Seguir a Jesús

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Seguir a Jesús
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PREFACIO

Henri Nouwen: mi amigo y mi maestro

Oí hablar por primera vez de Henri Nouwen cuando yo estaba aún en el seminario, en Ohio, a finales de los años sesenta. Mi madre me escribió desde Kansas para decirme que había un nuevo sacerdote holandés en nuestra parroquia, y que le encantaba asistir a sus misas. «Su acento le hace ser difícil de entender a veces, pero dice misa con mucha reverencia y devoción», me dijo. Por supuesto, en aquel momento yo no tenía ni idea de quién era la persona de la que me estaba hablando. Él era por entonces un estudiante de doctorado en psicología en el instituto Menninger, cerca de nuestra casa familiar en Topeka. Pero no pasó mucho tiempo antes de que entrase en mi vida.

A comienzos de los años setenta solíamos ser ponentes en los mismos congresos. Enseguida me visitó varias veces en la comunidad Nueva Jerusalén, en Cincinnati, donde me dijo que añoraba tener una comunidad y relaciones profundas. Me di cuenta de que se trataba de una ferviente necesidad. De vez en cuando dábamos largos paseos por el barrio obrero donde la comunidad se había establecido. Siempre me recreaba –no sé qué otra palabra usar– con su interminable curiosidad espiritual, su extrema vulnerabilidad y su humilde preocupación por la gente.

Henri anhelaba tener una relación profunda, y creo que las relaciones eran, de hecho, su verdadero talento. Sabía distinguir lo auténtico de lo falso, y quería ser sanador de lo falso. ¡Que es exactamente por lo que nos prestó un servicio tan grande!

Cuando me mudé a Nuevo México, en 1986, para fundar un Centro para la Acción y la Contemplación, Henri me escribió una carta de apoyo animándome a «no enseñar nada más que contemplación». E incluso me recomendó para mis estudios las obras de Eknath Easwaran. Esto me demostró la profundidad de su fe cristiana, que no estaba amenazada por un maestro de la India inspirado por el hinduismo. También me demostró que, por muy católico que fuera, reconocía la auténtica enseñanza contemplativa allá donde fuera.

Dado que yo le admiraba como un sabio y santo anciano, trataba a menudo de pedirle orientación espiritual. Pero, pasados tan solo unos minutos, me daba cuenta de que, en realidad, nunca contestaba a mis preguntas, sino que se las arreglaba para, de algún modo, darle la vuelta ¡y convertirme a mí en su director espiritual! Nunca supe con seguridad si se trataba de humildad por su parte o de algún otro tipo de inconsciente necesidad de reciprocidad, pero acabé por concluir que era una sincera búsqueda espiritual, y que valoraba mis percepciones tanto como las suyas. Aunque yo sabía que él era un escritor de espiritualidad, en la vida real era un buscador y creyente espiritual: siempre deseoso de mayor sabiduría y de mayor capacidad de amar.

Cuando se enteró de que yo iba a empezar a impartir clases de espiritualidad para hombres, me escribió y me animó firmemente a ello. También les dijo a varios pintores que debían pintar imágenes capaces de sanar las relaciones padre-hijo, que tantas veces estaban rotas. Sabía que a menudo se necesitaba una imagen para comenzar el proceso de sanación. Al menos un pintor de iconos, el franciscano Robert Lenz, aceptó su consejo y pintó a Juan, el discípulo amado, con su cabeza reposando en el pecho de Jesús. A Henri le encantó y fue muy sincero conmigo y con los demás sobre la complicada relación que él mismo mantenía con su propio padre.

En resumen, y desde mi sencilla perspectiva, estos fueron los principales dones de Henri Nouwen: vulnerabilidad humana y un poder sanador que obtuvo de su sólida honestidad. Para la mayoría de nosotros, él fue el creador de la frase «el sanador herido», y la demostró plenamente en su vida. Le encantaba ser conocido, pero era totalmente consciente de la ironía. Recuerdo cuando me dijo, con auténtica pena: «Mi propia familia, en Holanda, no lee mis libros, ¡ni siquiera saben de su existencia!». Pero luego se reía de sí mismo por haber dicho tal cosa.

Quizá podríamos decir que Henri invitaba a la tiniebla humana a una completa conversación de espiritualidad, igual que Francisco de Asís y Teresa de Lisieux, pero con una sabiduría psicológica mayor. Esto le llevó a un conocimiento muy práctico de la naturaleza del amor y de todas las relaciones, en especial del amor de Dios. Los cristianos nos hemos educado aprendiendo a llamar a las tinieblas «pecado» y quizá las hemos reconocido como tal demasiado apresuradamente, pero luego hemos sido incapaces de aprender de ellas. Henri por supuesto que «confesaba» sus pecados y sus fallos a quienes estaban cerca de él, pero solo después de haber sentido su aguijón, su textura, su verdad y su sabiduría, siempre disponible. Admitir esto con honestidad pareció llevarle a la compasión por los demás.

Con todo esto, y por todo esto, Henri destacó como un soberbio maestro cristiano que resistirá, con toda seguridad, el paso del tiempo. Y ahora, en este libro, estás a punto de disfrutar de algunos de sus conocimientos, duramente conquistados.

Pronto se convertirá en tu amigo, si no lo es ya.


Fr. RICHARD ROHR, OFM

Centro para la Acción y la Contemplación

Albuquerque, Nuevo México

INTRODUCCIÓN

¿Sigues a Jesús? Quiero que te mires a ti mismo y te hagas esta pregunta.

¿Eres un seguidor? ¿Lo soy yo?

A menudo somos más errabundos que seguidores. Hablo refiriéndome a mí mismo tanto como a ti. Corremos mucho, hacemos muchas cosas, conocemos a mucha gente, vamos a muchos eventos, leemos muchos libros. Experimentamos la vida con muchas, muchas cosas. Vamos aquí y allí, hacemos esto y aquello, hablamos con él, con ella, tenemos esto y aquello que hacer. A veces nos preguntamos cómo podemos hacerlo todo. Si nos paramos a recapacitar sobre ello, nos damos cuenta de que solemos ir corriendo de una emergencia a otra. Estamos tan ocupados y tan liados… Pero, si nos preguntan en qué estamos tan ocupados, realmente no lo sabemos.

Las personas que vagan de una cosa a otra, sintiendo que, más que vivir, están siendo vividas, se sienten muy cansadas. Profundamente cansadas. Es un problema para mucha gente. No es tanto que hagamos muchas cosas, sino más bien que hacemos muchas cosas mientras nos preguntamos si está pasando algo. A veces parece como si tuviéramos muchas pelotas en el aire y nos preguntáramos cómo podríamos mantenerlas todas en movimiento. Es muy cansado. Realmente agotador.

Hay personas que acaban por detenerse y dejarlo todo. Dicen: «Pasaron cinco años y lo cierto es que no había pasado nada». Se sientan ahí y no hacen nada. Nada les entusiasma ya. No tienen un verdadero interés en la vida. Solo ven la tele, leen cómics y duermen todo el rato. No hay ni ritmo, ni movimiento, ni tensión. A veces encuentran una vía de escape en el alcohol, las drogas o el sexo, pero nada les fascina. Nada les da energía.

«¿Qué quieres hacer?». «Me da igual».

«¿Quieres ir a ver una película?». «Me da igual».

Han pasado de deambular a estar ahí sentadas. Estas personas están también muy cansadas. Hay en ellas una verdadera fatiga. Estos dos tipos de personas, las que corren de un lado a otro y las que están ahí sentadas, no se dirigen a ningún sitio.

En todos nosotros hay algo del errabundo y algo del sedentario. Si observas este mundo, puede que pienses: «Estoy muy cansado. Hay tanta fatiga, tanta sensación de pesadez en este mundo, que a veces me siento como un errabundo y otras veces como alguien que tan solo está sentado». Es a este cansado mundo al que Dios envía a Jesús para que hable con la voz del amor. Jesús dice: «Seguidme. Dejad de ir corriendo de un lado a otro. Seguidme. No os quedéis sentados aquí. Seguidme».

La voz del amor es la voz que puede tomar nuestra vida de errabundos o sedentarios y transformarla por completo en una vida con un objetivo y con un lugar al que dirigirse.

«Sígueme».

Puede que algunos de nosotros hayamos escuchado ya esta voz. Otros no.

Cuando oímos la voz que nos llama para que la sigamos, las piezas suelen encajar. En lugar de vagar de un lado a otro, de pronto tenemos un objetivo. Sabemos dónde vamos. Tenemos una sola preocupación. De pronto, ese profundo hastío que sentíamos se desvanece, porque hemos escuchado la voz del amor.

Si carecemos de un objetivo, si no tenemos a nadie a quien seguir, somos personas vacías. ¡Lo somos! Pero cuando descubrimos que hay una voz de amor que nos llama y nos dice: «Sígueme», todo es diferente. La vida, que parecía tan apagada, tan aburrida, tan agotadora, de pronto es una vida con un sentido.

Puede que nos digamos: «¡Ahora ya sé por qué vivo!».

El objetivo de escribir este libro es ayudarte a ti y a mí mismo a escuchar la voz del amor, a escuchar esa voz que nos susurra al oído: «¡Sígueme!».

Espero poder guiarte y guiarme desde un inquieto vagabundeo a un alegre seguimiento; desde ser personas hastiadas, sentadas sin hacer nada, a sentir entusiasmo por haber escuchado esa voz.

No es una voz que se imponga. Es una voz de amor, y el amor no empuja ni tira. El amor es muy sensible.

Hay un precioso relato en el Antiguo Testamento en el que el profeta espera a la entrada de una cueva por donde iba a pasar el Señor. Llegó el trueno, pero el Señor no estaba en el trueno. Hubo un terremoto, pero el Señor no estaba en el terremoto. Hubo fuego, pero el Señor no estaba en el fuego. Y entonces se oyó un murmullo, una vocecita, y el Señor estaba en esa voz (cf. 1 Re 19,11-13).

 

La voz es muy sensible. Puede ser muy queda. A veces es difícil percibirla. Pero la voz del amor ya está dentro de ti. Quizá ya la hayas oído.

Escucha. Te dice: «Te quiero», y te llama por tu nombre. Dice: «Ven, ven. Sígueme».


Querido Señor:

Quédate hoy conmigo. Escucha mi confusión y ayúdame a saber cómo vivirla. No conozco las palabras. No conozco el camino. Muéstrame el camino. Eres un Dios tranquilo. Ayúdame a escuchar tu voz en un mundo ruidoso. Quiero estar contigo. Sé que tú eres la paz. Sé que eres la alegría. Ayúdame a ser una persona pacífica y alegre. Estos son los frutos de vivir cerca de ti. Llévame cerca de ti, querido Señor.

Amén.

1

LA INVITACIÓN.
«VENID Y VERÉIS»

Al día siguiente, estaba Juan con dos de sus discípulos y, fijándose en Jesús, que pasaba, dice:

–Este es el Cordero de Dios.

Los dos discípulos oyeron sus palabras y siguieron a Jesús. Jesús se volvió y, al ver que lo seguían, les pregunta:

–¿Qué buscáis?

Ellos le contestaron:

–Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives?

Él les dijo:

–Venid y veréis.

Entonces fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día; era como la hora décima (Jn 1,35-39).


Imagina por un momento que estás en esta historia. Imagina que estás ahí con Juan el Bautista. Era un hombre recio. Imagínatelo vestido con piel de camello. Está alejado de los demás. Con una voz firme dice: «¡Arrepentíos! ¡Arrepentíos! Sois unos pecadores. ¡Arrepentíos, arrepentíos, arrepentíos!».

La gente le escucha. En cierto modo, sienten que hay algo que falta en sus vidas. En cierto modo, sienten que están ocupados con muchas cosas y agotados, o que están ahí sentados sin hacer nada y nada va nunca a ocurrir.

Acuden a este hombre extraño –a este hombre salvaje– y escuchan. Juan y Andrés, dos de los discípulos de Juan, están allí con él. Un día Jesús pasa por allí. Juan se fija en él y dice: «Este es el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo».

Juan sabía que su pueblo era pecador y tenía que arrepentirse, pero también sabía que él no podía quitar el pecado de esas personas, que quitar los pecados no entraba dentro de las capacidades humanas. Decía: «¡Arrepentíos, arrepentíos, arrepentíos!». Pero, cuando Jesús pasó por allí, Juan se fijó en él y les dijo a Juan y a Andrés: «Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Es el siervo de Dios. Ha venido a sufrir. Es aquel que ha sido enviado para convertirse en sacrificio, en Cordero de Dios, para quitar así vuestros pecados».

Quédate en esta imagen.

Quédate donde están Juan y Andrés, deseosos de empezar una nueva vida, con un nuevo objetivo, un nuevo comienzo, un nuevo corazón, una nueva alma. Esos dos jóvenes comienzan a seguir a Jesús, y Jesús se da la vuelta, ve que le están siguiendo y les pregunta: «¿Qué buscáis?». ¿Y qué dicen ellos? ¿Dicen «Señor, queremos seguirte», «Señor, queremos hacer tu voluntad», «Señor, queremos que nos quites el pecado»? No, ¡no dicen nada de eso!, sino que preguntan: «¿Dónde vives?».

De algún modo, ya aquí, en el principio de la historia, oímos una pregunta muy importante: ¿dónde vives? ¿Cuál es tu sitio? ¿Cuál es tu camino? ¿Cómo es estar cerca de ti?

Jesús dice: «Venid y lo veréis».

No dice: «Venid a mi mundo». No dice: «Venid, que os cambiaré». No dice: «Convertíos en mis discípulos», «Escuchadme», «Haced lo que yo os diga», «Tomad vuestra cruz». No. Dice: «Venid y lo veréis. Mirad a vuestro alrededor. Conocedme». Esta es la invitación.

Ellos se quedaron con él. Fueron y vieron dónde vivía y se quedaron con él el resto del día. Juan dice que era la hora décima, es decir, las cuatro de la tarde.

Jesús les invitó y ellos fueron con él y vivieron con él. Fueron voluntariamente a donde él vivía. Vieron a un hombre muy distinto que Juan el Bautista: este gritaba: «¡Arrepentíos, arrepentíos, arrepentíos!», pero Jesús, en cambio, decía: «Venid a ver dónde vivo».

Ellos vieron a Jesús, el Cordero de Dios. El humilde servidor. Pobre, amable, cálido, pacífico, puro de corazón. Le vieron. Ya entonces. Vieron al Cordero de Dios.

Hay cierta dulzura. Cierta amabilidad. Cierta humildad.

«Venid y veréis».

«Se quedaron con él el resto del día».

Jesús les invita a entrar para que echen un vistazo.

Estate ahí. Mira con los ojos del corazón la historia que acabas de escuchar.


SOMOS INVITADOS


Jesús nos invita a ir a la casa de Dios. Es una invitación a entrar en la morada de Dios.

No es una invitación con grandes exigencias. Es la historia del Cordero de Dios, que nos dice: «Venid, venid a mi casa. Echad un vistazo, mirad a vuestro alrededor. No tengáis miedo». Mucho antes de la llamada radical de Jesús a dejarlo todo atrás, dice: «Venid, mirad dónde vivo».

Jesús es un anfitrión que nos quiere cerca de él. Jesús es el Buen Pastor del Antiguo Testamento, que invita a su pueblo a su mesa, donde rebosa la copa de la vida.

Esta imagen de Dios invitándonos a su casa se emplea a lo largo de toda la Escritura.

El Señor es mi casa. El Señor es mi escondite. El Señor es mi toldo, mi resguardo.

El Señor es mi refugio. El Señor es mi tienda de campaña. El Señor es mi templo. El Señor es mi morada. El Señor es mi hogar. El Señor es el lugar donde quiero habitar todos los días de mi vida.

Dios quiere ser nuestra alcoba, nuestra casa. Él quiere ser todo aquello que nos haga sentir como en casa. Ella es como un ave que nos acurruca bajo sus alas. Ella es como una mujer que nos alberga en su vientre. Ella es la Madre infinita, el Anfitrión amable, el Padre cariñoso, el buen Proveedor, que nos invita a que nos unamos a él.

Hay una sensación de ser que es segura y buena. En este peligroso mundo, repleto de violencia, caos y destrucción, hay un lugar donde queremos estar. Queremos estar en la casa de Dios, para sentirnos seguros, para ser abrazados, para ser amados, para que se preocupen de nosotros. Con el salmista decimos: «¿Dónde quiere estar mi corazón, sino en la casa del Señor?» (véanse Sal 84 y 27).

La palabra «casa» cada vez tiene un significado mayor. Jesús dice: «En la casa de mi Padre hay muchas moradas […] me voy a prepararos un lugar» (Jn 14,2). Jesús nos habla de esa casa grande, de esa mansión, donde disfrutaremos de un banquete y donde la copa rebosa, donde la vida será una gran celebración.

El evangelio de Juan comienza con una increíble visión de lo que significa la casa. «En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba en el principio junto a Dios. Por medio de él se hizo todo […] Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,1-3.14). De eso trata la encarnación: de hacer morada. Si lees el evangelio, oyes a Jesús decir: «He hecho morada en vosotros para que vosotros podáis hacer morada en mí» (cf. Jn 15,4-8). Esta visión de la casa de Dios aún se profundiza más. De pronto, todas esas imágenes surgen y nos damos cuenta de que nosotros somos la casa de Dios, y que estamos invitados a hacer morada donde Dios ha hecho su casa. Nos damos cuenta de que aquí donde estamos, justo aquí, en este cuerpo, con este rostro, con estas manos, con este corazón, estamos en el lugar donde Dios puede hacer morada.

Escucha atentamente: Jesús quiere que tú y yo nos convirtamos en parte de la familia íntima de Dios. «Como el Padre me ha amado, así os he amado yo» (Jn 15,9). Jesús dice: «Vosotros no sois siervos, ni extranjeros, ni extraños; no, vosotros sois amigos, porque todo lo que he escuchado a mi Padre es vuestro, y todas las obras que yo puedo hacer, vosotros también las podéis hacer, e incluso mayores. Yo no soy una persona grande y vosotros pequeñas, no; todo lo que yo puedo hacer, vosotros también» (cf. Jn 15,15-16).

La profunda relación entre el Padre y el Hijo tiene un nombre. Es el Espíritu. El Espíritu Santo. «Quiero que tengáis mi Espíritu». «Espíritu» significa «aliento». Proviene del griego antiguo pneuma. «Quiero que tengáis mi aliento. Quiero que tengáis la parte más íntima de mí mismo para que la relación entre vosotros y Dios sea la misma que entre Dios y yo, que es una relación divina».

Lo que tienes que escuchar con tu corazón es que estás invitado a permanecer en la familia de Dios. Estás invitado a ser parte de esta estrecha comunión ahora mismo.

La vida espiritual significa que eres parte de la familia de Dios.

Cuando decimos: «Digo esto en nombre de Jesús» o «Hago esto en nombre de Jesús», lo que realmente queremos decir es: «Hago esto desde el lugar de Dios». Mucha gente sigue pensando hoy que, si hacemos algo en nombre de Jesús, es porque Jesús no está aquí, así que nosotros lo hacemos en representación suya. Pero no es esto lo que significa. Hablar en nombre de Jesús, morar en nombre de Jesús, obrar en nombre de Jesús, significa que el nombre es donde yo estoy. ¿Dónde estás tú? «Yo estoy vivo en el nombre, y ahí es donde habito, ahí es donde está mi casa». Una vez que vives aquí, puedes salir al mundo sin ni siquiera dejar este lugar.

Fuera de este lugar, fuera del corazón de Jesús, todas nuestras palabras y todos nuestros pensamientos carecen de sentido. Hagas lo que hagas, no abandones nunca este lugar, porque solo en este lugar estás en Dios. Solo de este lugar procede la salvación, y la salvación es lo que tenemos que suscitar en este mundo.

La invitación es: «Ven a ver el lugar de Dios». Al principio pensamos que es solo su casa, su lugar físico, pero, a medida que se desarrolla el evangelio de Juan, Juan nos muestra que el lugar de Dios es la vida íntima de Dios mismo: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, que forman una familia de amor a la que somos invitados. Seguir a Jesús es la forma de entrar en esa familia de amor.

No tenemos que seguir a Jesús. Primero está la invitación. «Venid, venid. Venid y veréis».


¿CÓMO RESPONDEMOS?

Escucha

Respondes a la invitación escuchando a la gente, como Juan el Bautista. Si Juan no hubiera dicho: «¡Mirad! Este es el Cordero de Dios», Juan y Andrés no le habrían visto. El relato del evangelio muestra que tenemos que escuchar a alguien que nos señale a Jesús. No encontramos a Jesús por nosotros mismos.

Puede que ese alguien no sea una persona apasionante, atractiva o de trato fácil. Quizá la persona que señala a Jesús nos resulte molesta precisamente por nuestros prejuicios. Tal vez menospreciemos a esa persona y digamos: «Mirad cómo viste». «No me interesa el tipo de gente que habla de Jesús».

Hemos de darnos cuenta de que tenemos que escuchar a esas personas, aunque no sean el tipo de personas con el que nos sintamos cómodos. Tal vez son demasiado pobres. O demasiado ricas. O tienen un acento extraño. O hablan en un idioma diferente. En cualquier caso, siempre hay una razón para decir: «Bueno, ellos también tienen sus problemas».

Y aun así. Apuntan hacia Jesús.

Tenemos que escuchar a la gente que no es necesariamente fácil de escuchar. A lo mejor es una mujer sencilla, un hombre muy sencillo, quien diga: «¿Amas a Jesús?». Y tú contestes: «Anda, venga ya».

Escucha.

Permanece atento.

Puede que se trate de un hombre muy poderoso, quizá el propio papa, quien hable de Jesús, y quizá digas: «Bueno, es fácil cuando vives en el Vaticano rodeado de todo eso». Pero no importa. Tú escucha.

Puede que sea una persona muy poco convencional que no sigue todas las normas. Pero, cuando alguien te llama a «seguir a Jesús», ten cuidado. Toma muy en serio esa voz.

«¡Mirad! ¡Mirad, el Cordero de Dios!».

Se nos pueden ocurrir miles de argumentos para no mirar, para no escuchar. Pero ten mucho cuidado.

Escucha.

Si no lo haces, quizá nunca encuentres a Jesús. Quienes señalan a Jesús apuntan lejos de ellos mismos y hacia él. Tómatelo en serio.

El Antiguo Testamento nos dice que Samuel está durmiendo en el templo cuando el Señor dice: «Samuel, Samuel». Él entonces va donde Elías, el sacerdote, y le dice: «No dejo de oír esta voz». Al principio, Elías le dice: «Vuelve a la cama». Pero, finalmente, Elías se da cuenta de que Dios está llamando al niño, y dice: «Dios te está hablando». Luego, cuando Samuel escucha de nuevo la voz, responde: «Aquí estoy, Señor, tu siervo escucha» (1 Sam 3,1-9). Sin Elías, Samuel nunca habría sabido que Dios le hablaba. Sin Juan el Bautista, Juan y Andrés no habrían mirado a Jesús. Tenemos que escuchar a las personas de nuestras vidas, incluso a las personas rotas, quebrantadas, y tomarlas muy en serio.

 

Pregunta

Después de escuchar tenemos que preguntar.

Juan y Andrés preguntaron: «¿Dónde vives?». Es muy importante que queramos saber quién es Jesús si queremos seguirle. Que realmente queramos saber.

«Señor, ¿dónde vives? Queremos estar contigo. Queremos saber de ti, conocerte».

Tienes que preguntar. Tengo que preguntar.

Sigue preguntando.

«Señor, ¿cómo es estar contigo? Quiero seguirte, pero no estoy seguro».

Sigue preguntando.

«He visto haciendo esto a personas que no me gustan mucho. Muéstrame cómo eres para que pueda verlo por mí mismo. Enséñame. ¿Dónde vives?».

Aquí es donde comienzan nuestras oraciones. Nuestras oraciones comienzan cuando decimos: «Señor, hazme tener una idea de quién eres. Algunas personas dicen esto de ti, otras personas dicen esto otro, pero yo quiero darme de verdad cuenta por mí mismo de quién eres».

No tengas miedo de preguntar.

Jesús dice: «Ya no os llamo siervos […] a vosotros os llamo amigos, porque todo […] os lo he dado a conocer» (Jn 15,15). Hemos de orar en él para ello. Ora: «Señor, tan solo quiero conocerte. Déjame percibir quién eres para que pueda hablar a partir de esa experiencia». Piensa en Juan el evangelista, que dice: «Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos» (1 Jn 1,1). Esto es lo que quiero yo para nosotros. Que queramos hablar de lo que hemos visto, de lo que hemos oído.

Haz morada

La tercera respuesta a la invitación es morar. «Juan y Andrés se quedaron hasta las cuatro de la tarde». Tenemos que permanecer con Jesús, morar con él. Tenemos que atrevernos a estar, simplemente a estar, con él. En el evangelio de Juan, Jesús dice: «Quiero vivir contigo. Quiero ser tu amigo. No eres un siervo. Eres parte de mi familia. Visítame. Quédate aquí. Pasa tiempo conmigo. Permanece conmigo».

Para seguir a Jesús tienes que desear decir: «Esta media hora voy a permanecer con Jesús. Sé que me distraeré. Sé que tengo cientos de pensamientos y un millón de cosas que hacer. Pero sé que me amas y me invitas, aunque yo esté impaciente y nervioso. Voy a permanecer».

Estate con él y escucha. Escucha al que te invita. Mantente en silencio. Como un niño está en casa con su madre y su padre. Tú tan solo permanece. Juega. Estate ahí. Media hora al día. ¿Es posible? ¿Es posible durante media hora? Tan solo estate ahí. Siéntate ahí y no hagas nada. Pierde el tiempo con Jesús. Eso es lo que hace el amor. El amor siempre quiere estar con su amante. Tú quieres estar ahí. Disfrútalo. «¡Qué bueno es que estemos aquí contigo, Jesús!» (Mc 9,5).

Lentamente descubrimos que estamos haciendo morada en el Señor y que estamos en su casa no solo durante media hora, sino todo el día. Siempre estamos en la casa del Señor. Estamos en el lugar del Señor allá donde estemos, hagamos lo que hagamos. Ya estamos en casa.

Aunque estemos de camino a nuestro hogar, ya estamos en casa.

No digas: «Estoy demasiado ocupado». No digas: «Tengo cosas mejores que hacer». Tan solo estate allí. Todos los días. Reza y descubre. Podemos vivir en este mundo hostil y competitivo y estar en casa.

Escucha, pregunta, permanece y poco a poco irás creciendo en Jesús.


***


SEGUIR A JESÚS es diferente a seguir a una persona famosa o unirse a un movimiento.

¿Qué quiero decir con esto?

Mucha gente se ve «atraída», «seducida» o «arrastrada» por cosas o personas. El culto al héroe es precisamente esto. Nos vemos atraídos hacia cantantes y estrellas de cine. Estas personas tienen el poder de seducirnos hacia otro mundo y, en cierto sentido, nos vemos pasivamente arrastrados hacia ellas. Esto no es seguimiento. Hay personas que pueden pensar que es seguimiento –como seguir a un héroe popular–, pero no es el seguimiento del que habla Jesús.

Tampoco somos seguidores al vernos atraídos por movimientos, aunque sean buenos. La gente me suele preguntar: «¿A qué te dedicas últimamente? ¿Estás con algo de counseling, terapia primal, psicosíntesis, percepción extrasensorial, análisis intelectual? ¿A qué te dedicas? Aprendemos de estos movimientos y nos sentimos atraídos hacia ellos, pero de lo que nos habla el evangelio es de algo totalmente distinto. El viaje espiritual es en esencia diferente a ser «impelido hacia» un culto a un héroe o verse atraído hacia un movimiento bueno.

Hay todo tipo de movimientos interesantes: movimientos de curación, movimientos terapéuticos, etc. Yo mismo he tomado parte en algunos de ellos. Pero lo que caracteriza a estas otras formas de seguimiento es que suelen estar centradas en el «yo». Si te ves arrastrado hacia un culto al héroe, te encontrarás buscando un yo ajeno. Hablé con amigos que fueron a un concierto de los Beatles hace años y les escuché decir lo fácil que era perder tu identidad por aquellos chicos de Liverpool. Mis amigos se destruyeron. Ya no estaban ahí. Estaban ahí indirectamente, ajenos. En cierto modo, se confundieron con la música y con aquellas personas. Al unirnos a estos movimientos buscamos por lo general una cierta armonía interior, una solución sanadora para algún dolor. Esperamos que sea quizá este o aquel movimiento el que nos proporcione un equilibrio emocional o una nueva cohesión interna.

Pero, cuando Jesús dice: «Seguidme», ocurre algo muy distinto. Entramos en una forma diferente de seguimiento, porque es una llamada desde «mí» y hacia Dios. Es una llamada para dejar que Dios entre en el centro de nuestro ser. Es un deseo de abandonarme, de abandonar mi «yo» y decir poco a poco: «Tú, Señor, eres el único».

No es una forma de buscarse a sí mismo, sino una forma de vaciarse, de dejar que el yo cree espacio para una forma totalmente nueva de ser que es Dios. La vida de Jesús fue una entrega gradual de sí mismo para que Dios pudiera estar plenamente en el centro. De esto trata la crucifixión. Cuando Jesús dice: «Sígueme», está diciendo: «Deja ese lugar del yo. Deja a tu madre, a tu padre, a tu hermano, a tu hermana, tu casa, tus posesiones familiares. Deja tu mundo “mí” –mi madre, mi padre, mi hermano, mi hermana, mis posesiones, mi mundo– y sígueme».

Jesús dice: «Déjalo». Déjalo para que Dios pueda ocupar el centro.

Estamos invitados a dejar el lugar familiar y encontrar a Dios. Estamos invitados a encontrar a Dios y confiar en que en Dios descubriremos quiénes somos verdaderamente. El énfasis no está en el «yo», sino en el Señor.

Seguir a Jesús es centrarse en Aquel que nos llama y confiar poco a poco en que podemos abandonar nuestro mundo familiar y en que algo nuevo llegará.

¡Nos convertiremos en personas nuevas!

¡Adoptaremos un nombre nuevo!

Abrán respondió a la llamada de Dios y pasó a llamarse Abrahán. Saulo siguió a Jesús y pasó a llamarse Pablo. Simón siguió a Jesús y se convirtió en Pedro. Pedro dejó su propio mundo y entró en el mundo de Dios, y encontró quién era realmente en Dios.

¿Cuál es tu nuevo nombre? ¿Cuál es el mío?


Señor Jesús:

Ayúdame en este momento a dejar a un lado lo que me ha preocupado hoy.

Aleja todos los miedos, que se baten furiosos a mi alrededor. Aleja todos los sentimientos de inseguridad y de baja autoestima y déjame ser modelado por ti, Cordero de Dios.

Ayúdame a entrar más profundamente en tu silencio, donde puedo escucharte y oír cómo me llamas, y encontrar la fuerza y el valor para seguirte. Te pido que te quedes conmigo mientras escucho tu palabra y llego a un conocimiento más hondo de tu misterio, de que tú me llames a seguirte.

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