Read the book: «365 días con el Padre Pío», page 4

Font:

En efecto, nosotros, para huir de las adulaciones de los demás, preferimos los ayunos ocultos y secretos a los visibles; el silencio, al hablar elocuente; ser despreciados, a ser tenidos en cuenta; los desprecios, a los honores. ¡Oh!, Dios mío. También en esto la vanagloria quiere, como suele decirse, meter la nariz, acometiéndonos con vanas complacencias.

(2 de agosto de 1913, al P. Agostino

da San Marco in Lamis, Ep. I, 396)

25 de febrero

Tenía mucha razón San Jerónimo, al comparar la vanagloria con la sombra. De hecho, la sombra sigue al cuerpo a todas partes; y hasta le mide los pasos. Se aleja el cuerpo, se aleja también ella; camina a paso lento, también ella hace lo mismo; se sienta, y entonces también ella toma la misma posición.

Lo mismo hace la vanagloria; sigue por todos lados a la virtud. En vano intentaría el cuerpo huir de su sombra; esta, siempre y en todas partes, le sigue y camina a su lado. Lo mismo le sucede a quien se ha dedicado a la virtud, a la perfección: cuanto más huye de la vanagloria, más es asaltado por ella. Temamos todos, querido padre, a este nuestro gran enemigo. Lo teman todavía más aquellas dos almas elegidas, porque este enemigo tiene un algo de inexpugnable.

Estén siempre alerta; no se deje a este enemigo tan poderoso entrar en la mente y en el corazón; porque, si consigue entrar, desflora las virtudes, corroe la santidad, corrompe todo lo que hay de belleza y de bondad.

Traten de pedir continuamente a Dios la gracia de verse preservadas de este vicio pestilente, porque «Todo don perfecto viene de arriba, del Padre de las luces». Abran sus corazones a la confianza en Dios. Recuerden siempre que todo lo que hay de bueno en ellas es puro regalo de la suma bondad del Esposo celestial.

(2 de agosto de 1913, al P. Agostino

da San Marco in Lamis, Ep. I, 396)

26 de febrero

Graben bien en su mente; esculpan fuertemente en sus corazones; y convénzanse de que nadie es bueno «sino sólo Dios»; y que nosotros no tenemos otra cosa que la nada. Vayan meditando continuamente lo que san Pablo escribe a los fieles de Corinto: «¿Qué tienes que no lo hayas recibido? Y, si lo recibiste, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido?». «No que seamos capaces –dice además– de pensar algo por nosotros mismos, como si fuera cosa nuestra; nuestra capacidad nos viene de Dios».

Cuando se sientan tentadas de vanagloria, repitan con san Bernardo: «Ni por ti lo inicié, ni por ti lo dejaré». ¿No comencé mi viaje por los caminos del Señor? Entonces, por ellos quiero seguir; por ellos continuaré mi marcha. Si el enemigo les asalta por la santidad de su vida, que le griten a la cara: mi santidad no es fruto de mi espíritu, sino que es fruto del espíritu de Dios que me santifica. Es un don de Dios; es un talento que me ha prestado mi Esposo para que yo negocie con Él y después le rinda estrecha cuenta de la ganancia obtenida.

(2 de agosto de 1913, al P. Agostino

da San Marco in Lamis, Ep. I, 396)

27 de febrero

Las virtudes son como quien tiene un tesoro, que, si no lo tiene escondido a los ojos de los envidiosos, se lo robarán. El demonio está siempre vigilando; y él, el peor de todos los envidiosos, busca arrebatar este tesoro, que son las virtudes, tan pronto como lo descubre; y lo hace asaltándonos con ese enemigo tan poderoso que es la vanagloria.

Nuestro Señor, siempre atento a nuestro bien, para preservarnos de este gran enemigo, nos lo advierte en varios lugares del evangelio. ¿Acaso no nos dice que, si queremos hacer oración, nos retiremos a nuestro cuarto, cerremos la puerta y oremos de tú a tú con Dios, para que nuestra oración no sea conocida por los demás?; ¿que, al ayunar, nos lavemos la cara para que no descubramos nuestro ayuno a los demás en la suciedad y la palidez del rostro?; ¿que, al dar limosna, no sepa la mano derecha lo que hace la izquierda?

(2 de agosto de 1913, al P. Agostino

da San Marco in Lamis, Ep. I, 396)

28 de febrero

Sean precavidas para no hablar nunca con otras personas, a excepción de su director y de su confesor, de aquellas cosas con las que el buen Dios las va favoreciendo. Dirijan siempre todas sus acciones a la gloria de Dios, exactamente como quiere el Apóstol: «Ya comáis, ya bebáis, ya hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios». Vayan renovando esta santa intención de tanto en tanto. Examínense al final de cada acción; y, si descubren alguna imperfección, no se turben por ello; pero avergüéncense y humíllense ante la bondad de Dios; pidan perdón al Señor y suplíquenle que las preserve de esa falta en el futuro.

Renuncien a toda vanidad en sus vestidos, porque el Señor permite las caídas de estas almas en esas vanidades.

Las mujeres que buscan las vanidades de los vestidos no podrán nunca vestirse de la vida de Jesucristo, y pierden los adornos del alma tan pronto como entra este ídolo en sus corazones. Su vestido esté, como quiere san Pablo, decente y modestamente adornado; pero sin cosidos de pieles, sin oro, sin perlas, sin prendas preciosas que suenen a riqueza y suntuosidad.

(2 de agosto de 1913, al P. Agostino

da San Marco in Lamis, Ep. I, 396)

29 de febrero

A los mundanos les parece increíble que haya almas que sufren al ver que la providencia les prolonga la vida. Sin embargo, ahí está la historia de los santos, que es y será la maestra de la humanidad.

De los sufrimientos atroces que sufren las almas de los justos al verse lejos de su centro podemos formarnos, oh Raffaelina, una pálida idea fijándonos en lo que esas almas sufren, incluso al tener que satisfacer las necesidades más vitales de la vida, como el comer, el beber y el dormir. Y si la piedad de Dios no acudiera, especialmente en ciertos momentos y en ciertos días, con una especie de milagro, privándoles de la reflexión mientras realizan esos actos necesarios para la vida, para las pobrecitas es tal el tormento que experimentan al realizar una tal acción, que además no pueden evitar que yo, sin miedo a mentir, no sabría encontrar una comparación adecuada como no sea lo que debieron de experimentar los mártires que fueron quemados vivos, entregando así sus vidas a Jesús en testimonio de su fe.

Es fácil que esta comparación a alguno le resulte una exageración hermosa y vacía, pero yo, mi querida Raffaelina, sé lo que me digo. El día del juicio universal veremos ciertamente a estas almas que, sin haber dado su sangre por la fe, digo que las veremos coronadas, igual que los mártires, con la palma del martirio.

(23 de febrero de 1915, a

Raffaelina Cerase, Ep. II, 340)

Marzo

1 de marzo

Toda falta, aun mínima, que cometo, es para el alma una espada de dolor que le traspasa el corazón. En ciertos momentos me veo empujado a exclamar como el Apóstol, si bien, ¡ay de mí!, no con la misma perfección: «Ya no soy yo quien vive», pues siento que hay alguien en mí.

Otro efecto de esta gracia es que mi vida se está convirtiendo en un cruel martirio; y sólo encuentro consuelo al resignarme a vivir por amor de Jesús; aunque, ¡ay de mí!, padre mío, también en este consuelo la pena que siento en ciertos momentos es insoportable, porque el alma querría que la vida entera estuviera sembrada de cruces y de persecución.

Los mismos actos naturales, como serían el comer, el beber, el dormir son para mí muy penosos. El alma, en este estado, gime porque las horas transcurren muy lentas para ella. Al término de cada jornada, se siente como aligerada de un grave peso y muy aliviada; pero al momento vuelve a recaer en una profunda tristeza, al pensar que le quedan muchos días de destierro; y es precisamente en esos momentos cuando el alma quiere gritar: «¡Oh vida, qué cruel eres para mí!, ¡qué larga eres! ¡Oh vida, que ya no eres vida para mí sino tormento! ¡Oh muerte, no sé quién puede tenerte miedo, ya que por ti se nos abre la vida!».

Antes de que el Señor me favoreciera con esta gracia, el dolor de mis pecados, la pena que sentía al ver al Señor tan ofendido, la plenitud de los afectos que sentía por Dios no eran tan intensos como para hacerme salir de mí mismo y, a veces, pareciéndome insoportable este dolor, me llevaban a desahogarme con gritos agudísimos, sin poder contenerme. Pero después de esta gracia, el dolor se ha hecho aún más agudo, hasta parecerme que el corazón salta de un lado a otro.

Ahora me parece que comprendo cuán duro fue el martirio de nuestra queridísima Madre, cosa que antes no me había sido posible. ¡Oh, si los hombres pudieran comprender este martirio! ¿Quién lograra sufrir con nuestra tan querida corredentora? ¿Quién le negaría el bellísimo título de «reina de los mártires»?

(7 de julio de 1913, al P. Benedetto

da San Marco in Lamis, Ep. I, 381)

2 de marzo

Mi queridísimo padre, querría por un momento abrirle mi interior para hacerle ver la llaga que el dulcísimo Jesús ha abierto amorosamente en mi corazón. Este, por fin, ha encontrado un amante que se ha enamorado de él de tal forma que no sabe cómo intensificar ese amor.

A este amante usted ya lo conoce. Es un amante que no se enfada nunca con quien le ofende. Sin número es el número de sus misericordias, que mi corazón lleva consigo. Este corazón reconoce no tener absolutamente nada de que gloriarse ante él. Él me ha amado, ha querido preferirme a muchas criaturas.

Y cuando le pregunto qué he hecho para merecer tantos consuelos, él me sonríe y me va repitiendo que a tan gran intercesor nada se le niega. Como recompensa me pide sólo amor; pero, ¿no se lo debo por gratitud?

¡Oh, si pudiera, padre mío, alegrarle un poco, de la misma forma que él me alegra a mí! Él de tal forma se ha enamorado de mi corazón que me hace arder de su fuego divino, de su fuego de amor. ¿Qué es este fuego que me invade totalmente? Padre mío, si Jesús nos hace tan felices en la tierra, ¿qué será en el cielo?

(3 de diciembre de 1912, al P. Agostino

da San Marco in Lamis, Ep. I, 316)

3 de marzo

A veces me pregunto si habrá almas que no sientan arder el pecho con el fuego divino, especialmente cuando se encuentran ante él, en el sacramento. Esto me parece imposible, sobre todo si se trata de un sacerdote, de un religioso. Quizá las almas que afirman que no sienten este fuego no lo sienten porque tal vez su corazón es más grande. Sólo con esta benigna interpretación me es posible no aplicarles el vergonzoso calificativo de mentirosos.

Hay momentos en que se me presenta a la mente la severidad de Jesús, y es entonces cuando sufro amargamente; me pongo a considerar sus bromas y esto me llena de gozo. No puedo no abandonarme a esta dulzura, a esta felicidad… ¿Qué es, padre mío, lo que siento? Tengo tanta confianza en Jesús que, incluso si viera el infierno abierto ante mí y me encontrara a la orilla del abismo, no desconfiaría, no me desesperaría, confiaría en él.

Tal es la confianza que me inspira su mansedumbre. Cuando me pongo a considerar las grandes batallas contra el demonio que, con la ayuda divina, he superado, son tantas que no es posible contarlas.

¡Quién sabe cuántas veces mi fe habría vacilado y mi esperanza y mi caridad se habrían debilitado, si él no me hubiera tendido la mano; y mi intelecto se habría oscurecido, si Jesús, sol eterno, no lo hubiera iluminado!

Reconozco también que soy del todo obra de su infinito amor. Nada me ha negado; más aún, tengo que manifestar que me ha dado más de lo que le he pedido.

(3 de diciembre de 1912, al P. Agostino

da San Marco in Lamis, Ep. I, 316)

4 de marzo

Escuche, padre mío, los justos lamentos de nuestro dulcísimo Jesús: «¡Con cuánta ingratitud es pagado mi amor por los hombres! Sería menos ofendido por ellos si los hubiera amado menos. Mi Padre no quiere soportarlos más. Yo quisiera dejar de amarlos pero… [y aquí Jesús guarda silencio y suspira; y después continúa] pero, ¡ay de mí!, ¡mi corazón está hecho para amar! Los hombres ruines y perezosos no hacen ningún esfuerzo por vencer las tentaciones; o, lo que es más grave, se deleitan en sus iniquidades. Las almas más predilectas para mí, puestas en la prueba, me fallan; los débiles se dejan llevar por el desánimo y la desesperación; los fuertes se van relajando poco a poco.

Me dejan en las iglesias solo de noche, solo de día. Ya no se preocupan del sacramento del altar; no se habla nunca de este sacramento de amor; e incluso aquellos que hablan de esto, ¡ay de mí!, con qué indiferencia, con qué frialdad lo hacen.

Mi corazón es olvidado; nadie se preocupa ya de mi amor; yo estoy siempre afligido. Mi casa se ha convertido para muchos en un lugar de diversión; también para mis ministros, que yo siempre he mirado con predilección, que he amado como a la pupila de mis ojos; ellos deberían confortar mi corazón lleno de amarguras; ellos deberían ayudarme en la redención de las almas. En cambio, ¿quién lo creería?, de ellos debo recibir ingratitudes y olvidos. Veo, hijo mío, a muchos de estos que… [aquí se calló, los sollozos le cortaron la voz, lloró en secreto] que, bajo hipócritas apariencias, me traicionan con comuniones sacrílegas, despreciando las luces y las fuerzas que continuamente les regalo…».

Jesús continuó todavía lamentándose. Padre mío, ¡cómo me hace sufrir ver llorar a Jesús! ¿Lo ha experimentado también usted?

«Hijo mío –continuó Jesús–, tengo necesidad de víctimas para calmar la ira justa y divina de mi Padre; renuévame la ofrenda de todo tu ser, y hazlo sin reservarte nada».

El sacrificio de mi vida, padre mío, se lo he renovado; y, si siento en mí algún sentimiento de tristeza, este tiene lugar al contemplar al Dios de los dolores.

Si le es posible, trate de encontrar almas que se ofrezcan al Señor en calidad de víctimas por los pecadores. Jesús le ayudará.

(12 de marzo de 1913, al P. Agostino

da San Marco in Lamis, Ep. I, 341)

5 de marzo

Desearía decirle muchas cosas bellas, todas de Jesús; pero me doy cuenta de que esto debe quedar en un piadoso deseo, porque las fuerzas, que desde hace algunos días siento que se debilitan, no me lo permiten. Pero, ¡Jesús sea bendito! Por su amor me contento con lo estrictamente necesario.

Modere, querido padre, se lo suplico, sus ansiedades en lo que se refiere a su espíritu, porque me parece que es una pérdida de tiempo en nuestro caminar hacia el cielo; y lo que es peor, por muchas de estas ansiedades, que en sí mismas pueden ser santas, y por nuestra fragilidad y por el azuzar insistente del demonio, todas nuestras bellas acciones, permítaseme la expresión, quedan manchadas por un poco de falta de confianza en la bondad de Dios.

Es sólo un sutilísimo hilo que tiene atrapado al espíritu, pero que le impide, y de forma notable, remontar el vuelo en los caminos de la perfección y obrar con santa libertad. Es una grave injuria que el alma hace a nuestro celestial Esposo; y, como consecuencia, ¡ay de mí!, el dulcísimo Señor de cuántas gracias nos priva sólo porque la puerta de nuestro corazón no le queda abierta con santa confianza. El alma, si no se decide a salir de este estado, se atrae sobre sí muchos castigos.

No le parezca exagerada, querido padre, esta afirmación mía. Traigamos a la memoria aquel inmenso pueblo de Dios en el desierto; por falta de confianza muy pocos llegaron a poner el pie en la tierra prometida. Su propio jefe, quiero decir Moisés, por haber dudado al golpear aquella piedra de donde debía salir agua para quitar la sed de aquel pueblo sediento, fue gravemente castigado y no pisó la tierra prometida.

(17 de agosto de 1913, al P. Agostino

da San Marco in Lamis, Ep. I, 405)

6 de marzo

Siento el vivísimo deseo, sin que casi nunca piense yo en procurarlo, de pasar todos los instantes de mi vida amando al Señor; quisiera estar estrechamente unido a Él por una de sus manos y recorrer con alegría aquella vía dolorosa, en la que me ha puesto; pero lo digo también con tristeza en el corazón, con confusión en el ánimo y con rubor en el rostro, que mis deseos no se corresponden precisamente con la realidad.

Basta cualquier cosa para agitarme; basta que me olvide de las aseveraciones que usted me hace para arrojarme en la más densa noche del espíritu, que me hace sufrir día y noche. ¡Dios mío!, ¡padre mío!, ¡qué gran castigo me ha traído mi infidelidad del pasado!

Querría que mi mente no pensara más que en Jesús, que el corazón no palpitara más que por él sólo y siempre, y todo esto se lo prometo repetidamente a Jesús. Pero, ¡ay de mí!, me doy perfecta cuenta de que la mente se olvida o, mejor dicho, se queda en la durísima prueba, bajo la cual está el espíritu; y el corazón no hace otra cosa que marchitarse en este dolor.

(6 de marzo de 1917, al P. Benedetto

da San Marco in Lamis, Ep. I, 872)

7 de marzo

Es verdad que todo está consagrado a Jesús y que todo lo intento sufrir por él. Pero no logro convencerme de esto. De hecho me veo privado de esa luz; y esto es suficiente para que me llene de miedo y de terror y crea que estoy bajo los rigores de la divina justicia. Y, a mi modo de ver, lo que más me confirma en esta verdad es el ver que Dios cada día es más excelso a los ojos de mi espíritu, el verlo cada día más lejano, y el ver incluso que este Dios se va rodeando más y más de densas nubes.

Mi espíritu está siempre fijo en este objeto, que nunca se aparta de mi mente; y, cuanto más fijo en él mi mirada, más me doy cuenta de que se va escondiendo en esta nube, que es semejante a esos vapores que se levantan del suelo mojado cuando sale el sol.

Por otra parte, el Padre celestial no cesa de hacerme partícipe de los dolores de su unigénito Hijo, también físicamente. Estos dolores son tan agudos que no es posible ni describirlos ni imaginarlos. Además, no sé si es falta de fortaleza o si hay culpa en ello cuando, puesto en esta situación, sin querer, lloro como un niño.

Es para mí una prueba durísima no saber si, en eso que hago, agrado a Dios o le ofendo. Muchas aseveraciones me han sido dadas en relación con esto; pero, ¡qué quiere!, no se tienen ojos para ver. Y, además, el enemigo quiere meter siempre su cola para arruinar todo. Va insinuando que tales aseveraciones no abarcan todas mis acciones y mucho menos que son para siempre.

(6 de marzo de 1917, al P. Benedetto

da San Marco in Lamis, Ep. I, 872)

8 de marzo

Dios, Dios, no quiero, no, desesperarme; no quiero, no, injuriar a tu infinita bondad; pero, no obstante todos los esfuerzos por confiar, siento en mí, vivo y claro, el oscuro cuadro de tu abandono y tu rechazo.

Dios mío, yo confío, pero esta confianza está llena de temores; y es esto lo que hace más amarga mi aflicción.

Oh, Dios mío, si yo pudiera convencerme, aunque mínimamente, de que este estado no es un rechazo de tu parte y de que yo no te ofendo, estaría dispuesto a sufrir, y centuplicado, este martirio.

Dios mío, Dios mío… ¡ten piedad de mí!

Padre mío, ayúdeme con sus oraciones y con las de otros. ¡Cómo querría no sentir esta pena amarguísima! He dejado todo para agradar a Dios, y mil veces habría dado mi vida para sellar mi amor por Él; y ahora, oh Dios, qué amargo me resulta experimentar en lo íntimo del corazón que Él está irritado conmigo; y no puedo, no, encontrar paz en mi desventura. Mi corazón tiende irresistiblemente y con todo su ímpetu hacia su Señor; pero una mano de hierro me rechaza siempre… Figúrese un pobre náufrago, agarrado a una tabla de salvación, a quien cada ola y cada ráfaga de viento amenazan con anegarlo.

O mejor, figúrese mi estado presente semejante al de un condenado a muerte, que siente palpitar continuamente el corazón porque espera ser conducido al patíbulo de un momento a otro. Y este estado me hace sufrir en la más oscura noche, cuando me esfuerzo más que nunca por encontrar a mi Dios.

(20 de febrero de 1922, al P. Benedetto

da San Marco in Lamis, Ep. I, 1263)

9 de marzo

Anímate, mi queridísimo hijo; si tú no tienes suficiente oro ni incienso para ofrecer a Jesús, tendrás al menos la mirra del sufrimiento; y me conforta saber que él lo acepta con agrado, como si este fruto de vida lo quisiera unir a la mirra de su sufrimiento, tanto en su nacimiento como en su muerte. Jesús glorificado es bello, pero me parece que lo es mucho más crucificado.

Por tanto, hijito mío, prefiere estar en la cruz a estar al pie de la misma; prefiere agonizar con Jesús en el huerto que compadecerlo, porque aquello te asemeja más al divino Prototipo. ¿En qué circunstancia puedes hacer actos de unión inquebrantable de tu corazón y de tu espíritu a la santa voluntad de Dios, de mortificación del yo y de amor en tu crucifixión, si no es en los asaltos desabridos y rigurosos que te vienen de nuestros enemigos?

Pero, mi queridísimo hijito, ¿no te he inculcado muchas veces que te despojes de todo lo que no es Dios para revestirte de nuestro Señor crucificado? Ahora bien, es Dios el que permite que tu corazón esté en la aridez y en la oscuridad; no es, pues, un castigo sino un regalo. No te desanimes en el camino que estás recorriendo, porque todo es agradable a Dios; y ya que tu corazón quiere serle siempre fiel, Él no pondrá en tus hombros más peso del que puedes soportar, y llevará contigo la carga hasta que vea que tú doblas de buen grado tus espaldas. (…)

Haz un particular ejercicio de dulzura y de sumisión a la voluntad de Dios, no sólo en las cosas extraordinarias, sino también en aquellas pequeñas de cada día. Estos actos hazlos no sólo por la mañana, también durante el día y por la noche, con un espíritu tranquilo y gozoso; y, si te sucediera que no los haces, humíllate y sigue adelante. Ten por seguro que aquí está tu pasión dominante.

(20 de enero de 1918, a fray Emmanuele

da San Marco La Catola, Ep. IV, 419)

10 de marzo

Es bueno aspirar a la más alta perfección cristiana, pero no hay que filosofar sobre ella, sino sobre nuestra conversión y sobre nuestro progreso en la misma en los acontecimientos diarios, dejando el éxito de nuestro deseo a la providencia de Dios y abandonándonos en sus brazos de padre, como lo hace un chiquillo que, para crecer, come cada día lo que le prepara su padre, confiando en que no le faltará el alimento en la medida de su apetito y de su necesidad. (…)

Guárdate de los escrúpulos y de las inquietudes de conciencia; y ten calma absoluta en lo que te dije de palabra, porque te lo dije en nuestro Señor. Permanece en la presencia de Dios por los medios que te indiqué y que sabes.

Guárdate de la tristeza y de las inquietudes, porque no hay cosa que impida tanto caminar hacia la perfección. Hijito mío, pon dulcemente tu corazón en las llagas de nuestro Señor, pero no a fuerza de brazos. Ten una gran confianza en su misericordia y bondad, que Él no te abandonará nunca; pero no dejes por eso de abrazar fuertemente su santa cruz.

(20 de enero de 1918, a fray Emmanuele

da San Marco La Carola, Ep. IV, 419)

11 de marzo

¿Me será dada y otorgada por Jesús la gracia de al menos morir en el lugar adonde él, con tanta bondad paterna, me llamó? Esta dulce esperanza me sostiene y me anima a seguir viviendo.

Mientras tanto, ya que Jesús no ha querido que yo consagre a mi querida madre provincia toda mi persona, me he ofrecido al Señor como víctima por todas las necesidades espirituales de la misma, y esta ofrenda la voy repitiendo continuamente ante el Señor. Estoy contento al poder ver que, al menos en parte, mi ofrenda ha sido aceptada. Quiera el buen Jesús acogerla plenamente.

¿Qué decirle del actual estado de mi espíritu? La terrible crisis, a la que me referí en mi carta anterior, va aumentando cada día más. En el momento presente, el alma está encerrada en un cerco de hierro. Por una parte teme ofender a Dios en todo lo que hace, y esto le provoca tanto terror que sólo puede ser equiparado a las penas de los condenados.

Padre, no crea que en esta afirmación mía haya algo de exageración; la realidad es exactamente esa. Una de estas noches, ante este pensamiento, me pareció que me moría. El Señor me hizo probar todas las penas que sufren allá abajo los condenados.

Pero, por otra parte, lo que más me atormenta es que, en este tiempo, siento agigantarse en mi alma el deseo de amar a Dios y de corresponder a sus beneficios.

(11 de marzo de 1915, al P. Benedetto

da San Marco in Lamis, Ep. I, 541)

12 de marzo

El Apóstol nos advierte: «Si vivimos según el Espíritu, caminemos según el Espíritu», casi como si quisiera decirnos para nuestra común edificación: ¿Queremos vivir espiritualmente, es decir, movidos y guiados por el Espíritu Santo? Preocupémonos por mortificar el espíritu propio, el cual nos infla, nos vuelve impetuosos, nos deseca; en otras palabras, entreguémonos a reprimir la vanagloria, la ira y la envidia: tres espíritus malignos que tienen esclavos a la mayor parte de los hombres. Estos tres espíritus malignos son absolutamente contrarios al espíritu del Señor.

(23 de octubre de 1914, a

Raffaelina Cerase, Ep. II, 197)

13 de marzo

Déjate guiar amorosamente por la divina providencia, lo mismo quiera hacerte caminar a ras de tierra y por desiertos, que por las aguas de los consuelos sensibles y espirituales. Ten en la mano tu perfume; pero, si se presenta algún otro aroma delicioso, no dejes de olerlo, dando gracias, porque el perfume se usa para no quedarse por mucho tiempo sin algún consuelo y gozo espiritual.

Mantente firme en cualquier estado en que Jesús quiera ponerte para que tu corazón sea totalmente para él, pues no hay cosa mejor que esa. Despójate, pues, a base de continuas renuncias, de tus afectos terrenos, de todas las cosas que te tienen prisionera; y ten por cierto que el rey del cielo te dará sus regalos para atraerte a su santo amor.

Veo en tu corazón una profunda resolución de querer servir a Dios; y esto me garantiza que serás fiel en los ejercicios de piedad y en la práctica constante de lo que lleva a la adquisición de las virtudes. Pero te advierto una cosa, que tú ciertamente no ignoras. Cuando se sucedan las faltas por motivo de enfermedad, es necesario no maravillarte por eso, sino que, después de detestar la ofensa que Dios recibe en ellas, es necesario buscar una humildad gozosa, para descubrir y percatarnos de nuestra miseria.

(12 de enero de 1917, a

Erminia Gargani, Ep. III, 669)

14 de marzo

Confianza y amor, hijita mía, confianza y amor en la bondad de nuestro Dios. Tú sufres, pero anímate, que tu sufrimiento es con Jesús y por Jesús; y no es un castigo sino una prueba para tu salvación.

Convéncete, pues; yo te lo aseguro de parte del Señor: en tus dolores está Jesús, y además en el centro de tu corazón; tú no estás separada ni lejos del amor de este Dios tan bueno. Experimentas en ti la delicia del pensamiento de Dios; pero sufres aún al estar lejos de poseerlo plenamente y al verlo ofendido por las criaturas desagradecidas. Pero no puede ser de otro modo, hijita mía; quien ama, sufre; es la norma constante para el alma que peregrina en esta tierra; el amor no plenamente satisfecho es un tormento, pero tormento dulcísimo. Tú lo experimentas.

Continúa sin temor, hijita mía, envolviéndote en este misterio de amor y de dolor al mismo tiempo, hasta que le plazca a Jesús. Este estado es siempre temporal; vendrá la divina consolación, completa, irresistible. En este estado de aflicción, continúa, mi buena hijita, rezando por todos, sobre todo por los pecadores, para reparar tantas ofensas como se hacen al divino Corazón.

Me parece que tú un día te ofreciste víctima por los pecadores; Jesús escuchó tu plegaria, aceptó tu ofrenda. Jesús te ha dado la gracia de soportar el sacrificio. Pues bien, ¡adelante todavía un poco más!; la recompensa no está lejos.

(9 de abril de 1918, a

Maria Gargani, Ep. III, 312)

15 de marzo

Recordemos que la suerte de las almas elegidas es el sufrir; el sufrimiento soportado cristianamente es la condición que Dios, autor de todas las gracias y de todos los dones que llevan a la salvación, ha puesto para darnos la gloria. Alcemos, pues, los corazones, llenos de confianza en sólo Dios; humillémonos bajo su mano poderosa; aceptemos de buen grado las tribulaciones a las que la piedad del Padre celestial nos somete, para que nos ensalce en el tiempo de la visita. Que toda nuestra preocupación sea sólo esta: «Amar y agradar a Dios», sin preocuparnos para nada de todo lo demás, sabiendo que Dios cuidará siempre de nosotros, más de lo que se pueda decir o imaginar.

(26 de noviembre de 1914,

a Raffaelina Cerase, Ep. II, 245)

16 de marzo

¡Qué sublime y suave es la dulce invitación del divino Maestro: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame»! Era esta invitación la que hacía decir a santa Teresa aquella oración al Esposo divino: «Sufrir o morir». Era también esta invitación la que hacía exclamar a santa María Magdalena de Pazzi: «Sufrir siempre y no morir». Era también a causa de esta invitación el que nuestro seráfico padre san Francisco, arrebatado en éxtasis, exclamara: «Es tanto el bien que yo espero, que en cada sufrimiento me deleito».

Lejos de nosotros lamentarnos de las aflicciones y enfermedades que Jesús quiera mandarnos. Sigamos al divino Maestro por la senda del Calvario cargados con nuestra cruz; y, cuando él quiera colocarnos en la cruz, es decir, tenernos en cama enfermos, démosle gracias y tengámonos por afortunados por el gran honor que se nos hace, sabiendo que estar en la cruz con Jesús es un acto muchísimo más perfecto que el de sólo contemplarlo a él en la cruz.

(26 de noviembre de 1914, a

Raffaelina Cerase, Ep. II, 245)

17 de marzo

Pide con confianza ilimitada a Jesús, con la esposa del Cantar de los Cantares, que te arrastre detrás de él y que te haga sentir la fragancia de los perfumes de sus ungüentos, para que puedas correr totalmente detrás de él, con todas las fuerzas del alma y las facultades del cuerpo, por dondequiera que él vaya.

The free excerpt has ended.