Read the book: «El jugador», page 2
III
Ayer, Pólina no volvió a mencionar el tema del juego. Me evitó durante todo el día. Su antigua manera de tratarme no había sufrido cambio alguno.
Cada vez que nos vemos sigue tratándome con una mezcla de hiriente indiferencia y desdén hostil. No intenta, de ninguna manera, disimular su rechazo hacia mí. Por otra parte, se percata de que le soy necesario y —creo yo— me tiene como reserva para otras ocasiones que le sean propicias. Entre nosotros existe una relación extraña. Aún no la entiendo, si tengo en cuenta la arrogancia y el orgullo con que trata a todo el mundo.
Sabe muy bien que la amo apasionadamente, y hasta me permite hablarle de ello sin poner trabas. No podía demostrarme mejor su rechazo que con este mensaje: "Ves, me importan tan poco tus sentimientos, que todo lo que quieras decirme o hacer me tiene sin cuidado." Desde hace tiempo me habla mucho de sus asuntos, pero jamás lo hace con entera confianza. En su desprecio ponía elaborados refinamientos, como contarme solamente una parte de sus preocupaciones y conflictos, si así le servia. para sus fines, tratándome como si fuera su esclavo. Y si me veía compartir sus sufrimientos o sus inquietudes, preocupándome por ella, jamás trataba de tranquilizarme con una explicación amable. Me confiaba a menudo misiones delicadas y hasta peligrosas, y no era jamás del todo franca conmigo. ¡Para qué inquietarse por mis sentimientos aún viendo que yo me alarmaba y hasta atormentaba tres veces más que ella por sus preocupaciones y sus fracasos!
Desde hacía tres semanas sabía yo de su intención de jugar la ruleta. Me había pedido, incluso, que jugara yo en su lugar, pues las conveniencias prohibían que ella lo hiciese. Por el tono de sus palabras yo podía comprender que ella experimentaba una gran inquietud y que no se trataba solamente del simple deseo de ganar dinero. Poco le importa el dinero. Sé que en todo esto hay un objetivo, oscuras circunstancias que no puedo adivinar, sólo suponer.
Tal vez la humillación y la esclavitud en que ella me tiene sumido me darían la posibilidad de preguntarle abiertamente y sin vergüenza. Si es que para ella soy una especie de esclavo, no debería impresionarse por mi atrevida curiosidad. Pero aunque consiente que le dirija preguntas, jamás las contesta. Algunas veces ni siquiera me escucha.
Ayer hablamos de un telegrama enviado a Petersburgo hace varios días y que no ha recibido respuesta. El general está preocupado y meditabundo. Se trata, seguramente, de algún asunto relacionado con la abuela.
El francés también está impaciente. Ayer, después de la comida, tuvo una larga conversación con el general. El francés se dirige a nosotros en un tono arrogante y despreocupado. Como bien reza un conocido proverbio: "Dejad que pongan un pie en vuestra casa y pronto habrán puesto los cuatro".
Con Pólina es indiferente y hasta grosero. Sin embargo, nos acompaña a menudo en nuestros paseos familiares por el parque y a las excursiones a caballo por los alrededores.
—Sé cómo se han relacionado el francés y el general. En Rusia planeaban establecer, en sociedad, una fabrica. Ignoro si lo han llevado a cabo o no.
Además, también me he enterado, por casualidad, de cierto secreto de familia. Supe que el francés le prestó al general treinta mil rublos para completar la suma que éste debía al Estado cuando presentó la dimisión de su empleo. Por ello, ahora el general se haUa en sus manos, pero ahora es la señorita Blanche la primera actriz en este drama. Estoy seguro de no equivocarme.
¿Y de dónde ha salido esta señorita Blanche?
Por aquí se rumora que es una francesa distinguida que viaja acompañada de su madre, una dama muy rica. También he escuchado decir que es una prima lejana del marqués. Pero todo indica que antes de mi viaje a París, el francés y la citada dama habían tenido relaciones mucho más ceremoniosas y convencionales. Ahora su amistad y parentesco se manifiestan de forma más atrevida e íntima. Quizá nuestros asuntos familiares y económicos les parecen tan graves e insolubles que ni se molestan en hacer cumplidos o disimular. Pero anteayer pude ver que el señor Astley hablaba con la señorita Blanche y su madre, como si las conociera. Me parece también que el francés ya conocía con anterioridad al inglés. Por otra parte, Astley es tan tímido y discreto, que se puede confiar en él. No contará nada. El francés apenas si lo saluda, lo cual significa que no lo teme.
Esto es comprensible, pero ¿por qué la señorita Blanche tampoco le hace caso? Hay que tener en cuenta que el marqués se traicionó ayer diciendo durante la conversación, que Astley era muy rico y que él lo sabía. Era, pues, la ocasión ideal para que la señorita Blanche lo mirase.
En resumen, el general está muy inquieto. ¡Para él es muy importante, dadas las actuales circunstancias, recibir un telegrama anunciando la muerte de la abuela!
Aunque estaba seguro de que Pólina no quería verme, disimulé un aire frío y distante. Estaba seguro de que iba a hablarme en cualquier momento. Para desquitarme, ayer y hoy, me he dedicado a la señorita Blanche. ¡Pobre general, me da lástima! Enamorarse a los cincuenta y cinco años con una pasión tan ardiente... es una desgracia. Añádasele su viudez, los hijos, la ruina amenazante y, finalmente, la clase de mujer que es la señorita Blanche. Una mujer elegante, con una cara que infunde miedo. No sé si se entiende lo que quiero decir. Yo siempre le he temido a semejantes mujeres. Debe frisar los veinticinco años. Es alta y agraciada, de hombros suaves, busto opulento, tez bronceada y una cabellera abundante. Sus ojos negros suelen brillar con una mirada cínica. Es de dientes muy blancos y labios siempre pintados. Piernas y manos son admirables. Su voz tiene el tono de una contralto ligeramente enronquecida. Se ríe algunas veces a carcajadas, enseñando todos los dientes; pero su mirada es insistente y silenciosa cuando está en presencia de Pólina y de María Filípovna.
La señorita Blanche me parece una mujer de cortos alcances. Creo que ha llevado una vida de aventuras. Quizá el marqués no sea en realidad pariente suyo, y su madre bien pudiera ser una actriz cumpliendo ese papel. Pero está comprobado que en Berlín, donde nos conocimos, ambas tenían muy buenas amistades. En lo que atañe al marqués, seguro pertenece a la buena sociedad, tanto como nosotros. Esto ni quién lo ponga en duda. Me pregunto quién es en Francia. Por aquí se dice que hasta es dueño de un castillo. Creía que ocurrirían muchas cosas en estas dos semanas pero aún no sé si es cierto que la señorita Blanche y el general hayan cambiado las palabras decisivas.
En resumen, creo que todo depende ahora de la mayor o menor cantidad de dinero que el general pueda darle. Si se dice que la abuela no ha muerto, estoy seguro que la señorita Blanche desaparecería de nuestra vista. Yo mismo me asombro al darme cuenta de que me he vuelto un entremetido. ¡Cómo me repugna todo esto! ¡Con qué gusto lo dejaría, a todo y a todos! Pero ¿sería capaz de alejarme de Pólina? ¿Puedo dejar de espiar en torno a ella? El espionaje es algo vil, pero ¿realmente eso me importa?
Ayer y hoy, Astley ha despertado mi curiosidad. Sí. ¡Estoy seguro de que está enamorado de Pólina! ¿Cuántas cosas puede decir la mirada de un hombre púdico, de una castidad enfermiza, precisamente cuando preferiría hundirse bajo tierra que manifestar sus sentimientos con una palabra o con una mirada? Esto es a la vez curioso y cómico. Míster Astley se nos une durante el paseo. Se descubre y pasa de largo, en realidad deseando acercarse a nosotros. Si le invitamos, se apresura a declinar. En los lugares que frecuentamos, el casino, un concierto o delante de la fuente, siempre se para cerca de nosotros. Allí donde estemos, basta mirar en torno nuestro para ver siempre al inevitable Astley. Creo que está buscando la ocasión para hablarme en privado. Esta mañana lo he visto y nos hemos dirigido dos o tres palabras. Habla casi siempre entrecortadamente. Antes de darme los buenos días comenzó por decir:
—¡Ah, la señorita Blanche! ¡He visto muchas mujeres como ésa!
Se quedó luego callado, mirándome con aire significativo. Ignoro lo que intentaba insinuar con eso, pues a mi pregunta: "¿Qué significa eso?", se encogió de hombros con una sonrisa irónica y me contesto:
—Eso mismo...
Y luego me interrogó:
—¿Sabe si le agradan las flores a la señorita Blanche? —No lo sé —contesté. —¡Cómo! ¿Acaso no lo sabe? —exclamó, sorprendido. —No, no lo sé —añadí, con una sonrisa.
—¡Hum...! Tengo una idea...
Hizo un movimiento de cabeza y se alejó. Parecía muy satisfecho. Habíamos conversado en un francés bastante elemental.
IV
Hoy ha sido un día especial: ridículo e incoherente. Ahora deben ser cerca de las once de la noche y me encuentro en mi habitación, cavilando en mis recuerdos. Todo comenzó esta mañana. Fui al casino, a jugar para Pólina Alexándrovna. Acepté ciento sesenta Federicos, con dos requisitos: que no quería nada a cambio, y que Pólina me dijera finalmente para qué necesitaba el dinero, y qué suma necesitaba.
Suponía que ella no quería ganar únicamente por la cuestión del dinero. Con seguridad le era necesario, pero ignoro para qué lo necesitaba tanto. Con la promesa de darme una explicación, nos despedimos. En el casino había mucha gente. Se veían rostros ávidos. Me abrí camino hacia la mesa del centro y me senté cerca de un croupier. Al principio no arriesgaba demasiado. Pero, a medida que fue pasando el tiempo, hice algunas observaciones interesantes. Creo que todo lo que se dice acerca de los cálculos del juego, en realidad no significan mucho, no son tan importantes. Los veo con sus anotaciones plagadas de cifras, cómo apuntan todas las jugadas, deducen las probabilidades y, luego de haber calculado todas las variables posibles, hacen su apuesta y pierden, de h misma manera que yo, y todos aquellos que juegan al azar.
Sin embargo, he visto algo: en esta sucesión de probabilidades fortuitas hay algo parecido al orden... pero uno muy especial e inaccesible para la inteligencia humana.
Por ejemplo, observé que la última docena sale después que los doce del centro, tal vez dos veces. Luego viene la primer docena, a la cual sigue de nuevo los doce del centro, que salen otras tantas veces, alineados. Después de esto viene la última docena, que a menudo repite unas dos veces. Luego son los doce primeros, que no se dan más que una vez. De este modo la suerte designa tres veces los doce del centro, y así seguidamente durante una hora y media o dos horas. ¿No es extraño y digno de atención este fenómeno? Cierto día, tal vez en una tarde, el negro alterna continuamente con el rojo. Cambian a cada instante, de manera que cada color no sale más que dos o tres veces. Al día siguiente, o en la misma jornada, el rojo sale continuamente, jugada tras jugada, algunas veces hasta en veintidós ocasiones, durante algún tiempo, o hasta un día entero.
Muchas de estas observaciones me las ha hecho el señor Astley, que permanece mucho tiempo junto al tapete verde, sólo observando. En cuanto a mí, perdí todo en poco tiempo. Primero aposté al par y gané. Lo puse de nuevo y volví a ganar. Y así dos o tres veces. En muy poco tiempo gané unos cuatrocientos federicos.
Debía salir de allí, pero una sensación muy extraña me invadió. De pronto, tuve el deseo de desafiar a la suerte, de burlarme de eUa. Arriesgué todo lo que tenía, y perdí. Luego, poseído por un extraño frenesí, tomé todo el dinero que me quedaba, hice la misma apuesta y volví a perder.
Salí de la sala aturdido, obnubilado. No entendía lo que me había pasado y no le dije nada a Pólina Alexándrovna hasta antes de la cena. Antes estuve deambulando por el parque, confuso.
Durante la comida me sentí de nuevo exaltado, exactmente igual que dos días antes. El francés y la señorita Blanche eran nuestros invitados. A ella la vi por la mañana en el casino y me di cuenta de que había presenciado mi triunfo y derrota. Esta vez sí que se fijó en mí.
El francés fue más directo y me preguntó "si había quedado en la ruina". Tuve la impresión de que sospechaba algo acerca de mi relación con Pólina. Mentí y le dije que sí.
El general estaba asombrado. ¿De dónde habría sacado yo tanto dinero para jugar? Le dije que había comenzado apostando muy poco, unos diez Federicos y que al doblar mi postura pude ganar cinco o seis mil florines.
Pero que en dos jugadas más, se esfumaron.
Esto era muy convincente. Mientras le explicaba, miraba a Pólina, pero no pude adivinar gesto alguno en su rostro. Me había escuchado sin interrumpir, por lo que deduje que no debía decir que había jugado —y perdido— su dinero. Además, pensaba yo, todavía me debe la explicación que me prometió en la mañana.
Esperaba que el general hablara, pero no lo hizo. En cambio, tenía un aire agitado e inquieto. Tal vez, tomando en cuenta la situación en que se hallaba, le era muy doloroso el saber que una cuantiosa suma de dinero había estado en poder de alguien como yo.
Presumo que anoche discutió acaloradamente con el francés. Estuvieron encerrados largas horas, hablando a gritos. Al terminar, el francés se veía furioso, y esta mañana, muy temprano, ha visto nuevamente al general, sin duda para proseguir con la plática.
Al enterarse de mi mala suerte, el francés me dijo que necesitaba ser más prudente. —Aunque cuando hay muchos jugadores rusos —dijo luego, no sé con qué motivo—, no parecen ser los mejores en el juego.
—Pues yo —le contesté— estimo que la ruleta no ha sido inventada más que para los rusos.
Como el francés sonreía burlonamente, le dije que tenía yo razón. Al referirse a los rusos como jugadores, los criticaba abiertamente, y, por tanto, se me podía creer.
—¿En qué basa usted su opinión? —preguntó el francés. —En que el tener es, a través de la historia, uno de los' principales puntales del catecismo de las virtudes occidentales. Rusia, por el contrario, se muestra incapaz de adquirir capitales, más bien los gasta. Sin embargo, nosotros los rusos tenemos también necesidad de dinero —añadí—, y por consiguiente, recurrimos con placer a la ruleta, donde podemos enriquecernos súbitamente. Esto nos encanta, y como jugamos alocadamente... casi siempre perdemos. —Tiene usted razón... en parte —afirmó el francés con suficiencia.
—No, no es cierto, y debería darle vergüenza hablar así de sus compatriotas —intervino el general, con tono impresionante.
—Permítame —le contesté— discutir qué es peor: si la extravagancia rusa o el procedimiento alemán de amasar fortunas hasta morir por ello.
—¡Qué idea absurda! —exclamó el general.
—¡Qué idea más rusa! —afirmó el francés.
Yo me reía y disfrutaba el hacerlos rabiar.
—Preferiría pasar toda mi vida en Rusia —exclamé— que adorar al ídolo alemán.
—¿Cuál ídolo? —preguntó el general, encolerizado.
—Este: la capacidad alemana de hacerse rico. Tengo poco tiempo aquí, pero, sin embargo, he hecho algunas observaclones que han sublevado mi naturaleza tártara.Ayer caminé cerca de diez kilómetros por los alrededores. Pues bien, el panorama que vi es exactamente el mismo que el de los libros de moral: todas las casas tienen un padre virtuoso y honrado. De una honradez tal que uno no se atreve a dirigirse a ellos.
Por la noche toda la familia se reúne a leer obras edificantes mientras afuera se escucha soplar el viento. El sol poniente brilla sobre el techo donde anida una cigüeña, es un espectáculo sumamente poético y conmovedor. Recuerdo que mi padre nos leía por la noche ese tipo de libros, también bajo los árboles de nuestro jardín... Pues bien, aquí cada familia se halla sometida a este patriarca. Cuando él ha reunido una cierta fortuna, anuncia su intención de ceder al hijo mayor oficio o tierras. Con esta medida escatima la dote a una hija que se condena a la soltería. También el hijo menor se ve obligado a buscar un empleo y sus ganancias van a enriquecer el capital paterno. Sí, así son las cosas aquí, estoy bien informado. Todo ello motivado por una honradez llevada al último extremo, y el hijo menor se imagina que es por honradez por lo que es explotado. ¿No vemos a la víctima regocijarse de ser llevada al sacrificio? ¿Y después? La historia continúa: el hijo mayor no es más feliz. Tiene una novia, pero no puede casarse por hacerle falta una determinada suma de dinero. Ellos también deben esperar por no faltar a la virtud y también se sacrifican. Las mejillas de las muchachas se arrugan y ellas se marchitan. Finalmente, luego de veinte años, la fortuna ha crecido. Entonces el padre bendice la unión de su hijo mayor de cuarenta años con una joven muchacha de la misma edad. Seguramente vierte lágrimas, predica y luego muere. El hijo mayor, a su vez, pasa a ocupar el puesto del padre virtuoso y vuelve todo a comenzar. Dentro de cincuenta o sesenta años el nieto tendrá un gran capital y lo heredará a su hijo; éste al suyo, y después de varias generaciones aparece un barón de Rothschild, o Hope y Compañía, o sabe Dios quién... ¿No es este un espectáculo grandioso? He aquí el resultado de uno o dos siglos de trabajo, de honradez; he aquí adónde lleva la firmeza, la economía y la cigüeña sobre el tejado. Ya más allá de esto no hay nada. Luego estos ejemplos de virtud se atreven a juzgar al mundo entero. Pero yo prefiero divertirme a la rusa o enriquecer jugando a la ruleta. No deseo ser un Hope y Compañía. Tengo necesidad de dinero ahora mismo y no deseo vivir sólo para acumular más. Ya sé que he exagerado en mi relato, pero esas son mis convicciones. —Ignoro si tiene o no razón en lo que ha dicho —me dijo el general, pensativo—, pero usted es un charlatán insoportable.
Como es su costumbre, no acabó la frase. Cuando el general aborda un tema que lo rebasa, por poco que sea, jamás termina sus frases.
El francés escuchaba tranquilamente, abriendo los ojos. No había comprendido casi nada de lo que yo dije. Mientras tanto, Pólina afectaba una indiferencia cruel para conmigo. Parecía no estar enterada de nuestra conversación de sobremesa.
V
Pólina parecía sumida en una profunda tristeza. Pero después de la comida, me pidió que la acompañase a pasear. Fuimos con los niños hacia el parque, para el lado de la fuente.
Como me sentía excitado, le pregunté tontamente, de súbito:
—¿Por qué el marqués ya no sale con usted? ¿Por qué ya no se hablan?
—Porque es malvado conmigo —me contestó ella, con un tono extraño de voz.
No la había oído antes referirse así a Des Grieux y guardé silencio, temiendo comprender el porqué de su irritación.
—¿Se ha fijado que hoy ha discutido con el general? —Usted quiere saber de qué se trata —me contestó de mal humor—. Usted sabe muy bien que el general está a su merced: todas sus propiedades están hipotecadas, y si no hereda a la abuela, el francés será el dueño de la casa. —¡Ah! ¿Entonces es cierto que está al borde de la quiebra? Lo había escuchado por allí, pero no estaba muy seguro.
—¡Pues es bien cierto!
—Entonces, debe decirle adiós a la señorita Blanche —le insinué—. En este caso no será esposa del general. ¿Y sabe usted?, me parece que el general está muy enamorado y que puede llegar al suicidio si eUa lo rechaza. A su edad es muy peligrosa una pasión de este tipo. Sí, muy peligrosa.
—Pienso lo mismo —observó Pólina Alexándrovna, meditabunda.
—¡Perfectamente! —exclamé—. Con esto nos hemos dado cuenta que ella se casa por dinero. Ni siquiera han guardado las apariencias, todo se ha hecho sin nada de pudor. ¡Magnífico! En lo que atañe a la abuela, es de muy mal gusto enviar telegrama tras telegrama, preguntando siempre lo mismo: "¿Se ha muerto? ¿Ha fallecido?" ¿Qué le parece todo, Pólina Alexándrovna?
—¡Chismes! —me interrumpió—. Pero lo raro es verlo a usted de tan buen humor. ¿Por qué se alegra? ¿Es, quizá, por haber perdido mi dinero?
—¿Para qué me lo dio? ¿Para que lo perdiera? Yo le dije que no podía jugar para otro, y menos tratándose de usted. Yo le obedezco, pero el resultado ya no depende de mí. ¿Es que está usted apenada por haber perdido su dinero? ¿Para qué lo necesitaba?
—¿Por qué me hace esta pregunta?
—Me prometió una explicación... Escuche: estoy convencido de que cuando empiece a jugar por mi cuenta... tengo cerca de doce federicos... estoy seguro que ganaré. Y le daré lo que le haga falta.
La muchacha hizo un gesto de desagrado.
—No quiero que se ofenda... no se enoje conmigo —proseguí— por esa proposición. Sé que soy un cero ante sus ojos, por eso no debe tener reparo en aceptar este dinero. Un regalo mío no puede ofenderla, no es importante. Además, yo he perdido su dinero en la ruleta...
Me miró escrutadoramente y, al comprender la irritación y el sarcasmo de mis palabras, se refugió en un silencio hostil.
—Lo que a mí me pase no le interesa. Pero si desea saber la verdad, sepa que tengo muchas deudas. He pedido prestado ese dinero y debo devolverlo. Tenía la absurda esperanza de ganarlo en el juego. ¿Por qué? No lo sé, pero estaba convencido. Quizá porque era la última solución y no podía elegir otra. O bien porque necesitaba ganar. Es igual al que se ahoga y se agarra a una endeble varita, desesperado. Convenga usted en que si no se estuviera ahogando, no se agarraría a algo tan endeble, sino a una sólida tabla.
—Pero —dijo asombrada Pólina— ¿no tenía usted alguna esperanza? Hace dos semanas me dijo que tenía la seguridad absoluta de ganar en la ruleta y me rogaba que no pensara que estaba loco. ¿Era otra broma suya? Nunca lo hubiera pensado así, pues usted me hablaba en un tono muy seno.
—Es cierto —contesté—, y sigo pensando que ganaré... Hasta le confieso que usted acaba de sugerirme una pregunta: ¿por qué no tengo duda alguna después de haber perdido así? Estoy convencido de ganar en cuanto empiece a jugar por mi cuenta.
—¿De dónde saca ese sentimiento de seguridad?
—No sabría cómo explicarlo. Sólo sé que necesito ganar y que esto es mi única tabla de salvación. Esta es la razón por la que estoy seguro de ganar.
—¿De verdad le es tan necesario ganar?
—Me parece que usted me juzga incapaz de sentir una necesidad verdadera.
—Eso, en realidad, me tiene sin cuidado —contestó Pólina—. Si espera usted que le conteste que sí, debo decirle que dudo de que algo importante pueda llegar a preocuparlo seriamente. Usted es un ser desordenado e inconstante. ¿Qué necesidad tiene de dinero?
—A propósito —la interrumpí—, usted debe pagar una deuda. Una famosa deuda, sin duda. ¿Con el francés? —¿Qué le importa? ¿Acaso está ebrio?
—Usted sabe muy bien que hoy puedo decirlo todo y preguntarle todo. Le repito que soy su esclavo. Nadie tiene secretos frente a sus esclavos, y un esclavo no puede ofender al amo, jamás.
—¡Todo esto es infame! No puedo aceptar su teoría de la "esclavitud".
—Tome en cuenta que si le hablo de mi esclavitud no es porque desee ser su esclavo. Me permito hacerle ver que se trata de algo independiente de mi voluntad.
—Hable sin rodeos. ¿Para qué necesita dinero?
—¿Por qué quiere saberlo?
—Haga como quiera... no me lo diga —contestó con un altivo movimiento de cabeza.
—Usted no cree en la esclavitud, pero la practica. ¡Conteste sin discutir!" Sea. ¿Por qué necesito dinero?, ¡qué pregunta! ¡Porque tener dinero significa tenerlo todo!
—Lo entiendo; pero por desearlo no es necesario llegar a un estado de locura. Porque usted ha llegado al frenesí, al fatalismo. Hay aquí otra cosa escondida, tal vez un objetivo especial. Hábleme sin rodeos. ¡Se lo exijo!
La ira la dominaba, y el calor que ponía en sus preguntas me encantaba.
—Se lo diré, sí hay un motivo —le respondí—, pero no puedo explicarle cuál. Se trata, sencillamente, del hecho de que, si tengo mucho dinero, me convertiré en otra clase de hombre, y así ya no seré un esclavo para usted.
—¿De qué se trata? ¿Qué quiere usted de mí?
—¡Buena pregunta! ¿No puede usted pensar en mirarme de otro modo que no sea como a un esclavo? ¡Ya estoy harto de su desprecio, de su incomprensión!
—Usted decía que ser esclavo le era placentero... Yo también me lo figuraba así.
—¡Usted misma se lo figuraba! —exclamé, presa de un sentimiento extraño—. ¡Qué ingenuidad la suya! Le confieso que ser su esclavo me produce placer. Hay un gran deleite en la humillación —continué de un modo delirante—. Quién sabe si esto también se experimenta bajo el látigo, cuando sus correas lastiman la carne... Pero yo deseo otros placeres. Hace un momento, en la mesa, el general me ha regañado porque me paga setecientos rublos al año, cantidad que tal vez nunca cobre, si va a la ruina. El marqués Des Grieux, con las cejas fruncidas, me contemplaba y al mismo tiempo fingía no prestar atención... ardo en deseos de agarrar a ese hombre por la nariz, delante suyo.
—¡Tonterías! En cualquier situación uno debe mantener su dignidad. Si es preciso luchar, hay que hacerlo, pues la lucha ennoblece.
—Lo dice usted muy bien. Cree que yo no sé sostener mi dignidad. Es decir, que aunque soy digno, no sé mantener mi dignidad. ¿Cree usted que esto puede ser?; todos los rusos somos así. Voy a explicárselo: nuestra naturaleza, muy bien dotada, nos impide encontrar rápidamente una forma adecuada. En estas cuestiones lo más importante es la forma. Los rusos estamos tan ricamente dotados que nos es preciso ser muy ingeniosos para llegar a descubrir una forma conveniente. Ahora bien: frecuentemente nos falta ese genio, que es muy raro de encontrar. Entre los franceses y en algunos otros europeos la forma está muy bien fijada. He aquí por qué tiene entre ellos tanta importancia. Un francés puede soportar, sin alterarse, una ofensa moral, pero no tolerará un golpe en la nariz, pues esto es una clara infracción a los prejuicios sociales. Los franceses les gustan tanto a nuestras muchachas porque tienen modales muy señoriales. O más bien, no. A mi juicio, la forma, la corrección no desempeña ningún papel de importancia. Por otra parte, no puedo comprender esas cosas... porque no soy una mujer. Pero, ya estoy divagando y usted no me dice nada. No tema interrumpirme cuando le hablo, pues quiero decir mucho y se me olvidan los buenos modales. Confieso carecer de forma y méritos. Pero no me preocupan esas cosas. Sin embargo, ahora me siento paralizado. Y usted sabe por qué. No tengo ideas en mi cabeza. Desde hace mucho tiempo ignoro lo que me pasa. He atravesado Dresde sin fijarme en la ciudad. Usted ya sabe lo que me preocupaba. Como no tengo esperanza alguna y soy una nulidad ante sus ojos, le hablo francamente. Usted está, sin embargo, siempre presente en mii espíritu. ¿Por qué y cómo yo la amo? Lo ignoro. Tal vez no sea usted beUa. ¡No sé si es usted hermosa, ni siquiera de cara! Tal vez tenga usted mal corazón, y sus sentimientos tampoco son muy nobles.
—¿Usted quiere comprarme con dinero? —dijo—. Usted no cree en la nobleza de mis sentimientos.
—¿Cuándo he pensado yo en comprarla? —exclamé. —Con tanta charla ha perdido el hilo de su discurso.
Intenta comprar mi cariño, pero no a mi persona.
—No, no; no se trata de eso. Ya le dije a usted que me cuesta trabajo explicarme. Usted me confunde. No se enfade por lo que he dicho. Estoy loco. Pero su cólera me importa poco. Me basta solamente imaginar en mi pequeña habitación el roce de su vestido y ya estoy dispuesto a morderme los puños. ¿Por qué se enoja conmigo? ¿Por qué me he llamado esclavo suyo? ¡Aprovéchese de mi esclavitud, aprovéchese! ¿No sabe que cualquier día la puedo matar? No por celos o porque ya no la ame, sino porque tengo deseos de devorarla. Y se ríe.
—No —dijo—. Le pido que se caUe ahora mismo.
Se detuvo, sofocada por la cólera. No sé si es bonita, pero me gusta verla cuando se detiene frente a mí, y por eso deseo verla enfadada. Quizá ella lo había notado y se enfadaba a propósito. Así se lo hice saber.
—¡Pero qué tontería! —exclamó, con repugnancia.
—No me importa —continué—. Sepa, además, que es peligroso que nos vean juntos. He tenido muchas veces el deseo de pegarle, de matarla. ¿Cree usted que no lo haría? Usted me vuelve loco. ¿Imagina que temo un escándalo? ¿El enojo de usted? ¡Qué me importan a mí el escándalo y su enfado! La amo sin esperanza. Si la mato, tendré que matarme luego yo. Pues bien, me mataré lo más tarde posible, a fin de sentir ese dolor intolerable. ¿Quiere saber una cosa increíble? La amo cada día más. ¿Y después de esto quiere que no sea yo un fatalista? Recuerde lo que le dije anteayer, en la montaña Schlangenberg, cuando me retó: "Si dice que lo haga, me arrojo al abismo." Si hubiese dicho esa palabra, me hubiera precipitado en él. ¿Acaso lo duda?
—¡Qué tonta conversación! —exclamó.
—Estúpida o no, no me importa. Ante usted tengo necesidad de hablar, de hablar sin parar... y es lo que hago. En su presencia pierdo la dignidad y todo me da igual.
—¿Por qué iba yo a ordenarle arrojarse al abismo? —me interrumpió en tono hiriente—. ¿Qué ganaría yo con eso? —¡Grandioso! —exclamé—. Usted ha pronunciado intencionadamente la palabra "ganancia" para agobiarme. Lo leo en su alma. ¿Es inútil, dice usted? El placer es siempre útil. El hombre es déspota por naturaleza y le gusta hacer sufrir. A usted eso le gusta.
Recuerdo que me examinaba con atención. Mi rostro debía reflejar todos estos sentimientos. Nuestra conversación se desarrolló casi según acabo de contarla. Tenía los ojos inyectados en sangre, la boca seca y espuma en los labios. Y en lo que se refiere a la montaña, juro que si ella me hubiera ordenado arrojarme de cabeza, lo habría hecho y aunque lo dijera únicamente por broma, con desprecio, me hubiera lanzado también.
—¿Por qué no he de creer? —preguntó con aquel tono de desprecio, el tono del que solamente eUa es capaz. Y este tono era tan sarcástico, tan arrogante, que en aquel momento con gusto la hubiera matado. Corría un gran riesgo y yo no mentía al decírselo.
The free excerpt has ended.