La metamorfosis y otros relatos

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Gregorio comprendió que no podía permitir que el gerente se retirara de aquel modo, pues si no su puesto en el almacén se vería seriamente amenazado. Los padres no entendían esto tan claramente, porque durante todos estos años, habían llegado a pensar que la posición de Gregorio en el almacén era para toda la vida; además, con las actuales preocupaciones, habían olvidado toda prudencia. Pero no Gregorio, quien se daba cuenta que era indispensable retener al gerente, tranquilizarlo y persuadirlo. De ello dependía su futuro y el de toda su familia. ¡Si estuviera allí su hermana! Ella era muy lista; había llorado cuando Gregorio todavía permanecía tranquilamente de espaldas, y seguro que el gerente, hombre aficionado a las mujeres, se hubiese dejado convencer por ella. La hermana habría cerrado la puerta y lo habría tranquilizado en el vestíbulo. Pero lo cierto es que la hermana no estaba y Gregorio tenía que actuar solo. Sin reparar en que aún no conocía su actual capacidad de movimiento, y que lo más probable es que no hubiesen comprendido sus palabras, abandonó la puerta que lo detenía y se deslizó por el hueco abierto. Pretendía llegar hasta el gerente, quien seguía grotescamente aferrado con ambas manos a la barandilla de la escalera. Sin embargo, Gregorio cayó inmediatamente al suelo, intentando con enormes esfuerzos sostenerse sobre sus innumerables patitas y dando un pequeño quejido. Después de esto, sintió por primera vez esa mañana un verdadero bienestar: las patitas, apoyadas en el suelo, le obedecían a la perfección. Con gran alegría comprobó que lo llevaban a donde él quería, dándole la sensación que por fin habían cesado sus sufrimientos. Pero en el momento en que Gregorio empezó a avanzar, balanceándose por el movimiento reprimido, no lejos de su madre, ésta, que parecía completamente desmayada, dio un salto y se puso a gritar con las manos extendidas:

–¡Socorro! ¡Por el amor de Dios, socorro!

Inclinaba la cabeza para ver mejor a Gregorio, pero como para desmentir esta visión, retrocedió atropelladamente y sin acordarse que la mesa aún estaba puesta, cayó sentada sobre ella sin notar que la cafetera volcada chorreaba el café sobre la alfombra.

–¡Madre, madre! –murmuro Gregorio, mirándola desde abajo. Por un momento se olvidó del gerente y no pudo evitar, ante el café derramado, abrir y cerrar varias veces su mandíbula en el vacío.

La madre volvió a gritar, huyó de la mesa y se lanzó a los brazos del padre, quien salió a su encuentro. Pero Gregorio ya no tenía tiempo para los padres; el gerente se encontraba en la escalera y, con la barbilla apoyada en la baranda, miró de nuevo por última vez. Gregorio tomó impulso para alcanzarle, pero este debió comprender su intención, pues de un salto bajó varios escalones y desapareció, lanzando una última exclamación que resonó en toda la escalera. Para colmo de los males, la fuga del gerente desconcertó al padre quien, hasta ahora relativamente sereno, en vez de correr tras el fugitivo, o al menos permitir que Gregorio lo hiciera, agarró con la mano derecha el bastón del gerente –el cual había quedado en la silla junto al sombrero y el impermeable–, y tomando con la otra mano un periódico que había sobre la mesa, comenzó, dando patadas en el suelo, a hacer retroceder a Gregorio a su habitación amenazándole con el bastón y el diario. De nada sirvieron las súplicas de Gregorio, que no fueron entendidas; y por más que volvió sumisamente la cabeza hacia el padre, sólo logró que este pataleara más fuerte.

Por su parte la madre –a pesar del mal tiempo– había abierto las ventanas, e inclinada hacia afuera se cubría el rostro con las manos. Entre el aire de la calle y la escalera se estableció una fuerte corriente: las cortinas se agitaban, se volaban los periódicos en la mesa y las hojas sueltas se arrastraban por el suelo. El padre no cesaba de acosarle y resoplaba como loco. Pero Gregorio todavía carecía de práctica en la marcha atrás y avanzaba muy despacio. Si hubiese podido dar vuelta, no habría demorado nada en llegar a su habitación. Pero tenía miedo de impacientar al padre con su lentitud al girar, cuyo bastón podría ser un golpe mortal en la espalda o en la cabeza. Al final no le quedó más remedio que avanzar hacia atrás, pero pronto advirtió que andando de esta manera no controlaba la dirección. Así que, sin dejar de mirar con temor a su padre, comenzó a girar lo más rápidamente que pudo, pero, en realidad, con extraordinaria lentitud. Al parecer el padre advirtió su buena voluntad, pues en vez de obstaculizarle su esfuerzo, lo dirigía desde lejos con la punta del bastón. ¡Si al menos hubiese dejado de resoplar! Esto era lo que más alteraba a Gregorio. Ya casi terminaba el giro cuando, por causa de un gran resoplido, equivocó la dirección y hubo de retroceder otro poco. Al fin logró quedar con la cabeza en la puerta, sin embargo, su cuerpo era demasiado ancho para poder atravesar ese espacio. En medio de su excitación, al padre no se le ocurrió abrir la otra puerta para darle a Gregorio el espacio suficiente. Tenía la idea fija de que Gregorio debía meterse cuanto antes en la habitación; tampoco hubiera permitido los complicados preparativos que Gregorio necesitaba para incorporarse y de ese modo atravesar la puerta. Y, como si no existiese suficiente obstáculo, empujaba a Gregorio con mayor furia. Ya no se oía como si fuese el padre, y Gregorio comprendió que no había tiempo para bromas; así que se incrustó en la puerta e, irguiéndose de medio lado, quedó atravesado y atascado en la puerta. Las patitas de un lado colgaban temblorosas en el aire, mientras las otras permanecían dolorosamente aplastadas en el suelo.

En esto el padre le dio un fuerte empujón por detrás –que, en esta situación, le produjo gran alivio– lanzándolo dentro del dormitorio, sangrando con intensidad. La puerta se cerró con el bastón y por fin todo volvió a la calma.

2

Recién al anochecer despertó Gregorio de un pesado sueño, semejante a la pérdida de conocimiento. No habría tardado mucho en despertarse solo, pues ya había descansado bastante, pero le pareció haber sido despertado por el sonido de unos pasos furtivos y el ruido de una puerta en el vestíbulo, que alguien cerraba con cuidado. El resplandor de las luces eléctricas de la calle se reflejaba en el techo de la habitación y en la parte superior de los muebles; pero abajo, donde estaba Gregorio, reinaba la oscuridad. Aún lenta y torpemente tanteó con sus antenas, pues ahora comprendía su utilidad, y se deslizó hacia la puerta para ver lo sucedido. Su costado izquierdo tenia una larga y repugnante herida, que le tironeaba y obligaba a cojear, alternativa y simétricamente, sobre cada una de sus dos hileras de patas. Además, una de las patitas que había resultado herida en el incidente de la mañana –casi por milagro las demás permanecieron ilesas– se arrastraba sin vida.

Una vez que llegó a la puerta comprendió que lo que le había atraído era el olor de algo comestible. Encontró una vasija llena de leche con azúcar, en la que flotaban unos trocitos de pan. Estuvo a punto de reír de gozo porque ahora tenía incluso más hambre que en la mañana. De inmediato hundió la cabeza dentro de la leche casi hasta los ojos; pero volvió a sacarla desilusionado. No sólo le resultaba difícil comer debido a la herida de su costado (para comer tenia que mover todo el cuerpo), sino que, además, la leche, que siempre había sido su bebida favorita, y que seguramente por eso la había puesto allí su hermana, no le gustó; es más, se retiró casi con repugnancia de la vasija y se deslizó otra vez hacia el centro de la habitación.

A través de la rendija de la puerta, Gregorio vio que el comedor estaba iluminado; pero, contrario a lo habitual, no se oía la voz del padre leyendo el periódico de la tarde en voz alta a la madre y a la hermana. Quizás esta costumbre, de la cual siempre le hablaba la hermana en las cartas, se había perdido con el tiempo. Pero todo permanecía en silencio, a pesar de que, sin duda, la casa no se encontraba vacía. “¡Que vida tan tranquila lleva mi familia!”, pensó Gregorio. Y mientras miraba la oscuridad en que se encontraba, se sintió orgulloso de haber podido proporcionar a sus padres y a su hermana tan sosegada existencia, en un hogar acogedor. De pronto pensó con terror que aquella tranquilidad y aquel bienestar podrían llegar ahora a un terrible final. Para no entregarse a tales pensamientos, Gregorio prefirió ponerse en movimiento y arrastrarse por el dormitorio.

Durante la noche se abrió una pequeña rendija en una de las puertas y luego en la otra; alguien quería entrar pero vacilaba. Entonces Gregorio se ubicó contra la puerta que daba al comedor, dispuesto a hacer entrar al visitante, o al menos, averiguar quién era. Pero la puerta no volvió a abrirse y Gregorio esperó en vano. En la mañana, cuando la puerta se encontraba cerrada, todos querían entrar, y ahora, que él la había abierto y las demás sin duda habían sido abiertas durante el día, no venía nadie, y además todas las llaves se encontraban en las cerraduras del lado de afuera.

Muy avanzada la noche, se apagó la luz del comedor y fue fácil comprobar que los padres y la hermana habían permanecido en vela todo ese tiempo. Oyó como se alejaban los tres en puntillas. Seguramente hasta la mañana nadie entraría a su habitación; tenía entonces tiempo de sobra para pensar, sin ser molestado, sobre cómo había de organizar su vida. Pero aquella habitación fría y de techos altos, en la cual debía permanecer tumbado, le dio miedo, sin entender bien la razón, pues había sido su dormitorio durante los últimos cinco años. Bruscamente y no sin un dejo de vergüenza, se metió debajo del sofá, en donde, a pesar de estar apretado y de no poder levantar la cabeza, se sintió mucho más cómodo, y sólo lamentó no poder introducirse por completo debajo de aquel a causa de la anchura de su cuerpo.

 

Permaneció así durante toda la noche, sumido en un semisueño, del cual era despertado a saltos por el hambre y por las confusas preocupaciones y esperanzas, cuya conclusión era siempre la de conservar la calma y paciencia y hacer lo posible para que su familia se hiciera cargo de la situación sin tener que causarles excesivas molestias.

Muy temprano en la mañana, cuando apenas clareaba el día, Gregorio tuvo la oportunidad de poner a prueba sus resoluciones, porque la hermana, ya arreglada, abrió la puerta que daba al vestíbulo y le buscó con la mirada. Al principio no lo encontró, pero al descubrirlo debajo del sofá –¡Dios mío, en algún lugar tenía que estar, no podía haber volado!– se asustó tanto que, sin poder dominarse, volvió a cerrar la puerta. Sin embargo debió arrepentirse de su acto, pues inmediatamente volvió a abrirla y entró en puntillas, como si se tratara de la habitación de un enfermo grave o de un extraño. Gregorio, con la cabeza apenas asomada fuera del sofá, la observaba. ¿Se daría cuenta de que no había probado la leche, y entendiendo que no había sido por falta de hambre, le traería otra comida más adecuada? Pero si no lo hacía, Gregorio prefería morir de hambre antes que pedírselo, pese a que sentía unos enormes deseos de salir de debajo del sofá y suplicarle que le trajese algo bueno de comer. Pero la hermana advirtió con sorpresa que la vasija estaba llena, sólo se había derramado un poco de leche. La recogió del suelo, pero no directamente, sino que usó para ello un trapo, y se la llevó. Gregorio tenía mucha curiosidad por saber lo que le traería en su lugar, haciendo respecto a ello las más variadas conjeturas. Pero jamás hubiera adivinado lo que la bondad de su hermana le preparaba. Con el fin de descubrir su gusto, le trajo un surtido de alimentos que extendió sobre un periódico viejo: legumbres de días atrás, medio podridas; huesos de la cena, rodeados de salsa blanca endurecida; algunas pasas y almendras; un trozo de queso que dos días antes Gregorio había calificado de incomible; un pedazo de pan duro; otro untado con mantequilla y sal. Además volvió a traer la vasija, que por lo visto estaba destinada a Gregorio, pero esta vez con agua. Y por delicadeza, pues sabía que Gregorio nunca comería delante de ella, se retiró cuanto antes y echó llave, para que Gregorio comprendiera que nadie lo iba a importunar. Las patitas de Gregorio zumbaron cuando se acercaba el momento de comer. Por otra parte, las heridas debían haberse curado por completo, pues ya no sentía ninguna molestia, y se asombró al recordar que un mes atrás se había cortado un dedo y todavía anteayer le dolía bastante. “¿Tendré menos sensibilidad que antes?, pensó mientras probaba el queso, que fue lo que más le atrajo. Sucesivamente y con lágrimas de alegría, devoró el queso, las legumbres y la salsa; los alimentos frescos, por el contrario, no le gustaron, incluso su olor le parecía desagradable, hasta el punto que apartó las cosas que quería comer.

Hacia un buen rato que había terminado y permanecía tumbado perezosamente en el mismo sitio, cuando la hermana, sin duda dándole tiempo para que se escondiera, giró lentamente la llave. A pesar de estar medio dormido, esto lo asustó y se apresuró a ocultarse de nuevo bajo el sofá. Tuvo que hacer un gran esfuerzo de voluntad para permanecer allí, aunque fuese sólo por un breve tiempo, pues, a causa de la comida, su vientre se había abultado y le costaba gran esfuerzo respirar en tan reducido espacio. Un tanto sofocado, contemplaba con los ojos desorbitados cómo la hermana, que no sabía nada de esto, barría con la escoba no sólo los restos de comida, sino que también los alimentos que Gregorio no había tocado, como si ya no pudiesen aprovecharse. Luego tiró todo dentro de un cubo, el cual cerró con una tapa de madera y se lo llevó. Apenas la hermana dejó la habitación, Gregorio salió de su escondite, se estiró y respiró profundamente.

De esta forma recibía Gregorio su comida diaria una vez por la mañana bien temprano, antes de que los padres y la criada se hubieran levantado; y otra vez después del almuerzo, mientras los padres dormían la siesta y la criada salía a hacer algún mandado de la hermana. Seguramente los padres no querían que Gregorio muriese de hambre; pero quizás no habrían podido soportar el espectáculo de las comidas, y era mejor que sólo tuvieran noticias por medio de la hermana, quien, sin duda, quería ahorrarles un sufrimiento extra.

Gregorio no pudo enterarse con qué excusas despidieron al médico y al cerrajero de la casa ayer por la mañana. Como nadie le entendía, ni siquiera la hermana, a nadie se le ocurría que él pudiera entender a los demás, y así, cuando la hermana entraba al dormitorio, tenía que contentarse con oírla suspirar y lamentarse. Más tarde, cuando se hubo acostumbrado un poco –lógicamente que nunca podría esperarse que se acostumbrara por completo–, Gregorio empezó a notar en su hermana algunos gestos de amabilidad. “Hoy sí que le ha gustado”, decía cuando Gregorio comía abundantemente; mientras, en el caso contrario, cada vez más frecuente, solía decir con tristeza: “Hoy lo ha dejado todo”.

Aunque Gregorio no podía enterarse directamente de las novedades de la casa, siempre estaba atento a lo que se escuchaba en las habitaciones vecinas. Y en cuanto oía una voz, se apresuraba a pegarse en la puerta correspondiente. Los primeros días todas las conversaciones se referían a él, aunque no directamente. Durante dos días seguidos se discutió a las horas de comida lo que correspondía hacer de ahora en adelante; pero también se hablaba de este tema entre las comidas, pues siempre había en la casa al menos dos personas, ya que nadie quería quedarse solo, pero tampoco querían abandonarla. Incluso ya el primer día, la criada –la que no sabían hasta qué punto estaba enterada de lo sucedido–, le pidió de rodillas a la madre que la despidiera de inmediato, y cuando, un cuarto de hora más tarde, se marchaba con lágrimas en los ojos, dando gracias por el despido, y sin que nadie se lo pidiese, juró no contarle nada a nadie.

Ahora la hermana tuvo que cocinar junto con la madre, cosa que, en verdad, no les daba gran trabajo, pues casi no comían. Gregorio los oía una y otra vez animarse a comer en vano, siendo siempre la respuesta un “no gracias, tengo suficiente”, o alguna frase por el estilo. Tampoco bebían. A veces la hermana le ofrecía al padre una cerveza, y se ofrecía amablemente ir ella misma a buscarla; como el padre no respondía, ella decía que también podían mandar a la portera, entonces por fin el padre respondía con un tajante “No”, y ya no se hablaba más del asunto.

Ya el primer día el padre explicó a la madre y a la hermana la situación económica de la familia y sus perspectivas. De vez en cuando se levantaba de la mesa para sacar de una pequeña caja de fondo –salvada de la quiebra de su negocio hace cinco años– algún documento o libreta de notas. Se oía el ruido del complicado cerrojo al abrirse o volverse a cerrar, una vez que el padre hubiera sacado lo que necesitaba. Estas explicaciones fueron las primeras noticias agradables que escuchó Gregorio. Siempre creyó que a su padre no le había quedado nada de aquel negocio, al menos el padre nunca le había dado a entender lo contrario y, por otra parte, él tampoco había preguntado nada al respecto. La única preocupación de Gregorio había sido hacer lo imposible para que la familia olvidara cuanto antes el desastre económico que los había sumido en la más absoluta desesperación. Por aquella razón había comenzado a trabajar con mayor ahínco, y casi de la noche a la mañana, había pasado de ser un simple dependiente a todo un vendedor viajero con, naturalmente, grandes posibilidades de ganar más dinero, y cuyos éxitos profesionales se concretaban en comisiones entregadas a la familia, que las recibía asombrada y feliz. Habían sido buenos tiempos, sin embargo no se repitieron con igual esplendor, pese a que Gregorio había llegado a ganar lo suficiente como para mantener a toda la familia. Esta se acostumbró a recibir el dinero con agradecimiento, y Gregorio a entregarlo con gusto, pero ya no existía aquella sorpresa y alegría inicial. Sólo la hermana permaneció siempre estrechamente unida a Gregorio, quien, al contrario de éste, sentía una gran atracción por la música y tocaba el violín con mucho entusiasmo. La intención secreta de Gregorio era poder mandarla el próximo año al conservatorio, sin importar los gastos que esto conllevaría. Durante los breves momentos que Gregorio pasaba junto a los suyos, la palabra “conservatorio” se oía con frecuencia en las charlas con la hermana, pero siempre como un hermoso sueño, en cuya realización no podía ni pensarse. A los padres no les gustaba oír estos inocentes sueños; pero Gregorio pensaba decididamente en ello y tenía planeado anunciárselos solemnemente en la noche de Navidad.

Estos pensamientos, totalmente inútiles ahora, se agitaban en su mente mientras permanecía pegado a la puerta escuchando. De vez en cuando el cansancio no le permitía seguir escuchando, y en un descuido, dejaba caer la cabeza sobre la puerta, pero de inmediato la levantaba, pues incluso este mínimo sonido suyo era oído por la familia, la cual enmudecía en el acto.

–¿Qué estará haciendo? –decía el padre luego de un minuto, sin duda dirigiendo la mirada a la puerta.

Después de unos momentos, se reanudaba la conversación que había sido interrumpida.

Así Gregorio se enteró muy bien –el padre solía repetir sus explicaciones, en parte porque hacía tiempo que no se preocupaba de estos asuntos y también porque la madre se demoraba en entenderlos– que, a pesar de la desgracia, todavía les quedaba algún dinero; no mucho, desde luego, pero que los intereses habían aumentado durante todo este tiempo. Además, el dinero que mensualmente entregaba Gregorio, del cual sólo una mínima cantidad era para él, no se gastaba en su totalidad, y había ido formando parte de la pequeña fortuna. Tras la puerta, Gregorio asentía con la cabeza, feliz de que existieran estas inesperadas reservas. Cierto es que con ese dinero sobrante Gregorio podría haber ido pagando la deuda que tenía el padre con su jefe y el día en que, por fin, hubiera podido abandonar ese trabajo habría estado más cerca; pero tal como estaban las cosas, era mejor como lo había organizado el padre.

Ahora bien, ese dinero tampoco era suficiente como para que la familia pudiese vivir de los intereses; a lo más podía mantenerlos uno o dos años, pero no eternamente. Por lo tanto, se trataba de una suma de dinero que no convenía tocar, sino que guardar en caso de necesidad; entonces, el dinero para vivir había que ganarlo. Pero el padre, aunque estaba bien de salud, era un hombre viejo y llevaba ya cinco años sin trabajar, así que no se podía contar con él; durante estos cinco años, los primeros años de descanso de su vida laboral, había engordado mucho y por eso se había vuelto muy lento y torpe. ¿Cómo podría trabajar la anciana madre, que padecía de asma, y quien tras un paseo por la casa terminaba con fatiga, tumbada de uno a dos días en un sillón con dificultades respiratorias y la ventana abierta? ¿Tendría que trabajar entonces la hermana, una niña de diecisiete años, cuya existencia había consistido hasta ahora en vestirse bien, dormir mucho, ayudar en la casa, participar en alguna sencilla diversión y, sobre todo, tocar el violín?

Cada vez que se comenzaba a hablar de la necesidad de dinero, Gregorio terminaba por abandonar la puerta y tumbarse bajo el fresco sofá de cuero, rojo de vergüenza y pena. Algunas veces permanecía así durante toda la noche en vela, restregándose hora tras hora en el cuero. Otras veces llevaba a cabo el extraordinario esfuerzo de empujar una silla hacia la ventana, luego se trepaba a la ventana y permanecía horas mirando a través de ella, sumido en sus recuerdos, seguramente relacionado con lo libre que se sentía anteriormente apoyado en aquella ventana. Porque efectivamente cada día empezó a ver con menos claridad las cosas. Ya no distinguía el hospital de enfrente, cuya vista tanto maldecía; y si no hubiese sabido que vivía en la tranquila y central calle de la ciudad, hubiera creído que su ventana miraba a un desierto, en el cual el gris del cielo y la tierra se unían en una misma cosa. Sólo dos veces había sido necesario que su hermana viese la silla junto a la ventana para que, a partir de entonces, al arreglar la pieza, la colocase siempre en la misma ubicación, incluso dejando abierto el primer cristal de la ventana.

Si al menos Gregorio hubiese podido hablar con la hermana y agradecerle todo lo que hacía por él, habría soportado mejor sus servicios, pero de esta forma sólo le hacían sufrir. Ciertamente la hermana hacía todo lo posible por atenuar tan dolorosa situación, y naturalmente, a medida que pasaba el tiempo, le resultaba tanto más fácil conseguirlo. Pero también cada día que pasaba Gregorio tenía más clara la situación.

 

Ahora, la entrada de la hermana era para él un hecho terrible. Apenas ingresaba en la habitación, y sin tomarse el tiempo de cerrar la puerta como antes, para evitar a todos la vista del dormitorio de Gregorio, iba corriendo directo a la ventana, la abría de par en par como si se estuviese asfixiando y, aunque hiciera mucho frío, se mantenía allí un rato respirando profundamente. Estas carreras asustaban a Gregorio dos veces al día; tiempo durante el cual se quedaba temblando bajo el sofá, aunque sabía que la hermana le habría evitado estas molestias si hubiese podido permanecer en aquella habitación con la ventana cerrada.

En una ocasión, cuando ya había transcurrido un mes de la metamorfosis, y el aspecto de Gregorio ya no sorprendía a la hermana, esta llegó un poco más temprano de lo acostumbrado y encontró a Gregorio inmóvil mirando por la ventana. Gregorio no se hubiese sorprendido si la hermana no hubiera entrado, ya que en la posición que él se encontraba le era imposible abrir de inmediato la ventana. Pero no sólo no entró, sino que retrocedió y cerró la puerta; quien le hubiese visto habría pensado que Gregorio se disponía a atacarla. Entonces este se metió debajo del sofá, pero hubo de esperar hasta el mediodía antes de que la hermana volviera a entrar, más nerviosa que de costumbre. Gregorio comprendió que su aspecto aún le resultaba insoportable a la hermana, y que esta requería de mucho esfuerzo para no salir corriendo al divisar la pequeña parte de su cuerpo que sobresalía debajo del sofá. Con el fin de ahorrarle este sufrimiento, llevó una sábana sobre su espalda

hasta el sofá –trabajo para el cual necesitó cuatro horas–, y la colocó de tal modo que lo tapara por completo, de modo que su hermana no pudiese verlo aunque se agachase. De no haberle parecido esto, la hermana habría retirado la sábana, pues era fácil comprender que Gregorio no se aislaba por gusto; pero la dejó, e incluso a este le pareció, al levantar un poco la cabeza, que la hermana acogía la nueva disposición.

Durante las primeras dos semanas sus padres no se decidieron a entrar a verle. A menudo los escuchaba Gregorio alabar la actitud de la hermana, a quien, hasta hace poco, solían regañar por considerarla un tanto inútil. Algunas veces los padres solían esperarla a la salida del dormitorio de Gregorio, mientras esta lo arreglaba, para que les contara cómo estaba todo en la habitación, lo que había comido Gregorio, cuál había sido su actitud esta vez y si se advertían señales de mejoría. La verdad es que la madre quiso visitar a Gregorio bastante pronto, pero el padre y la hermana se lo impidieron con argumentos muy razonables, que Gregorio también escuchó y encontró apropiados. Más adelante hubieron de impedírselo a la fuerza, y cuando exclamaba: “¡Déjenme ver a Gregorio! ¡Pobre hijo mío! ¿Acaso no comprenden que necesito verlo?”, Gregorio pensaba que quizás sería bueno que entrase, no todos los días, claro, una vez a la semana; la madre era mucho más comprensiva que la hermana, quien, a pesar de su enorme valor, no era más que una niña, que quizás sólo asumía tan difícil tarea por tener todavía una mente infantil.

No tardó mucho en cumplirse el deseo de Gregorio de ver a su madre. Durante el día, por consideración a sus padres, no se asomaba a la ventana, pero tampoco podía arrastrarse libremente en los dos metros cuadrados del suelo. Bastante poco soportaba el estar tumbado toda la noche y ya no le era fácil descansar tranquilo; pronto la comida dejó de producirle alegría y, entonces, para distraerse, adoptó la costumbre de treparse por las paredes y el techo. Lo que más le gustaba era permanecer colgado del techo; era muy distinto a estar echado en el suelo; se respiraba mejor y su cuerpo era estremecido por una suave vibración. Sucedió que un día, feliz en esta posición, se desprendió del techo y, para su sorpresa, fue a estrellarse contra el suelo. Sin embargo, ahora dominaba mucho más su cuerpo y no se lastimaba, incluso después de semejante caída.

Inmediatamente la hermana descubrió la nueva diversión de Gregorio –al arrastrarse dejaba tras de sí una huella de baba–, y se le ocurrió proporcionarle mayor espacio para su actividad, sacando todos los muebles de la habitación, sobre todo el baúl y el escritorio. Pero ella no era capaz de mover los muebles sola y tampoco se atrevía a pedirle ayuda al padre; con la criada tampoco podía contar, pues aquella muchacha de dieciséis años había aceptado con gran valor quedarse después de que se despidió a la cocinera anterior, rogando, eso sí, que se mantuviera cerrada la puerta de la cocina y que sólo se la abriera cuando la llamasen. Por todo ello a la hermana no le quedó más que valerse de la madre, en una ocasión en que el padre estaba ausente.

La madre acudió dando gritos de alegría, pero enmudeció al llegar a la puerta del dormitorio. Primero la hermana se aseguró que todo estuviera en orden, luego hizo pasar a la madre. Gregorio se había preocupado de colocar la sábana más abajo que de costumbre, de modo que formara más pliegues y pareciera estar allí por casualidad. En esta ocasión, no espió por debajo, renunció a ver a su madre, alegre de que al menos hubiese entrado.

–Vamos, entra, no se ve –dijo la hermana, seguramente llevando a la madre de la mano.

Gregorio oyó cómo las dos frágiles mujeres trasladaban el viejo y pesado baúl; y cómo siempre la hermana hacía la mayor parte del trabajo, sin escuchar las advertencias de la madre, preocupada de que no se esforzara demasiado. La operación duró bastante tiempo, y al cabo de un cuarto de hora, la madre dijo que debían dejar el baúl donde estaba, pues era demasiado pesado y no terminarían antes de que llegara el padre; además, con el baúl en la mitad de la habitación le bloqueaban el paso a Gregorio, a quien, quizás no le agradara que quitasen todos los muebles, sino todo lo contrario. A ella las paredes desnudas le parecían deprimentes y ¿por qué no habría de sentir lo mismo Gregorio, acostumbrado todos estos años a los muebles de su habitación? ¿No se sentiría abandonado en un dormitorio vacío?

–Al quitar los muebles –finalizó la madre en voz baja, casi en un susurro, como si quisiera evitar que Gregorio, cuyo escondite no sabía exactamente dónde estaba, pues estaba convencida de que este no entendía las palabras–, ¿no parece que le mostramos la pérdida de toda esperanza de mejoría y lo abandonamos sin más a su suerte? Creo que lo mejor sería dejar el dormitorio tal como estaba antes, para que Gregorio, cuando regrese otra vez con nosotros, encuentre todo como estaba y pueda olvidar con facilidad este paréntesis de tiempo.

Al oír las palabras de la madre, Gregorio comprendió que la falta de toda relación humana directa, junto con la monotonía de su nueva vida, debía haber trastornado sus facultades mentales a lo largo de aquellos dos meses, pues, de otro modo, no se explicaba que él hubiera preferido seriamente ver su habitación vacía. ¿Realmente deseaba que aquella confortable habitación, con muebles de la familia, se transformase en una cueva en la cual hubiera podido trepar con libertad en todas las direcciones, teniendo que olvidarse, al mismo tiempo, de su pasado humano? Ya se encontraba a punto de olvidar, cuando sólo bastó para animarlo la voz de la madre, no oída hacía tanto tiempo. No, nada debía retirarse; no era posible prescindir de la benéfica influencia que los muebles ejercían en él, aunque le coartaran la libertad de movimiento, pues esto más que un perjuicio era una ventaja.

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