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Bartleby,
el escribiente
Una historia de Wall Street
Herman Melville
Bartleby, el escribiente.
Una historia de Wall Street
Título original de 1856: Bartleby, The Scrivener A Story of Wall-Street
D.R. © Vos Ediciones S.A.S., 2022
Sierra Hermosa 137
El Refugio, Querétaro
C.P. 76146
México
Traducción del inglés: © Verónica del Carmen Orendain de los Santos
Ilustraciones de interiores y cubierta: © Karim Meza López
Notas y epílogo: © Francisco Vásquez Ponce
Primera edición: 2022
ISBN: 978-607-98781-3-9 (epub)
ISBN: 978-607-98781-4-6 (impreso)
Colección: Vos Literaria
Colección a cargo de: Francisco Vásquez Ponce
Revisión de traducción: Luz Andrea Vázquez y Stefania Villareal
Diseño de la colección y portada: Francisco Ibarra π
Cuidado de edición: Uriel Carrillo Durán
Retrato de Herman Melville en solapa: Joseph Easton, 1870, dominio público
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Publicado en México
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Herman Melville
Bartleby,
el escribiente
Una historia de Wall Street
Soy un hombre bastante viejo.
Durante los últimos treinta años, la naturaleza de mi vocación me ha permitido estar en contacto habitual con lo que parecería un interesante y singular grupo de hombres, de los cuales, hasta donde yo sé, nada se ha escrito hasta ahora: me refiero a los copistas o escribientes. He conocido a muchos de ellos profesionalmente y en privado y, si quisiera, podría relatar un sinfín de historias con las que los hombres bienintencionados podrían sonreír y las almas sentimentales podrían llorar. Pero renuncio a las biografías de todos los demás escribientes por algunos pasajes de la vida de Bartleby, quien era el escribiente más extraño que yo haya conocido o de quien haya oído hablar. Mientras que de otros copistas podría escribir la vida completa, de Bartleby nada de esto se puede hacer. Creo que no existen elementos para contar con una biografía completa y satisfactoria de este hombre. Es una pérdida irreparable para la literatura. Bartleby fue uno de esos seres de los que nada es comprobable, excepto en las fuentes originales y, en su caso, esas son mínimas. Lo que mis asombrados ojos vieron de Bartleby es todo lo que sé de él, excepto, claro, por un vago rumor que aparecerá en el desenlace.
Antes de presentar al escribiente, tal como lo vi por primera vez, es apropiado hacer mención de mí mismo, de mis empleados, mi negocio, mis oficinas y mi entorno en general, porque tal descripción es indispensable para una comprensión adecuada del personaje que está a punto de ser presentado.
En primer lugar, soy un hombre que, desde su juventud, ha estado plenamente convencido de que la forma más fácil de vivir es la mejor. Por lo tanto, aunque pertenezco a una profesión proverbialmente enérgica y nerviosa, turbulenta en ocasiones, no había experimentado algo de esa naturaleza que perturbara mi paz. Soy uno de esos abogados poco ambiciosos que nunca se dirigen a un jurado ni buscan atraer de ninguna manera el aplauso público. En la magnífica tranquilidad de un cómodo retiro, trabajo cómodamente con las fianzas, hipotecas y títulos de propiedad de gente adinerada. Todos los que me conocen me consideran un hombre eminentemente seguro. El difunto John Jacob Astor, un personaje poco dado al entusiasmo poético, no dudó en pronunciar que mi primera virtud era la prudencia; la segunda, el método. No lo digo con vanidad, sólo dejo constancia de que mis servicios profesionales no fueron desdeñados por el difunto John Jacob Astor, un nombre que, lo admito, me encanta repetir porque tiene un sonido redondeado y orbicular, y resuena como el tintineo del golpear de lingotes de oro. Debo agregar que no fui insensible a la buena opinión del difunto John Jacob Astor. [1]
En algún momento anterior al periodo en que comienza esta pequeña historia, mis labores se habían incrementado considerablemente. Se me había conferido el cargo de juez auxiliar en el Tribunal Superior, un cargo ahora desaparecido en el estado de Nueva York. No era un trabajo difícil, aunque sí gratamente remunerado. Rara vez pierdo la calma; aún más raro es que me entregue a una peligrosa indignación ante agravios y ultrajes; pero permítanme ser imprudente y declarar que considero la abrupta y violenta abrogación del cargo de juez auxiliar, por la nueva Constitución, como un acto prematuro; había considerado una renta vitalicia de las ganancias y sólo recibí las de unos pocos años. Pero esto es al margen.
Mis oficinas estaban en un piso alto del n.- de Wall Street. En un extremo, se observaba la pared blanca del interior de un espacioso tragaluz que penetraba el edificio de arriba a abajo. Esta vista podría considerarse, más que nada, sosa, carente de lo que los paisajistas llaman “vida”. Pero, aun así, la vista del otro extremo de mis oficinas ofrecía, al menos, un contraste, si no más. En esa dirección, mis ventanas tenían una vista sin obstáculos de un alto muro de ladrillos, ennegrecido por la edad y la sombra eterna; la pared no requería telescopio para resaltar sus bellezas; en beneficio de todos los espectadores miopes, estaba a diez pies de distancia de los cristales de mis ventanas. Debido a la gran altura de los edificios circundantes, y a que mis oficinas se encontraban en el segundo piso, el intervalo entre este muro y el mío guardaba parecido con una enorme cisterna cuadrada.
En el periodo que precede al arribo de Bartleby, tenía a dos personas como copistas y a un chico prometedor como empleado de oficina. El primero, Turkey; el segundo, Nippers; el tercero, Ginger Nut. Estos nombres pueden parecer del tipo que normalmente no se encuentran en el directorio. La verdad, eran apodos mutuamente conferidos por mis tres empleados, y eran representativos de sus personas o caracteres. Turkey era un inglés de corta estatura, casi de mi edad, es decir, no muy lejano de los sesenta. Por la mañana, se podría decir que su rostro era de un fino tono colorido, pero después de las doce en punto del mediodía –su hora de comida– ardía como carbones navideños; y continuaba ardiendo, disminuyendo gradualmente, hasta las 6 p. m. más o menos, después de lo cual ya no veía más al dueño de la cara, que, alcanzando su cenit con el sol, parecía ponerse con él, elevarse, culminar y declinar al día siguiente, con la misma regularidad y gloria.
Hay muchas coincidencias singulares con las que me he encontrado en el transcurso de mi vida, de entre las cuales destaca el hecho de que exactamente cuando Turkey emitía los rayos más vívidos desde su rojo y radiante rostro, justo en ese momento, también comenzaba el periodo diario en el que consideraba que sus capacidades comerciales estaban gravemente afectadas por el resto de las veinticuatro horas. No es que estuviera absolutamente inactivo, o reacio a los negocios, todo lo contrario. La dificultad era que estaba dispuesto a ser demasiado enérgico. Había en él una extraña, vehemente, agitada y disparatada actividad. Era descuidado al mojar la pluma en el tintero. Todos sus manchones fueron hechos en mis documentos después de las doce del mediodía. En efecto, no sólo era imprudente y hacía manchones por la tarde, sino que algunos días iba más lejos y era bastante ruidoso. En dichas ocasiones, su rostro ardía con vívido color, como si el carbón hubiera sido mezclado con antracita. Hacía un ruido desagradable con su silla; derramaba su caja de arena; intentando arreglar sus bolígrafos, con impaciencia, los partía en pedazos y los arrojaba al suelo con repentina pasión; se levantaba y se inclinaba sobre su mesa, arreglando sus papeles de la manera más indecorosa, algo muy triste de observar en un hombre mayor como él. Sin embargo, como en muchos aspectos era una persona muy valiosa para mí, y como antes de las doce del mediodía también era el ser más rápido y estable, pues realizaba una gran cantidad de trabajo de una manera nada fácil de igualar, estaba dispuesto a pasar por alto sus excentricidades, aunque, ocasionalmente, lo reprendía. No obstante, lo hacía con mucha delicadeza porque, aunque era el hombre más cortés, o mejor dicho, el más dócil y reverente por la mañana, por la tarde se disponía, por provocación, a ser áspero de lengua, de hecho, insolente. Ahora bien, no estando dispuesto a perder sus servicios matutinos, los cuales yo bien valoraba, pero, al mismo tiempo, incómodo por sus exageradas maneras vespertinas –y siendo yo un hombre de paz, reacio a que mis admoniciones provocaran respuestas impropias en él–, me hice cargo, un sábado al mediodía (siempre era peor los sábados), de insinuarle, muy amablemente, que quizás ahora que estaba envejeciendo, sería mejor recortar sus labores; en resumen, no necesitaba ir a mi oficina después de las doce en punto, pero, una vez terminada la comida, sería mejor que se fuera a su casa y descansara hasta la hora del té. Pero no; insistió en cumplir con sus obligaciones vespertinas. Su semblante se tornó intolerablemente férvido mientras aseguraba con elocuencia, gesticulando en el otro extremo de la sala, que si sus servicios en la mañana son útiles, ¿cuán indispensables son, entonces, en la tarde?
“Con todo respeto, señor”, dijo Turkey en esa ocasión, “me considero su mano derecha. Por la mañana sólo marcho y despliego mis columnas, ¡pero por la tarde me pongo a la cabeza y enfrento gallardamente al enemigo!”, e hizo una violenta estocada con la regla.
“Pero los manchones, Turkey”, insinué.
“Es cierto, pero, con todo respeto, señor, ¡mire estos cabellos! Estoy envejeciendo. Seguramente, señor, una mancha o dos en una tarde calurosa no se deben achacar severamente a las canas. La vejez, incluso si llena de manchones la página, es respetable. Con todo respeto, señor, ambos estamos envejeciendo”.
Esta apelación a mi empatía fue difícil de resistir. En todo caso, comprendí que no se marcharía. Por ende, decidí dejarlo quedarse, asegurándome, sin embargo, de que durante la tarde estuviera a cargo de mis documentos menos importantes.
Nippers, el segundo de mi lista, era un joven de aspecto piratesco, con mostacho, piel cetrina, de unos veinticinco años. Siempre lo consideré víctima de dos poderes malignos: la ambición y la indigestión. La ambición se evidenciaba por una cierta impaciencia con los deberes de un simple copista, una usurpación injustificable de asuntos estrictamente profesionales, como la elaboración original de documentos legales. La indigestión se manifestaba en rachas ocasionales de inquietante malhumor y en irascibles muecas, que ocasionaban un notorio rechinar de dientes cuando cometía errores al copiar; en maldiciones innecesarias, siseadas, más que habladas, en lo álgido del trabajo y, por sobre todo, en un continuo descontento con la altura de la mesa donde trabajaba. A pesar de poseer una gran habilidad manual, Nippers nunca pudo hacer que la mesa se adaptara a él. Puso fichas debajo, bloques de varios tipos, trozos de cartón y hasta llegó al extremo de intentar un último ajuste exquisito con pedazos de papel absorbente doblado. Pero ningún invento parecía funcionar. Si, por el bien de aliviar su espalda, elevaba la tapa de la mesa en un ángulo agudo hacia su barbilla, y escribía sobre esta como un hombre que usa el techo inclinado de una casa holandesa como escritorio, entonces él aseveraba que esto interrumpía la circulación en sus brazos. Si bajaba la mesa hasta su cintura, y se inclinaba sobre ella para escribir, entonces lograba dolor de espalda. En resumen, la verdad del asunto era que Nippers no sabía lo que quería. O, si quería algo, era deshacerse completamente de la mesa de escribiente. Entre las manifestaciones de su ambición enfermiza se encontraba la afición que tenía por recibir visitas de ciertos sujetos con abrigos andrajosos y de aspecto dudoso, a quienes llamaba sus clientes. De hecho, yo era consciente de que, a veces, él actuaba como político local, de que ocasionalmente hacía algún pequeño trabajo en los juzgados, y de que no era desconocido en las inmediaciones del presidio. Sin embargo, tengo buenas razones para creer que una persona que lo visitó en mi despacho, y que con gran aire insistió en que era su cliente, no era nada más que un recaudador, y el supuesto título de propiedad, una factura. Pero, con todas sus fallas y las molestias que me causaba, Nippers, como su compatriota Turkey, era un hombre muy útil para mí; escribía con mano limpia y rápida y, cuando lo quería, no carecía de una conducta caballerosa. Sumado a esto, siempre se vestía con elegancia, y así daba prestigio a mi oficina. Mientras que, con respecto a Turkey, tenía mucho que hacer para evitar que fuera un desprestigio para mí. Sus ropas parecían grasosas y olían a comedores. Llevaba sus pantalones muy sueltos y holgados en verano. Sus abrigos eran execrables; su sombrero, mejor no tocarlo. Pero mientras que el sombrero era una cosa de indiferencia para mí, ya que su natural civilidad y deferencia, propias de un inglés subordinado, lo llevaban a quitárselo siempre al momento de entrar en la habitación; su abrigo era otro asunto. Respecto a sus abrigos, procuré razonar con él; pero sin efecto. La verdad era, supongo, que un hombre de ingreso tan pequeño no podía permitirse lucir una cara tan brillante y un brillante abrigo al mismo tiempo. Como observó Nippers una vez, el dinero de Turkey se destinaba principalmente a tinta roja. Un día de invierno, le regalé a Turkey un abrigo mío de aspecto muy respetable, un abrigo gris acolchado, de una calidez de lo más confortable, que se abotonaba directamente desde la rodilla hasta el cuello. Pensé que Turkey agradecería el favor y reduciría sus imprudencias y escándalos vespertinos. Pero no; creo realmente que enfundarse en un abrigo tan suave como una manta tuvo un efecto pernicioso sobre él: sobre el mismo principio que demasiada avena es mala para los caballos. De hecho, precisamente como un caballo inquieto e impetuoso siente su avena, Turkey se jactaba de su abrigo. Lo hizo insolente. Era un hombre a quien la prosperidad le hacía daño.
Aunque respecto a los hábitos de autocomplacencia de Turkey tenía mis propias suposiciones, en cuanto a Nippers estaba convencido de que, en cualquier otro aspecto, cualesquiera que fuesen sus faltas, era, al menos, un joven sobrio. Pero parecía que la naturaleza misma había sido su viticultora y que en su nacimiento lo había dotado tan plenamente de un carácter irritable predispuesto al brandy, que todas las libaciones posteriores le eran innecesarias. Cuando considero cómo, en medio de la quietud de mi oficina, Nippers a veces se levantaba impacientemente de su asiento e, inclinándose sobre su mesa, estiraba los brazos, agarraba el escritorio, lo movía y lo sacudía con un furioso y machacante movimiento sobre el piso, como si la mesa fuera un perverso agente, con la intención de frustrarlo y molestarlo; percibía claramente que, para Nippers, el brandy y el agua eran totalmente superfluos.
Fue una suerte para mí que, debido a su causa peculiar –indigestión–, la irritabilidad y el consiguiente nerviosismo de Nippers eran principalmente observables en las mañanas, mientras que en las tardes era relativamente tranquilo. Y como los paroxismos de Turkey sólo llegaban alrededor de las doce, nunca tuve que lidiar con sus excentricidades al mismo tiempo. Sus ataques se relevaban como guardias. Cuando Nippers estaba en turno, Turkey descansaba; y viceversa. Este era un buen arreglo natural, dadas las circunstancias. Ginger Nut, el tercero de mi lista, era un muchacho de unos doce años. Su padre era un carretero, quien antes de morir anhelaba ver a su hijo en un tribunal en lugar de en una carreta. Así que lo envió a mi oficina como estudiante de derecho, encargado, limpiador y barrendero, a razón de un dólar por semana. Tenía un pequeño escritorio para él solo, pero no lo usaba mucho. Tras una inspección, el cajón tenía una gran variedad de cáscaras de varios tipos de nueces. De hecho, para este joven astuto, toda la noble ciencia de la ley estaba contenida en una cáscara de nuez. Una de las principales obligaciones de Ginger Nut, y la que cumplía con la mayor diligencia, era su deber como proveedor de galletas y manzanas para Turkey y Nippers. Ya que copiar documentos legales es un trabajo proverbialmente seco, una especie de negocio áspero, mis dos escribientes solían humedecerse la boca muy a menudo con manzanas Spitzenberger, que se adquieren en los numerosos puestos cerca de la Aduana y la Oficina de Correos. Además, enviaban a Ginger Nut frecuentemente por esa peculiar galleta –pequeña, plana, redonda y muy sazonada–, por el cual él recibió su nombre. En una mañana fría, cuando el negocio era aburrido, Turkey se comía decenas de estas galletas como si fueran meras obleas –de hecho, las vendían de seis u ocho por un penique– y el raspar de su pluma se mezclaba con el crujido de las partículas crujientes en su boca. De entre todas las vehementes torpezas vespertinas y las excitaciones impetuosas de Turkey, destaca una vez que humedeció una galleta de jengibre entre los labios y la estampó en una hipoteca a modo de sello. Me acerqué para despedirlo, pero él me tranquilizó haciendo una reverencia oriental y diciendo: “Con todo respeto, señor, fue generoso de mi parte facilitarle un sello por mi cuenta”.
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