Historia del pensamiento político del siglo XIX

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From the series: Universitaria #377
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VI

LAS CIENCIAS SOCIALES, DE LA REVOLUCIÓN FRANCESA AL POSITIVISMO

Cheryl B. Welch

Hoy hablamos deliberadamente de las ciencias sociales en plural. Sin embargo, durante gran parte del siglo XIX, los autores solían referirse la ciencia de lo social o la science sociale en singular. Aunque probablemente existiera tan poco consenso entonces como ahora en torno al significado de lo «social» y los métodos de esta(s) «ciencia(s)», sí había un acuerdo tácito en lo tocante a la relación existente entre la ciencia social y la política: la science sociale proporcionaría un plan maestro para un nuevo orden político. En este ensayo no pretendo hablar de los usos de la ciencia social como proyecto político, sino traer a colación algunos debates clave que tuvieron lugar sobre la relación existente entre las ciencias sociales y el argumento político en Francia e Inglaterra entre el fin la Revolución francesa, cuando el término science sociale se convirtió en un concepto de uso corriente, y la década de 1880, cuando prevaleció el «positivismo» a ambos lados del Atlántico. Para hacerlo, voy a comparar el alcance y el eco de la idea de «ciencias sociales» en ambos entornos políticos.

Tras un análisis superficial, los autores de Inglaterra y Francia parecen compartir el mismo discurso en torno a las ciencias sociales durante buena parte del siglo XIX. Se basan en las mismas fuentes y leen mutuamente sus escritos. Sin embargo, las premisas políticas implícitas de estos autores, así como las sensibilidades morales y políticas de sus lectores, eran muy diferentes. Lo que sigue es un tosco mapa de esas premisas y sensibilidades. Cualquier intento de navegar por los traicioneros cauces de la comparación intercultural, sobre todo tratándose de un tema tan complejo, es necesariamente parcial y concreto. Me limitaré deliberadamente a comparar los debates entre las dos corrientes que decían representar a la ciencia social ejemplar: la economía política y el positivismo comtiano[1]. Espero poder explorar algunos rompecabezas históricos: ¿por qué la economía política, tan esencial en la vida intelectual inglesa del siglo XIX, no se convirtió en un modelo social en Francia? ¿Por qué el positivismo, una transformación esencialmente francesa del empirismo del siglo XVIII, tuvo mayor impacto cultural y moral en Inglaterra que en Francia? Por último, ¿qué nos dicen en general las diversas recepciones de Comte sobre las causas que centraron el discurso en las ciencias sociales? Pretendo analizar estas preguntas concretas para mejorar nuestra comprensión de cómo los vocabularios políticos heredados y la cultura moldearon la interacción entre el discurso social y el político de aquellos años.

LAS CIENCIAS SOCIALES EN LA ERA REVOLUCIONARIA

En la época de la Revolución francesa la distinción entre lo «social» y lo «político» se articuló en Francia como un antagonismo entre las necesidades naturales de la sociedad y las acciones antinaturales de los gobiernos. El término science sociale, es decir, un corpus de conocimiento que permitiera pronunciarse de manera definitiva sobre las «necesidades naturales de la sociedad», empezó a sonar en los salones y clubes de los republicanos moderados a partir de la década de 1790 (Baker, 1964). Normalmente llamaba la atención sobre los hechos naturales que afectaban a la vida social por contraposición a la fe en dogmas religiosos o metafísicos. Hacían hincapié en la fe en los principios evidentes del derecho natural (por lo general, axiomas morales basados en una psicología efectista) y en el reconocimiento de la voluntad general, la soberanía popular y la República francesa.

La idea de ciencia social de Condorcet ilustra perfectamente la coexistencia de estos distintos elementos. A veces usa el término ciencia social para referirse a una colección de observaciones fácticas sobre la vida social, otras veces alude a los resultados de aplicar la teoría de la probabilidad al razonamiento sobre lo social, pero, casi siempre, hace referencia al conjunto de verdades reveladas por la psicología introspectiva (Baker, 1975, p. 198). Para Condorcet, al igual que para otros miembros del denominado partido filosófico, estos datos psicológicos incluían conceptos lógicos referidos a la igualdad de derechos y a la justicia universal. De hecho, en un principio, el intento de legitimar la política revolucionaria acudiendo a la ciencia fracasó tras la apoteosis que supuso la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano. Aunque nunca se hiciera explícito, el nexo lógico existente entre el hecho positivo de la igualdad psicológica y la igualdad de derechos civiles y políticos parecía obvio a Condorcet, desde el momento en que definía al ser humano como un ser dotado de sentidos y de razón (Condorcet, 1847, IX, p. 14). Los liberales que tendían a filosofar consideraban que esta declaración de derechos era una útil destilación de las verdades promulgadas por las ciencias sociales y una poderosa arma política.

Pero, a medida que evolucionaba la Revolución, la escalada de la retórica de los derechos acabó con las tácitas asunciones económicas y políticas de los republicanos moderados. Muchos moderados dejaron de hablar de los derechos del hombre, asustados por la trayectoria de radicalización emprendida por la Revolución e inquietos por haber suscrito antes eslóganes revolucionarios (Welch, 1984, pp. 23-34). Durante la reacción de Termidor y el gobierno del Directorio, los colegas de fases anteriores de la Revolución, más jóvenes que Condorcet, formaron un grupo de pensadores denominado los idéologues y empezaron a abrir una brecha entre las «ciencias sociales» y la «derecha revolucionaria». Al igual que los utilitaristas ingleses, los idéologues ligaban deliberadamente la science sociale con la utilidad social, en un proceso que los distanciaría de la idea de ciencia social basada en la noción de derecho natural que aparecía en las obras de teóricos anteriores como Sieyès, Condorcet, Price y Priestley. Los idéologues estaban en la estela de los físicos del nuevo Instituto Nacional Francés y decidieron ser más «positivos», es decir, buscar la exactitud y ejercer la cautela en su metodología. Durante los años del Directorio, afirmaron que la República francesa debía seguir los dictados de las ciencias sociales –consideradas una alternativa y no un complemento a la ideología de los derechos del hombre– para dar entrada a la «era francesa» de la historia: una unión de pacíficas repúblicas democráticas en las que los individuos perseguirían sus propios intereses y los de la sociedad mediante una simbiosis sin fricciones. Iniciaron la búsqueda de una nueva ciencia «meta» social que legitimara un elusivo nouvel régime capaz de reemplazar al desacreditado ancien régime[2]. Se ha dicho a menudo que la fuerza de este impulso intelectual no se percibió en Francia hasta que una generación de científicos republicanos contribuyó a forjar las instituciones políticas y educativas de la Tercera República.

En las versiones de la ciencia social de los idéologues se recurría al analyse como método científico, es decir, se descomponían las ideas en elementos básicos de la percepción sensorial para luego recomponer de manera coherente las piezas hasta formar ideas complejas. Dicho análisis era una herencia de los philosophes, sobre todo de Condillac, e inicialmente se lo invocaba como el método universal para lograr progresos en las ciencias naturales y sociales. Las articulaciones más influyentes de esta pasión por el análisis fueron las clases de segundo año del Instituto Nacional (de ciencias morales y políticas) impartidas por Pierre Cabanis y Destutt de Tracy. Cabanis enseñaba los aspectos fisiológicos de la «ideología» (posteriormente publicado como Rapports du physique et du moral de lʼhomme en 1802), y Tracy examinaba los aspectos racionales en unas clases que posteriormente revisó y publicó en los cuatro volúmenes de sus Éléments dʼidéologie.

Cabanis era un médico cuyas investigaciones sobre la fisiología humana resultaron ser especialmente hirientes para el ideal igualitario del bon citoyen que él amaba. Se consideraba un recopilador metódico de datos para una historia de la naturaleza humana. Con sus Rapports inició una tarea de catalogación de influencias (como la temperatura, la edad, el sexo, la enfermedad, el clima y la dieta) sobre los sentidos humanos; algo necesario en el campo de lo intelectual con vistas a crear (por medio de la educación) una generación de individuos más iguales (1956, I, p. 121). Pero Cabanis sembró los campos con semillas totalmente nuevas en el ámbito de las ideas sociales y políticas: la biología, entendida como el contexto insoslayable de la teoría social, las diferencias psicológicas innatas entre los seres humanos como base para una diferenciación funcional y una perspectiva, totalmente sesgada desde el punto de vista de género, de las pasiones sociales y de la vida política. Su contemporáneo Xavier Bichat fue más allá, insistiendo en que todos los organismos, incluidos los humanos, obedecían a sus propias leyes «vitales», y que la interacción entre esas leyes y el entorno provocaba la existencia de tres tipos de seres humanos claramente diferenciados: humanos sensoriales, cerebrales y motores (Bichat, 1809, pp. 107-109). Estas metáforas orgánicas serían explotadas por toda una nueva generación de pensadores sociales, incluidos Saint-Simon y Auguste Comte, que las integraron de distintas formas en la «ciencia social».

ECONOMÍA POLÍTICA: ¿LA REINA DE LAS CIENCIAS SOCIALES O UNA CIENCIA LÚGUBRE?

Al igual que la idéologie fisiológica de Cabanis, la denominada idéologie «racional» de Destutt de Tracy paradójicamente permitió a otros atacar sus ideales políticos y reorientar el impulso de la ciencia social en Francia distanciándola de la metodología individualista. Las obras de Tracy adolecían de una serie de tensiones y contradicciones internas. Aunque hizo un gran esfuerzo por asimilar las ideas de Cabanis, lo que le interesaba era, sobre todo, el análisis filosófico de la evolución general de las ideas y el lenguaje basándose en las impresiones de los sentidos. Partiendo de en una teoría sensualista de la cognición, con importantes variaciones respecto de versiones anteriores, acabó alejándose inevitablemente de la novedosa apreciación que hiciera Cabanis de la variedad humana para centrarse en los elementos universales de la naturaleza humana. Propuso una «lógica universal de la voluntad» que pretendía convertir a la economía política –la ciencia de la voluntad y de sus efectos– en la reina del mundo de las ciencias sociales.

 

Las dificultades teóricas de Tracy se debían a su incapacidad para demostrar convincentemente que esa «lógica de la voluntad» clarificaba la práctica en el ámbito social y económico o satisfacía la esperanza de los liberales de hallar un nuevo fundamento para la política. De hecho, las reacciones suscitadas por las pretensiones de Tracy de una ciencia social idéologue son un buen barómetro para comprobar el clima de los debates en torno a la ciencia social en Francia. Comte y los seguidores de Saint-Simon se basaban directamente en Cabanis y Bichat, de manera que Tracy les sirvió indirectamente de contrapunto. Las críticas a su elaborado método dieron lugar a la diferenciación entre el razonamiento «crítico» y el «sintético», y a la distinción entre eras históricas «metafísicas» y «positivas». Además, el hecho de que Tracy aplicara su propio método generó un debate sobre las pretensiones intelectuales de la economía política en Francia. Reconocer lo que estaba en juego en este debate nos da una buena perspectiva de por qué la economía política no consiguió gozar de un estatus privilegiado en la vida intelectual francesa, ni siquiera entre las elites «liberales».

En los primeros tres volúmenes de Éléments dʼidéologie, Tracy recompuso los rasgos, con los que ya estaba familiarizado, de la filosofía sensualista, según la cual la base de todo conocimiento son las impresiones sensoriales. Habla de la importancia del placer y del dolor en la evolución de las ideas complejas; intenta clarificar y purificar ideas reconstruyendo la cadena que va de la simple percepción al pensamiento complejo; y, por último, expresa la convicción de que la filosofía no es más que un lenguaje bien construido. Pero Tracy cortó con decisión el vínculo entre una presunta igualdad en la sensibilidad al placer y el dolor y la igualdad entendida en términos de derechos sociales y políticos. Muy consciente de la existencia de una campaña para desacreditar su perspectiva filosófica vinculándola a los excesos revolucionarios, Tracy soslayó explícitamente la hipérbole, la ilusión y la metáfora, y cultivó una voz seca y carente de toda emoción como antídoto contra la rimbombancia revolucionaria. Como Bentham, calificó los derechos del hombre de «forma de engaño» ya desacreditada (Destutt de Tracy, 1817, II, pp. 390-391).

Tracy basó todo su proyecto intelectual en la creencia, análoga a la de Bentham, de que su método podría arrojar luz sobre el significado real del lenguaje y las ideas. Sin embargo, mientras trabajaba para alcanzar su meta, no dejó de tener inquietantes dudas e hizo gala de una percepción bastante ingenua de las dificultades de un proyecto de estas características. Como rechazaba cualquier analogía con las matemáticas –una analogía que brindó pingües beneficios a pensadores tan diversos como Hobbes, Condillac, Condorcet, Bentham y James Mill–, su exposición de la asociación de ideas carecía del prestigio prestado de la certeza matemática. Y debido a su implacable descripción de las deficiencias del lenguaje y de la memoria humana, su propia pretensión de haber descubierto una cadena sólida de ideas se iba deshilachando progresivamente. El pensamiento social de Tracy oscilaba entre la proyección hacia el futuro de un modelo natural purificado de interacciones sociales y unos tímidos intentos de hacer frente a la inevitable debilidad e irracionalidad humana en el presente. Su particular versión de la economía política es un buen ejemplo de estas tensiones, pues dejaba a sus lectores con la sensación de que existía una preocupante brecha entre la ciencia de la felicidad y la satisfacción, por un lado, y, por otro, la aplicación práctica de dicha ciencia, que conducía a toda clase de infelicidad y privaciones.

En el último volumen de los Éléments, titulado Traité sur la volonté et de ses effets, Tracy sitúa los principios de la economía política en el corazón de la ciencia social, definida explícitamente como un sistema de principios que indican la forma de promover la mayor cantidad de felicidad social posible (Destutt de Tracy, 1817, III, pp. 380-381). La idea de las leyes invariables de la producción humana (y, por lo tanto, de la felicidad), tan importante para los fisiócratas y para Adam Smith, era muy atractiva para los pensadores franceses, que desconfiaban de la retórica política revolucionaria por su asociación con el reinado del terror. Unos y otros querían volver a las lecciones que podía ofrecer la experiencia concreta y condenaban por antinaturales a los gobiernos activistas (y, en su opinión, tiránicos) de la Revolución y del Imperio. Esta atracción es palpable en la obra del más influyente de los economistas políticos franceses, Jean-Baptiste Say[3]. Tracy, que no era un pensador original en el ámbito de la economía, rehízo la teoría de Say, pensando en ampliar sus conexiones para elaborar una investigación filosófica más amplia.

Tracy prologó su discusión de la economía política con una serie de definiciones «ideológicas» de la personalidad, la propiedad, la riqueza y el valor que enfatizaban el potencial de la interacción económica para crear una sociedad utópica de intercambio basado en el interés propio. Desde el punto de vista de la producción, los impedimentos más serios para el funcionamiento ideal de una mano invisible benevolente eran los extraviados «ociosos» aristocráticos, que se empecinaban en mantenerse al margen del comercio y las costumbres republicanas, distorsionando así un proceso de producción que resultaría beneficioso para todos. La lógica de Tracy aplicada a la voluntad y sus efectos sublimaba las leyes científicas de la producción y las identificaba con las leyes de la felicidad social. Pero Tracy había leído a Malthus. De hecho, su adopción de una perspectiva malthusiana, pesimista, en torno al problema demográfico popularizó estas ideas en Francia. Desde el punto de vista de la distribución real del producto social, señalaba Tracy, no había motivo para el optimismo: había que reconocer que en todas partes prevalecían «las necesidades sobre los medios, la debilidad del individuo y su inevitable sufrimiento» (Destutt de Tracy, 1817, IV, pp. 287-288). Del mismo modo que los defectos radicales de la memoria y el lenguaje restaron credibilidad a las aseveraciones más generales del método filosófico de Tracy, reconocer las inevitables limitaciones humanas contradecía igualmente el surgimiento histórico de un modelo ideal de commerce social en el que todos ganaran. Hizo un lúgubre retrato de un producto social desigualmente distribuido, que causaba infelicidad y sufrimiento a los asalariados, aunque reiteraba que la justicia requería del debido equilibrio entre el placer y el dolor individuales. Además, pese al contraste tan marcado entre teoría ideal y hechos insoslayables, sus propuestas de aplicación de la ciencia social no iban más allá de exigir educación, completa libertad de comercio y la libre circulación de personas. Este desesperanzado contraste entre las utópicas exigencias de la economía política y las limitaciones que le eran inherentes nos permite entender por qué la economía política no supo afianzarse en la imaginación de los franceses.

Puede que resulte de utilidad analizar brevemente el surgimiento de la economía política en Inglaterra a principios del siglo XIX. En la década de 1830 había alcanzado allí cierto prestigio intelectual en calidad de ciencia autónoma, elaborada por una comunidad intelectual activa y consciente de sí, en contacto regular tanto con los científicos naturales como con las elites políticas. Se ha dicho que, entre 1815 y 1820, «todo ser pensante en Inglaterra tenía que formarse una opinión sobre problemas económicos muy complejos» (Graham Wallas, citado en Milgate y Stimson, 1991, p. 8). Aunque teóricamente la economía política solía subsumirse en la noción más amplia del estudio científico de la sociedad en su conjunto, se la alababa como la rama más desarrollada y útil de las ciencias sociales: su primera «empresa exitosa» (Deane, 1989, p. 96). De hecho, a lo largo de todo el siglo XIX la economía política se consideró parte esencial de un discurso político «científico» e informado: «Sus tropos y figuras retóricas aparecían una y otra vez en los discursos, escritos y conversaciones de todas las clases sociales» (Kadish y Tribe, 1993, p. 3).

Esta idea del alcance científico de la economía política se aprecia en la introducción a la edición de 1836 de An Outline of the Science of Political Economy, de Nassau Senior. Senior compara a la mayoría de los autores de la «escuela inglesa» con los autores del continente europeo y con unos cuantos seguidores ingleses descarriados. Según Senior, la economía política no estudiaba sólo la ciencia del bienestar, sino asimismo la ciencia de la producción de riqueza. Sus hallazgos eran concretos pero muy convincentes, y quienes gobernaban debían seguirlos porque una de las grandes metas del arte del gobierno siempre era la maximización de los recursos. La economía política era, por lo tanto, una «ciencia subordinada» (Senior, 1965, p. 3). De la mano de las filosofías utilitaristas de Bentham, los Mill y Sidgwick, la perspectiva de que la economía política ocupaba un lugar central pero subsidiario en las deliberaciones públicas popularizó la práctica de sopesar las conclusiones científicas de la economía política con un criterio más general de justicia social (utilitarista). No se esperaba que la economía misma integrara normas morales, sino más bien que la ciencia de la economía sirviera de apoyo a las tareas más generales de las elites políticas. Medio siglo después, tanto Alfred Marshall como Henry Sidgwick articularon variaciones de este tema. En su discurso de apertura del curso en Cambridge, Marshall afirmó que el «órganon» económico –es decir, el análisis científico de los motivos que mueven a los seres humanos, y que describe sus formas de agrupación e interrelaciones– clarificaría aspectos importantes de la vida social, pero sólo era una «máquina» o «herramienta» para instilar el sentido común que debería subyacer al juicio político en cuestiones de moral y política (Sidgwick, 1904, pp. 163-165). Sidgwick expresó la relación entre economía y ciencia social en términos similares: la ciencia de la economía no era la única ciencia social pero, al menos, se habían hecho progresos notables con ella y tenía algo que mostrar. Los economistas políticos, al contrario que los sociólogos, no estaban «siempre disputando sin establecer nada firme» (Sidgwick, 1904, p. 189).

Por lo tanto, en Inglaterra se rechazó tanto una economía política directriz de un nuevo orden político y sustentada en un supuesto carácter científico, como la etiqueta de ciencia de la felicidad humana. En Francia se pedía a la economía política algo más grande, más amorfo y evanescente, lo cual generó unas concepciones de la ciencia social definida en contraposición a la economía política más que en conjunción con ella.

LA LÓGICA CIENTÍFICA DE LO «SOCIAL»

Quisiera hacer un pequeño esquema de las reacciones suscitadas en tres grupos de la Francia posrevolucionaria por las primeras exigencias planteadas por los franceses a la economía política. Me refiero a los liberales doctrinarios de la Restauración y de la Monarquía de Julio; a los reformistas católicos, especialmente preocupados por el coste de la industrialización y por temas como el bienestar y la reforma de las prisiones; y, por último, a los jóvenes radicales de la oposición de izquierdas que estaba renaciendo. Por diferentes razones, ninguno de estos entornos parecía estar prendado de la economía política. De hecho, sus reacciones negativas conspiraron para inhibir el desarrollo de cualquier tipo de ciencia social que privilegiara una lógica individualista y para incentivar la búsqueda de una ciencia global de lo «social».

El liberalismo de la Restauración francesa puede definirse, a grandes rasgos, como la voluntad de impugnar las exigencias legitimistas demandando el imperio de la ley y un gobierno representativo. Todo ello se pedía desde presupuestos impecablemente antirrevolucionarios. Había que denunciar cualquier conjunto de ideas salpicado de ateísmo, materialismo o egoísmo –nociones vinculadas inexorablemente a los excesos revolucionarios en la resbaladiza pendiente del debate de la Restauración–. Sin embargo, los idéologues y sus seguidores ligaban orgullosamente la metodología de la economía política francesa a la filosofía sensualista del siglo XVIII. De manera que la economía política participó con desventaja en los debates de la Restauración[4]. De hecho, lo más característico del liberalismo francés posrevolucionario fue, en palabras de George Kelly, «una reespiritualización de su base filosófica; un distanciamiento de la idéologie de Destutt de Tracy y un acercamiento a una versión más voluntarista e idealizada de la libertad humana» (Kelly, 1992, p. 2). Inspirándose en la filosofía alemana, los liberales más influyentes de la academia y la política compartían las eclécticas sensibilidades filosóficas de Victor Cousin.

 

Estos liberales no se oponían en absoluto a las bases jurídicas del orden liberal, ni a los derechos económicos, pero rechazaban el método de la economía política y les repelía la idea de centrarse en el interés propio como fundamento de regularidades cíclicas en la vida social. Su característica defensa de la propiedad y de la búsqueda de la riqueza estaba imbuida de una preocupación casi obsesiva con la reconstrucción de las virtudes de la responsabilidad personal y el deber público. Defendían una idea peculiar de los derechos de propiedad, que consideraban por ejemplo necesarios para la plenitud de los deberes propios del esposo, de la mujer y de los niños. El esfuerzo individual y la búsqueda del propio interés eran algo natural, pues resultaban imprescindibles para garantizar la seguridad y la independencia de la familia[5]. Los doctrinarios liberales se distanciaron del «egoísmo» económico y se centraron en la idea del deber moral. También hicieron una importante crítica a los métodos de la economía política, calificándolos de ahistóricos y parciales. François Guizot, por ejemplo, desarrolló una perspectiva de la historia en la que el progreso moral y político se veía limitado por las posibilidades inherentes a la situación social de un pueblo: sus clases, sus relaciones de propiedad, las interacciones económicas, las costumbres y tradiciones. Los pensadores políticos debían analizar el Estado social democrático surgido en Francia y organizar una expresión política adecuada del pouvoir social. Considerada al margen de una visión más completa del état social, la economía política era una ciencia estéril. Incluso cuando la definición del ámbito de lo «social» por parte de los doctrinarios reforzó su aceptación en los debates posrevolucionarios, la atención que dedicaban al cambio institucional desde una perspectiva histórica los distanció de consideraciones transhistóricas o transculturales de las leyes sociales y, de paso, de cualquier aproximación científica a la sociedad y a la economía.

De manera que, excepción hecha de una pequeña secta librecambista deudora de Say y de los idéologues, los liberales franceses eligieron la teoría moral ecléctica o el relato de los doctrinarios de una civilización progresiva, en vez de recurrir a elaboraciones científicas de la sociedad o la economía para plantear sus exigencias de reformas políticas[6]. Quienes más debatían en torno a las pretensiones científicas de la economía política eran los reformistas sociales católicos, a veces con impecables vínculos legitimistas. Este grupo también planteó una alternativa explícita al interés de la economía política por el individuo: una concepción de lo «social» como base del entendimiento netamente científico de la interdependencia humana.

Los reformistas conservadores franceses, que se interesaban por la caridad pública, las prisiones y la sanidad pública, se ponían especialmente nerviosos cuando oían que las leyes de las ciencias sociales inevitablemente generaban pobreza industrial porque, en el contexto francés, la idea de una clase permanentemente empobrecida invocaba terroríficas imágenes del peuple revolucionario. A muchos de estos reformistas les obsesionaba y repelía a la vez el ejemplo inglés como presagio de las nefastas consecuencias de un desarrollo sin restricciones (Reddy, 1984). Situaban el origen de la plaga industrial del paupérisme en los efectos transformadores del desarrollo mismo y, de centrarse en la mendicidad del trabajador agrario (un tema recurrente en los pensadores del siglo XVIII), pasaron a hacerlo e incidir en la peligrosa situación del trabajador industrial urbano. Y lo que era más importante: llegaron a la conclusión de que había que revisar a fondo una «ciencia» de la economía política que consideraba semejantes resultados algo natural. Sismondi, por ejemplo, explotó con habilidad las amenazadoras contradicciones inherentes a una ciencia del placer que generaba dolor. Hizo un retrato de la población urbana predestinada por las leyes de la economía (no por las debilidades de su carácter) a caer en la amenazadora condición del proletariado moderno (Sismondi, 1975, pp. 158, 198). En su Mémoire sur la conciliation de lʼéconomie politique et de lʼéconomie charitable ou dʼassistance, P. A. Dufau comparaba la tarea de especificar un método para la economía política con perderse en un laberinto. Afirmaba que era contradictorio y, por lo tanto, acientífico sostener a la vez que la pobreza moderna era consecuencia del funcionamiento insoslayable de las leyes de la economía, y que la ciencia de la economía política no era capaz de diseñar formas de combatir la pobreza ni debía hacerlo, cuando la tarea más urgente de la ciencia social debería precisamente consistir en hallar una salida a toda esa confusión (dédale) (Dufau, 1860, p. 106). Muchos reformistas de clase media entendieron que este hilo teórico, que los sacaba del supuesto dédalo, era una forma de entendimiento científico diferente, denominada a menudo économie sociale. En la acepción de Sismondi, el término puede definirse como una ciencia que trasciende y a la vez reorienta a la economía política[7].

Se aprecia la existencia de ciertos temas comunes relacionados con las necesidades objetivas de la sociedad en los escritos de los denominados economistas franceses de las décadas de 1830, 1840 y 1850. De hecho, algunos historiadores han creído reconocer en sus escritos un discurso tendente a la intervención social (Ewald, 1986; Procacci, 1993). En una serie de informes y estudios, incluidos los de Villeneuve-Bargement (1834), DeGérando (1839), Frégier (1840), Buret (1840), Villermé (1840) y Cherbuliez (1853), se defiende la idea de que la ciencia de la economía social debía centrarse en el bienestar de toda la población garantizando una alimentación adecuada, ropa, alojamiento y asistencia a las clases más depauperadas. Además, desarrollaron la idea de que la pauperización era una amenaza social moderna, causada no por los pecados individuales, por la corrupción gubernamental o por negligencia, sino por las leyes del desarrollo económico tout court. Pero también recurrieron (incluso amplificaron) a una retórica muy familiar en el contexto francés: aquella que condenaba a los pobres por su sexualidad disoluta, su imprudencia, su pereza, su ignorancia, su insubordinación y su tendencia a la rebeldía. Las nuevas clases empobrecidas formaban una población degradada, que carecía de la simpatía de los intelectuales y de la sociedad, pero estaba imbuida de ese nuevo sentimiento de honor y confianza que constituía el desafortunado legado de la politización del pueblo durante la Revolución. Al igual que imágenes anteriores de pordioseros errantes y forajidos, en la visión que tenían de las clases bajas los franceses a principios del siglo XIX se difuminaban los límites entre clases trabajadoras y clases depauperadas hasta confundirse en la imagen de hordas peligrosas que «hacían temer por el orden social en su conjunto» (Sismondi, 1975, p. 157).