Read the book: «Detective Malasuerte»

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Nota del autor

En el principio fue el personaje: un detective pelirrojo que presumía, con voz aguardentosa, ser “feo pero de buen cuerpo”.

–Ha ayudado a la procuraduría a resolver crímenes famosos —me contó un escritor—. Se llama Tomás Peralta pero todos lo conocen como el Malasuerte.

Le pedí que me llevara con él.

–Habla como si tuviera grava atorada en la garganta, pero tienes que ponerle mucha atención porque no le gusta repetir las cosas —me advirtió mi colega.

–No te preocupes —dije, y le mostré mi grabadora marca Sony—. ¿De qué más me debo cuidar?

–Mientras no derrames un salero frente a él o rompas un espejo, estarás bien.

El local era el número trece. Como creía que la salación era contagiosa, mi amigo se negó a acompañarme hasta el interior de la oficina. Entré a una recepción desprovista de secretaria y equipada con muebles viejos y dispares. El lugar olía a polvo y tabaco. Las paredes estaban decoradas por los perros jugando póquer de Cassius Marcellus Coolidge y por un retrato del payaso triste Weary Willie. La puerta que daba a la oficina tenía un panel de vidrio esmerilado y sobre éste se encontraba rotulado:

DETECTIVE MALASUERTE

Me anuncié tocando y llamando su nombre. Un rugido grave y cavernoso me invitó a pasar. Tardé en acostumbrarme a la oscuridad de la oficina. El rayo de luz oblicuo, filtrado a través de las persianas ubicadas al fondo, delataba una atmósfera plagada de polvo. La silla crujía y rechinaba, pero aguantaba, heroica, la humanidad de Tomás Peralta. No vi nada en los ojos pequeños y desconfiados del Malasuerte que lo delatara como un sagaz solucionador de acertijos criminales. Su rostro te hacía pensar en un neandertal atestiguando por primera vez el fuego. Me presenté. Su mano callosa raspó la mía de doncella como piedra pómez sobre mantequilla. Le dije que era novelista en busca de una buena historia.

–¿Qué quieres? —gruñó.

–Hacerte famoso —respondí.

Mi oferta le atrajo. Me propuso continuar nuestra charla en el bar La Ballena. Acepté y hasta pagué la primera ronda. Me volví su confidente. Así comencé esta saga. Cambié algunos nombres y situaciones, por respeto a los involucrados. Por ejemplo, en la Tijuana de Detective Malasuerte la alcaldesa es una mujer apodada la Morena, pero el que manda es el siniestro Sandkühlcaán, quien se alimenta del vicio fronterizo.

Detective Malasuerte me gusta más como una novela del tamaño correcto que como tres cortas. Sobre todo porque hay un arco que abarca todas las historias. También porque aproveché la oportunidad para quitar paja y detallar algunas situaciones que quedaron difusas en la primera edición. Es por ello que si leíste y te gustó alguna de las novelas incluidas aquí, conviene conocer su versión corregida y aumentada. Reconozco que la abundancia de personajes puede resultar abrumadora, es por ello que al final del libro coloqué descripciones de los héroes, antihéroes, femmes fatales y primigenios que conforman el elenco. Para ser consultadas cuando la ocasión lo amerite.

Por último, quiero agradecer los generosos consejos brindados por admirados colegas como Isabel González, Julio César Pérez Cruz, Karla Quezada, Iván Farías, Liliana Blum y Francisco Haghenbeck. Que sus hogares sean los últimos en ser destruidos por Cthulhu.

HILARIO PEÑA

A la memoria de Sebastián Quezada (2004-2018)

Buenas noches, dulce príncipe


Libro uno
MALASUERTE EN TIJUANA


Génesis de un detective


Nací un martes trece en un pueblo minero de la sierra sonoloense. Trabajaba de llantero y velador en la carretera. En mi cuarto de lámina tenía un collar de ajos, una herradura oxidada, un ojo de venado, una pata de conejo, un póster de Lina Santos y una herramienta Craftsman que me regaló mi tío, el Gitano. Él decía que no me la obsequió porque estaba borracho cuando lo hizo y no se acordaba.

Días antes de la Semana Santa fui al Hollywood, un salón rústico que contaba con una bola de espejos sobre la pista de baile. Ésta era una mezcla de Studio 54 y taberna vaquera, con aserrín en la duela y fardos de heno en la orilla, junto a los barandales de madera. La cantina era para los viejos, el Salón Hollywood para la juventud. Su propietario tenía años queriendo cambiar la fachada vaquera, o al menos modernizarla, pero argumentaba que no tenía dinero para hacerlo y tan sólo se limitó a colgar la bola de espejos arriba de la pista. En el Salón Hollywood estuve bromeando con gente que no me quería para nada. Los empujaba, les palmeaba la espalda y les propinaba el clásico zape a la cabeza. Esos ojetes me tenían por apestado. Le pedí un tabaco a un patizambo. Lo acompañaba una novia bizca.

–Escupe el cascajo, Malasuerte. No se te entiende —dijo.

La gente decía que hablaba como si trajera grava atorada en la garganta. Repetí lo dicho. Modulé mi voz lo más que pude. El patizambo me informó que no le quedaba ningún tabaco. Comenté que le acababa de ver la cajetilla llena.

–Lárgate —exclamó.

Me apodan Malasuerte porque nací el día de la salación y porque mi pelo es rojo. Esta característica es considerada en mi pueblo como cosa de mal augurio y del demonio. Las parteras estrellan a los bebés recién nacidos contra peñascos cuando detectan una sola peca en sus cachetes o un mechón rojo en sus cabecitas. La comadrona del pueblo iba a reventar mi mollera contra el peñasco más grande y filoso del Espinazo, pero como era el primer hijo que logró concebir mi madre después de un par de intentos abortivos, ésta se levantó como pudo de su catre y le impidió a la infanticida llevar a cabo su cometido.


Antes de irme del Salón Hollywood le arrebaté su cerveza al patizambo. Me tomó del brazo, a lo que respondí con una cachetada entre ceja y oreja. Una cachetada propinada por mi mano equivale a tres puñetazos de cualquier otro porque soy hombre de fuerza; sé mecánica y le sé a la construcción. Esto pensaba mientras sacaba todo mi coraje. Varios montoneros me rodearon.

–Uno por uno —propuse.

Mi propuesta no les entusiasmó. Dos saltaron encima de mí. Intentaban derribarme. No lo lograron. Me movía a voluntad con ellos encima. Otros dos me tomaron de mis piernas y me hicieron caer. En el suelo fui víctima de aquello que se conoce como una zapatiza. Sentí la punta filosa de una docena de botas vaqueras mallugar mis costillas, piernas y brazos mientras cubría mi cara lo mejor que podía.

Sólo quería conocer una muchacha en el Hollywood pero no me lo permitían. Doña Juana, la propietaria de los abarrotes, siempre hablaba pestes de mí. Me tenía por sucio, siendo que me bañaba a diario y con agua helada de la presa, y decía que era de mal augurio, sólo por ser pelirrojo. Encima de todo doña Socorro me acusaba de fornicar con gallinas y de matar ganado a puñetazos. Decía que una vez me vieron matando una vaca, en el monte, de un solo gancho de derecha.


Quería ser igual que mi tío, el Gitano. No sabía nada de estrellas del rocanrol ni de futbolistas. Mi modelo de persona era mi tío. Lo presumía:

–Soy sobrino del Gitano. Un asesino a las órdenes de don Agustín Zamora. Mi tío levantó a don Germán porque éste se negó a vender sus terrenos.

La gente iba con el chisme de que andaba de lengua larga. Don Agustín ajeraba a mi tío y éste venía conmigo:

–¿Qué te he dicho? ¿No te he pedido que no me menciones más? ¿Quién te dijo que levantamos gente?

–No he dicho nada, tío. Dígame quién dijo que ando diciendo eso. Que me lo diga en mi cara, a ver si es cierto.

–No te hagas pendejo, cabrón. Te conozco. Sé lo hablador que eres. Y regrésame mi herramienta.


Terminó el último zapateado sobre mi cuerpo. Me levanté con la mayor naturalidad. Salí del Salón Hollywood, ya acostumbrado. A eso me exponía cada fin de semana. Me perseguía esa suerte por todos lados. Las cosas empeoraban para mí en el pueblo. Esa misma noche, al salir de la discoteca y doblar en la esquina, me encontré con el hijo de don Agustín y sus primos: Hipólito, Eladio y Rogelio. Le tendí la mano al Júnior, mostrándole respeto, a pesar de tener su misma edad. Él respondió jalándome del brazo con fuerza, para luego arrojarme al lodo. Me agarró desprevenido. Luego sacó su cuete. Me apuntó con él. Glock 19 Austria 9 x 19, leí grabado en su cañón. Agustín me pidió que dejara de andar de hocicón.

El Júnior quería quedar bien con sus primos. Le había propinado una paliza a cada uno por separado, a Hipólito, a Eladio y a Rogelio. En distintas ocasiones. El único que salió impune de sus groserías fue el hijo de don Agustín. Esto por el respeto que les tenía a su padre y a su hermana, quien siempre ha sido para mí como un angelito expulsado del cielo por exceso de hermosura. Su nombre era Sandy y se parecía mucho a la actriz Lina Santos, sólo que no tan voluptuosa. Tenía pensado preguntarle si no le había dolido cuando se cayó del cielo y entonces Sandy se sonrojaría y yo la invitaría a ir al río conmigo. En mi caballo. Llegando al río los dos nos quitaríamos la ropa y nos meteríamos al agua, tomados de la mano. Ahí mismo le haría su primer chamaco, porque tengo buena puntería. Mientras esperaba a que ocurriera todo esto, le pedía permiso a su padre para tirar caspita del diablo. Mi futuro suegro me ahuyentaba como a un perro roñoso al que nadie quiere cerca:

–Vete de aquí, muchacho. Órale.

Luego iba con mi tío, el Gitano:

–Tío, ¿no tiene un cuete que me preste? Tan siquiera una veintidós. Sí me animo a levantar contras. ¿Por qué no me pone a prueba?

El Gitano me pedía que dejara de estar chingando.


La reputación de Sandy, la hija de don Agustín, estaba impoluta, a pesar de las habladurías que comúnmente corrían por las lenguas de los carcamanes en el pueblo. No se le conocía pareja. No participaba en juegos rudos y toscos como las otras muchachas que jugaban voleibol y a los encantados en la plazuela. Tampoco se le veía en la calle a altas horas de la noche ni bailando con nadie.

Si no era reclutado por don Agustín tenía mi plan B: ir a la frontera, amasar una fortuna y regresar al pueblo a desposar a mi linda pollita. No dejaría que don Agustín diese un solo centavo para la boda. Llegaría y me ganaría el respeto de todos, construyéndoles un caserón a mis papás primero que nada. A ellos los quiero mucho.

Me decían Malasuerte por pelirrojo, lo cual se considera de mal augurio en mi pueblo. Doña Juana, la de la tiendita, me gritaba ¡Tomás, qué feo estás! porque, además, soy muy velludo. Mi barba es de color rojo rojo y me crece hasta en los pómulos desde muy niño. Abajito de los ojos. Como esos hombres lobo. Pero rojo. El rastrillo me irritaba la piel. La mayor parte del tiempo me la dejaba. Existía otra razón para lo de Malasuerte. Mi papá sembraba chile en el pequeño valle que se abre entre el cerro del Espinazo y el del Espolón. Todos saben que sembrar chile es un albur: o te va mal o te va muy mal. También fabricaba guaraches de correa con suela de llanta. Yo salía a venderlos. Me levantaba del catre a las cinco de la mañana, con el pie izquierdo. Siempre con el pie izquierdo, no podía evitarlo. De ahí me instalaba en la plazuela a las cinco y media. Todos los días. Ni los turistas ni la gente normal solían comprar guaraches en una plazuela ubicada en lo más remoto de la sierra sonoloense, a las cinco y media de la mañana. Mucho menos los turistas. Las cosas empeoraron cuando los mitoteros esparcieron el rumor de que el hijo tonto de don Tomás andaba matando reses a puñetazos y fornicando con burras y gallinas. No se puede fornicar con gallinas. Con burras sí.

Luego de todo un verano de partirnos el lomo arando, arrancando raíces y recolectando piedras que recogía en carretilla, una helada acabó con la mitad de nuestra cosecha. Nos las vimos duras. Comíamos frijoles día, tarde y noche. Por mí no había problema. Me gustan. Mi madre tampoco se llegó a quejar. Mi papá intentaba convencer a la gente de que las acusaciones en mi contra eran falsas. Mi hijo no fornica con gallinas, dijo. Luego llegó el circo.

Vivíamos retirados de los demás terrenitos. En la salida del pueblo, rodeado por una parcela de amapolas. Antes de subir a lo más más profundo, oscuro y siniestro de la sierra sonoloense. A un costado de nuestro terreno estaba un baldío ejidal que yo mismo desmontaba cada año a machetazos. Me cansé de tanto exprimirme ampollas pero nunca nadie me lo agradeció. Ahí se asentaba algunas veces un hipnotizador y otras un cine húngaro con películas de los Almada. Nunca llegó ningún circo. El camino que lleva a mi pueblo es tan angosto que les es imposible llegar a vehículos grandes. Para acceder a él se tomaba una desviación ubicada a la izquierda de un vado de agua clarita del río, filtrada por las piedras de La Gran Sierra del Oeste. Sobre la antigua carretera a Durango que ya nadie usa, excepto los gomeros. Adentrándose en esa desviación se subía hasta abrirse paso por un camino angosto de terracería que bordeaba una serie de cerros de lo más escarpados. Había que tener cuidado al ir manejando. El trayecto era de un solo carril. Muchas fatalidades ocurrieron ahí, sobre todo durante las fiestas del santo patrono, que es cuando la gente está más borracha. Al ir rodeando el sexto cerro escarpado se comienza a distinguir mi pueblo, el cual es atravesado a la mitad por un arroyo que desciende de la sierra, justo a sus espaldas.

Mi humilde y abandonado pueblo estaba arrinconado contra La Gran Sierra del Oeste, como un boxeador que ya no tolera más castigo por parte de su rival. Allá arriba no llegaba el gobierno, ni los turistas, ni los comercios. Llegaron los cirqueros en su caravana cochambrosa. Tenían mucho ánimo. Se instalaron en el baldío que yo mismo les desmonté con todo y mis ampollas llenas de pus. La gente cuando me saluda de mano me dice que es como saludar a una piedra pómez, de tan seco y rugoso, pero, bueno, me estoy saliendo del tema. Mi madre entró en confianza con todos. La trataban bien. Le pagaban para que les guisara, y Leonora, la del trapecio, le ayudaba a mi mamá. De noche, durante el espectáculo, Leonora era una amazona morena, alta, de melena ondulada, y tan fuerte y sana que parecía inmortal. Su leotardo azul de lentejuelas brillaba como un diamante. Sin embargo, de día, la luz del sol delataba una tez pálida y enfermiza, y unos ojos subrayados por bolsas moradas. Su vestido aparecía sucio y plagado de remiendos. A Leonora le dio por ir mucho a nuestro humilde jacal de adobes y techo de varas, algunas veces para que mi madre le remendara su leotardo, otras para ayudarle en las labores del hogar.

Su esposo era Francisco. El otro trapecista. Un pachuco de bigotito delineado como el de Tin-Tan. Muy pulcro y limpio, eso que ni qué. Todas las mañanas iba a la presa y se bañaba con agua helada. Yo creo que era el único que se bañaba. Leonora no. Leonora escupía fuego, bailaba sobre el trapecio y hacía el salto mortal. Francisco no hacía nada de eso. Él nomás se quedaba colgado de los pies en el trapecio, esperando a que su mujer lo tomara de sus brazos. Vi el espectáculo y Pancho no hacía más que eso. La agarraba cuando terminaba de hacer las piruetas en el aire.

Todos hablaban con acento caribeño porque eran de Puerto Rico, donde hay mucho brujo, según mi madre. El único mexicano era Pancho. También era el que más bebía de todos. Una noche, durante una de sus borracheras, golpeó a Leonora, dejándola con un feo ojo de cotorra. Al otro día Pancho se fue a beber y a jugar al cubilete con el payaso Togo; Indalecio, el torso humano; Josefina, la niña-anciana; Bartolo, el imbécil; María José, la mujer barbada; Sansón, el hombre más fuerte del mundo; Fernando y Servando, los hermanos siameses, y Elena, el enano. Ya nunca más se le volvió a ver a Pancho.

Togo, Josefina, Bartolo, María José, Fernando, Servando y Elena dijeron que Pancho perdió todo su dinero en el cubilete, salió de la cantina muy triste y se regresó antes que ellos al campamento. Lo que yo sé es que al caer la madrugada, Sansón, haciendo honor a su nombre, lo golpeó en la nuca con una quijada de burro y lo cargó hasta la presa, donde lo echó amarrado a un gran peñasco. Ahí sigue todavía. Quedó claro que los fenómenos lo tenían todo planeado. Incluso tenían una panga lista para la ocasión. Luego Leonora le dio té de calzón a mi padre. Básicamente hizo una infusión con sus pantaletas y se la dio a beber al autor de mis días. El pobre se empinó la taza como si fuese la sangre de Cristo pero al rato ya caminaba con los ojos desorbitados y babeando, como Bartolo el imbécil.

Desapareció el mugroso circo y con él mi papá. Se fue con los fenómenos para el sur. En el camino Leonora lo quiso hacer trapecista. Lo hizo trapecista, sólo que no duró. Cerca de San Blas mi jefe salió volando, se dio con la cabeza en las gradas y se partió el cráneo en dos. Los cirqueros lograron pegarle la cabeza y lo dejaron ahí mismo. Luego él solito llegó a nuestro jacal. Sucio, con una rajadota en la testa y pidiéndole perdón a mi mamá con lágrimas en sus ojos. Ya no quedó bien. No pudo trabajar más. Aquel hombre fuerte e inteligente, se acabó. Ya sólo le importaba fumar sus Delincuentes. Robaba dinero y vendía nuestras cosas para conseguir cigarros.

Lo bueno fue que se largaron. Era una lata tener a los fenómenos todo el día dentro del jacal. Bartolo se reía como una hiena de los chistes de Togo, quien me inspiraba mucho miedo ya que jamás se quitaba el maquillaje debido a que era buscado por pedofilia en Colombia y Venezuela; Sansón lo destruía todo con sus manotas gigantes y torpes; Fernando y Servando nunca querían comer lo mismo, siempre peleaban y no cabían en la mesa.

–Te tragas ese plato de frijoles y yo soy el que los pedorrea —le decía Servando a Fernando.

Elena se la pasaba robándole las pantaletas a mi madre para olerlas y masturbarse en la presa, y yo cada rato pisaba a Indalecio, quien se arrastraba por el piso como gusano ya que no tenía manos ni piernas. El jacal se convirtió en un maldito zoológico durante esos días. Después que mi papá enfermó comencé a trabajar en la vulcanizadora. Ésta quedaba sobre la carretera a Durango, cerca del vado de aguas cristalinas del que ya les hablé. Visitaba a mis papás cada fin de semana. Aquel domingo, al salir del Salón Hollywood, llegué de madrugada a la vulcanizadora con el labio reventado y con moretones en todo mi cuerpo. No quise ir a nuestro jacal por no mortificar a la jefita. Sabía lo que iba a decir: que siempre me meto en problemas; que pareciera que le quiero hacer honor a mi apodo; que le regresara la herramienta a mi tío el Gitano y que me fuera preparando para la llegada del Viernes Santo, el día del vía crucis.

La semana siguiente me tocaba participar en la Pasión. Nadie más podía con la cruz de madera, sólo yo. Aún no construían una más liviana. Además, yo era el único con barba. Mi madre me comprometía cada año. Era un Jesús pelirrojo.

Quien encarnaba al Salvador tenía que aguantar primero los latigazos. Después venía la corona de espinas en la cabeza. Luego debía cargar con una cruz de noventa kilos, desde la primera casa del pueblo hasta la punta del cerro que se encuentra al otro extremo, a espaldas de la iglesia. Una vez ahí, era mi deber fincarla sobre un agujero, para luego treparme en ella como por tres horas. Se recitaban las Siete Palabras de la Cruz, se procedía a la Procesión del Silencio y, por último, el Rosario del Pésame. No había un Simón que me ayudara con la carga, tampoco quien interpretara a los bandidos. Un servidor era el único crucificado. Eso sí, había muchos soldados romanos con látigo. Se alquilaban solos.

Don Peraza, mi patrón y propietario de la vulcanizadora El Loco Peraza, me dejó irme desde el miércoles al pueblo. El Jueves Santo también me alquilaba para participar en el Lavatorio de Pies. Ese año tampoco alcanzamos pan bendito. Al día siguiente cargaría con la cruz. Al llegar por la noche a nuestro jacal mi madre y yo comenzamos a discutir. Le dije que el padre nomás nos hablaba cuando se le ofrecía algo de nosotros. Me cambió de tema:

–Creo que tu papá vendió mi olla de bronce. No la encuentro. Dice que él no se la llevó. Que la plancha sí la vendió pero que la olla no. La vez pasada que le pregunté por la plancha me dijo que mi cadena de oro sí pero que la plancha no.

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04 May 2025
Volume:
524 p. 7 illustrations
ISBN:
9786075279480
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Bookwire
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