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La alhambra; leyendas árabes

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XVI
EL JUICIO DE DIOS

Habia pasado una luna desde el dia en que la cámara de los Leones se manchó de una manera indeleble con la sangre de los abencerrages.

Era una noche oscura.

El Real de los Reyes Católicos, la ciudad de Santa Fé, dormia confiada su seguridad á la vigilancia de los atalayas y de los escuchas.

Los caballeros continuos armados de guerra hacian su guarda en las tiendas de los reyes, y mas allá todo era silencio y soledad.

Pero de improviso, en una de las calles del Real, resonaron callados pasos y son de cabalgaduras.

Cuatro sombras, llevando caballos del diestro, se deslizaron á lo largo de la calle en direccion á la puerta del Real que miraba á Granada.

Cuando hubieron llegado á ella, se oyó entre el silencio una voz que gritó:

– ¿Quién va?

– Haced que adelante el alférez de la guarda, contestó una de las cuatro sombras.

Levantóse el tapiz de una tienda cercana, dejándose ver el reflejo de una luz en el interior, y apareció otra sombra.

– ¿Quién va? repitió.

– El Alcaide de los Donceles, contestó el primero dirigiéndose al que habia preguntado.

– Guárdete Dios, capitan, dijo aquel; ¿qué deseas?

– Salir á la vega con estos tres caballeros, que son don Alonso de Aguilar, don Manuel Ponce de Leon, y Don Juan Chacon.

Guardó silencio por un momento el alférez, como aquel á quien se pide una cosa difícil.

– ¿Sabeis, caballeros, dijo al fin, que yo no puedo hacer lo que me pedís?

– Lo sabemos, y por eso lo suplicamos.

– ¡Sus Altezas!..

– Sus Altezas no sabrán que hemos salido por esta puerta ni por otra, sino que no hemos entrado. Di, pues, al atalaya que nos deje paso franco.

– Puede sucedernos un fracaso, porque los moros rondan el campo á la redonda.

– ¡Pardiez! ¿sabes, alférez, que tenemos empeñada una porfía con los capitanes de caballos Hernan Perez del Pulgar y Gonzalo Fernandez de Córdoba, sobre quién hará una mayor hazaña, y que no hemos de perderla sino con la vida?

– Pues porfía teneis, y con porfía lo pedís, salid, caballeros, y que Dios os ayude.

Y el alférez llegó al atalaya y le previno.

Y los cuatro capitanes cristianos salieron al campo, montaron á caballo, y se alejaron mas que á paso del Real.

Era á punto de amanecer.

Los cuatro caballeros cristianos aguijaron sus caballos.

Y como iban en busca de aventuras, les dejaron ir, para que la aventura fuese completa, por el primer camino que los animales tomaron.

Y él acaso, protector de locos y aventureros que todo es uno, les deparó aventura tal, que cuando á la vista de ella se encontraron, se dieron por tan satisfechos como quien ha logrado un imposible.

Y fué, que vieron venir el camino adelante de la parte de Granada y á la luz del alba que esclarecia, un bulto blanco, asaz en grandeza y ligero como un copo de plumas impulsado por el viento.

Verse, afirmarse en los estribos y correr á él, fué cosa de un momento.

Y el bulto al ver que los cuatro caballeros castellanos arremetian, se detuvo.

Y una voz dulce de muger dolorida y triste, se dirigió á ellos.

– Si sois caballeros, dijo, amparadme, que de caballeros es favorecer al desvalido, y yo soy una muger que viene de Granada, y va al Real de los cristianos.

– Muger sola y á esta hora, dijo el señor de Cartagena, don Juan Chacon, en grave conflicto hallarse debe, pues anda en tales caminos sola y desamparada.

– ¡Ojalá fuesen mios el peligro y la desventura, replicó la dama, que no me hallarais tan menesterosa de amparo; mas, pues sois caballeros, segun lo indica vuestra mesura, y cristianos pues hablais en algaravia141, os ruego me lleveis á punto donde yo pueda ver á don Juan Chacon, señor de Cartagena.

El dia entraba ya aprisa, y á su luz pudieron ver los castellanos á una mora vestida con ropas blancas, de gran juventud y hermosura, montada en una hacanea, y pálida y temerosa, al parecer, de hallarse entre enemigos.

– Si á don Juan Chacon buscas, hermosa doncella, dijo él mismo, hablar puedes de lo que con ese caballero te importa, porque yo y mis amigos lo somos suyos en gran manera.

– Bueno será que nos separemos del camino, dijo ella metiendo su hacanea por las hazas, y entrándose en una espesa alameda que allí a mano se veia.

Los cuatro caballeros la siguieron asaz maravillados del lance.

Cuando hubieron llegado á un lugar espeso, en el cual de nadie podian ser vistos, la mora sacó del seno una carta envuelta en un paño de seda y habló á los cristianos de esta manera:

– Yo me llamo Zaruhyemal, y soy doncella de la infeliz sultana de Granada, á quien persigue el destino hasta el punto de verse obligada á pedir amparo á sus enemigos.

Detúvose la mora y creció la curiosidad de los cristianos.

Escrito estaba, continuó ella, que Granada debia llegar á ocasion de vergüenza y de mala ventura.

Para que lo escrito se cumpliese, el Dios altísimo permitió que entraran en Granada unos caballeros sin fé, mentirosos y aleves con quienes alientan la traicion y la envidia.

Ya conocereis, caballeros, que hablo de los zegríes, raza feroz del Desierto, mal avenida con la generosidad y la cortesanía de la gente de Granada, sediciosos y rebeldes, promovedores de motines y causadores del mayor crímen que vieron los tiempos pasados ni verán los venideros.

Y Zaruhyemal les refirió los encarnizados ódios de los zegríes y de los abencerrages, la traicion de las cañas, la acusacion de la sultana, y el degüello de los abencerrages.

Que la sultana estaba presa en la torre de Comares de la Alhambra, esperando su salvacion y su honra del juicio de Dios, en la prueba del duelo.

Y que el plazo terminaba aquel dia que ya habia amanecido.

– Si sois caballeros, continuó; pues veis que una dama pone en grave riesgo su honra, yendo á entrar en un campo enemigo, hacedme la merced de llevar sin perder un instante esta carta y entregarla á aquel para quien es, y que Dios os juzgue, caballeros, tal como cumplais con un encargo en que se arriesgan la honra y la vida de una sultana.

Tomó la carta don Juan Chacon, rompió los hilos del sello de oro y la desenrolló.

– ¿Qué haces, cristiano? esclamó con acento de reconvencion la mora.

– Si á don Juan Chacon es á quien va dirigida esta carta, señora, permite á don Juan Chacon, que está en tu presencia, bese tu mano, en albricias de la honra que le hace amparándose de él una señora tal como la sultana de Granada.

Y tomó la hermosa y blanca mano de Zaruhyemal y la besó, no sin que lo encendido de la vergüenza colorease las megillas de la mora.

Despues leyó á sus compañeros en alta voz la carta, que decia de esta manera:

«A tí, don Juan Chacon, señor de Cartagena, la sultana Zoraida te saluda y desea prosperidad.

»Tu clara valentía brilla lejos de tí, como el sol en los lejanos montes.

»Te conocen los desvalidos y te bendicen los desdichados.

»Pues siempre has sido generoso y amparador, ampárame, cristiano.

»Así Allah, multiplique y ennoblezca tu descendencia sobre las noblezas de tu raza.

»Así cierres los ojos á la luz tras una larga vida de bienandanzas.

»Mi honor ha sido mancillado por las lenguas viles de cuatro traidores.

»A punto estoy de la prueba del duelo confiando en Dios en tí y en mi inocencia.

»Y vencerás: yo lo espero.

»Una cristiana cautiva que me asiste, me ha dicho cuánto vales y cuánto puedes.

»Cuánto eres la honra de la hueste de los venturosos reyes que tienen vasallos tales como tú.

»¡Oh! han lanzado la sangre de mi amor á mi semblante y han roto mi corazon.

»Porque yo amaba, cristiano, á un hombre á quien han asesinado por mi causa.

»Pero con un amor puro, noble, exento de mancilla.

»Ven cristiano: ven con otros tres de tus amigos, que siéndolo tuyos no pueden ser sino generosos y valientes.

»Ven y cobra la sangre de Aben-Ahmed.

»Ven y lava mi deshonra.

»La doncella de mi casa que te entregará estas letras, te conducirá á donde encuentres armas y preseas bastantes á que puedas encubrir tu nombre y tu patria.

»Ven, ¡oh! ven cristiano, porque desamparada de todos, en tí confio.»

Don Juan se estremeció de alegria, y dijo á sus tres amigos:

Y bien; si buscábamos aventuras, ¿cuál mejor que esta? ¿Cómo podremos esclarecer nuestro nombre mejor que defendiendo á una sultana de cuatro enemigos tan valientes como los zegríes? ¡A caballo, caballeros! ¡á caballo, y que esta dama nos conduzca al sitio donde hemos de trocar armas y cabalgaduras!

Movió un tanto la cabeza el prudente don Alonso de Aguilar, y permaneció á pié mientras los otros tres castellanos montaban en sus caballos.

– ¿Y cómo es, dijo á la mora mirándola profundamente, que no hay caballeros en Granada, que se llama la de los bravos, para arrojar el guante á los acusadores de la sultana?

– ¡Cristiano! respondió con orgullo Zaruhyemal: ten en cuenta que una dama es la portadora de este mensage, y que un moro granadino no os daria otra cosa que el bote de su lanza, ni os hablaria con otra lengua que con la espada.

Si os place, venid: si temeis traicion, quedaos, que no faltarán aun en vuestros mismos reales caballeros que tomen sobre sí y con placer la empresa que vosotros no aceptais.

Calló cortesmente don Alonso á estas razones, ayudó á cabalgar á la mora, saltó en su caballo, y tras algunas breves palabras acerca del camino que elegirian, tomaron la vega adelante y al través, y dejando á mano siniestra á Granada, y siempre por fuera de camino y lejos de las alkerías para evitar un encuentro, se dirigieron, guiados por Zaruhyemal á las verdes colinas que se estienden cubiertas de olivares á la falda de Sierra Nevada.

 

Y anduvieron así dos horas, y al cabo de ellas llegaron, rodeando entre los olivares, á un pequeño alcázar rodeado de un bosque de laureles en las inmediaciones de una aldea llamada la Azubia.

Gozábase desde allí de la vista de un pais admirable.

Los resplandecientes Alijares con sus cúpulas altísimas; la Alhambra con sus torres rojizas y sus techos cubiertos de tejas de colores que lanzaban destellos de fuego heridas por el sol; la alcazaba con sus fuertes muros y sus altísimos cipreses; el cerro de Al-Bahul, cubierto de higueras de Túnez sobre las que descollaban cedros de Siria y palmeras de Africa; las vertientes de las colinas cubiertas de blancas y alegres casas, sobre las cuales descollaban las frondas de los jardines, luego la vega, tendida á los pies de Granada cercada de rios y acequias que relumbraban al sol, y mas allá las distantes sierras perdidas tras vapores fantásticos, que se elevaban en un cielo azul y radiante; todo esto era un espectáculo nuevo, maravilloso que fascinó á los caballeros, y los hizo suspirar por la llegada del dia en que el pendon real de Isabel y de Fernando ondease sobre aquel resplandeciente castillo, que guardaba como una veladora atalaya aquel jardin de delicias.

Zaruhyemal bajó entre tanto de la hacanea, y llamó al postigo de una cerca.

El postigo se abrió instantáneamente.

Los cristianos desmontaron, entraron en un jardin, y un esclavo negro asió de las cabalgaduras y las introdujo en el jardin tras sus ginetes.

El postigo tornó á cerrarse.

El jardin era una maravilla, y á su fondo se alzaba una magnífica arcada sostenida por algunas columnas de alabastro.

Al fondo de la arcada habia una gran puerta, por la cual entró Zaruhyemal guiando á los cuatro caballeros.

Subieron una escalera, atravesaron una galería y entraron en una magnífica cámara, que parecia haber sido construida para albergar al genio de los amores.

El ambiente, la luz, los perfumes, los muebles, la forma de la cámara, sostenida por grupos de columnas, con fondos labrados y matizados con caprichosos colores, con su alta cúpula casi perdida en la oscuridad, con su fuente de mármol en que un claro surtidor murmuraba ténuemente, al par que las brisas agitaban los tapices y venian á saturarse en los perfumes, todo era allí voluptuoso, todo convidaba á amar.

– ¿A quién pertenece este alcázar? dijo el Alcaide de los Donceles a Zaruhyemal.

– Al infante Muza-Ebn-Abil-Gazan, contestó la hermosa jóven, y suyas son tambien las armas y las preseas que vais á vestiros, y los caballos que vais á montar.

Y guiándolos, atravesó otra galería, abrió otra puerta y los introdujo en una sala de armas.

Los castellanos se maravillaron: jamás, ni en los alcázares de sus reyes, habian visto una tan rica armería.

Cuatro esclavos les ciñeron los arneses que eligieron: les vistieron túnicas de brocado, y ocultaron sus cabellos bajo tocas á la usanza africana.

Avanzaba el dia, y los castellanos, armados ya y á punto de poder pasar por walíes africanos, bajaron al jardin, y fuera de la cerca encontraron cuatro caballos de la mas pura raza árabe, encubertados de guerra.

Y cabalgaron y se despidieron de la doncella mora, y tomaron la vuelta de los montes guiados por un africano de la servidumbre de Muza, para entrar en Granada por el camino de Almería, como si llegasen por las marinas.

Y era ya tiempo.

El sol habia llegado á la mitad de su carrera.

En la plaza de Bib-Arrambla, el palenque abierto, ocupadas las galerías por una multitud numerosa, mostraba en uno de sus estremos la tienda de los mantenedores de la acusacion contra Zoraida.

En el otro estremo se levantaba un cadalso enlutado, en que la desdichada Zoraida estaba vestida de blanco entre sus damas.

Delante de la tienda de los mantenedores habia clavadas cuatro lanzas en la arena, y pendiente de cada lanza una reluciente adarga.

A siniestra mano se veia el estrado destinado á los jueces del campo.

Eran estos jueces el infante Muza-Ebn-Abil-Gazan, el wazir Aben-Comixa y el katíb Abd-el-Kerun.

Mas allá, guardado por esclavos, se veia un astillero lleno de lanzas de batalla y algunos caballos encubertados de guerra, trabados de los pies.

Todo revelaba á primera vista el grave asunto que se sustentaba en aquel coso, no hacia muchos dias engalanado de fiesta.

La sultana Zoraida, sentada sobre un divan de seda negra y oro en el cadalso, parecia tranquila, á pesar de que bajo aquel cadalso estaban hacinados ramages que debian ser la hoguera de la adúltera si los zegríes sostenedores de la acusacion triunfaban, ó si llegado el término del plazo no se presentaban caballeros para defender la inocencia de la acusada.

Desde el amanecer, una multitud inmensa llenaba las graderías, y gran número de damas y caballeros, aunque con sencillas vestiduras de luto, ocupaban los estrados.

Boabdil habia llevado hasta el colmo su crueldad asistiendo á la prueba con galas de fiesta.

Y el pueblo murmuraba del rey, al paso que todos se dolian de la sultana y maldecian á los zegríes.

A la salida del sol, un alférez ó porta-bandera de los acusadores, precedido de añafiles y atabales, y seguido de ginetes armados, pregonó la acusacion contra la sultana á son de trompeta y arrojó cuatro guantes en la arena, retando á los presentes y por venir que la inocencia de la sultana defendieren.

Tras el estrado de los jueces, algunos caballeros se agitaron con visibles muestras de contestar al reto, pero el infante Muza los contuvo.

Nadie contestó.

Y pasó el tiempo.

El pueblo se impacientaba.

El sol ascendia.

Llegó al fin la oracion de adohar142.

Tornó á salir de la tienda de los zegríes el alférez en la misma forma que la vez anterior, repitió la acusacion y el reto, y como antes, nadie contestó á él.

Y pasaba el tiempo, el sol descendia; sino habia campeones que defendiesen la inocencia de la sultana, esta debia morir de muerte de fuego como adúltera y enemiga del rey, en el punto en que el sol tocase á su ocaso.

El semblante antes sereno de Zoraida palideció, mas de indignacion que de terror.

Creyó que su súplica habia sido desatendida por los caballeros cristianos.

Su orgullo de sultana se irritó.

Y tal vez un pensamiento distinto cruzó por su mente y la arrancó una lágrima.

Bien hubiera podido suceder que sus campeones hubieran sido acometidos en la vega por fuerzas superiores.

Tal vez la muerte les impedia llegar al sitio á donde los llamaban.

Corria en tanto el tiempo.

Al fin el sol, que descendia, solo dejó ver una estrecha faja de rojiza luz en los aleros de la plaza opuestos al occidente.

Las miradas de todos se fijaban con ansiedad en aquella línea luminosa.

El sol se habia trasformado para la sultana en un relój implacable.

En el momento en que sus rayos dejasen de tocar enteramente aquel alero, debia repetirse la acusacion y el reto, y si nadie respondia a él, debia declararse á la sultana desamparada de Dios, y por lo tanto culpable.

Al fin desapareció aquel último rayo, y el sol se hundió tras el horizonte.

El mueden143 de la mezquita mayor llamó á los fieles á la oracion de almagreb144.

De nuevo el alférez, con su comitiva, adelantó al centro del palenque; pero aun no habian acabado de resonar los clarines, cuando se oyó gran alarido y gritería por la parte del Zacatin, resonó la trompeta del alcaide de la puerta de la Al-Kaissería, y el mismo alcaide adelantó á caballo, llegó ante el rey Boabdil, hizo arrodillarse ante él al bruto, y anunció al rey que cuatro caballeros berberiscos solicitaban se les diese campo para defender como campeones la inocencia de la sultana.

El rey, pálido de despecho, concedió la licencia, y el alcaide se tornó á la puerta.

Agitóse el pueblo, desalentado ya: levantóse un sordo rumor, corrieron los escuderos con los caballos á la tienda de los acusadores, subieron los jueces al estrado, y acreció la palidez de la ansiedad en el rostro de la sultana.

Abrióse á punto la puerta de la Al-Kaissería, y arremetieron por ella cuatro ginetes berberiscos, que atravesaron á la carrera el palenque y llegaron al pie del cadalso de la sultana.

Al ver sus armas, sus penachos, sus galas y sus magníficos corceles, el pueblo y las damas y los caballeros aplaudieron.

Entretanto, los cuatro caballeros berberiscos que llevaban caladas las viseras de sus yelmos de encage, desmontaron, y uno de ellos subió la gradería del cadalso, se arrodilló ante la sultana, y la dijo en arábigo aljamiado:

– Poderosa señora: yo y esos tres caballeros, que en tu defensa conmigo son, somos cuatro hermanos berberiscos, que venimos de Africa, y desembarcados en Almería, sabiendo que está amenazada por los cristianos esta hermosa ciudad, hemos querido contribuir con nuestras vidas á su defensa.

Y viniendo su vía, hemos sabido por un alkarreño145, la afliccion en que te hallas, y á tus pies nos ponemos para ofrecerte nuestras vidas, y cuanto somos y tenemos.

Calló el caballero, y la sultana le contempló un tanto en silencio.

Pero una esclava cristiana que estaba junto á ella y que escuchaba atentamente, y con no menos atencion miraba al caballero que para hablar con la sultana se habia levantado la visera, la dijo:

– Acepta, señora, porque ese que á tus pies tienes, no es otro que don Juan Chacon, señor de Cartagena, á quien escribiste aquellas letras por mi consejo.

Sonrió tristemente la sultana, mirando con agradecimiento al capitan castellano, y le dijo con voz conmovida:

– Dios te premie y premie á tus hermanos, caballero, por la merced que me haceis: yo os acepto como defensores de mi inocencia, que en Allah y en vosotros confio, volverá á brillar, aunque tan vilmente han pretendido mancillarla los traidores zegríes.

Don Juan Chacon besó la mano á la sultana, se caló la visera, bajó del cadalso, cabalgó con sus otros tres compañeros, y los cuatro, estendidos al pie del cadalso, esperaron á que segun ley y uso reconocido se pronunciasen la acusacion y el reto.

Resonaron al fin las trompetas, y el alférez acusó á la sultana y retó á nacidos y por nacer, á presentes y ausentes, á vivos y á muertos, á chicos y á grandes, en nombre de los mantenedores de la acusacion.

Cuando hubo concluido, don Juan Chacon adelantó un tanto su caballo, y dijo con voz pujante que todos escucharon y en aljamia:

– Mientes tú, en lo que dices, como cobarde y mal nacido, y miente quien te lo manda decir, y quien lo sostenga miente, y miente quien al escucharlo calle, y en prenda y en señal de que admitimos el reto de los calumniadores de poder á poder y á todo trance de batalla, ved lo que haré y harán conmigo mis hermanos.

Y atravesando el palenque á media rienda, los cuatro caballeros hirieron con sus lanzas de dos hierros las adargas que cada uno de los mantenedores de la acusacion tenian suspendida de una pica clavada en tierra delante de su tienda.

 

Oyóse un ruido vibrante y metálico, las adargas cayeron á la arena, y los caballeros defensores tomaron campo y fueron á situarse al otro lado del palenque vuelta la espalda á la sultana, á tiempo que Hamet-Zegrí, Mahandin, Mahandon y Mahomet-Zegrí, tomando las adargas heridas de manos de sus escuderos, cabalgaron y adelantaron en el palenque, hasta ponerse frente á frente de los cuatro castellanos.

Mahomet-Zegrí enfiló con el Alcaide de los Donceles, don Diego Fernandez de Córdoba; Hamet-Zegrí, con don Manuel Ponce de Leon; Mahandon con don Alonso de Aguilar, y Mahandin con don Juan Chacon.

Bajaron los jueces del campo á la arena, demandaron juramento á los caballeros de lidiar como buenos y leales sin ayuda de hechicerías ni amuletos, les partieron el sol146, y el infante Muza dijo en alta voz:

– Campo cerrado y batalla os concedemos, caballeros; partid y haced vuestro deber.

Al mismo tiempo hicieron señal los añafiles y los atabales, el rey arrojó á la arena un baston de oro, y los combatientes partieron uno contra otro, chocándose entre una nube de polvo en medio del palenque.

Retumbó el encuentro rudo y poderoso en los ámbitos de la plaza, y cuando se desvaneció el remolino, la multitud miró con ansiedad.

Todos los caballeros estaban en su lugar.

Las picas habian resbalado de las acicaladas adargas.

Tomaron de nuevo campo, y se encontraron con igual ímpetu.

La pica del Alcaide de los Donceles, arrojó desapoderado de los arzones al feroz Mohamet-Zegrí, y los otros seis caballeros no encontrando ventaja, volvieron á tomar campo.

Mahomet-Zegrí, en tanto, se habia levantado fuera de sí de cólera, yendo con rabia á desjarretar el caballo de don Diego Fernandez de Córdoba.

Pero las habia con un enemigo esperimentado, y le encontró pie á tierra junto á si con la espada en alto.

Antes de que el zegrí hubiera podido adargarse, vinieron al suelo las plumas y la mitad de su bonete, á un tremendo tajo del castellano.

El moro llevaba lo peor.

Acosábale don Diego, y caian sobre él los pesados golpes de su espada de á dos manos, rebotando sobre su adarga de Fez con igual ímpetu que el recio granizo de la tempestad sobre las altas cúpulas.

Retrocedia Mohamet, dejando tras sí pedazos de su desguarnecida armadura y girones de su rico sayo de púrpura.

Acorralábale sin descanso el bravo Alcaide de los Donceles.

Al cabo le puso entre su espada y la valla que sustentaba uno de los costados del cadalso de la sultana.

Rugia el moro como un tigre herido por un leon, y era espantoso de ver su semblante y los furiosos tajos que descargaba en vano sobre la adarga damasquina que embrazaba su enemigo.

Y duraba el combate.

Corria la sangre de entrambos campeones.

Zoraida, pálida y aterrada, miraba con ansiedad á don Diego, y éste cobró alientos al ver la suplicante mirada de la sultana.

Enojóle tanta resistencia; arrojó lejos de sí la adarga, alzó su espada á dos manos, describió con ella un ancho círculo sobre su cabeza, y esclamando, olvidado en su furor de su incógnito y del lugar en que se encontraba: —¡Santiago y Castilla!– la dejó caer con el ímpetu de una encina derrumbada por el huracan, sobre el moro.

Nadie, entre el estruendo del combate, que allá en el centro del palenque se sustentaba á caballo, oyó el grito de guerra del Alcaide de los Donceles, sino Mohamet-Zegrí, que cayó por tierra como herido por un rayo, esclamando:

– ¡Traicion! ¡son castellanos!

Y su sangre se heló, rodaron sus ojos en sus órbitas, y la lividez de la muerte alteró su semblante.

El generoso alcaide saludó á la sultana.

Luego tomó el alfange del moro y le cortó la cabeza.

Subió la gradería del dadalso y puso en su última grada, á los pies de la sultana, aquel sangriento despojo.

Despues recogió su adarga, requirió su caballo, montó en él, y se retiró á un lado para ver la suerte del combate, que seguia encarnizado, entre los otros seis caballeros.

Los que mas á punto de vencimiento estaban eran don Juan Chacon y Mahandin.

Entrambos habian roto sus lanzas.

Entrambos se habian desguarnecido la cabeza y peleaban con ella descubierta.

Entrambos, apenas podian repararse por las adargas rotas y abolladas por los furiosos golpes.

Cruzaban y volvian á cruzarse los caballos.

Cada encuentro era una herida, cada choque un amago de muerte.

El moro mostraba los ojos inyectados de sangre, como la hiena que olfatea los cadáveres.

Don Juan Chacon le fascinaba con su ardiente mirada.

Pasaba el tiempo, la luz menguaba; la noche tendia ya sobre los cielos su manto de tinieblas.

Era preciso concluir.

Don Juan Chacon apretó los dientes y los puños, y su espada se rompió en la adarga del moro, dejándole el brazo desguarnecido,

Y sin darle tiempo para rehacerse, veloz como el relámpago, el señor de Cartagena tomó de su arzon la maza de armas, describió con ella en alto tres círculos; y la lanzó de sí.

La maza partió silbando y fué á chocar en la cabeza desarmada de Mahandin, que cayó por la grupa de su caballo, horriblemente ensangrentado.

Despues no se movió.

Estaba muerto.

Don Juan Chacon desmontó, cortó á Mahandin la cabeza, la llevó al cadalso de la sultana y la puso junto á la de Mohamet-Zegrí.

Un silencio de horror dominaba en el estenso palenque.

Por órden de Muza, esclavos con antorchas encendidas rodeaban á los combatientes alumbrándolos.

Aquello tenia un aspecto terriblemente fantástico.

Don Juan Chacon montó de nuevo á caballo y fué á situarse junto á la valla, al lado del Alcaide de los Donceles.

Solo rompian el lúgubre silencio el estruendo del combate de los cuatro caballeros y los alaridos de los parientes de los dos zegríes cuyas cabezas lívidas y ensangrentadas estaban á los pies de Zoraida.

Hicieron los jueces salir de la plaza á aquellas gentes para que no desalentasen con sus quejas á los caballeros que lidiaban, y luego solo se escuchó el áspero ruido de los golpes del combate.

Don Manuel Ponce de Leon, y don Alonso de Aguilar sintieron una generosa envidia al ver que sus compañeros habian fenescido sus armas con tanta prez, como se decia entonces, y arremetieron con nuevo furor á los moros.

El primero y Hamet-Zegrí habian tomado lanzas nuevas, y justaban como en torneo, entrando y saliendo en liza con gran bizarría y corage.

Parecia, á pesar de hacer ya gran tiempo que lidiaban, que no se habian tocado á los arneses, y sin embargo, crugian las adargas y recejaban los caballos, no siendo bastantes á sostener los poderosos golpes.

Hamet-Zegrí, enojado de la duracion del combate, furioso con la muerte desastrada de su pariente Mahandin, plantó su caballo en firme cuando venia á encontrarle Ponce de Leon á toda carrera, hizo el cuerpo atrás, tendió el brazo y le arrojó la lanza, que hendió los aires silbando como una jara desprendida de una ballesta.

Hubiéralo pasado mal el castellano á herirle de lleno el asta; pero la rabia hizo perder el tino al moro, descompúsose, y su pica resbaló en la adarga del castellano, que aguijó á su caballo para encontrar en la jacerina á Hamet-Zegrí.

El moro conoció lo terrible é inevitable del golpe, y encabritó su caballo, poniéndose casi en pie y cubriéndose con él.

La lanza de don Manuel hirió en el pecho por bajo de la cubertura al corcel, que cayó de espaldas, cogiendo debajo á su ginete.

El cristiano esperó á que se levantase; pero Hamet-Zegrí permaneció en tierra junto á su caballo muerto; el caparazon de hierro, al caer sobre él, habia roto su pecho, y por su boca manaba la sangre á borbotones.

Don Manuel Ponce de Leon cortó la cabeza á Hamet-Zegrí, fué al cadalso de la sultana, puso á sus pies aquella tercera cabeza, y fué á reunirse á sus amigos.

Y entonces la atencion general se fijó en don Alonso de Aguilar y en Mahandon.

El moro, desalentado ya por la muerte de sus compañeros, se batia con la fuerza de la desesperacion.

Suelto, ágil, vigoroso, forzudo, giraba como un torbellino en torno del cristiano; revolvíase este, encontrábanse, se martillaban, volvian á separarse, y se chocaban de nuevo.

Y parecia que la esperanza perdida daba fuerzas y actividad al moro.

Rompió la espada y tomó el hacha de armas: lanzóla á su enemigo, y la rechazó su adarga: entonces desnudó su puñal, arrimó los acicates á su corcel, y al pasar ceñido al de don Alonso, abrió los brazos, y con una ligereza increible, asió al castellano del cuello, pretendiendo derribarle del caballo.

Pero don Alonso se afirmó en los estribos; lanzó lejos de sí la adarga y la espada, abrazó al moro, le arrancó de los arzones, y sujetándole con un brazo vigoroso, hundió por tres veces en su cuello, bajo el falso de su armadura, su puñal de misericordia147.

El moro abrió los brazos y cayó muerto á los pies del caballo de don Alonso, que echó pie á tierra, cortó la cabeza á su enemigo, y fué á colocarla junto á las otras tres en el cadalso de la sultana.

El pueblo, hasta entonces silencioso, lanzó una inmensa aclamacion de alegría, demostrando cuánto eran odiosos los zegríes.

Sonaron las trompetas en alto alarido de triunfo, y Muza, bajando á la sangrienta liza con los jueces del campo, gritó en medio del silencio del pueblo ansioso por escuchar sus palabras y señalando las cuatro cabezas lívidas de los zegríes alumbradas por cien antorchas:

– ¡Hé aquí la justicia del Señor Altísimo, Unico y Misericordioso!

¡La sultana Zoraida es inocente!

Entonces adelantó una tropa de esclavos africanos en cuyo centro iba un hombre vestido de rojo.

Aquel hombre era el verdugo.

Tomó las cabezas de los vencidos, y se alejó con ellas.

Aquellas cabezas fueron puestas en escarpias en las puertas del castillo de Bib-Ataubin, como convenia se hiciese con asesinos y calumniadores.

En tanto el rey bajó precipitadamente del estrado real y fué á estrechar entre sus brazos á la sultana.

Zoraida se retiró con horror.

– ¡Aparta, asesino! le dijo: desde hoy, tú en la Alhambra, yo en el Albaicin.

Y arrojándose entre los brazos de Muza, que venia á declararla libre, salió de la plaza acompañada de los jueces y escoltada por los cuatro caballeros, castellanos, sus defensores.

141Corrupcion del árabe, usada para entenderse respectivamente moros y cristianos.
142Medio dia.
143Al-Mueden, especie de sacristan de mezquita, que llamaba á voces desde el almirar ó torre á la oracion. Los árabes no tenian campanas.
144Puestas del sol: oracion de la tarde.
145Aldeano, de alqueria ó alkaria, aldea.
146Esto es: el terreno por partes iguales.
147Daga larga y unida con que los antiguos caballeros remataban á sus enemigos vencidos.