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Read the book: «La alhambra; leyendas árabes», page 17

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– Servirán para asegurar el pan á tus hijos si te casas con Gonzalo Nuñez.

– ¡Gonzalo Nuñez! sabe Dios lo que habrá sido de él. Hace un año, padre, que se despidió de mí: he recibido una sola carta suya allá desde la frontera de Murcia, donde estaba sirviendo el rey de Aragon, y… no he vuelto á tener noticias suyas. Acaso ha muerto buscando fortuna para ser mi esposo.

– ¡Muerto! ¿quién sabe? y en fin, si ha muerto, ha muerto como bueno, como muero yo.

– ¡Oh, Dios mio! ¡si eso fuera cierto!..

– Si fuera cierto, seria asunto de sentirlo, pero no de desesperarse. Eres jóven, hermosa y rica, y no te faltaría un nuevo amor.

– Pero yo no puedo, yo no debo amar á otro mas que á él.

– ¡Que no debes!.. ¿acaso, María, has sido débil? ¿acaso has olvidado lo que no debe olvidar jamás una doncella honrada?

– ¡Ah! ¡no, no, padre mio! repuso la jóven poniéndose densamente encendida. Vuestra hija no ha olvidado jamás lo que debe á vuestra honra, ni él jamás ha pretendido de mí nada deshonroso.

Al escuchar estas palabras el rey Abul-Walid respiró recio como aquel que se vé libre de una carga, y aprovechando un momento en que guardaron silencio el moribundo y la jóven, dijo á Abu-Jacub sin apartar la vista de aquel remoto dormitorio de Martos.

– Amor de niños; amor que pasa con la ausencia; que no sobrevive al amante muerto. Y es posible que su amante haya muerto.

– No, no ha muerto, dijo con acento seco y duro Abu-Jacub: aparta por un momento la vista de María y de Sancho de Arias y fíjala en el camino de Castilla, á la frontera, cerca de Martos.

– Está la noche muy oscura y no veo, dijo el rey.

– Mira: dijo el mago tocando de nuevo los ojos de Abul-Walid.

Entonces el rey, á pesar de la oscuridad, vió un largo y estrecho camino y galopando por él, cerca de Martos, dos ginetes armados de todas armas, caladas las viseras, las lanzas en las cujas, y llevando cada uno de ellos sobre la grupa de su caballo una maleta.

– ¿Vienen acaso esos cristianos, dijo el rey, de la frontera de Murcia á avisar á María de que su amante vive?

– Mas que eso: el que cabalga delante con arnés tranzado y espuela de caballero, es el mismo Gonzalo Nuñez; el que cabalga detrás, su escudero; lo que llevan en esas dos maletas, oro puro. El amante de María vuelve armado caballero por el rey don Jaime II de Aragon, honrado por sus hazañas y rico por las presas que ha hecho á los moros de Murcia. Síguelos, y verás cómo sin vacilar entran en la villa, cómo antes de ir á su propia casa Gonzalo Nuñez llega á la casa del corregidor Sancho de Arias y llama á grandes aldabadas; María le abre, un escudero le dice que su amo está espirando, y el jóven á pesar de lo embarazoso y pesado de la armadura, sube á saltos las escaleras, cruza y atraviesa la sala; ya entra en el dormitorio y se queda helado de espanto al ver la situacion en que se encuentra el que cree padre de su amada.

Escucha ahora y mira.

– ¿Qué es esto, señor? dijo Gonzalo Nuñez levantándose la visera: ¿cómo os encuentro así?.. ¿pero Dios no querrá?..

– Dios lo quiere, y llegais muy á tiempo, Gonzalo: Dios os trae; la vida se me acaba y mi hija va á quedar huerfana.

– No lo será mientras yo viva, señor.

– Sí, vos sereis su esposo.

– ¡Cómo, señor! ¿sabeis?

– Lo sé todo; sé que por su amor habeis ido á buscar fortuna á cambio de vuestra vida.

– Y la he encontrado, señor, vuelvo rico, y alentando la esperanza que vos habeis realizado de que María fuese mi esposa.

– Sí; hijos mios, sí, y escuchad: casaos inmediatamente.

– ¡Cómo! dijo María mientras Gonzalo guardaba un silencio de asentimiento egoista; ¿caliente aun vuestro cadáver?..

– Lleva por mí tu luto en el corazon, no en los vestidos, María; no esperes huerfana y doncella por cumplir con el juicio de las gentes el que pase un año despues de mi muerte. Únete á él, y para que tengas una obligacion de hacerlo… acercaos, hijos mios, acercaos.

Los jóvenes se acercaron y el anciano asió sus manos y las unió.

Entonces los dos jóvenes cayeron de rodillas.

– Vuestro padre moribundo os une, dijo Sancho de Arias con voz conmovida y cada vez mas débil: que os bendiga Dios, hijos mios, y que apenas muerto yo… ¿pero á qué esperar mi muerte?.. ¿no hay en la casa un sacerdote?..

Pero como si Dios no hubiera querido que Sancho de Arias llevase á la tumba este consuelo, fatigado en demasia por la conversacion que habia sostenido, le atacó una tos violenta, se le abrieron las heridas, y arrojó un vómito de sangre: tras el vómito vino la muerte.

– ¿A qué quieres presenciar los llantos y la desolacion de esa casa? dijo el mago borrando la vision de los ojos del rey que solo vieron el fondo oscuro de la noche.

– Pero se casará la vírgen de mis sueños con ese cristiano? dijo pálido y convulso Abul-Walid.

– No, si tú quieres, dijo el mago: pero para evitarlo será necesario que levantes tu estandarte, que reunas tus gentes de guerra y que caigas como una tempestad sobre la villa fronteriza de Martos.

– Caeré, caeré, gritó Abul-Walid, y la doncella de la frente pálida no será de otro que será mia.

Y arrojando su bolsa al mago, salió de su morada y se precipitó rápidamente por las escaleras de la torre.

– Vé, vé, Abul-Walid-Abu-Said, dijo soltando una carcajada horrible el mago: eres mio: vas á buscar tu condenacion en esa muger.

Incitado, pues, por el amor de María, y con el pretesto de hacer una algara en las fronteras cristianas, salió el rey Abul-Walid por la Puerta del Juicio de la Alhambra, desplegado su estandarte de guerra y rodeado de sus caballeros.

VIII

¡Qué hermosa está una virgen cuando se atavia para sus bodas!

¡Qué bello sobre su frente de azucena, el encendido color del clavel, que enciende un enamorado y misterioso pensamiento!

¡Oh! ¡y cuán hermosa estaba María!

Han pasado tres dias desde la muerte de Sancho de Arias, y el dolor que esta muerte la ha causado, dá á sus ojos, á sus megillas, á su boca, una dulce languidez que la hace mas hermosa.

La impaciencia de Gonzalo ha triunfado, ayudada por el último deseo de su padre, y acaso tal vez por una impaciencia de que ella no quiere darse cuenta.

Se está engalanando: se está poniendo sobre sus galas las magníficas joyas que habia guardado para ella Sancho de Arias.

Los espera el altar: despues caerá sumisa y enamorada entre los brazos de su esposo, y al dia siguiente guardará aquellas joyas y aquellas galas para vestirse un luto justo.

Pero la vírgen no debe ir al altar enlutada: seria un casamiento demasiado lúgubre, al que pareceria asistir como un testigo invisible la muerte.

Una anciana, que la ha servido de nodriza, la engalana llorando.

Porque la esperiencia fria dice á la anciana que cuando una muger se casa, entra en una nueva via á cuyo fin puede encontrar el mayor de los infortunios.

El infortunio del corazon.

Nadie mas asiste al atavío de la hermosa.

Sus cabellos destrenzados, sus hombros y su seno desnudos, no la obligan á avergonzarse, porque quien la vé es casi su madre: ha visto nacer aquellos encantos; nada hay en María que la sea ageno: la cree su hechura, y la jóven no cree que la ven los ojos de otro, porque los ojos de la anciana son como si fueran sus ojos.

Y sin embargo, hay una espresion de orgullo en los ojos de la nodriza, y,

– ¿Qué hermosa eres? esclama: ¿dichoso el hombre para quien Dios te ha criado? ¡Oh! ¿qué feliz será?

Y la jóven se sonrie y se ruboriza.

Y entre tanto el hombre que vá á ser feliz, espera impaciente en otra habitacion, rodeado de sus deudos y de sus amigos, á que la desposada acabe de ataviarse, y cuenta el tiempo por los latidos de su corazon, y en cada ruido que llega hasta él, cree percibir el ruido de los pasos de su amada.

Hace un hermoso dia: Dios le bendiga.

El sol ha amanecido mas puro que nunca.

Parece que el sol ama tambien y toma parte en las bodas.

La campana de la iglesia llama á la oracion.

Los pájaros cantan en el huerto.

Las brisas de la mañana agitan con blando ruido las enredaderas del balcon.

¡Oh! ¿qué dia tan hermoso?

Y las jóvenes que van á la iglesia á oir la primera misa, dicen con acento de enamorada codicia á su vecina:

– Hoy se casa María, la hija del difunto corregidor.

– ¿Con quién se casa? dice una vieja.

– Con el hijo de Nuño Nuñez, con Gonzalo.

– ¡Oh! ¡bendígalos Dios! dice la vieja: ¡tal para cual!

Y la noticia cunde por la villa, y hay quien deja el trabajo por ver casarse á la doncella mas hermosa de la frontera, con el galan que en toda la frontera se conoce por mas gentil y mas bravo.

Y hay quien añade:

– El difunto corregidor no ha querido que le entierren hasta que esté casada su hija con Gonzalo Nuñez.

Y otro dice:

– Y ha querido que su hija vaya hecha un ascua de oro, con ciertas alhajas que él allá en otro tiempo tomó á los moros. Ya vereis, ya vereis como María viene hecha una imágen.

La iglesia se va llenando de gente: y los monaguillos suben á la torre, para repicar cuando asomen los novios allá por lo último de la calle Real, y el sacristan saca el terno mas lujoso para el señor beneficiado, y luego cubre de blandones el altar mayor, y manda avisar al organista.

Porque el señor Gonzalo Nuñez ha vuelto rico de la guerra, y quiere casarse como un rey, con música y luces, y la iglesia colgada de damasco rojo con espejuelos.

Y cada vez van acudiendo mas muchachas engalanadas, y la iglesia se llena y todos esperan.

Y el rey Abul-Walid-Abu-Said, desgarra entre tanto los hijares de su corcel, y blande la lanza de dos hierros, y mira ansioso el camino adelante, y tras él van sus moros de Granada, sus moros, que cubren el camino como una larga serpiente herizada de lanzas, y que corren, corren, vuelan como el semoum, detrás de su rey que cabalga el delantero, y de su estandarte real, que ondea junto al pendoncillo de la lanza del rey.

– Y ¡corre, corre que el sol sube! grita Abul-Walid á su caballo; ¡corre que tocan á fiesta las campanas de Martos, y ese toque me espanta! ¡corre, Lucero mio, y te regalaré un pretal de oro, y te coronaré de garzotas de diamantes! ¡corre, Lucero mio, corre, que me roba el cristiano la vírgen de la frente pálida!

Y cada moro dice á su caballo:

– ¡Corre, corre, que el rey vuela! ¡corre, que allí están la doncellas cristianas y la rica presa, y los cautivos que se truecan por oro! ¡corre, corcel mio, corre, que el rey vuela, y allí en la cercana villa, están el amor y la fortuna!

Y pasan como un torbellino y zumban como el huracan, y los labriegos al verlos acercarse huyen despavoridos hácia los muros gritando:

– ¡Los moros! ¡al arma la tierra! ¡los moros de Granada vienen en busca de nuestras mugeres y de nuestra plata!

Y allá van los campesinos que huyen, y el rey moro que vuela, y la gente que le sigue.

Y las campanas de la villa siguen repicando.

Y el sol inundando la tierra con su primer esplendor de la mañana.

Y los pájaros cantando en las arboledas.

Y entre tanto por la calle Real de la villa, hácia la plaza, vá María, hermosa y resplandeciente, modesta y pálida, los ojos en el suelo, agitado el seno, pensando á un tiempo en su amor y en su padre muerto, y en aquel otro padre moro á quien no conoce, y en las alhajas que la adornan cree sentir el espíritu de su madre.

Y el amor, y el dolor, y la duda, y la ansiedad, hacen correr de tiempo en tiempo dos lágrimas tranquilas por sus megillas.

Y la rodean dueñas y doncellas, y se asoman á las ventanas para mirarla, y los que la miran y los que pasan por la calle, se paran; la bendicen.

Y las mugeres miran con envidia al novio, y á María y á sus alhajas.

Y los hombres fijan una mirada de deseo en la novia y otra de envidia en el novio que vá tras de María, con los ojos fijos en ella, al lado de su padre, rodeado de sus hermanos y seguido de sus amigos y parientes.

Ya llegan á la iglesia, atraviesan con trabajo por entre la gente, se acercan al presbiterio y se arrodillan en los almohadones.

Y empieza la misa.

Todos callan: todos están de rodillas.

Solo se oye lento y grave el canto del sacerdote y el órgano que le acompaña.

Pero de repente otro ruido horrible se sobrepone á la voz del beneficiado y á la del órgano.

Un trueno seco, poderoso, concentrado, que retumba en el espacio, y luego otro y otro.

Todos se levantan sobrecogidos, todos se revuelven, todos se confunden, todos quieren huir á un tiempo.

Porque aquel trueno, seco, rápido, poderoso, es la voz de las máquinas de esterminio80.

Los hombres corren á las armas; las mugeres van estremecidas de espanto en busca de sus hijos para huir con ellos, y las jóvenes siguen á sus madres estremecidas como el cerbatillo que siente la trompa del cazador y el ladrido de los perros.

La fiesta se ha trocado en combate.

Los fronteros de Martos, á medio armar, sorprendidos, pelean en las calles, desde las casas, desde las torres, con los moros que avanzan, que van llegando hasta el corazon de la villa como un torrente que nada puede contener.

Zumba roncamente la jara y crujen secas y desapacibles las cuerdas de las ballestas.

Oyése el chasquido de la honda y la piedra lanzada por un brazo vigoroso, hiende los aires produciendo un ronco mugido, y va á abollar las jacarillas templadas con las aguas del Genil.

Algunos vecinos pretenden atajar el paso á los moros, pero Abul-Walid rompe por ellos y los arremolina y los holla, arrojándolos muertos á ambos lados de su paso; como el javalí se abre una senda por medio de la maleza que rompe con sus colmillos.

– ¡Y pisa, pisa á esos perros! gritó Abul-Walid á su caballo: ¡avanza, Lucero mio, avanza; báñate en sangre hasta las cinchas, que yo te regalaré un pretal de oro, y coronaré tu cabeza con garzotas de diamantes! ¡Avanza, Lucero mio, avanza! ¡holla á esos perros! ¡la vírgen de mis sueños dirige mi lanza, que por sus negros ojos, esparce entre los cristianos las sombras de la muerte!

Y el valiente Lucero embravecido por el combate, avanza gallardo y feroz, y salta sobre los cadáveres y lleva á su real ginete allí donde los fronteros están mas apiñados.

Y los venablos, y las piedras, y las jaras rebotan sobre la armadura dorada del rey como sobre una roca, y Abul-Walid, con la lanza baja y la mirada sangrienta é impaciente avanza siempre, hiriendo cuanto encuentra y gritando sin cesar á su caballo:

– ¡Písalos, Lucero mio, písalos: y yo te honraré poniendo sobre tu espalda la hermosa vírgen de las crenchas de oro!

Y como ha sido el delantero en el camino el rey, es el delantero en el combate.

Y como por el camino le han seguido sus moros, le siguen por las calles de la villa.

Sus moros, los feroces africanos de su guardia que llevan los alquiceles rojos para que no los manche la sangre.

¿Pero quién es aquel otro ginete que por la otra parte de la villa avanza llevando tras sí una taifa de caballeros abencerrajes entre los cuales ondea un estandarte verde?

Monta en una yegua blanca como la aurora; ciñe lucientes armas, y sobre su casco ondean plumas azules y encarnadas.

Y hermoso, y jóven, y valiente, y fiero.

Brilla en sus ojos algo de régio que impone respeto, y algo de sombrío que espanta.

Su semblante es dorado como el sol, y su rizada y negra barba, remeda sortijas de ébano.

Es Mohammet-ebn-Ismail, infante de Granada, primo del rey, hijo del walí de Algeciras.

Bien se conoce en su semblante y en sus proezas la autoridad de su persona, y en la bravura con que hiende por los cristianos lo guerrero de su raza.

Es muy jóven, y sin embargo ya ha ceñido muchas veces la sangrienta corona de la victoria, y acompaña en esta ocasion al rey de Granada, porque un caballero que tanto vale no puede quedarse en la ciudad adormido al son regalado de las zambras, mientras su rey oye el alarido de la pelea.

Pero Mohammet solo busca nuevos triunfos, mientras el rey amores: Mohammet grita mientras el rey invoca á la vírgen de sus sueños. – ¡Solo Dios es vencedor!

Y Dios fortalece su brazo, y le convierte en un rayo que destruye cuanto toca.

¡Ay de los fronteros de Martos!

Sus hombres y sus mancebos han caido bajo los pies de los caballos de los moros vencedores.

Los viejos huyen y se esconden, y en la fuga los encuentra la implacable espada, y en el lugar donde se han escondido es el fuego no menos implacable.

Solo quedan en Martos niños y mugeres.

Mugeres y niños que los moros sacan cautivos á vuelta de la presa.

Las telas, las ropas, el oro, la plata, los ornamentos y los vasos sagrados, van á amontonarse revueltos sobre charcos de sangre.

Y los esclavos van cargando en las bestias que encuentran en la villa el botin que de la villa arrebatan los moros y lo llevan al campo para hacer el reparto.

Nadie hay que resista ya.

Y sin embargo, una gran casa, se defiende aun del infante Mohamet-ebn-Ismail y de sus gentes que la cercan.

Cada ventana, cada tronera, cada rendija de aquella casa dá salida á la muerte.

Los abencerrajes la embisten una y otra vez y son rechazados.

El infante Ebn-Ismail ruge como un tigre irritado, y avanza hacha en mano hácia la puerta.

Otro jóven, de la familia mas esclarecida de los abencerrajes, Aben-Osmin, se adelanta armado de otra hacha junto á él.

Gime, cruge la puerta; resiste algunos instantes y al fin cede.

Una nube de venablos sale del zaguan, y el infante Ebn-Ismail, oye á su derecha un grito de muerte.

El bravo Aben-Osmin ha caido á su lado atravesado el pecho por una vira.

Y al verle caer, el infante gritó á los suyos:

– Pensaba hacerles gracia de la vida por valientes, pero mi caudillo Osmin ha muerto; que no quede uno, ni hombre, ni muger, ni niño.

Y se lanza hambriento de venganza en la casa.

¿Pero qué le detiene de repente?

Ha entrado en una gran sala.

Aquella sala está colgada de negro.

En medio de ocho blandones hay un cadáver.

El cadáver de un cristiano armado, cubierto por una bandera mora, y á cuya noble y cana cabeza sirve de pabellon otra bandera.

Pero no es esto lo que detiene al infante; sus esclavos que han entrado á la par con él, que han escuchado su grito de esterminio, se apoderan de una hermosísima doncella, cubierta de galas y de joyas, cuya hermosura aumenta el terror que lucha débilmente con los esclavos, y sobre la cual se levantan los corvos alfanges.

Y un grito de horror del infante detiene á los esclavos y el infante llega y mira á la doncella.

Y apenas ha tenido tiempo de mirarla, cuando salvo de las armas de los fronteros, se siente herido en el corazon por los ojos de aquella niña.

Y tiembla, y palidece, y tartamudea, y dice al fin á la hermosa asiéndola dulcemente una mano.

– No tiembles gacela de oro, flor de la humbría, lucero de la tarde, sol de la hermosura.

No tiembles porque no has nacido para morir sino para matar.

No para ser cautiva sino señora.

Yo entré aquí libre y bravo, y héme cobarde y cautivo.

Yo vivia y muero.

Yo veía y he cegado.

No tiembles gacela de oro, rocío del alba, luz de los cielos.

Quien tú has muerto te dá vida.

Quien te ha cautivado te hace señora.

Aunque el moro sabe el habla castellana, trasportado por su amor la habla en árabe.

Que cuando amamos, cuando queremos comunicar todo nuestro amor al alma que nos lo inspira, no encontramos otro lenguaje mas elocuente que el dulce lenguaje de la patria.

La doncella solo comprende que el jóven príncipe la enamora, porque el acento del amor se hace entender á todas las gentes, se ruboriza, palidece, baja los ojos y prorrumpe en llanto.

Entonces el infante mas repuesto habla en castellano.

– ¿Por qué lloras? la dice, ¿acaso has perdido á tu madre?

– ¡Mi padre ha muerto! dice María, señalando el cadáver de Sancho de Arias, ¡mi padre ha muerto!

– Yo honraré su cadáver, y le seguirán arrastrando los pendoncillos de sus lanzas por el polvo en señal de luto mis caballeros abencerrajes.

– ¡Mi esposo ha debido morir tambien! El uno ayer, el otro hoy ¡oh! ¡que os maldiga Dios!

– ¡Tu esposo! ¡amabas á un hombre!

– Y le amo, esclamó llorando María.

El infante se pone pálido y luego dominándose dice apartando á un lado á María.

– ¿Estás segura que tu esposo ha muerto?

– Sí, porque me tienes en tu poder y no le veo, contesta María.

– ¿Estaba contigo aquí en esta casa?

– Sí.

– Escucha, amor de los cielos; oyéme y no me mires como á un enemigo. No sé por qué te amo, te amo como si fueras alma de mi alma, y no tengo celos de ese hombre á quien amas. Escúchame, sultana de las huríes; por enjugar tu llanto, daria yo mi nombre y mis riquezas, y mis victorias y mis frondosos cármenes del Darro, y mi castillo de Al-Padul; y mi libertad y mi vida. Escúchame: buscaremos á tu esposo, le buscaremos, y si vive yo le protegeré á todo mi poder, y si está herido yo haré que mi sábio médico le cure, y si ha muerto… ¡oh! ¡que haré yo para secar tu llanto, luz de mis ojos, hermana mia!

– ¡Oh! ¿es verdad lo que decís, señor? esclama María no acertando á comprender en un moro á quien mira con ódio tanta generosidad.

– ¡Que si es verdad! mentira sea la luz del sol y el azul de los cielos y quede mi alma en tinieblas si te engaño. ¿Y á qué habia yo de engañarte, lucero de mi vida? ¿No te tengo en mi poder? ¿quién podria defenderte de mí, si yo mismo no te defendiese?

– ¡Oh! ¡señor! ¡Dios os bendiga! dice María arrojándose á sus pies.

– Escucha: la contesta alzándola el infante; eres muy hermosa, y si el rey te vé podrá codiciarte. ¡Ay entonces del rey! ¡ay entonces de mí! las joyas que te engalanan traerian sobre tí todas las miradas, dame esas joyas sultana; yo te las guardaré, y te las daré dobladas; si son de tu madre yo te daré la mitad de las joyas de la mia. Pero pronto, que se oyen los atabales; dame esas joyas, envuélvete en tu velo y sígueme.

María se quita una tras otra las joyas y las entrega al infante Mohammet que las guarda en su escarcela, luego se cubre con su velo y el infante la ase de la mano y dice á sus esclavos:

– Quedaos aquí y guardad ese honrado cadáver que duerme el sueño de los valientes bajo los trofeos de la victoria. Que nadie se atreva á insultarle. Sígueme sultana, es necesario ponerte cuanto antes en salvo, entre mis ginetes. Yo te rodearé de lanzas como de un muro, y mi caballo de batalla se convertirá en cordero del amor.

– ¡Y mi esposo! dice acreciendo en llanto María.

– ¡Oh! ¡es verdad! ¿decias que estaba en esta casa?

– Sí.

– ¿Que la defendia?

– Sí.

– ¡Oh! ¡quiera Dios!.. y el infante se detiene temeroso de que las palabras lastimen el corazon de María.

Y la lleva consigo, y recorren todos los aposentos mirando los cadáveres que vuelven los esclavos.

Y – ¡Ese era su padre! ¡ese era su hermano! ¡ese era su amigo! esclama á cada uno que vé, anegada en lágrimas María.

Pero de repente, en el zaguan la infeliz á la vista de un caballero ensangrentado é inerte, dá un grito horrible.

– ¡El es! esclama.

Y cae desvanecida entre los brazos del infante.

– ¡Ese! ¡ese mancebo era su esposo! esclama con compasion y con ira al mismo tiempo Ebn-Ismail. ¡El! ¡el matador de mi amigo, de mi hermano Aben-Osmin! ¡El! ¡á quien en venganza de la sangre de mi hermano de guerra, abrí yo las puertas de la muerte con mi hacha!

Y es verdad: Gonzalo Nuñez tiene la cabeza herida de un hachazo.

– ¡Oh! ¡el matador de Aben-Osmin! esclama el infante. Sí, le conozco bien á pesar de la sangre que le cubre el rostro. El fué el primero á quien encontramos cuando se abrió la puerta. Y si no ha muerto, ¿he de salvar yo á este hombre? Y bien: esta infeliz le ama: seamos generosos y caritativos en nombre de Dios Altísimo y misericordioso, y que él tenga compasion de nuestra alma, añade arrojando una mirada de amor desesperado á María.

– Que venga al punto mi sabio médico Ayub, añade: buscadle: él me sigue siempre en el combate.

Y – Aquí estoy, noble señor, responde un anciano de luenga barba blanca, vestido sencillamente con una túnica parda, y ceñida la cabeza con una toca blanca.

– ¿Hay un soplo siquiera de vida en ese caballero? le dice el infante.

– Sí, si señor; dice el sabio despues de haber observado profundamente a Gonzalo. Vive; pero solo Dios que sabe lo oculto, sabe si sobrevivirá á la herida.

– ¡La ciencia es hija de Dios! ¡Ayub: alienta esa vida! ¡aliéntala como si fuera la de mi hermano, y si le salvas te llamaré mi padre! Partamos de aquí antes que el tumulto crezca: partamos á mi castillo de Al-Padul antes que sobrevenga el rey. Ocultémosla á sus ojos. Salvémosla para su amor.

Y dejando momentáneamente á María en brazos de un wazir de sus abencerrages, cabalga sobre su caballo, que le tienen de la rienda dos esclavos, y luego toma sobre el arzon á María, y parte rodeado de sus caballeros.

Pero al salir de la villa los esclavos de la guardia del rey le detienen.

– Soy el infante de Granada Sidy-ebn-Ismail, esclamó con altivez. Paso esclavos.

Y los esclavos, inclinados y respetuosos, pero con firmeza, le contestan:

– El rey manda que ninguna muger salga de los reales.

Y Abal-Walid, ébrio de amor y de desesperacion, porque no la encuentra, busca entre tanto por todas partes de la villa á María; levanta los velos de todas las mugeres, y las entrega irritado á su soldadesca: entra y sale en las casas hasta en las que están arruinadas; hace revolver las ruínas y nada halla; pasan las horas y crece la desesperacion y la cólera del rey, y al fin llega la tarde sin haber encontrado á María.

Y cuando el sol estaba próximo á ponerse, cuando ya desesperado iba levantar el campo, un esclavo le dice:

– Tú buscas, señor, á una hermosa cautiva.

Y el rey le responde:

– Sí: ¿la conoces tú?

– Hé visto una hermosísima cristiana, entre las gentes del infante Ebn-Ismail.

– ¿Tiene los cabellos rubios?

– Como el oro.

– ¿Y la frente blanca?

– Como el alba.

– ¿Y los ojos negros?

– Como la noche.

– ¿Y dices que esa doncella está en poder del infante Ebn-Ismail?

– Entre sus taifas de abencerrages la he visto, magnífico sultan.

El rey arroja su garzota de diamantes al esclavo, y mira ansioso al lugar del campo donde ondea el estandarte rojo de los Beni-Serag81.

Y entonces vé, que saliendo de las enfiladas tiendas, un caballero ismaelita adelanta llevando de la mano á una cristiana á un cercano bosque, y el rey, apartándose bruscamente de los suyos, aprieta los acicates á su valiente Lucero, se dirige por otro lado al bosque, descabalga, y sin cuidarse de atar su caballo, que le sigue como un perro, se pierde solo en la espesura.

80.La artillería. Las crónicas árabes dicen, describiendo la entrada en Martos en esta ocasion del rey Abul-Walid, que combatió la ciudad con máquinas é ingenios que lanzaban globos de fuego con grandes truenos, todos semejantes á los rayos de las tempestades y hacian grande estrago en las torres y muros de la ciudad.
81.Abencerrages.