatina se le acedaba, irritábanle los mariscos, la carne asada le daba náuseas, lo caliente le producía frío, con lo helado sudaba, las trufas le enfurecían, el rico Borgoña se le antojaba brebaje despreciable y la manzanilla le daba ganas de llorar; púsose al fin más triste que San Juan cuando descubrió la estrella del ajenjo que vertía hiel sobre la tierra. Llamó al médico, y al verle entrar en su cuarto túvole por precursor y heraldo de la muerte. Nada sacó en limpio. ¿Era dispepsia, gastralgia, pirosis? ¡Oh, inútil ciencia! ¡Oh, vanidad moderna! Una buena Celestina le hubiese valido más que el mismo Hipócrates.

Cierta mañana Mónica le preparó ostras, huevos con cabezas de espárragos, solomillo en salsa de vino de Madera, pastel de chochas frías: todo ello en compañía de buen Pomar, incomparable Tío Pepe y café como el que hacen las huríes a Mahoma. Trabajo perdido. Los manjares volvieron, casi intactos, a la cocina. Supuso la vestal del fogón que la inapetencia era desprecio, y por salir de dudas, movida de santa indignación, entró al despacho.

Estaba don Juan macilento, escuálido, sentado en un sillón y más sombrío que Bruto la víspera de Filipos. Recibiola sin sonrisas, sin gana de bromas, preguntando con voz desfallecida:

– ¿Qué te pasa, mujer?

– Eso pregunto yo. ¿Qué le pasa al señor?

– No tengo apetito.

– Pues el almuerzo de hoy era para abrírselo a cualquiera.

– Estoy malo.

– Lo que estará el señor será…

Y se detuvo respetuosa.

– Di, mujer; ya sabes que te quiero y que siempre te he permitido que me hables con franqueza. ¡Al cabo de tantos años!

– Pues lo que estará el señor será enamorado, y le habrá dao más fuerte que otras veces.

El silencio de don Juan fue una especie de afirmación.

– El señor es joven y está un real mozo…; pero a cada puerco le llega su San Martín…

– Gracias.

– Perdone el señor. Vamos, señorito, he querido decir que se habrá usted estragao con tanto variar de guisaos, y estará usted reventao de andar a salto de mata, cazando en sotos ajenos, y tendrá gana de fincarse.

– No te entiendo.

– Decía el cura de mi pueblo que el hombre que anda tras las mujeres es como el que ve muchas tierras, que al fin se cansa y quiere tener un rinconcito suyo…, pues; no quiero el monte del tío, sino el terruño mío.

Esta tosca imagen le pareció a don Juan la síntesis de su situación; pero no era cosa de poner a la cocinera en antecedentes de su desventura. Sonrió con benevolencia y repuso:

– Puede que no te falte razón.

– Será alguna de esas señoritas de ahora que van tan majas y tienen unos cuerpos que da gloria. Convídela usted a comer con los papás, y pongo unos platos que se chupan los dedos, se entusiasman y para postre le regalan a usted la niña. ¿O será alguna de las antiguas? ¿Doña Purita, la que llegaba aquí en lunes y se marchaba en domingo, y venía su madre a traerle la muda? ¿La señorita Elisa, que le dejó a usted la mesa del despacho perdía de polvos de arroz? ¿La señora condesa…?

– ¡Calla, por Dios, mujer!

– Sí, que sería el cuento de nunca acabar. La verdad es que ya esas no le convienen a usted: más vale que se busque usted otro remedio: a cabeza cansada, almohada nueva. Lo que importa es caer bien. No ha de faltarle a usted árbol donde ahorcarse. ¡Si viera usted qué chicas hay por esos rincones del mundo!

Don Juan escuchaba por distraerse. Mónica seguía:

– Yo tengo la tema de que los señores se gastan ustés el dinero con las que valen menos: toos los cabayeros de Madrid se están ustés arruinando por docenas de mujeres perdías y las mejores se las dejan pa los estudiantillos y los horteras. ¡Hay por ahí ca menestral, y ca señorita cursi…, y ustés gastándose el dinero con unos plumeros! En mis barrios, en mi casa, sin ir más lejos, conozco yo una muchacha que paece un ángel, y allí se está como flor en cerro, que ni la huelen ni la cogen… hasta que pase el burro y se la coma…; es decir, cualquiera.

– Guapa, ¿eh? ¿Alguna modista o peinadora?

– Por ahí, por ahí; pero monísima. Esbelta, graciosa… y cara de buena. Vive sola, en el tercero interior, y debe de ser muy pobrecita. Yo, cuando la vi al principio de vivir en la casa, que usted me dio el dinero pa eso de tener huéspedes, tuve intinciones de hablarla pa que viviese conmigo en compañía: vamos, mi idea era darle cuarto y comida, y que ella, en cambio, me cuidase de la casa, porque yo no puedo atender a todo.

– ¿Y no lo hiciste?

– Poco faltó: lo dejé, porque como tengo seis o siete huéspedes jóvenes, y ella es tan guapa, me dije: se va a armar aquí una que ni la Inclusa en diciembre.

– ¿Por qué dices eso?

– Porque nueve meses después del Carnaval es cuando llevan más chicos.

– ¿De modo que no os arreglasteis? Además, naturalmente, siendo bonita, tendrá sus aventuras.

– Quiá, no señor. ¡Si vive allí que parece una monja! No recibe vesitas, ni van señores, ni tiene novio, ni se le conocen trapisondas, ni apenas sale. Mire usted que es en mis barrios, donde todo se sabe, y no murmuran de ella: está igual que las que tienen el novio en Cuba y lo esperan, como si no hubiera más hombres en el mundo.

– Eso es un fenómeno.

– Aunque usted se burle, debe de ser una bendita, porque tan joven, tan guapa y vivir así… Por la mañana va una chiquilla, por cierto muy chula, y le trae de la plaza cualisquier cosa para comer, y le pone el puchero, y le barre el cuarto, y se larga. Luego ella se las arregla solita, y se pasa el día cose que cose… y también lee mucho.

– ¿Y dices que no tiene lío?

– No creo, porque vive como huéspeda con una que le llaman Jesualda, y digo yo, que sí…, vamos, si fuese mala…, pos no andaría tan mal de cuartos. Lo que tendrá si acaso, es alguna cosa muy callá y que no lo sienta ni la tierra; pero no debe de ser muy a su gusto, porque la mayor parte de los días tié los ojos así como de haber yorao, y siempre está mú triste y con cara de pocos amigos; a mí me da mucha lástima.

Don Juan clasificó mentalmente a la desconocida diciendo para sus adentros: «Modista romántica: conozco la clase.» Mónica continuó hablando:

– En fin, tan sería y tan ensimismá me pareció a mí la tal muchacha, que desistí de proponerle que se viniese conmigo; porque lo que yo me dije: si anda siempre con sus cavilaciones a vueltas, no puede tener cuenta de la casa.

– ¿Y vive completamente sola?

– Como canario en jaula: ahora paece un pardillo o un gorrión, porque está mal vestía; pero si la tuviera un señor, con güena casa y mejor ropa…, ¡vaya una pájara bonita! Por supuesto que tié en la cara una bondad y así unas trazas de muchacha de las que no se echan a perder…

– ¿Cómo se llama?

– No me acuerdo bien; pero el nombre no es bonito: creo que es Crisanta, o Cristina, o Críspula.

Don Juan, acordándose instantáneamente de su amada, preguntó:

– ¿Cristeta?

– Ya le digo a usted que no me acuerdo bien; pero algo así como eso que usted dice: Cristeta… Crisanta… ¿qué sé yo?

Entonces él volvió a preguntar, animándose:

– ¿Qué señas tiene?

– Ojos azules, grandes y oscuros; las pestañas larguísimas; el pelo rubio como un trigal, y ¡vaya un cuerpo! Pero ya las gastará usted mejores.

Aquel retrato podía ser el de muchas mujeres, pero a don Juan se le antojó la pintura de Cristeta: el presentimiento, sospecha o lo que fuese le pareció, sin embargo, ridículo; no obstante lo cual, hizo dos últimas preguntas:

– ¿Está casada? ¿Tiene un niño?

– ¿No le he dicho al señor que vive sola como un hongo? Y lo que es chico…, no hay más que verla; es necesario ser negao ú estar memo pa suponer que pueda tener aquel cuerpo y aquel talle una mujer que…

– ¿Qué?

– Vamos, que haiga parido, señor.

La sospecha de don Juan se desvaneció por completo. ¿Qué tenía que ver Cristeta, casada, madre y en buena posición, con una pobre muchacha sola y que seguramente viviría de sus manos? ¿Lo parecido del nombre? Una coincidencia. ¿Rubia, con ojos azules? ¡Hay tantas!

Mónica presenciaba, respetuosamente callada, la actitud pensativa de su amo; y al cabo de unos minutos, creyendo que estorbaba, se despidió:

– ¿Tiene el señor algo que mandarme?

– Nada, Mónica, gracias.

– Que se mejore el señor. Nunca me han gustado ciertos papeles; porque lo que yo me digo: si no hubiera alcahuetas, no habría… de las otras. ¡Pero si yo pudiera traerle a usted mi vecinita!

– Abur, mujer.

– Quede con Dios el señor.

Marchose la cocinera y, al quedarse solo el caballero, tornaron a entristecerle sus ideas. Todavía flotó un momento en su imaginación el fantasma indeterminado y vago de aquella pobre muchacha que, como él, acaso vivía consumida por las penas. Una chica guapa que trabajaba para comer. Ese debió de ser también el destino de Cristeta. La suerte lo quiso de otro modo. ¡La suerte, próspera para ella, contraria para él! ¿Quién le había de decir, años atrás, que por una mujer se vería en tal estado? Porque, no había que forjarse ilusiones, estaba enfermizo, inapetente, aburrido y enamorado de un imposible. La situación era desesperante. La verdad es que hoy el galán desdeñado no tiene más remedio que aguantarse. ¡Dichosos tiempos aquellos en que a un caballero era posible rodearse de allegados, deudos, parientes y escuderos, y sorprender palacio, asaltar castillo o violar convento para llevarse como en volandas a la mujer querida, así fuese dama, emperatriz o abadesa de las Huelgas! ¡Oh, miserables y menguados días modernos, en que cualquier juez protege a un egoísta y miserable marido!

A tales y tan disparatados pensamientos se entregaba, que si no enloquecía le faltaba poco. Aquella noche fue de las más crueles de su vida.

De repente, levantándose del sillón, donde había permanecido caviloso largo rato, dio unos paseos por el cuarto, miró con tristeza las pinturas, grabados y retratos de mujeres hermosas que ahora le parecían feas; contemplolo todo con amargura, como si estuviese resuelto a perderlo pronto de vista, y en seguida, sentándose ante la mesa de despacho, escribió la siguiente carta:

«Cristeta mía (y te llamo así por última vez). Me marcho de Madrid. Quisiera despedirme de ti, pero tú no lo consentirás y no me atrevo a suplicarte que nos veamos. Me has hecho muy desgraciado. No sabía yo que te quería tanto. Adiós, y si algún día crees que puede tener remedio el mal que has causado, llámame. Entonces sabrás lo que yo soy capaz de hacer por ti.

Tuyo,

JUAN.

Si consigo arreglar mis asuntos, me marcharé esta misma semana. Adiós por última vez.»

Capítulo XXI

Del fin que tuvieron los desordenados amores de don Quintín y del principio de su cautividad
 
Vuela pensamiento y diles
a los ojos que más quiero
que hay dinero.
 

Esto, poco más o menos, pensó don Quintín, sin haber leído al gran Quevedo, cuando recibió los cincuenta duros que don Juan le enviara con pretexto de hacerle su representante, y en realidad por esperanza de convertirle en alcahuete.

Lo triste del caso fue que aquellos mil reales que el estanquero consideró como el primer filón de una mina quedaron reducidos a la triste condición de prólogo sin libro y preludio sin ópera.

He aquí cómo y por qué.

Tornar don Quintín los cincuenta pesos y correr a casa de Carola todo fue uno; treinta regaló a su querida, regiamente, de un golpe; con un billete de veinte, ocultándolo en el forro del hongo, se quedó él para satisfacción de atrasos y menudencias. Los seiscientos reales cayeron en manos de la corista igual que agua en criba, y no fue lo peor que los derrochara en cuatro días, sino que, engolosinada con tal esplendidez, llegó a sospechar si su amante habría descubierto modo de convertir los perros chicos en centenes.

Luego que hubo invertido la fabulosa cantidad en lazos, cosméticos, afeites y menjurjes, pidió más, exigiéndolo con tal imperio que don Quintín, de un lado sujeto al hechizo de su Circe, y de otro confiado en que tenía por banquero a don Juan, determinó ir a su casa y darle un fenomenal sablazo. Allí no fue Troya, pero fue la gallina de los huevos de oro.

Después de urdir en su pobre entendimiento una mentira burda, presentósele don Quintín diciéndole en sustancia que Cristeta se le mostraba cada día más entera y rebelde; pero que él había discurrido manera de amansarla y rendirla. Añadió que la muchacha se había entrampado por gastar en ropas y galas mucho más de lo que podía con arreglo a lo que su marido le enviaba, llegando a deber a una modista hasta dos mil reales, por lo cual él proponía a don Juan que éste le entregase dicha cantidad para que satisficiese en su nombre la cuenta pendiente, rasgo con que ella se ablandaría, demostrándolo en seguida aceptando cita o acudiendo a entrevista.

Don Juan, avisado como estaba por Cristeta, le oyó sin hacerle caso, comprendió que su amada era incapaz de dejarse influir por una cuenta de quinientas ni de quinientas mil pesetas y, poniendo cara de hereje a la petición, negó en redondo el dinero. Entonces don Quintín quiso alardear de franqueza, y le pidió lisa y desvergonzadamente cuarenta duros prestados a cuenta de sus futuras mensualidades como representante, con lo cual don Juan, persuadido de que Cristeta tenía razón al exigirle que no le diera un cuarto, también se los negó en pocas y desabridas palabras, sin alegar pretexto ni excusa. Tal hizo, primero por obediencia de amante, y segundo, porque si de algo se convence pronto el hombre es de que no debe dar.

De haberle prestado, tal vez se le apaciguase a don Quintín el odio que le profesaba; pero aquella descortés negativa recrudeció hasta lo indecible sus antiguos deseos de venganza.

«¡Habrá tío marrano – se decía – , que me da de almorzar vino agrio y patatas negras; me propone que le ayude a engatusar a mi pobre sobrina, que al fin es mi sobrina, y ahora me niega cuarenta miserables duros!»

Irri, sobre todo, la consideración de que ya no era una, sino dos, las conquistas que por su culpa se le malograron: antes la de Mariquita, y ahora la de Carola, pues indudablemente, apenas ésta le viese arruinado, le plantaría de patitas en la calle.

Y no era el suyo falso pesimismo ideológico, sino exacto conocimiento de la realidad.

Carola, engolosinada por aquel fabuloso regalo de los treinta pesos, pidió más; el estanquero se deshizo en promesas, dio largas, rogó plazos, tomose prórrogas, pasaron muchos días, no llevó un cuarto, y la corista fue trocándose rápidamente de jamona complaciente y lúbrica en arpía exigente y pedigüeña. Más de una semana transcurrió sin que don Quintín la convidase a cenar, hasta que aquel día infausto del sablazo frustrado se presentó en su casa llevándole por todo regalo un cuarterón de butifarra y siendo recibido con tal desabrimiento que pudo conjeturar cercano el fin de sus placeres. En vano quiso mostrarse dulce y apasionado. ¿Qué ternura ni qué vehemencia pueden amansar a una pantera? Carola, que necesitaba dinero, rechazó el embutido de don Quintín, alardeando de burlona, coqueta y desesperante.

Días atrás le había pedido con qué comprarse un abrigo adornado, según dijo el tendero, con piel de marta cibelina, que sería nutria de alero, y don Quintín, ¡tacañería insufrible!, demoró el regalo, así que la presentación de la butifarra fue considerada como un insulto.

– Guárdatela – le dijo – para la desdentada de tu mujer, que se contentará con eso.

– Vidita, no he podido más y cálmate, que mi señora no tiene nada que ver en nuestras diferencias.

– ¡Qué difiriencias, si siempre es lo mismo; yo pedir y tú negar!

– Ya lucirán días mejores.

– Pues entonces vienes, galán.

– Vamos, fierecilla, no seas tan brava, que tu Quintín es capaz de vender el alma al diablo por complacerte.

– ¡Buena venta nos dé Dios! Por lo visto el demonio no da más que para butifarra, y esa poca y pasada.

La sonrisa con que Carola subrayó esta frase fue un modelo de canallesco desgarro.

Don Quintín, para desarmarla, quiso darle un beso; pero ella le apartó de un codazo, gritando:

– No estoy de humor, agüelo; esta tarde no quiero babas.

– ¡Carola!

– Lo dicho. ¿Te parece ni medio decente que una mujer que te da su cuerpecito haiga de estarse siempre pidiendo como chico goloso? Tú quieres mucho mimo por poco trigo. No podemos seguir así. Me das para vivir con decoro o despejas la plaza.

– Ya te doy cuanto puedo…, todo lo que puedo.

– Pues en vez de esas roñoserías es preciso que me pases una cosa fija cada mes, como hacen todos los caballeros. Pero, ¡qué sabes tú de caballero! Vergüenza debía darte tenerme así. Vamos a ver: ¿cuándo me pones un cuarto como Dios manda?

Esta especie de invocación a hombres que ponen casa a la querida, dejó muy caviloso a don Quintín, haciéndole discurrir amargamente sobre las injusticias sociales.

«¡Unos tanto y otros tan poco! – pensaba – . Hay quien está como yo y quien regala a la querida caballos rusos, y quien, como ese maldito, amuebla casa para una sola cita… No ha puesto más que un gabinete; pero para el caso es igual.»

De este rápido hermanar en su imaginación la propia miseria con la riqueza del aborrecido don Juan, brotó en su lóbrego y envidioso pensamiento una llamarada de odio y venganza. La desgracia le hizo mal filósofo, y la mala filosofía le trastornó el seso.

Sin hacer caso de Carola, siguió monologueando tristemente:

«Sí…, esto se acaba… por culpa de ese tuno. Y podría reventarle de mil modos. Yo me quedo sin Carola, pero antes voy a darme el gustazo de gozarla a costa suya, en su propia casa… y además le hago romper con la otra. No está mal pensado. Llevo a Carola, hago que Cristeta lo sepa, con lo cual se creerá engañada y le deja compuesto y sin novia. La cosa tiene un peligro muy gordo: porque si luego se sabe la verdad, Cristeta se lo cuenta todo a Frasquita y ésta me saca los ojos. Además, lo que debo hacer no es apartarle de Cristeta, sino todo lo contrario. Anda, que se arreglen, que se casen si pueden, y ya se cansarán como me he cansado yo de mi mujer. ¡Si pudiera darle a su Cristeta para toda la vida! ¿Quiere conquistar a lo rico, sistema de llegar y besar el santo? Pues santo para in eternum. Como hubiese modo de casarlos, ya se vería él, andando el tiempo, con Cristeta hecha Frasquita: los ojos tiernos, la boca desdentada, los zapatitos coquetones convertidos en zapatillas de orillo, medias caseras de algodón azul, y en vez de ligas color de rosa, cinta balduque. ¡Si pudiera casarle! Hay que madurarlo. Ahora, por lo pronto, algo he de hacer con él…, ¡cochino!, y con esta pícara que se me va de entre las manos. ¡Un hombre que pone un gabinete como aquel para una cita nada más, y luego me niega cuarenta duros!… Lo salado sería que yo llevase allí a Carola, pero no para hacer una comedia, sino para pasar una tardecita de juerga en los muebles que él ha pagado. ¡Hay allí unos almohadones! ¡Buena broma llevar mi pájara al nido que él fabricó para la suya! La cosa es fácil, porque tengo la llave que me dio por si Cristeta quería ir… Nada, nada, que lo hago.»

Carola, viéndole tan largo rato callado y con la cabeza baja, e imaginando que su silencio y humildad eran implícita confusión y vergüenza por su carencia de recursos, comenzó a afirmarse en la idea de que aquel hombre no tenía un cuarto, y discurrió que pues no le servía ni de pagano ni para capricho, lo mejor era darle pasaporte. Por lo cual, deseosa de exasperarle y provocar la ruptura definitiva, le dijo con gran sorna:

– ¿Estás pensando en comprarme la Casa de la Moneda?

Don Quintín, seducido por aquella idea de sabrosa venganza, miró a su querida, gozándose de antemano en la sorpresa que había de causarle y, tras larga pausa, habló tranquilo y sonriente:

– ¡Parece mentira qué repoquísimo olfato tenéis las hembras! Vengo a darte la gran prueba de que siempre estoy pensando en ti, y me recibes con cara de vinagre.

– ¿Qué me traes?

– Hoy, nada; pero mañana…

– Habla clarito…

– Sabrás, pichona – repuso él urdiendo la más enmarañada trama de cosas verdaderas y falsas – , has de saber, monina, que un señor, amigo mío, toma el teatro de las Musas para este año, y me ha nombrado su representante. Como comprenderás, no han de faltarte dos duritos diarios, por supuesto, sin obligación de ir a ensayo más que cuando te dé la gana.

– ¿De verdad?

– Lo que oyes. Un tío muy rico, con vocación de caballo blanco.

– He conocido muchos.

– Como la perdida de mi sobrina fue del teatro, y yo andaba metido siempre entre bastidores, ese señor cree que yo debo saber algo de tales negocios… Yo le he dicho a todo que sí. Tú me pondrás al corriente de ciertas cosas. Lo principal es que nos ponemos las botas…, y mientras dura… vida y dulzura.

– Te azvierto que yo no vuelvo al coro… Quiero ser parte, y tres duros.

– Todo se andará, Y escucha, prenda, que el bien y el mal nunca vienen solos. Lo que tiene gracia es que ese caballero está liado con una señora de alto copete, condesa creo que es, y para verse con seguridad han puesto un cuartito…, ¡vaya un gabinete!, donde tienen sus citas.

– ¿Y nosotros qué sacamos con eso?

– Ahora lo verás. Te digo que es un gabinete como una caja de dulces: ¡con un lujo! Pero como ella es casada no van allí más que con grandes precauciones… Bueno, pues nos ha venido Dios a ver.

– ¿Por qué?

– Como yo antes salía poco de casa y ahora siempre falto de ella porque estoy aquí contigo, mi mujer anda loca de puro escamada; tanto, que me ha mandado seguir por un chico que afortunadamente me lo ha dicho, y callará. Pero estamos amenazados de que el mejor día haga Frasquita averiguaciones, se plante aquí y nos arme la escandalera del siglo.

– Eso será lo que tase un sastre, porque si viene, del primer trastazo la dejo perniquebrá.

– Tú no eres capaz de hacer tal cosa, porque, al fin y al cabo, se trata de mi señora.

– Te azvierto que de tres patás la espampirolo y te quedas más viudo que el marido de una difunta.

– Cálmate. No llegará el caso de que nos pesque, porque vamos a curarnos en salud.

– ¿Tapujos?

– No, hija, sino la gran comodidad para pasar unas horitas como unos marqueses, sin que lo sepa nadie. ¡Verás qué gabinete! Nos citamos, entramos con cinco minutos de diferencia: yo primero, tú en seguida, y al salir lo mismo. Cuando veas el cuarto, querrás quedarte allí.

– ¿Puesto con lujo?

– Así quisiera yo arreglarte uno… y ¡quién sabe! Mira, tengo la esperanza de que ese señor, por lo que me ha contado, en cuanto pueda rompe con la dama, la deja plantada y… yo veré cómo me las ingenio, pero malo será que no discurramos modo de quedarnos con alfombras, espejos, muebles: en fin, todo. ¿Y para quién será, rica del alma?

– Eso es vender la piel del lobo antes de haberlo matao. Por ahora, lo que tú tienes es un miedo atroz a la fantasma de tu mujer.

– No es miedo; pero no quiero que pudiendo evitarlo nos den una desazón en tonto. ¿Y dónde me dejas el tratarnos a cuerpo de rey? Chica, ¡qué cuarto! Hay un sofá retorcido para sentarse dos y comerse a besos… Nada más que mirarlo da vergüenza.

– Lo que dará serán ganas de sentarse.

– Anda, paloma, ¿vendrás?

– Me se figura un disparate. De aquí nadie puede echarnos…, y de allí, ¡sabe Dios!

– Por ir una tarde, tomarnos allí media librita de jamón y unas copitas, y tirarte yo cuatro bocados, no perdemos nada. Tengo la llave; mi amigo no va nunca sin que yo lo sepa. Pasado mañana está citado con la condesa; de modo que mañana tenemos por nuestra toda la tarde. ¿Querrás, gachona?

Por fin consintió y se citaron.

– Bueno; pues mañana, a las tres, sin falta. Belén, 78, entresuelo; allí estaré para recibirte.

– Te prometo que no faltaré.

– Adiós, reina.

– Abur, capitalista.

Movida por la curiosidad y espoleada por su instinto de mujer perdida, aceptó Carola la proposición; pero lo que más inclinó su ánimo fue aquella remota posibilidad de que llegasen a ser suyos los muebles a que se refirió el vejete. Si no había mentido, y cuenta que el caso, por lo vulgar, parecía verosímil, no era soñar con lo imposible. El caballero que alquila un cuarto donde recibir a una casada, puede necesitar la ayuda de otro hombre para mil cosas en que el secreto es necesario, como hablar al administrador, firmar recibo, comprar trastos, pagar cuentas, etc., etc., y puede luego tronar con la conquista y, por último, decir a su complaciente auxiliar que se quede con los muebles, que él no sabe dónde guardar, o acaso se le hayan hecho aborrecibles por el recuerdo de quien se los hizo pagar. No dijo, pues, don Quintín ninguna majadería cuando admitió la posibilidad de que aquellos primores de que se componía el gabinete pasaran, andando, y tal vez volando el tiempo, a manos de Carola, quien se alegró tanto con esta esperanza que siguió largo rato acariciándola, y aun ideando traza con que anticiparla.

Pero luego el mucho pensar, como sucede siempre, enturbió su alegría, porque de la reflexión nacieron la duda y el desasosiego. ¿Quiénes serían el caballero y la dama que tan misteriosamente se amaban? ¿No podía suceder también que don Quintín fuese rico y buscara medio de evitar mayores gastos, atribuyendo al capricho de otro lo que él fraguase para su seguridad y regalo? Su proceder autorizaba las sospechas: le había dado dinero con gran desigualdad de plazos y desproporción de cantidades; sus regalos fueron muy rogados o imprevistos; sus intermitencias y variaciones tenían marcado tinte de tacañería. Aquel caballero, ¿sería él? ¿Tendría mucho dinero, o tal vez fuese todo una broma grosera, una venganza por las pasadas esquiveces y amenazas de mandarle noramala? ¿Y si el estanquero tuviese gato? ¡Buena torpeza estaría el tratarle despreciativamente, pudiendo, con maña, sacarle el oro y el moro!

¿Habría en realidad otro caballero? Aquello del teatro…, salir del coro…, ser parte…, dos o tres duros…, los muebles…

¡Era cosa de volverse loca! ¿Y si todo fuera embustería de don Quintín, que tratase de llevarla a una indecente casa de citas por miedo a su mujer?

Resuelta a salir de dudas, aquella misma tarde se lió en un mantón, púsose un pañuelo de seda a la cabeza y en tan chulesco atavío, que era como mejor estaba, se fue al núm. 78 de la calle de Belén, apenas cerró la noche.

Cinco minutos después, según suele acontecer entre gente de poco más o menos, estaba en amigable diálogo con la portera. ¿Cómo se las arregló? Ideando una de esas mentiras mujeriles que de puro sencillas se confunden con la verdad. El diálogo fue del modo siguiente:

– Diga usted, señora – preguntó muy arrebujada en el mantón – , ¿m’hace usted el orsequio de decirme si es cierto que hay aquí un sotabanco desarquilao?