Historia del pensamiento político del siglo XIX

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From the series: Universitaria #377
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También en Inglaterra se tendía a pensar en los pobres como una población degradada. Armados con su nuevo entusiasmo por las investigaciones de carácter social, que generaban estadísticas con las que poder determinar lo que se precisaba y «mover a la comunidad y los gobernantes» a la acción, los reformistas sociales humanitarios querían trasladar las quejas de estos nuevos pobres a la opinión pública (Abrams, 1968, p. 35). En general se confiaba en la existencia de simpatizantes en el seno de la comunidad que podían ser movidos a la acción. Se ha dicho a menudo que en Inglaterra se hizo frente al reto de la cuestión social por medio de una noción paulatinamente ampliada de inclusión jurídica, una noción de cuño político que, por muy imperfecta que fuera, reflejaba el sentimiento de que los derechos civiles contenían también una dimensión «social» (T. H. Marshall, 1977). En Francia, donde se culpaba a la Revolución de haber destruido los antiguos lazos morales y sociales sin crear otros nuevos que poner en su lugar, la retórica en torno a los males sociales tenía una mayor carga política. No es ya que pensaran que los pobres eran seres degradados: se los consideraba políticamente peligrosos (Chevalier, 1973; Himmelfarb, 1984, pp. 392-400).

De manera que los economistas sociales franceses temían y despreciaban a las clases pobres, pero tendían más que los reformistas ingleses a absolverlas de responsabilidad por su condición. Los males de la miseria pública «tienen su origen en el medio en el que viven los individuos, algo que no está en su mano cambiar» (Dufau, 1860, p. 93). La erradicación de los males sociales era una obligación social, no una cuestión de reforma del carácter de los individuos. Pero esta obligación era un deber que no generaba el correspondiente derecho político y, por lo tanto, no daba lugar a exigencias legales válidas. En realidad, estos autores injertaron el individualismo de la Revolución, con su discurso sobre el derecho natural, en las raíces mismas de la pobreza: la noción abstracta de los derechos del hombre económico era esencial para ese nuevo orden económico que estaba generando una clase empobrecida. Intentar eliminar los males del pauperismo reconociendo derechos individuales al trabajo o al bienestar no hacía sino ahondar en el problema al intensificar el individualismo, destruyendo toda organización intermedia y creando un vacío entre el Estado y el ciudadano (Cherbuliez, 1853, p. 4). Pero ¿quién tenía la obligación de acometer la labor de asistencia social, y cómo hacerlo? Los economistas sociales empezaban invocando la necesidad de un potencial de acción en la «sociedad», que, supuestamente, tenía su propia lógica y fuerza reguladora, superior y diferente a las leyes de la economía. Muchos de estos pensadores eran católicos conservadores y adoptaron una idea de obligación social que claramente era afín a la concepción religiosa del deber de ayuda mutua que une a los cristianos en una comunidad católica. Sin embargo, la idea de lo «social» era laxa y fluida, porque no había una teología concreta ni un cuerpo sacerdotal para darle forma[8].

En Inglaterra, los reformistas solían aliarse con los economistas políticos para combatir científicamente los nuevos males asociados a la pobreza generada por la industrialización (Abrams, 1968, pp. 8-52). En Francia, en cambio, los debates sobre la cuestión social y la reforma social florecieron al margen (e incluso en contra) de las categorías y afirmaciones de la economía política liberal. Surgieron en un discurso nuevo que pedía la integración social basada en una «ciencia» más amplia. Para que temas como la reforma de las prisiones, el trabajo infantil o la ayuda a los pobres pudieran considerarse «sociales» en la cultura política de elite de la Restauración y la Monarquía de Julio, había que señalar que estos asuntos no iban a discutirse en términos económicos o políticos, sino que se realizaría un análisis imparcial basado en datos recopilados por una elite de expertos (Drescher, 1968, p. 99). Se esperaba lograr un consenso en torno a las políticas sociales elaborando medidas de mejora con ayuda de una ciencia social apolítica, en vez de por medio de debates rituales que exacerbaran las fisuras del sistema político.

La idea original de privilegiar a la economía política por encima del resto de las ciencias sociales había sido rechazada tanto por los liberales del juste milieu como por los reformistas sociales católicos, porque se la identificaba con el individualismo revolucionario, una de esas peligrosas asociaciones que llevó a los miembros desafectos de la generación posrevolucionaria a estudiar una ciencia social «individualista». Muchos de estos jóvenes pensadores franceses se reunían en círculos donde leer y estudiar las obras de Tracy, Say, Cabanis, Kant y Bentham, y siguieron tortuosas odiseas personales que los condujeron a conspiraciones revolucionarias o al repliegue utópico. Al igual que los miembros de la Utilitarian Society de Inglaterra, que agrupaba a los seguidores de Bentham y James Mill, estos jóvenes radicales querían acabar con el irracionalismo y los prejuicios que supuestamente asfixiaban la política francesa aplicando la aguda lógica de la utilidad (Welch, 1984, pp. 135-153). Pero para los franceses esto era un paso más, no un destino. Muchos reaccionaron con simpatía ante la cantinela utópica de felicidad universal en una nueva sociedad industrial, presente en las obras de Say, Tracy o Bentham, abandonando pronto el programa político asociado a ella: una política democrática no revolucionaria y una economía no intervencionista. Algunos consideraron que estas rigideces políticas eran limitaciones impuestas por una generación anterior timorata y débil, y se volcaron en un insurreccionalismo neojacobino. Otros afeaban a los idéologues una concepción errónea de la fisiología o de la historia, así como su aceptación facilona de los dogmas individualistas de la economía. Este último grupo derivó cada vez más hacia el socialismo utópico, en concreto hacia la órbita de Saint-Simon y de Auguste Comte[9].

Estamos ahora ya en condiciones de evaluar las diferencias entre Inglaterra y el continente en los debates sobre la ciencia social de las primeras décadas del siglo XIX. En Inglaterra, la economía política se consideraba la ciencia social más desarrollada y prestigiosa, pero servía bien a unas elites tradicionales que no dependían de la economía ni de la ciencia social para legitimarse políticamente. En Francia predominaba una condena, con tintes morales, de la economía política y se le negaba valor a sus conclusiones mientras se constriñera a su ámbito; de ahí los intentos de integrarla en una ciencia social más vasta que proporcionara un contexto para la generación de nuevas normas morales[10]. Auguste Comte fue uno de los que defendieron el acceso científico al mundo social. Su renovación «positivista» de las laberínticas estructuras intelectuales que había heredado influyó enormemente en la vida intelectual de los siglos XIX y XX. Si comparamos la idea que tenía Comte del ámbito de las ciencias sociales con la defendida por John Stuart Mill, entenderemos los distintos modelos de premisas políticas e intuiciones culturales que subyacían a las nociones francesa e inglesa de la ciencia de lo social como ciencia reina a mediados de siglo. También nos da un entorno para contrastar los diferentes espacios culturales que el «positivismo» podía ocupar en la Inglaterra y Francia decimonónicas.

Cuando Comte dio unas clases en la década de 1820 sobre la estructura de las ciencias (publicadas luego bajo el título Curso de filosofía positiva [1830-1842]), significativamente omitió la existencia de pseudociencias como la psicología (que asociaba sobre todo con el sensualismo y el eclecticismo) y la economía política (Comte, 1998, pp. 229-232). En su opinión, la metodología metafísica e individualista viciaba las pretensiones científicas de estas disciplinas. Además, la idea de que eran independientes contradecía el deseo de Comte de descubrir lo positivo, lo irreductible: las leyes que regían la sociedad (Brown, 1984, p. 191). Comte compartía con su mentor Saint-Simon y los saint-simonianos una actitud crítica hacia el liberalismo económico y su «ciencia» asociada, muy parecida a la de Sismondi y los economistas sociales (Mauduit, 1929; Pickering, 1993, pp. 110-112, 405-406). Recurrió a la idea de Destutt de Tracy sobre la brecha existente entre los presupuestos metafísicos de la economía política y los datos de la experiencia social para demostrar que la ciencia social no podía partir de métodos introspectivos. Por ejemplo, el análisis que realizó Tracy de la propiedad, la riqueza y la pobreza era contradictorio en opinión de Comte. Aunque Tracy intentó aplicar el positivismo, fracasó en su noble intento debido a la metafísica individualista de su enfoque (Comte, 1968, III, pp. 604-630 passim).

Comte tenía mejor opinión de Cabanis, que afirmaba que el enfoque correcto para entender los hechos de la experiencia social pasaba por las leyes de la fisiología humana, pero negaba que las leyes de la sociología derivaran de la fisiología humana. Pensaba que tenían su origen en las leyes que determinaban el funcionamiento del organismo social en su conjunto (funciona como un mecanismo compuesto por partes interrelacionadas) o en aquellas que regían el proceso por el que un organismo social sucedía a otro en la historia. Según Comte, la ley de los tres estadios de desarrollo –el teológico o ficticio, el metafísico o abstracto y el científico o positivo– era la más importante del cambio histórico. En la física social o sociología, las observaciones iniciales que conducían a estas leyes hipotéticas no eran las impresiones sensoriales, como afirmaba la teoría sensorial, sino observaciones de aspectos muy generales de la sociedad: costumbres, tradiciones y transformaciones históricas. Resumiendo, los datos primarios de la ciencia de lo social procedían de una atenta observación en el ámbito social e histórico en busca de patrones. A partir de estos fenómenos se formulaban las hipótesis que luego se contrastaban con observaciones posteriores. Comte insistía en que había que partir de la observación de lo «social», suspender las especulaciones sobre las causas primeras y estar dispuesto a reevaluar las hipótesis. De ahí que ocupe un estatus canónico no sólo en su calidad de fundador del positivismo, sino asimismo como forjador del campo de la sociología científica[11].

 

John Stuart Mill reformuló científicamente su idea del método inductivo/deductivo a la luz de las discusiones metodológicas de Comte. Además, suscribía la idea comtiana de la evolución histórica, sobre todo la premisa de que son los factores históricos, no los biológicos, los que más influyen en la vida social de los humanos. Por último, también deseaba subordinar algunas de las ciencias sociales más limitadas a una ciencia social integradora. Pero, aunque Mill había proclamado la existencia de una ciencia holística capaz de tener en cuenta la amplia variedad de motivos y metas que caracterizaban a la conducta humana, consideraba que la ciencia social era una síntesis o suma de disciplinas de diversas ramas (psicología, economía y otras que no cita). Estas ramas, cuyo máximo exponente era la economía política, proveerían algunas de las leyes que explicaban parcialmente la naturaleza humana, tras observar los distintos ámbitos de la sociedad (Mill, 1844, pp. 135-136). No queda claro si Mill creía que la ciencia social era un campo propio o no era más que una metodología pensada para sintetizar las percepciones de sus elementos constituyentes (Brown, 1984, pp. 136-147).

EL COMTISMO EN INGLATERRA Y FRANCIA

Quisiera retomar a Comte, fijándome especialmente en el lugar ocupado por el positivismo en el ámbito intelectual durante el siglo XIX inglés y francés. Comte sentó las bases de su filosofía positiva siendo joven, en la época en la que trabajaba con Saint-Simon. El debate sobre la influencia mutua entre ambos pensadores, fundadores ambos de una nueva religión racionalista, sigue abierto[12]. Compartían mucho, sin duda. Ambos habían dejado atrás el ideal revolucionario de igualdad civil y política y favorecían una concepción orgánica de la sociedad, en la que la armonía era el resultado de una diferenciación funcional: la división de las capacidades humanas en racional, industrial y espiritual. También reformularon las ideas anteriores sobre el progreso histórico basándose en un esquema tripartito de conflicto, crisis y reorganización a otro nivel. Lo que era aún más importante: ambos compartían la idea de que las ciencias físicas y la «ciencia social» eran iguales desde el punto de vista metodológico. El modelo básico de la ciencia social era la biología y no se componía de diversas disciplinas, sino que era una de las ciencias reina que lograba integrar a la fisiología, a la historia y a la política en un conjunto de leyes generales que las trascendían. Aunque el germen del positivismo ya se aprecia en los escritos de Saint-Simon, su discípulo aportó organización y coherencia al debate, y, gracias a su conocimiento mucho mayor de las ciencias, convertiría al positivismo en un sistema holístico. Sus investigaciones, contenidas en su Curso de filosofía positiva y en su Système de politique positive (1851-1854), hizo mella en algunas de las mejores mentes del siglo XIX, como Hegel y Marx, pese a la prosa repetitiva, carente de elegancia, y pedante. Proporcionó una mezcla singular de historia y profecía que daba lugar a un atractivo relato de lo que había sido y de lo que cabía esperar del futuro.

Algunos términos aparecen una y otra vez en las formulaciones del positivismo de Comte, por ejemplo, «unificar», «conectar» o «completar». Al igual que Hegel, parecía sentir la necesidad compulsiva de resolver las contradicciones y de restaurar la coherencia en el ámbito de la experiencia humana. Inspiró a individuos a los que preocupaba la idea de que la civilización europea occidental hubiera «deshecho» algo fundamental; individuos que anhelaban, con los románticos, vivir en el seno de una cultura en la que los conflictos se reconciliaran o, al menos, cupiera la posibilidad de reconciliación. De manera que lo que en parte explica las diferencias de recepción en Francia e Inglaterra está relacionado con el problema de las distintas percepciones del conflicto, tan característico de la cultura europea.

Puede que la respuesta más característica del siglo XIX a la cuestión de qué había trastornado a la cultura europea fuera la ruptura del vínculo, que hasta entonces se había dado por sentado, entre la fe religiosa y el curso de acción correcto. Hacía mucho que la fe en un Plan divino había anclado los preceptos morales, pero lo que había unido la presencia de Dios lo estaba destruyendo rápidamente la ciencia de los hombres: al menos era lo que pensaban las elites. Con todo, aunque se trataba de un tema cultural común, existían variantes nacionales.

En Inglaterra, la frase «pérdida de fe» podía significar dos cosas: el debilitamiento de la convicción de que Dios nos había elegido personalmente para realizar nuestros deberes sociales o la puesta en cuestión de la idea de que había que basarse en motivos morales para que la acción fuera bien recibida, pues la Causa Primera diseñaba, de forma invisible pero insoslayable, las motivaciones humanas. Ambas versiones de la «pérdida de fe» minaron la confianza en que cada cual cumpliera sus deberes para con los demás. La pérdida de confianza en las fuentes de la benevolencia, unida a una tradición empírica fuerte y vital, que privilegiaba la deriva egoísta para explicar los postulados de las ciencias humanas, generó un interés obsesivo por los motivos de la acción virtuosa. Los victorianos cultos hablaban a menudo de lo que se ha reconstruido de forma muy evocadora como «el idioma del egoísmo frente al del altruismo del siglo XIX» (Collini, 1993, pp. 67, 60-90 passim). Fue Comte quien acuñó el término «altruismo», que pasó rápidamente a ser de uso común. Los victorianos fueron especialmente receptivos, no sólo al nuevo término de Comte, sino asimismo a las pruebas que aducía para demostrar que la evolución social no podía destruir el impulso del individuo a cumplir con sus deberes.

Comte pensaba que la capacidad de vivir para otros no se estaba marchitando, sino que florecía gracias a la evolución de la inteligencia y a una creciente división del trabajo. De hecho, los instintos nutricios y sexuales disminuirían rápidamente debido a la creciente simpatía que se experimentaba hacia círculos cada vez más inclusivos. Las relaciones domésticas y la capacidad femenina para el afecto no competían con este creciente altruismo porque hundían sus raíces en la psicología (Comte hubiera dicho que en la fisiología) de la memoria individual y social (Comte, 1853, I, pp. 463-464; II, pp. 89, 106-107, 130-131, 552; 1877, pp. 18-29). Aunque pensaba que el aumento del altruismo era algo más bien espontáneo, poco a poco se fue convenciendo de que serían necesarios sacerdotes de una nueva religión humanista para fomentar la humanidad entre los nacidos en la era positivista. Sin embargo, la religión de Comte era una religión sin dios centrada en el frágil nexo entre la moral y las creencias intelectuales, así como en el papel que desempeñaban la estimulación estética y la imaginación a la hora de generar convicciones que movían a la gente a la acción[13].

Este contexto estético y ético era el que más convencía a la audiencia inglesa de Comte. John Stuart Mill acusa la influencia de Comte en su lógica de las ciencias sociales y también se sentía irresistiblemente atraído por la noción de religión basada en la humanidad de Comte (Mill, 1874b). Alexander Bain, John Morley, George Henry Lewes, George Eliot y Harriet Martineau se adhirieron parcialmente al sistema positivista de Comte, y otros (por ejemplo, Matthew Arnold, Henry Sidgwick y Leslie Stephen) lo leían con una simpatía sorprendente porque, teniendo en cuenta sus intereses morales, era alguien con quien había que contar. Desde mediados de la década de 1850 hubo un movimiento positivista oficial, liderado por Richard Congreve, al que pertenecían E. S. Beesly, J. H. Bridges y el prolífico Frederic Harrison.

Lo que más le gustaba a Harrison del positivismo era su intento de refundar «las verdades universales del corazón y de la conciencia humanas: [es decir] resignación, entrega, devoción, adoración, paciencia, coraje, caridad, gentileza [y] honor en una teoría basada en pruebas históricas y científicas más que en la explotación de la mitología» (Harrison, 1911, I, pp. 210, 276). Nunca puso en duda las virtudes; lo difícil era reavivar las fuentes de la acción moral y armonizarlas con los requerimientos de la vida moderna. La mentalidad de Harrison era especialmente receptiva a las apelaciones de Comte a que el «corazón» –las cualidades conjugadas de compasión y energía– sería desarrollado por el positivismo, podría convertirse en una «fuente común para la acción» (Comte, 1877, p. 16).

Los ingleses que simpatizaban con él, entre ellos John Stuart Mill, acogieron las postreras descripciones detalladas de la nueva religión de Comte con marcado disgusto: las consideraban aberraciones autoritarias. Sin embargo, la promesa general de una religión basada en la humanidad resultaba muy atractiva para muchos, aunque los positivistas ingleses no pretendieran reespiritualizar a los individuos por medio del ritual (pese a que hubieran celebrado alguno en Newton Hall), sino más bien con ayuda de una educación cultural entendida en sentido amplio (Harrison, 1911, I, p. 282). Tenían puestas todas sus esperanzas en que George Eliot, compañera de viaje cuando menos, se dedicara de todo corazón a esa tarea didáctica. Aunque les acabó decepcionando, tal vez sea en sus novelas donde mejor se aprecia la constelación ética primaria elaborada y domesticada por la ciencia social de Comte.

Los personajes de Eliot –Maggie Tulliver de El molino del Floss, Dorothea Brooke de Middlemarch, Gwendolyn Harleth de Daniel Deronda– viven en sociedades en las que no tienen cabida sus aspiraciones morales más profundas. Eliot explora en estos contextos el concepto de deber moral: sus conexiones con las «mitologías religiosas explotadas», sus raíces en la memoria familiar y su incómoda relación con las leyes históricas inexorables. En sus escritos tardíos, Comte había vuelto una y otra vez a la idea redentora de que la subordinación del yo al sentimiento social, un ideal que creía encarnado en ciertos sublimes rasgos femeninos, constituía el tipo más elevado de experiencia moral (Comte, 1877, p. 5). Tanto en las novelas de Eliot como en las obras de psicología de George Lewes, se explora el «tipo madonna», así como la fuerza de las imágenes, profundamente humanas, que parecían captar las fuerzas elementales de la naturaleza misma para evocar la falta de egoísmo y los grandes sentimientos[14].

Los historiadores y los críticos literarios se han centrado en la versión comtiana del positivismo como una vía especialmente fructífera para adentrarse en la crisis religiosa y en la transformación de la teología en la Inglaterra victoriana (Cashdollar, 1989; Wright, 1986), mostrando asimismo cómo la atracción hacia el positivismo aclara el uso que hicieron los ingleses de la literatura con fines morales (Dale, 1989). Puede que sea la naturaleza de la crisis moral victoriana la que mejor nos permita apreciar lo mucho que gustó la promesa de Comte de restaurar la coherencia moral por medio de la ciencia (Collini, 1993, p. 89).

El positivismo también tuvo un gran impacto en Inglaterra a través del movimiento laborista. Comte había llamado al altruismo como fuerza de regeneración moral, y los trabajadores fueron quienes más esperanzas depositaron en la posibilidad de que los intelectuales positivistas participaran, como aliados suyos, en la reorganización de la industria. Comte no sólo creía que el bienestar de la classe la plus nombreuse et la plus pauvre debía ser el rasero por el que medir la acción pública, sino que, además, fue de los primeros en afirmar que una alianza entre los intelectuales y los líderes de las clases trabajadoras, que cuajara en un movimiento social, podría superar el creciente antagonismo entre la clase capitalista y el proletariado (Comte, 1877, p. 136). Comte creía que las condiciones de vida de la clase obrera aumentaban la prevalencia del altruismo entre los trabajadores y que sus mentes estaban menos corrompidas por errores intelectuales. Aunque nunca criticó la propiedad privada y, de hecho, esperaba que gradualmente caballeros de moral renovada y capitalistas evolucionados se prestaran al liderazgo público, también afirmaba que la riqueza tenía un origen social y había que redirigirla para cubrir necesidades sociales. Los obreros necesitaban seguridad en el empleo, educación y un nivel de vida tolerable. Urgía a los intelectuales positivistas a promover el sindicalismo, en vez de participar en una política parlamentaria corrupta, y a educar a la opinión pública en conferencias públicas y clases.

 

En Inglaterra estas enseñanzas cayeron en suelo fértil. Entre los muchos intelectuales que influyeron en la política laborista de las décadas de 1860 y 1870 «estaban los positivistas ingleses, quienes mantuvieron estrechas relaciones con los líderes de los sindicatos y los políticos de clase obrera, y quienes ejercieron una influencia decisiva sobre los hombres y los eventos» (R. Harrison, 1965, p. 251). Frederic Harrison y Beesly concretamente fueron cruciales en la lucha para dotar de base jurídica al sindicalismo gracias a su capacidad para volcar a la opinión pública en este punto (Adelman, 1971, p. 183; F. Harrison, 1908, pp. 307-373; R. Harrison, 1965, p. 277). Beesly mantuvo una relación profesional con Marx y tuvo mucho que ver con la fundación de la Internacional. Los positivistas ingleses tampoco cejaron en su empeño de conseguir que los trabajadores británicos se opusieran al imperialismo (Wright, 1986, p. 110).

En 1908 Frederic Harrison podía escribir sinceramente que había «estudiado con el mayor interés los problemas sociales y políticos de los últimos cincuenta años» (Harrison, 1908, p. xv). Pero su interés, al igual que el de la mayoría de estos positivistas, distaba mucho, en diversos aspectos, de la política tal y como era entendida por la mayoría de sus contemporáneos. El conservador Robert Lowe se hacía en buena medida eco de la opinión pública de la época cuando juzgaba que los positivistas ingleses no se dedicaban «a aquellas consideraciones problemáticas, embarazosas y complicadas en torno a los efectos colaterales y futuros de medidas que desconciertan al común de los mortales» (citado en Wright, 1986, p. 110). La difusión cultural de Comte en Inglaterra muestra la importancia de la preocupación por las bases de la acción ética en una cultura protestante en plena desintegración, así como la profunda ansiedad que generaban los problemas sociales en un país que cada vez se veía más como pionero de la industrialización. El hecho de que el «com­tismo» no afectara a las formas de teoría política sugiere que el vocabulario político tradicional pervivía en Gran Bretaña y era relativamente impermeable al lenguaje de la ciencia social.

Si volvemos al caso de Mill, resulta muy sorprendente que apenas aluda, en sus escritos explícitamente políticos, a su supuesto proyecto de introducir a la política en una «ciencia social» de base histórica. Teniendo en cuenta que, aparentemente, estaba abierto al proyecto sociológico positivista, cabría esperar que su teoría política no estuviera centrada sólo en el carácter científico de la disciplina como ámbito de estudio, sino también en la relación entre la ciencia política y la social. En cambio, «los términos de las cuestiones que atraían su atención, e incluso las categorías con arreglo a las cuales ordenaba las pruebas relevantes para su solución, siempre fueron… obstinadamente políticos» (Collini et al., 1983, p. 134; pp. 129-159 passim). Mill, de hecho, nunca suscribió la idea central de la física social de Comte, que consistía en preguntar a la sociedad para permitir que sus exigencias dieran forma a la política moderna. Para Mill lo importante eran los juicios humanos y las conciliaciones necesarias para generar progreso. Había que ampliar la noción de libertad, producto de la historia inglesa más que de la europea.

Así, el impacto de la ciencia social de Comte en Inglaterra fue de carácter ético, ligeramente social (fue de la mano con el movimiento laborista durante una fase concreta) y en absoluto político. Aun a riesgo de que el contraste sea demasiado intenso, podemos decir lo contrario de Francia. Comte no resultaba más persuasivo que otros en su época cuando hablaba de la fragmentación ética, religiosa e industrial de la nación francesa, pero su contribución –o, más bien, la de algunos de sus discípulos clave– fue muy importante para que Francia pudiera cerrar sus heridas políticas.

En el Hexágono, Comte tardó más en hacerse con partidarios que en Inglaterra. Quizá tuvo algo que ver con la naturaleza del periodismo en Inglaterra o con la larga hegemonía de la filosofía ecléctica en Francia (Mill, 1865, p. 2; Simon, 1963, p. 12). Sin embargo, en la década de 1860 hubo un giro entre los intelectuales franceses hacia el escepticismo religioso y los métodos de la ciencia natural. A menudo se ha denominado al Segundo Imperio y a los primeros años de la Tercera República la «era del positivismo». La mayoría de los estudios se han dedicado a determinar el papel desempeñado por Comte en la difusión del espíritu positivista. Su papel fue ciertamente importante, pero la idea de una «generación positivista» capta una onda cultural mucho más amplia, en la que muchos expresaron una angustiosa pérdida de fe y se volcaron en la ciencia para rehacer el tejido de sus vidas intelectuales (Simon, 1963, pp. 94-171). Sainte-Beuve nos cuenta que, en aquella época, las expresiones de pérdida de fe eran prácticamente obligatorias para dejar clara la bona fides intelectual. Las obras sobre religión de Renan y los estudios de Taine sobre psicología, literatura e historia elevaron el método científico a la categoría de vocación, y la elite del Parnaso hizo explícito que podría sustituir a la religión (Burrow, 2000, pp. 54-55). Pero las obras de estos autores, tan decisivas para la vida intelectual francesa en las décadas de 1860 a 1880, van en paralelo a Comte y no suelen criticar su particular formulación de la crisis espiritual de la época (Charlton, 1959, pp. 86-157).

La difusión de Comte en Francia es menos útil como medida de la crisis cultural y religiosa que en Inglaterra, en parte debido a las diferentes sensibilidades espirituales que solían dar lugar a la pérdida de fe en ambas sociedades. En Francia, lo que más preocupaba no era la coherencia de lo que podría denominarse la psicología de la moral protestante; lo que resultaba aterradoramente intimidante era el vacío estético, moral e intelectual debido a la desaparición de las funciones mediadoras de la Iglesia católica y a la fragilidad de la identidad nacional francesa. Quienes abandonaban la Iglesia sentían un hondo rencor, como si Dios hubiera abandonado a Su rebaño y se cerniera sobre ellos una oscura premonición de los peligros de la auténtica anomia. Incluso en aquellos autores que más hincapié hacían en el espíritu positivista –la convicción de que el conocimiento procedía exclusivamente de la observación de los fenómenos y de que había muchas cosas que nunca se podrían conocer– sorprenden el duro realismo (por ejemplo, en Taine), el profundo cinismo (como en Louise Ackermann) o el angustiado estoicismo (palpable en los poemas de Sully Prudhomme), ajenos tanto a Comte como a los victorianos ingleses. Aunque ha habido quien ha calificado al positivismo com­tiano de catolicismo sin Iglesia, la esencia de su religión sustitutiva, con su énfasis en el historicismo y en su psicología del altruismo, paradójicamente tuvo más eco en una cultura protestante que en una católica.