Lost in Music

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PONY

Cuando Jeremy volvió de la escuela normal, Relic estaba acabado. No obstante, de las cenizas de Relic emergió Pony.

Pony eran Jeremy como vocalista y a la guitarra, Simon a la batería y Jeremy «Fitch» Mead al bajo. Y, más adelante, yo al teclado. Habían elegido el nombre en un pub. Mientras miraban desesperados al otro lado de la barra, uno de ellos había divisado una botella de Pony, una crema de jerez dulce. Supongo que podría haber sido peor; podríamos habernos llamado Babycham. O Gents.

No obstante, Babycham o Gents no habrían tenido el desafortunado parecido con otra palabra usada en la jerga rimada Cockney. No hay mucha gente que use la jerga rimada Cockney en Colchester, así que no supe del otro significado alternativo de la palabra «pony» hasta unos seis años más tarde durante un ingreso hospitalario. Estaba a dos camas de distancia de un londinense cachondo de mediana edad que una noche se puso en pie, se frotó las manos como si tuviera un negocio entre manos y anunció, mientras se dirigía al baño: «El tiempo justo para un poni antes de Los profesionales». A mí me costó un par de minutos pillarlo. Y es que «poni» es sinónimo de «jaca», que rima con «caca». Este pequeño detalle semántico puede explicar por qué, en la cumbre de nuestra carrera, aunque podíamos conseguir contratos para tocar en sitios del Este tan alejados como Chelmsford, Pony nunca fue capaz de abrirse paso en el área metropolitana.

Cuando me uní al grupo a los quince años para un concierto el día de la celebración del Jubileo de Plata en 1977, el grupo se acercó bastante a convertirse en un asunto de familia, como los Osmond, digamos, o los Jackson. Jeremy solía insistirle a Nick para que se uniera al grupo y completar así el conjunto familiar. Al fin y al cabo, era guitarrista y tan capacitado como músico como cualquiera de nosotros. Sin embargo, a Nick nunca le interesó tocar en público y, en cualquier caso, estaba a punto de casarse. Mantenía las distancias. «Podríais llamaros los Smiths», sugirió mi madre un día durante la comida. Nos pusimos a reír y nos burlamos de ella. Como si alguien fuera alguna vez a tener éxito con un nombre tan estúpido como los Smiths.

El concierto del día del Jubileo de Plata se celebró en la High Street de Boxford. Tocamos desde el remolque de un camión, cubierto con una lona y aparcado delante del pub. El grupo pagó para alquilarme un piano eléctrico cutre en una tienda de Colchester. No sonaba mucho como un piano; sonaba más bien como una caja de música o como un espantoso reloj austriaco. No me había aprendido todavía muchas de las canciones, así que se me presentó el dilema de qué hacer durante las canciones en las que no tocaba. Se me ocurrió que podía dar palmas y saltar con entusiasmo apoyándome alternativamente en un pie y luego en el otro, animando, haciendo gestos con la mano y guiñando el ojo al público para que bailara. No tuve el valor de hacerlo. También podía dejarme llevar por la música y bailar con los ojos cerrados, sacudiendo la cabeza. Tampoco tuve el valor de hacerlo. Así pues, opté por sentarme en el escenario, justo detrás del teclado, alejado de la vista del público. Luego me levantaba cuando llegaba el momento de tocar. Visto desde la calle, debía de parecer que estaba de pie sobre una plataforma hidráulica. Tocamos «Caroline» y «I Knew the Bride (When She Used to Rock’n’Roll)» y «Let’s Stick Together». El día del Jubileo de Plata fue cuando el movimiento punk perpetró su simbólico acto anti-institucional: mientras la Reina se paseaba en su carroza por las calles de Londres, los Sex Pistols navegaban Támesis abajo tocando su polémica «God Save the Queen». Yo me pasé el día en el remolque de un camión en un pueblo tocando «Hi Ho Silver Lining».

Jeremy decidió que debíamos ser más comerciales. Podía ganarse dinero tocando en cenas de gala y eventos sociales, y no se pagaba nada por tocar versiones anárquicas de «Paranoid» en salas desérticas. Ensayamos una serie de canciones bailables para todas las edades: «Jailhouse Rock», «One of These Nights» y «Annie’s Song», entre otras.

Un amigo nos sacó una fotografía alineados a lo largo de un lateral de la furgoneta Transit de Jeremy y la envió a Walkerprint, quienes se dedicaban a la fotografía publicitaria, que imprimió copias con un reborde blanco y la palabra PONY impresa en tipografía de Letraset en la parte inferior.

Contratamos un pequeño anuncio en la sección «Espectáculos» de los clasificados del Essex County Standard. Era el siguiente:

CONTRATE A PONY

El grupo pop más versátil

y económico de Colchester.

Aparecíamos junto a Mr Magic Man, de Frinton («Fiestas infantiles, encantador, diferente, horas de diversión»), Dick’s Disco («discos de antes, country y western y grandes éxitos») y «NELLY QUACK pato ventrílocuo, marionetas, en casa o en sala, folletos — Twinstead 449».

Jeremy compró cuatro camisas de nailon de color azul claro a juego con cuello y puños en azul marino en una tienda de ofertas del centro. Estarcimos el nombre del grupo en los laterales de la furgoneta y en la puerta trasera. Éramos el único grupo de Colchester con el nombre en la furgoneta. Simon todavía no había quitado las letras negras del bombo con su apodo «Sniff». Se negó a hacerlo. Ahora la gente preguntaría:

—Entonces, ¿el grupo se llama Sniff?

Y él tendría que responder:

—No, se llama Pony.

Así pues, decidimos que colgaríamos un enorme poni recortado de un tablero encima del escenario o que lo apoyaríamos en el fondo o donde fuera. Jeremy se pasó unas dos semanas trabajando a destajo en el garaje con la sierra.

Empezaron a llegar los conciertos. Clacton Town Football Club, Sainsbury’s en Colchester, la Grenadier Guards Association, la Colchester Police Community Unit, el Halstead Motor Cycle Club y otras salas muy iluminadas y con sillas y mesas apilables, donde algún gracioso del lugar siempre quería hacerse con el micrófono para cantar «True Love Ways» justo después de acabar. Tocábamos casi todos los sábados, y algunos fines de semana también los viernes. En poco tiempo tuvimos suficiente dinero en la hucha para comprarme un piano eléctrico, un Crumar Compact. Cobrábamos 50 libras y nos embolsábamos 10 por cabeza después de descontar los gastos.

Tocábamos «Una paloma blanca». También, con mi actuación destacada al teclado, el «Baile de los pajaritos». En ese momento la pista se llenaba de gente bailando en filas o círculos, realizando coreografías ensayadas que diferían de un sitio a otro (aleteaban con los brazos, se daban palmadas en los muslos, se tocaban la nariz unos a otros, etc.), como si cada pueblo de Essex hubiera desarrollado su propia forma de bailar los pajaritos.

Éramos como un tocadiscos humano: «Under the Moon of Love», «Write Myself a Letter», «There Goes My Everything»… También «Happy Birthday to You», «The Hokey-Cokey», «Knees up Mother Brown» y el himno nacional. Durante «Nights in White Satin», Simon, que se aburría como una ostra, golpeaba con todas sus fuerzas la caja antes del solo. Como si fuera a frotarse con una esponja, levantaba la baqueta por detrás del hombro todo lo que podía hasta llegar al final de la espalda y luego la dejaba caer con todas sus fuerzas, de forma que oías las notas del bajo descendiendo suavemente escala abajo y de repente…

¡PAM!

A veces veías que las parejas se sobresaltaban y levantaban la vista sorprendidas.

—Buenas noches —decía Jeremy al final—. Y si han venido en coche… no olviden llevárselo.

En Nochevieja, Jeremy marcaba la cuenta atrás hasta que daban las doce. Al llegar la medianoche, bajaba un globo o se producía una lluvia de serpentinas y todo el mundo se lanzaba a los brazos de los demás, se mezclaban unos con otros, se besaban y vociferaban. En el escenario esperábamos un minuto más o menos antes de empezar a tocar «Auld Lang Syne» o alguna versión animada en clave cancán, un minuto durante el que no había nada que hacer excepto observar el caos y preguntarse si, al fin y al cabo, el mejor sitio en el que estar era sobre un escenario y con ese grupo.

FALLOUT

Rick (guitarra/voz) y David (bajo) me dijeron que por fin habían conseguido el visto bueno para dar un concierto de final de trimestre (con Fallout, su grupo, durante la hora de la comida y en el salón de actos, podía ir todo el que quisiera y no había que pagar entrada) y probablemente Doug, de Codpiece, iba a acudir y hacer algo y que tal vez, como yo estaba en Pony y todo eso, a mí me gustaría ir y participar en un par de canciones. De todas formas, tenía que ser como guitarra, se apresuró a añadir, porque el teclado no acababa de encajar. (Venga, dilo, pensé, «porque el teclado es de maricas»).

Asentí con calma, miré hacia el patio y me mordisqueé las mejillas pensativo. Me pregunté si debía reservarme para tocar en un supergrupo, pero pensé que sin duda iba a hacerlo muchas veces en el futuro, cuando mi carrera despegara, así que ahora no tenía sentido ser maleducado y arisco. «Claro», le respondí, «claro que sí.»

En esos momentos sentí como si tuviera en el estómago una fila de animadoras levantando los pompones al aire y agitándolos en señal de alegría. ¡Un bolo! ¡Delante de todo el colegio! ¡A la guitarra! A partir de entonces me mirarían de otra manera, pues eso es lo que me parecía que estaba en juego. Era la oportunidad que el pop me brindaba con una amplia sonrisa, así, de repente. Era un cambio de rumbo en la historia de mi vida.

No siempre se nos presenta la oportunidad de ser rebeldes, no con tanta frecuencia como nos gustaría. En el colegio yo siempre iba con demasiado cuidado para no causar problemas. No era el que deja el gas abierto durante la clase de química. Tampoco era el que se escabulle durante el recreo de la mañana para llamar a un taxi a nombre del profesor de Historia, de forma que la secretaria de la escuela tenía que atravesar el pasillo a toda prisa para avisarle en mitad de una clase. Ojalá pudiera decir que había sido yo. De verdad. Pero no me salía. Me faltaba iniciativa.

 

Sin embargo, ahora sí que tenía una oportunidad de verdad. Quiero decir que si podía plantarme, aunque fuera por poco tiempo, en el escenario de la escuela (en otras palabras, justo en el centro de la vida institucional de la escuela, en el corazón mismo) con las piernas abiertas, las rodillas dobladas y la lengua provocadoramente fuera y lanzar un grito salvaje de feedback y distorsión que llegara hasta el final de la sala de actos de paredes de roble y de estudiado refinamiento, entonces lograría cambiar la forma en la que me veían, qué duda cabe. Ya podía imaginarme a toda la gente agolpada a mi alrededor al acabar, las palmadas en la espalda mientras yo intentaba contener mi sonrisa de satisfacción. «Pensábamos que eras un estirado, Smith, pero hemos visto que te va el rock. Buen trabajo.»

Unos años después, Elmore Leonard escribió una novela en la que uno de los personajes lleva una camiseta con la frase: «Tal vez me confundes con alguien a quien le importa una mierda». Mi mayor anhelo era que, en el escenario con Fallout, lanzando poderosos y estridentes acordes contra la placa que rezaba «Palmarés de éxitos de Oxbridge 1947-55», me pondría esa camiseta, metafóricamente hablando.

Fallout (influencias: Hendrix, Zeppelin, Thin Lizzy y cualquier cosa capaz de mezclar guitarras distorsionadas con una apaciguante perspectiva hippie) se parecía mucho al grupo de Rick. Rick iba un curso por delante. Llevaba el pelo largo y andaba a grandes zancadas con los hombros encorvados. Llevaba una chaqueta de pana negra raída bajo la cual iba alternando un pequeño guardarropa de jerséis de cuello alto de color marrón estropeados, de corte clásico y algunos casi sin duda no acabados. Tenía una sonrisa de ir permanentemente colocado, lo que a grandes rasgos era cierto. Acudía en coche a la escuela. Conducía un destartalado Cortina Estate gris con cintas de Hendrix, Zeppelin, etc., aullando por sus altavoces lisiados. A veces, si calculaba bien el momento de la salida, conseguía que me llevara a casa.

Eso sí, un trayecto en coche con Rick implicaba someter tus oídos a un difícil reto sónico. Hoy en día, el sonido que asociamos a los equipos de música de los coches de otras personas, el que oímos en los semáforos o cuando pasan por delante de nosotros en la calle, es un trueno que hace temblar el chasis. Los avances en tecnología acústica han permitido que sea posible generar un ruido tremendo lleno de matices usando un altavoz barato y pequeño (como esos aparatos diminutos para uso doméstico, con sus altavoces de pared virtualmente invisibles. En otra época habrías necesitado un par de cajas de madera del tamaño de cubos de basura para conseguir ese estruendo). No obstante, en la década de 1970 parecía imposible conseguir un equipo de música para el coche que pudiera gestionar las frecuencias del bajo a menos que estuvieras dispuesto a gastar el equivalente a tener un coche blindado y con tapicería de piel. En el interior del Cortina de Rick la música debía abrirse camino por encima del ruido del motor mediante una potencia bestial, haciendo que hablar fuera imposible, provocando que los tornillos sueltos temblaran, que el salpicadero retumbara, que la tapicería se levantara un poco y que el aire interior se cargara de una peligrosa electricidad estática, hasta que salías del coche al llegar a tu destino y pisabas en estado de shock la acera, ensordecido, con el pelo de punta y caminando haciendo eses como un borracho.

Sin embargo, cuando Rick conducía, parecía totalmente ajeno al ruido. De hecho, solía balancearse a un ritmo que solo él parecía oír. El mejor amigo de Rick era su compañero de grupo David, y ambos tenían un estilo único. Los dos eran grandes aficionados al pachulí, el aceite aromático que hace que huelas a porro. Y los dos creían firmemente en la increíble fuerza emocional del bálsamo de tigre, ese ungüento grasiento que se vende en latitas y que da sensación de calor cuando se aplica sobre la piel, como un Vicks para hippies.

Así pues, perfumados y aceitosos, su idea de pasarlo a lo grande era llevarse un recipiente de plástico con setas alucinógenas recogidas a mano a una proyección de Woodstock en el club de cine de la Universidad de Essex (donde se proyectaba casi todas las semanas en el mismo repertorio junt a Easy Rider). En el segundo puesto por lo que a pasarlo en grande se refiere, estaba el conducir hasta la costa de East Mersea («lejos de la opinión pública», como le gusta decir al autor de la Rock Gazetteer), fumar hasta quedarse en la parra, tumbarse en la playa y hacer volar cometas. En algunos aspectos, el hippie original de la década de 1960 no era ni de lejos tan real como su modelo derivado de mediados de la década de 1970.

El efecto combinado de los diferentes bálsamos, aceites, resinas y hongos tendía a alejar a David y a Rick de la realidad, algo que preocupaba sobremanera a las personas encargadas de su educación. No obstante, desde mi posición, un año por debajo y con uniforme escolar, me parecían una pasada. Si me vieran tocar con ellos —y además la guitarra eléctrica— aunque solo fuera una vez, aunque fuera como invitado y de forma temporal, las cosas iban a cambiar.

Los ensayos para mi aparición se limitaron a dos sesiones agotadoras. La primera fue una sesión preliminar en la sala de música, al acabar la escuela. La atrevida guitarra de color naranja brillante de Rick contrastaba insolentemente con las panderetas, los xilófonos, los tambores y los demás instrumentos infantiles de la orquesta. Yo le había pedido a mi hermano que me prestara su Gibson Les Paul de color rojo fuerte (bueno, en realidad era una copia de una Gibson Les Paul, fabricada por una empresa llamada Avon, que no creo que estuvieran relacionados con el gigante de los cosméticos, aunque podría estar equivocado). Todavía hoy en día se me llenan los ojos de lágrimas cuando pienso que mi hermano mayor era el tipo de hermano que te deja su guitarra eléctrica. Los guitarristas no prestan sus guitarras tan a la ligera. Son como sus mascotas, pero más humanas. Por supuesto el préstamo había sido duramente negociado y acordado hasta el milímetro bajo una serie de duras condiciones que incluían la promesa de prestármela siempre y cuando no le pusiese un dedo encima. Pero, incluso así, me emocioné entonces y me sigo emocionando ahora al recordarlo.

David había olvidado llevar su bajo al colegio ese día y el batería no podía llevar la batería. Además, tenía que irse en el autobús de las cinco y cuarto. De todas formas, los dos se sentaron y observaron encantados mientras Rick y yo nos dedicábamos a elegir mis dos temas como artista invitado: «Rosalie» de Thin Lizzy (elegida por su progresión de acordes de máxima potencia) y «All Along the Watchtower» de Dylan (elegida por su secuencia de acordes a prueba de idiotas).

—¡Sí! ¡Mola! —dijo Rick.

El segundo ensayo, esta vez con todo el grupo, tuvo lugar en la planta superior de un granero de una granja situada a las afueras de la ciudad. Era de unos amigos de la familia del batería que, con una considerable magnanimidad y ningún respeto por las normas rurales, nos lo dejaron un sábado por la tarde. Una vez allí, aunque nos pareció que disponíamos de todo el tiempo del mundo, las horas pasaron tan rápido que no llegamos a hacer nada. Primero, tuvimos que subir al piso de arriba toda la pesada parafernalia (amplificadores, batería, estuches de guitarra…) por unas escaleras que, aunque sin duda habían sido fabricadas a la medida de un granjero del siglo XIX que cargara con una azada, estaba claro que no habían sido diseñadas pensando en un amplificador Marshall 4x12. Pasamos una media hora refunfuñando; era una escena que iba a revivir con gran frecuencia en los años siguientes, antes y después de los conciertos (cuerpos delgaduchos y emporrados trasladando objetos nada manejables de un lado a otro).

Es increíble los falsos mitos que corren sobre los ensayos musicales. Nunca olvidaré una escena de la película de Prince Purple Rain en la que su personaje llega tarde a un ensayo con su grupo, sube de un salto al escenario, se disculpa con cuatro palabras, se cuelga la guitarra al cuello y empiezan todos a tocar. Es una visión idílica del pop, todos perfectamente sincronizados y sin apenas esfuerzo. Lo que me sorprende es que Prince se preste a promover dicho mito, teniendo en cuenta que se ha pasado casi toda la vida en locales de ensayo y debe conocer mejor que cualquier otra persona lo molesto que es para los oídos forjar un grupo. Debería darle vergüenza mostrar algo tan irreal. La verdad es que casi todos los ensayos son tan penosos que cuesta creer que cualquier grupo se tome la molestia de seguir adelante al salir del local de ensayo.

Al empezar el ensayo no hay un protocolo a seguir como si estuviéramos en una sala de juntas; nadie da un golpe sobre la mesa y dice que hay que ponerse manos a la obra. En vez de eso, hay un periodo obligatorio de arranque, que puede durar entre diez minutos y dos horas y media, conocido en el mundillo como «improvisar». Para ser justos, parte de este tiempo se ocupa en el necesario trabajo de conseguir domar los recalcitrantes aparatos electrónicos. Se oyen muchos carraspeos frente al micrófono («uno, dos, probando, probando»), un vendaval de feedback y espasmos de electricidad estática.

Del amplificador del guitarrista: Guaaaaaaarrrrrmmm.

Del altavoz del cantante: Niiiiiiiiii, siiiiiinc…

El resto es básicamente una pérdida de tiempo total y absoluta. Al guitarrista le parece completamente imposible tener una guitarra colgada del cuello y no estar tocándola. Al batería le pasa lo mismo cuando tiene las baquetas en la mano. El bajista tiene que tocar, no menos de quince veces, ese pesado fragmento de «The Chain» de Fleetwood Mac (la sintonía que da inicio a la Fórmula 1 en la BBC), etcétera, etcétera. Así sigue la cosa, cada cual sumergido en su propio mundo y haciendo lo que le da la gana.

Ante este panorama no debe sorprender que la mayor parte de los grupos que consiguen tener éxito tienen una figura de autoridad relevante, un líder sediento de poder o un ególatra, alguien con suficiente fuerza para luchar contra una panda de caóticos caprichosos y conseguir hacerse oír entre todo el jaleo. Alguien que diga: «Venga, va, gente. Vamos a tocar “Funny Farm” ahora» o algo así. Desgraciadamente, Fallout no tenía ninguna cabeza visible. Algunas cabezas emporradas, sí, pero ninguna cabeza visible.

A pesar de eso, después de todas las discrepancias, conseguimos empezar a tocar uno de los temas acordados. Era «Rosalie» de Thin Lizzy, ese enorme y corpulento monstruo del metal… al menos en las manos de Thin Lizzy.

David, Mike, el batería, y yo nos lanzamos: BLANG.

Rick empezó: CLANG, uio, uio, uio.

Los demás volvimos a tocar: BLANG.

Y entonces empezamos todos juntos más o menos: BLANG, clang, uio, uio, uio, BLANG, etc.

Creo que ya entonces me hice la siguiente pregunta: ¿Cómo era posible que unas personas tan pacíficas pudieran crear un estruendo tan horrible? Imagínate un tractor arrastrando un arado por una carretera de hormigón mientras es sobrevolado por un helicóptero a corta distancia. Pues eso. Y ahí estaba yo plantado, cubierto de paja hasta los tobillos y concentrado al máximo en poner los dedos como me había enseñado Rick, aunque siempre llegaba media estrofa tarde. De todas formas, no me importaba mucho porque, en conjunto, nos habíamos adentrado en un espacio situado más allá del tiempo en el que los conceptos de «pronto» y «tarde» pierden su validez.

En los pocos instantes en que me atreví a levantar la vista de mis aterradas manos, divisé a Rick a través del polvo que se despegaba de las vigas debido a las vibraciones y que caía como si fueran copos de nieve. Parecía sorprendentemente tranquilo a pesar de estar en el ojo de esa tormenta apocalíptica. Estaba inclinado sobre el micrófono, con los ojos cerrados y una expresión de increíble serenidad que asomaba entre los mechones de pelo que le cubrían la cara. Había que reconocerlo: hacía bien su papel. Y, por lo que sé, también cantaba bien, aunque yo era incapaz de oírlo a causa del ruido.

 

Tras dos minutos y medio, se escuchó una explosión ahogada cuando la vieja instalación eléctrica del granero dijo basta y el lugar se hundió en la oscuridad y el silencio, excepto por el retumbar seco de la batería, que siguió durante al menos otro minuto (el tiempo que tardó el batería en darse cuenta de que algo iba mal).

—¡Hala! —exclamó Rick.

A continuación se produjo una breve conversación durante la cual Rick decidió a regañadientes que tendríamos que dejarlo para el día del concierto. Luego cargamos todo el equipo otra vez escaleras abajo y nos largamos a casa.

Conseguir que nos dejaran montar un concierto pop en la sala de actos de la escuela había resultado ser más difícil que conseguir permiso para colocar un dispensario de cocaína en el patio. Muchos de los profesores más antiguos temblaban al oír las palabras «música pop» y temían por las almas de sus alumnos. De todas formas, en el caso de Fallout y su artista invitado estelar no me imagino nada más lejos de la realidad. Para promover la depravación moral del público o un estallido de comportamientos salvajes de cualquier tipo hay que ensayar mucho más que nosotros.

Sin embargo, no tengo ninguna duda de que unos doscientos o trescientos chavales de los que presenciarían el concierto de Fallout (o, mejor dicho, quedarían expuestos a su música) decidirían en ese preciso instante y lugar que no querían volver a escuchar música de ningún tipo nunca más. Creo que eso habría pesado sobre nuestras conciencias.

Al final, la sangre no llegó al río. Dos días antes del concierto, el Sr. Balch, profesor de inglés, murió de cáncer de manera repentina. Durante la asamblea matinal, el director anunció de forma oficial el fallecimiento a todo el colegio y justo después de pronunciar unas palabras como homenaje póstumo, añadió: «Por supuesto, el concierto de mañana de la sala de actos queda cancelado».

Mi madre, muy comprensiva, se puso de nuestro lado cuando se lo conté esa noche en casa. «Qué tontería cancelarlo», dijo realmente enfadada. «Como si esa hubiera sido la voluntad del Sr. Balch.»

Pero mi madre no había escuchado a Fallout. Y está claro que el Sr. Balch no lo habría querido. Ni muerto.

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