Read the book: «Una mirada al libro electrónico», page 2

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Con el reloj digital el tiempo no cambió. Todavía hoy hacemos citas a las seis de la tarde, a las cuales llegamos puntuales gracias a un reloj digital o a uno analógico. Sin embargo, hay procesos de altísima precisión que serían imposibles sin un reloj digital, desde las mediciones de los actuales récords olímpicos hasta los viajes a la Luna o los numerosos procesos industriales que deben ser controlados con dispositivos de tiempo extraordinariamente exactos.

Los libros electrónicos, en todos sus formatos y posibilidades, son parte de un nuevo umbral para la cultura. Forman parte de una nueva era de la cultura textual aun en formación que, como la abierta por los relojes de alta precisión, permite avizorar modos de lectura, crítica y conocimiento mucho más sofisticados y complejos que los actuales.

Pero, ¿qué es, en realidad, un libro electrónico?

Hasta aquí abordamos en términos generales lo que es un libro. Enfrentemos ahora el reto de hablar del libro electrónico y de una posible definición del mismo con todos los problemas y complicaciones que conlleva esta tarea. Comencemos, pues, por la más obvia de todas estas complicaciones: la amplitud y la ambigüedad del término mismo de libro electrónico.

La verdad es que podríamos comprender por “libro electrónico”, de un modo absolutamente llano, todo archivo electrónico que represente un libro. Eso significa que tal nombre puede dársele lo mismo a un archivo PDF (Portable Document Format), un archivo .doc, una colección de archivos de imagen JPG en que aparezcan las páginas de un libro, páginas HTML (HyperText Markup Language) o XML (eXtensible Markup Languajes) en que se haya transcrito un libro, al igual que los archivos ePub que utilizan la mayoría de los lectores de libros electrónicos, el archivo azw que utiliza Amazon y sus lectores, o los archivos mobi que pueden leerse en varios dispositivos, incluido Kindle, hasta los libros que constituyen una app (abreviatura de application software), diseñados y desarrollados para ensanchar la experiencia de la lectura sobre todo en tabletas o teléfonos celulares.

Si bien todos esos formatos pueden ser considerados en general libros electrónicos, existe la tendencia a reservar el término para aquellos archivos ideados con el fin de representar libros dentro de un dispositivo electrónico de lectura. Al respecto, se suele asumir que hay una relación entre la existencia del dispositivo de lectura y la aparición del libro electrónico pues, como veremos después con más detenimiento, es hasta que convergen una serie de factores —cierto tipo de lector, una amplia gama de oferta digital y la facilidad de adquirir los libros por internet— que se popularizó la noción de libro electrónico.

Pero tal restricción es ciertamente frágil, como casi todo en el mundo digital. Hoy un libro electrónico en cualquiera de los formatos que utilizan los lectores, por ejemplo el ePub, puede leerse también en una computadora, para las que ya se desarrollaron aplicaciones con ese fin, y ocurre hoy asimismo que la mayoría de los otros formatos electrónicos mencionados, como PDF o Word, además se pueden leer en casi todos los dispositivos electrónicos de lectura. De modo que la restricción es más una convención heredada de ciertas limitaciones tecnológicas del pasado que el producto de una limitación actual.

Como vemos, la facilidad con la que se convierten los archivos electrónicos a otros formatos dificulta establecer con claridad a cuáles de ellos corresponde lo que llamamos —o deberíamos llamar— libros electrónicos. No obstante, debemos establecer alguna delimitación para avanzar en la comprensión de lo que es —y quizás en un tiempo llegará a ser plenamente— un libro electrónico. Por eso es apropiado restringir la idea de libro electrónico al grupo de archivos ePub, azw, mobi y otros más diseñados para los dispositivos de lectura, así como a los libros en formato app —que no son tan populares pero que ofrecen una solución a cierto tipo de libros, como los infantiles—, en razón de, al menos, tres grandes aspectos: la experiencia de la lectura, la composición de los archivos y la protección de los derechos de autor.

La primera de todas estas razones es quizá la menos sencilla de expresar objetivamente, pues ¿de qué hablamos al referirnos a experiencia de lectura?

Para poder leer en un dispositivo electrónico de lectura (el libro en papel es un dispositivo de lectura) se requieren como mínimo tres elementos: el dis­positivo mismo, el software de lectura y el archivo a leer. La conjunción de estos tres elementos produce una experiencia de lectura específica, que es diferente si utilizamos otro dispositivo, otro software u otro archivo. Por ejemplo, un archivo .doc leído a través de Word, como normalmente se hace en la pantalla de una computadora, produce una cierta experiencia de lectura que se orienta más a la escritura que a la lectura como tal (está pensada y planeada para eso). Cuando intentamos orientarlo más a la lectura, es necesario convertir el archivo .doc en un archivo más apropiado para la lectura o bien transformar la representación del documento en la pantalla para hacerlo más legible. Lo mismo pasa con los pdf. Aunque pueden leerse en casi todos los dispositivos de lectura, la experiencia es distinta y sobre todo limitada en relación con otros formatos. Al ser archivos que en sus comienzos representa­ban el texto como imagen, su adaptabilidad al texto para la lectura en pantalla tiene complicaciones: por ejemplo, no siempre puede incrementarse el tamaño de la letra sin que a su vez se modifique el de la imagen, la estructura de la página no se adapta a la pantalla ya que es rígida, etcétera. Esto mismo es válido incluso para el formato PDF ePub que hoy se comercializa en distintas librerías virtuales, porque éste todavía privilegia mantener la estructura de la página como si fuera una imagen de una página de papel sobre la posibilidad de que la página se ajuste a la pantalla. En cuanto a los dispositivos, hay al menos dos grandes tipos: los que utilizan tinta electrónica, que son conocidos como e-readers, y los que usan una pantalla que arroja luz (pantallas de compu­tadoras, tabletas y teléfonos celulares). Leer en un tipo de pantalla o en otro cambia por supuesto la manera en que se experimenta la lectura, debido a que afecta el tiempo en que nos extendemos leyendo, la comodidad o la dificultad para hacerlo, si lo hacemos en el día o en la noche, con la luz de la habitación prendida o apagada (los e-readers que emplean tinta electrónica no se pueden leer con la luz apagada, por ejemplo, pero las tabletas sí). Lo mismo pasa con el software: alguno permite hacer anotaciones, otro subrayar o pasar las páginas de un modo, por ejemplo arrastrando el dedo sobre la pantalla. En suma, la experiencia de la lectura es una combinación de factores que la aproximan o la alejan de la vivencia que tenemos al leer en papel.

Aunque no hay forma de describir por completo la experiencia de la lectura en papel como un estándar, es posible decir que ésta es el referente con el que comparamos la lectura digital. En términos de esa comparación es factible afirmar que un libro electrónico es un archivo electrónico que, leído mediante un dispositivo de lectura que maneja un cierto software, ofrece una experiencia de lectura semejante a la de un libro en papel. La semejanza comprende muchos aspectos vinculados con la forma ergonómica del dispositivo (pesa como un libro, por ejemplo), el modo en que se avanza sobre la lectura (como si pasáramos las páginas), lo que podemos hacer con el texto (subrayarlo), etcétera. Se entiende que esa experiencia nunca podrá ser idéntica, porque hay cualidades de los libros electrónicos que los libros en papel nunca podrán tener (aumentar o reducir el tamaño de la letra, por ejemplo), y viceversa, acomodarlo en un librero. Pero el punto es que a diferencia de los formatos para escritura y de las representaciones de la imagen de los libros, los archivos como el ePub o las app diseñadas para dispositivos de lectura ofrecen una experiencia que es más parecida a la lectura en papel. La combinación de los tres elementos: el dispositivo, el software y el archivo, propician que la lectura preserve buena parte de su naturaleza a pesar de volverse digital.

Aceptada esta idea, llamaremos libros electrónicos a aquellos formatos que ofrecen una experiencia de lectura más cercana a la del libro cuando se leen a través de un software en un dispositivo de lectura. Los más conocidos son PDF, ePub, DjVu, azw y mobi, entre muchos otros desarrollados en exclusiva por ciertas marcas, y las app diseñadas para texto sobre las que nos explayaremos más adelante.

Sin embargo, como señalamos antes, esta no es la única razón por la que reservamos el nombre de libro electrónico a tales archivos. Hay otras dos que ya enumeramos: la composición misma de los archivos y la protección de los derechos de autor.

Como suele ocurrir en el campo de la computación, muchos formatos com­piten por consolidarse como el estándar de la industria. El caso de los libros electrónicos no es diferente. Por un lado hay empresas como Amazon con una estrategia de mercadotecnia que pasa por la comercialización de libros electrónicos en un formato propio que sólo leen sus propios lectores electrónicos, mientras que en las tiendas de las app se comercializan lectores que leen diversos tipos de archivos. En el marco de esta competencia, ha sido un formato abierto, el ePub, que estrictamente no es más que un conjunto de archivos contenido en un archivo de comprensión tipo ZIP, compuestos de un archivo XML con el texto, además de otros que contienen las instrucciones de despliegue del texto, la imagen de portada y poco más. Este formato, por su sencillez y facilidad de ser leído en distintos dispositivos y aplicaciones, poco a poco se ha convertido en el estándar de la industria. Hay algo más, por supuesto: dado que su raíz es XML, este tipo de formato, muy simple y fácil de resguardar, permite recobrar y procesar mejor —y no sólo para su lectura— los textos. En este sentido, es operativo en cuanto al despliegue de los libros y también para su preservación digital, un problema que se debe tomar en cuenta. Por último, y dada la importancia creciente que ha tenido la protección de los derechos de autor, tales archivos conforman también un estándar porque están protegidos con un dispositivo desarrollado ex profeso llamado DRM (Digital Rights Management), cuyo objetivo es impedir la duplicación parcial o total del libro por cualquier medio.

La batalla no ha terminado, pero con el arribo de las tabletas ha cambiado de dirección. La lucha ha dejado de centrarse en el formato del archivo para hacerlo en los beneficios adicionales que el lector puede obtener a través del software de lectura, como el respaldo de su biblioteca, la inclusión de diccionarios, la preservación de sus notas, la socialización de la lectura, etcétera.

Consideramos importante incluir bajo la denominación de libro electrónico las app de libros; es decir, las aplicaciones específicas para la lectura de un libro determinado que buscan enriquecer la lectura mediante la inclusión, en particular, de elementos multimedia, así como de procesos computacionales sobre el texto, como comparar versiones, interactuar con imágenes, etcétera. Lo hacemos por dos razones: primero, muchos de quienes imaginan el futuro del libro lo hacen en términos de formatos que “enriquezcan la lectura”, como hacen las app; segundo, éstas ya son una realidad editorial para cierto tipo de libros. Podemos encontrar, por ejemplo, ciertas app que son libros de cocina, los cuales incluyen, además del formato tradicional del texto de las recetas, videos que enseñan su elaboración, un convertidor automático de medidas o porciones, así como un buscador para encontrar recetas de acuerdo con los ingredientes que señalemos. Libros de texto como app pueden comprender además multimedia que ofrece una explicación visual de algún fenómeno o un simulador que pone a prueba los conocimientos adquiridos. En la literatura, las app tales como Blanco de Octavio Paz o iPoe, una colección ilustrada e interactiva de las obras de Poe, proporcionan a los lectores nuevas aproximaciones a obras clásicas al incorporar elementos que no existen en el impreso. Los libros para niños han aprovechado los aspectos visual e interactivo que proporcionan las app para ofrecer cuentos tradicionales en los cuales los lectores pueden desempeñar una parte activa durante la lectura del texto, en tanto interactúan con la interface y aportan a su desarrollo. Es posible argumentar incluso que estas app se encuentran en ocasiones en la frontera entre la narrativa textual y la narrativa de los videojuegos o gaming.

Tal vez las app, que hoy todavía incluimos entre los libros electrónicos, dejen de serlo al dar lugar a otros dispositivos culturales que hoy apenas intuimos o imaginamos.

El mundo del libro electrónico se encuentra inmerso en un proceso de transformación vertiginosa en todos sus aspectos: desde los formatos hasta los servicios. Por ello resulta casi imposible concluir, con plena certeza, que lo que hoy decimos que es un libro electrónico, ya sea por el formato o por la experiencia de la lectura, lo seguirá siendo en los años venideros. Incluso, como se constata con facilidad, aun con las restricciones que propusimos en este apartado, los ebooks, como en general el libro, enfrentan cada día nuevos problemas que requieren ser articulados y definidos. Con este reconocimiento de la incertidumbre en el mundo del libro, concluimos este capítulo para avanzar en su conocimiento.

1 Real Academia Española, Diccionario de la lengua española, 23ª ed., entrada “libro”.

2 Idem.

3 Emile Delavenay, Por el libro. La UNESCO y su programa, UNESCO, París, 1974, p. 9.

4 Real Academia Española, Nuevo tesoro lexicográfico de la lengua española, Diccionario Academia usual, lema “libro”, 1869.

5 Ibid., lema “cuerpo”.

6 Andrew Piper, The Book Was There: Reading in Electronic Times, Chicago/Londres, The University of Chicago Press, 2012, posición 794 (edición electrónica).

7 Christian Vandendorpe, Del papiro al hipertexto, trad. de Víctor Goldstein, México, FCE, 2003, p. 44.

8 Idem.

9 Ibid., pp. 44-45.

10 Ibid., pp. 45-46.

11 Ibid., p. 160.

12 Dino Buzzetti y Jerome McGann, Electronic Textual Editing, tei Consortium.

13 Idem.

14 Wikipedia, entrada “livre” [traducción de los autores].

15 Umberto Eco, Epílogo, en Geoffrey Nunberg (comp.), El futuro del libro. ¿Esto matará eso?, Paidós, Barcelona, 1998, p. 308.

BREVE HISTORIA DEL LIBRO ELECTRÓNICO

La historia del libro electrónico suele trazarse sobre dos líneas (en realidad son tres), que por lo general se confunden de la misma forma que el libro como objeto y el libro como texto, que se sobreponen. Se trata, por una parte, de la historia del libro electrónico de acuerdo con los dispositivos disponibles para su lectura, y por la otra, de la historia del libro electrónico como texto digital. Pero además hay una tercera: la historia del libro electrónico según el formato que se usa para codificar el texto digital, es decir, la del tipo de archivo electrónico que determina qué dispositivos pueden utilizarse para visualizar el libro, lo cual repercute tanto en las posibilidades de presentación del texto digital como en el dispositivo que se emplea para consultarlo.

Antecedentes del libro electrónico

La idea de que las máquinas podrían auxiliarnos tanto con procesos de cálculo como con el manejo y la recuperación de textos surgió en 1945, cuando Vannevar Bush publicó el artículo “As we may think”, en el que describe un aparato llamado Memex,16 el cual combinaba microfilm con un lector y pantallas para que el usuario almacenara libros, registros y otros documentos, así como para que creara y recuperara vínculos entre estos distintos objetos. El aparato tenía la capacidad —entre otras muy similares a las de un libro— de crear índices, hacer anotaciones y cambiar las páginas. Sin embargo, es difícil concebir la propuesta del Memex como un libro electrónico; más bien era un administrador de documentos. Bush nunca construyó el Memex pero sí creó un importante antecedente acerca de cómo el cómputo podía apoyar al ser humano en el manejo, la lectura, el estudio y la recuperación de textos.

Ese mismo año, en Italia, el padre Roberto Busa emprendió la tarea de realizar un índice de concordancias de las obras completas de santo Tomás. Las concordancias son de uso común en la lingüística: constituyen un listado de todas las palabras de un texto, sus frecuencias y el contexto en que aparece la palabra. Previo a la aparición de la computadora se realizaron muy pocas listas de concordancias para obras completas, debido al tiempo y el esfuerzo que demandaban. El padre Busa, con el apoyo de IBM, trasladó el texto com­pleto de las obras de santo Tomás a tarjetas perforadas y se escribió un programa que elaborara las concordancias de forma automática. Para tener una idea de lo que esto implicaba entonces, se debe decir que se necesitó una vago­neta para transportar las tarjetas perforadas con todo el texto.17 En 1974 se publicaron los primeros tomos con el título Indice Thomisticus, que abarcaba más de once millones de palabras en latín medieval. Aunque la versión electrónica de las obras de santo Tomás no era el objetivo, la elaboración de las concordancias requería la codificación del texto para que pudiera ser procesado por una computadora. Éste es uno de los primeros ejemplos de las posibilidades que los textos electrónicos ofrecen en contraste con los impresos: la capacidad de diseñar e incluir herramientas que explotan las capacidades del cómputo para facilitar o realizar estudios adicionales sobre el texto.

A pesar de estos antecedentes, se considera que el Proyecto Gutenberg fue el productor inicial de libros electrónicos. Las primeras computadoras disponibles en los campus universitarios eran grandes aparatos que requerían varias horas para procesar o “computar” una serie de instrucciones que se introducían mediante tarjetas perforadas y que ya contaban con una pantalla para desplegar los datos del procesamiento. En 1971 a un joven estudiante de la Universidad de Illinois llamado Michael Hart se le asignaron algunas horas de uso de la computadora universitaria para trabajo de investigación.

Hart supuso que el valor más importante de las computadoras no residía en su capacidad de procesar números sino en la de almacenar, recuperar y buscar texto. De acuerdo con Hart, la verdadera aportación de las computadoras a la humanidad es su idoneidad para proveer acceso a los materiales resguardados en las bibliotecas. Su premisa se basaba en la idea de “tecnología replicadora”, puesto que una vez que un libro está almacenado en una computadora puede ser reproducido con facilidad infinidad de veces. Por consiguiente, cualquier persona en el mundo con acceso a una computadora podría consultar un libro electrónico.18 Ello supondría que toda la literatura universal estaría disponible de forma gratuita para cualquiera, con lo que se alcanzaría el anhelo milenario de tener acceso a todo el conocimiento humano. La idea de “tecnología replicadora” se aplica en realidad a cualquier objeto digital, incluidos audios, imágenes y bases de datos, por lo que sus posibilidades son enormes.

El Proyecto Gutenberg desarrollado por Hart se enfocó primordialmente en la digitalización de textos literarios del dominio público. Funciona a partir de voluntarios que transcriben obras a formato digital para crear libros electrónicos; éstos se colocan en la página del proyecto y así quedan disponibles para su consulta. En épocas anteriores a la aparición de internet, la consulta sólo podía hacerse directamente en las terminales dispuestas para ello.

En sus inicios, los libros se crearon utilizando ASCII (American Standard Code for Information Interchange), código estándar basado en el alfabeto latino. Es la representación numérica de un caracter como, por ejemplo, la i, la f o la @. Esto permite que una computadora despliegue los caracteres correctos de un texto digital. Dos ventajas de los archivos ASCII es que podían ser leídos por cualquier computadora y necesitaban muy poco espacio para ser almacenados. En aquellos días los libros se distribuían utilizando el FTP,19 ya que la red mundial todavía no existía, y las conexiones eran lentas. Los textos digitales en ese formato eran ligeros, se enviaban con facilidad por la red y cualquier computadora desplegaba el texto correctamente.

Sin embargo, ASCII es un formato muy simple y consta de un número muy limitado de caracteres. Por estar enfocado principalmente en el idioma inglés, en su formato más básico no incluía caracteres con acentos. Además tiene pocas facilidades para el manejo de la presentación del texto (tipografía, cursivas, negritas) u otros elementos importantes para el diseño como tamaño de letra, alineación de párrafos y títulos, entre otros. No había, pues, herramientas para indicar con facilidad las secciones (capítulos, apartados, etcétera) o la portada, tabla de contenido, índice o bibliografía; tampoco podía señalarse la paginación. Los textos solían dividirse en archivos separados, uno por capítulo, numerados en orden (por ejemplo, moby-000.txt, moby001.txt, moby002.txt) y la paginación se indicaba en el mismo texto de la siguiente manera: .< p 7 >. No era factible incluir ilustraciones o dibujos dentro del texto, se enviaban como archivos separados, con una indicación de qué imagen correspondía a cada texto.

En resumen, los libros electrónicos del Proyecto Gutenberg eran, en esencia, el texto extraído del objeto, y se insertaban marcas para indicar aspectos no relacionados con el texto per se —eso que se ha denominado metatexto— pero que formaban parte de la construcción de un libro como objeto y no sólo como texto. Los libros del Proyecto Gutenberg al principio eran sin duda libros electrónicos en el sentido de que el texto en su conjunto se encontraba en formato digital, con un despliegue rudimentario en la pantalla. El formato ASCII, diseñado para otros fines, carecía de la sofisticación necesaria para reproducir los elementos no textuales de un libro. En los siguientes años, con la llegada de la red mundial, el proyecto empezó a manejar otros formatos como HTML y PDF, y en años recientes, el ePub.

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