Read the book: «De los rollos de las épocas. Tomos de memoria I»
Translator Mintly
© Ilias Korshun, 2025
© Илья Коршун Корпушов, 2025
© Mintly, translation, 2025
ISBN 978-5-0067-4228-4 (т. 1)
ISBN 978-5-0067-4229-1
Created with Ridero smart publishing system
Prefacio
Quiero agradecer al traductor – Mintly
El silencio de la biblioteca del monasterio, empapado en el aroma de los viejos pergaminos y el tiempo, se espesó alrededor, como si la eternidad misma estuviera escondida en las sombras entre las estanterías. El Abad pasó lentamente su mano por la columna vertebral de un libro cuyas páginas parecían aún contener los ecos de voces que no habían nacido en su época. El polvo, brillando en el rayo de la luz del atardecer, bailaba entre los dedos, recordando la fugacidad de los momentos y la inmutabilidad de las verdades que fluyen a través de los siglos.
Cerró el tomo, pero las palabras de él, historias de guerras y reconciliaciones futuras, los altibajos del espíritu humano y las caídas en el abismo, ya estaban fluyendo en las paredes del monasterio, empapándose en las piedras como la lluvia en la tierra seca. No eran una profecía. No. Eran Espejos que reflejaban lo mismo: el miedo a lo desconocido, la sed de amor, la perversidad del orgullo, la luz de la compasión. Historias eternas en las que el tiempo solo cambia el escenario. “La gente inventa el futuro para justificar el presente”, susurró mientras miraba por la ventana alta donde las primeras estrellas se encendían sobre el horizonte. – Pero las respuestas están aquí. En silencio. En la elección entre el bien y la indiferencia. En la capacidad de escuchar los susurros del pasado a través del estruendo del futuro”. Los monjes que copiaron los rollos en la esquina de la sala ni siquiera levantaron la cabeza. Sabían que cada letra que sacaban de sus manos era un puente. De los que buscaron la verdad ayer a los que la buscarán mañana. Y el Abad… no era más que el guardián de las puertas por las que la sabiduría entraba en el mundo, para recordar una y otra vez que el tiempo no era una cadena de épocas, sino una espiral. Y cada vuelta en ella – la oportunidad de subir un poco más alto. Cuando la vela se quemó, dejando atrás una columna de humo y calor, la biblioteca se hundió en la oscuridad. Pero los libros en los estantes brillaban, tenues como brasas bajo las cenizas. Estaban esperando. Manos nuevas, ojos nuevos, corazones nuevos, listos para escuchar lo antiguo: “No busques el futuro. Búscate en él”. Y en algún lugar lejano, fuera de las paredes del monasterio, el viento recogió la hoja caída, llevándola a donde mañana será ayer, y las lecciones son leyendas.
Tomos de la memoria, o Crónicas de la Caballería Eterna
En una época en que las puestas de sol pintaban el cielo con el color de una espada oxidada y los amaneceres olían a humo de herrerías y oraciones, vivían aquellos cuyos corazones latían al ritmo de los votos. La edad media es una época en la que el honor era más pesado que la cota de malla y la palabra más afilada que la hoja. Pero incluso entre las batallas sonoras y las Salas ruidosas de los castillos, la verdadera guerra no se libró por las tierras, sino por las almas.
En el corazón del antiguo monasterio de San Florián, perdido entre las cadenas montañosas, se guardó un secreto que se guardó durante siglos como un santuario. Sus paredes, hechas de piedras que recuerdan las voces de los cruzados y los susurros de los alquimistas, ocultaban una biblioteca donde cada libro era la puerta de entrada a un tiempo diferente. Pero un manuscrito, encadenado con hierro y silencio, estaba esperando su momento. Sus páginas, llenas de símbolos que parecían un plexo de raíces y espinas, no hablaban del pasado, sino de lo que *aún no se ha convertido en pasado*. Dicen que los Abades del monasterio, reemplazándose unos a otros, le agregaron líneas, como si hubieran plantado semillas en el Suelo de los tiempos. Lo llamaron “folios de memoria”, flores que brotan a través de las épocas, alimentándose de lágrimas de remordimiento y sangre de hazañas. Cada pétalo es una lección, cada espina es una advertencia. Aquí se recogieron las historias de los Caballeros, cuyos destinos aún no se habían cumplido, pero ya estaban llamados a la batalla: – Sobre un joven Escudero que, habiendo traicionado al Señor, ganó el poder, pero perdió la sombra. – Sobre la doncella guerrera que luchó contra el dragón en su corazón antes de encontrarse con él en una cueva. – Sobre un viejo maestro de espadas que forjó una hoja capaz de matar el tiempo, pero solo a costa de su propia memoria. Estas crónicas no solo predijeron el futuro. Abrieron heridas comunes a todas las edades: ¿cómo distinguir el orgullo del valor? ¿Qué es más difícil: traicionar o ser traicionado? ¿Y es posible seguir siendo un hombre cuando el mundo exige convertirse en una leyenda? Los tomos de la memoria no son una cadena de eventos, sino un espejo llevado a la cara de una época. En su tejido están las voces de aquellos que, de pie en el borde del abismo, eligieron en nombre de qué vivir. O morir.
Abra este libro y escuchará el chirrido del pergamino, olerá la cera que selló las cartas de los campos de batalla hace siglos. Pero ten cuidado: las historias aquí no son letras muertas. Están esperando que alguien se reconozca en ellos. La caballería no es un título. Ese es el camino a seguir. Y la memoria no es una carga, sino una brújula.
“Rompe el sello, lector. Pero recuerda: todo el que toca los folios se convierte en jardinero de la eternidad”.
…El Abad se retiró a las profundidades de la biblioteca, donde el aire era espeso por el olor de la tinta mezclada con el polen de flores desconocidas para el siglo. Aquí, en el nicho detrás del altar de la Palabra, crecieron los folios. No plantas, no patrones, sino * memoria * encarnada en forma. Tallos de cintas de pergamino entrelazadas, brotes que brillan como vidrieras, con gotas de tinta de rocío. Cada flor guardaba una historia que, al florecer, proyectaba una sombra sobre las paredes, la sombra del futuro.
Arrancó uno de ellos, y los pétalos se dispersaron en el aire, convirtiéndose en voces: – “el Caballero sin miedo se encontrará con el dragón en el espejo”… – “El que salva al enemigo perderá el nombre”… los folios no predijeron. Se parecían. Porque el futuro no es más que el Suelo donde brotan las semillas sembradas en el pasado. Y el monasterio de San Floriano no era un Scriptorium, sino un Jardín. Donde en lugar de rosas se cultivaba la verdad. Donde todos los que venían con una pregunta se iban con un espejo, para ver en él no una cara, sino un acto. Y cuando el último pétalo cayó al Suelo de piedra, el Abad sonrió. Sabía que mañana un joven con una espada grabada en Éfeso llamaría a la puerta del monasterio. Y el ciclo comenzará de nuevo. La caballería es inmortal. Mientras viva la memoria. Mientras alguien esté dispuesto a elegir entre el miedo y el honor. Mientras que en algún lugar florecen los folios.
Cada libro en estos estantes respiraba la rugosidad de los siglos. El Abad los tomó con cuidado, como si tocara la piel de las antiguas bestias, cuyas escamas se volvieron ásperas y desgastadas de vez en cuando. Las encuadernaciones, agrietadas como arcilla seca, guardaban las huellas de los dedos de aquellos que hace mucho tiempo se convirtieron en polvo: manchas de tinta de la pluma del monje copista, rasguños de los cuchillos de los guerreros, goteos oxidados de las lágrimas de los Penitentes. Algunas raíces se han borrado hasta las fibras de pergamino, exponiendo las venas de las tablas de madera como esqueletos que brotan a través de la piel.
Los rollos parecían particularmente pesados. Yacían en nichos, enrollados en cilindros apretados, trenzados con correas de cuero descolorido. Cuando el Abad los desató, el aire se llenó de crujidos, como si los pequeños huesos del tiempo se rompieran. El papiro, amarillento desde hace siglos, crujía como hojas de otoño debajo de las botas de un viajero, y sus bordes se desmoronaban, dejando un polvo dorado como la arena de un reloj de arena sobre la mesa. Pero los más vivos eran los libros en sueldos de cuero con cierres de hierro. Se resistieron cuando se abrieron: las cerraduras crujían, las páginas se pegaban, como si no quisieran revelar secretos. Sus cortes, una vez dorados, ahora se han oscurecido, como si estuvieran empapados en el humo de las hogueras de la Inquisición o las cenizas de los herejes quemados. Y entre las páginas a veces había rastros de lectores anteriores: flores secas que se convirtieron en polvo cuando se tocaron, cartas con palabras medio borradas: “El honor no es un medallón en el cuello. Es una carga que presiona sobre los hombros hasta que te doblas, pero entonces ya no eres un caballero, sino un animal de carga”. Sus cartas de las murallas de Jerusalén, empapadas en sudor salado y anhelo por los olivares de la Provenza, olían tan picante como si la tinta estuviera mezclada con vino.
Y aquí está Elinor, una guerrera con una capa de sotana monástica, con una daga en el cinturón escondida debajo del libro de oraciones. La llamaban bruja por curar sus heridas con miel y poesía. “La tierra Santa no comienza donde se ponen los altares”, susurró mientras tocaba el Rosario. “Y donde el último Paria encuentra un techo sobre su cabeza”. Su voz, como el viento en los cipreses, se mezcló con el susurro del pergamino, y el Abad se sorprendió al pensar que en algún lugar de su familia definitivamente tenía una tía tan obstinada, con ojos del color del cielo tormentoso.
Sus hazañas y caídas no fueron crónicas, sino leyendas familiares detrás de una jarra de sidra. Aquí está el primo Albert, que cayó debajo de un Acre, atravesado por tres flechas, pero logró rascar en el escudo antes de morir: “Perdona”, tal vez a Dios, tal vez a la esposa que se quedó en Languedoc con un niño bajo el corazón. Pero el niño vecino Gilles, que se convirtió en un héroe solo porque recogió a un lobo herido en el camino, y lo dejó como a un hermano. En sus cuentos no hubo batallas de alto perfil, solo un diálogo silencioso junto a la hoguera: “Tú y yo estamos heridos por el tiempo. No nos matemos unos a otros”. Incluso los villanos aquí no eran extraños. El Barón Morvran, cuyo castillo se tragó el pantano y el alma, la sed de poder, recordó al Abad de su abuelo, de quien la familia hablaba en un susurro. “El bien y el mal no son vecinos”, sonrió Morvran con una miniatura iluminada. – Son gemelos chupando un solo pecho. Elige a quién arrancar primero”. Pero lo importante es que lo recordaban todo. Incluso cuando sus huesos se agotaron y sus nombres fueron borrados de los anales. Recordaban el olor a sangre mezclado con incienso en el Santo Sepulcro. Recordaban a un caballero sin casco llorando sobre el cuerpo de un amigo, sabiendo que no podía llevarlo a casa. Recordaban el golpe de un martillo de Herrero en la cuchilla, que nunca reconoció la gloria. El Abad pasó el dedo por las líneas, y se le ocurrió que en algún lugar más allá del mar del tiempo, estos “parientes” todavía están sentados en el refectorio de épocas pasadas:-Sir Godric afila una espada que ya nadie necesita. Elinor sutura la herida de un soldado cuya cara no se ve en la niebla. Gilles se alimenta de la mano de un Cuervo que una vez fue un lobo. No requerían memoria. Sólo comprensión. Que el honor no es el brillo de la armadura, sino la capacidad de soltar la espada cuando la vida de un inocente está en juego. Que la tierra Santa no es un lugar en el mapa, sino un momento en el que eliges entre venganza y perdón.
“Somos tus vecinos”, como susurraban los libros. – Hemos vivido para que no se olvide: la caballería no es un título. Es un latido del corazón que se escucha incluso a través del tintineo de chainmail”.
Y cuando la campana de la mañana sonaba a la oración, el Abad colocaba el Folio en el estante, dejando entre las páginas una flor seca de rosa mosqueta. Como una señal de que el parentesco no está en la sangre. En que extiendes tu mano a través de los siglos y dices:
“Lo escuché”.
Sonaban como campanas, pero sólo los cuervos escuchaban su oración. Los anillos de malla son miles de anillos de hierro tejidos en la canción de la muerte. A medida que los Caballeros avanzaban hacia el ataque, el tintineo de la armadura se fundía en un carillón caótico, como si manos invisibles sacudieran las lenguas de cientos de campanas enterradas debajo del campo de batalla. Cada paso es un golpe de cobre, cada golpe de espada es un sonido desgarrador que corta el aire como un grito.
Pero no fue una llamada a la liturgia. Fue un golpe de carne. Los anillos se frotaron entre sí, tallando chispas como pequeñas estrellas que nacen y se apagan al ritmo de los latidos del corazón. El sonido corría sobre el campo, mezclándose con sibilancias, relinchos de caballos, crujidos de acero contra acero. A veces parecía que la tierra misma zumbaba como una campana gigante enterrada debajo de un cazo, y su sonido levantaba a los muertos de las tumbas, obligándolos a volver a apretar los mangos de las espadas. Los floristas de la memoria absorbieron ese timbre. En sus venas, como en una resina congelada, los ecos de las batallas se atascaron. Cuando el Abad pasó el dedo por la página de la crónica, sintió una vibración, como si no tocara el pergamino, sino la cota de malla, que aún almacena el calor del cuerpo del guerrero caído. Las letras empezaron a cantar:
– “San Miguel, escucha…”
– “Perdónalos, porque no saben…”
– "Madre…Madre…”
El sonido de la cota de malla se convirtió en el lenguaje de los floristas. Florecían en los campos de pergamino con flores con pétalos que parecían anillos de armadura, y sus núcleos rezumaban como si el viento paseara por los latniki abandonados. No había gloria en esos sonidos. Solo el peso es hierro, pecado, promesas que no han tenido tiempo de cumplir.
Los cronistas medievales lo llamaban “el canto del acero”. Cuando las tropas se enfrentaron en una batalla, el timbre de la cota de malla llegó a las paredes del monasterio, y los monjes se bautizaron, sabiendo que cada golpe era un “Aleluya” o un gemido cercano a la muerte. El Abad escuchó en esto música * contradicciones*: la campana llama a la oración, y la cota de malla, al asesinato. ¿Y dónde está la línea? En el timbre. En la forma en que se rompe cuando el caballero se arrodilla y los anillos de su armadura, golpeando las rocas, tallan el último acorde, corto como un suspiro. Ahora, siglos después, los floristas estaban reproduciendo estos sonidos. Abres el libro y el aire se llena con un zumbido, como si un regimiento fantasma marchara en algún lugar cercano. La cota de malla sonaba más silenciosa, pero más desesperada: – Zvyak… – Este es el joven que usó la armadura de su padre por primera vez. – Es un viejo guerrero cuyos anillos están oxidados como canas. – El sonido metálico… Es la muerte que arrancó la armadura de un caballero para forjar nuevas campanas. El Abad cerró los ojos y los sonidos tomaron forma. Vio un campo donde el timbre de la cota de malla se mezclaba con los gritos y los floristas crecían directamente de las heridas como las amapolas. Sus pétalos temblaban, repitiendo el ritmo de la batalla, y en cada uno, el reflejo de la cara: unos con una sonrisa, otros con una oración, otros con una pregunta muda. “El sonido es el alma del metal”, – escribió un Herrero olvidado en los márgenes del salterio. Cota de malla recordaba todo: el miedo a la primera pelea, la furia del golpe, la sumisión del último aliento. Y los tomos, como escribas diligentes, conservaron esta memoria. No con letras, sino con un temblor, el que corre por la espalda cuando tocas el acero frío, sabiendo que una vez fue parte de un ser humano vivo.
Y en el silencio de la biblioteca, cuando la vela se quemó, el timbre de la cota de malla se convirtió en un susurro. Como los caídos pedían: – No nos conviertas en un mito. No queríamos ser campanas. Queríamos vivir.
Pero los folios florecieron como antes. Sus anillos de pétalos sonaron en el viento del tiempo, recordando que incluso en el caos de la batalla hay su propia santidad. Porque cada timbre es el intento de alguien de seguir siendo humano bajo una carga de hierro y cielo.
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