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El viento y el Sol

¿Recuerda la fábula del viento y el Sol? El viento quería demostrarle al Sol que él, con su tremenda fuerza, le arrancaría a un hombre el abrigo que llevaba puesto. Pero, a pesar de sus violentos esfuerzos, lo único que consiguió el viento fue que la ropa del caminante se le pegara aún más a su cuerpo. Demostró tener fuerza, pero no pudo lograr que el hombre se quitara el abrigo. Entonces, le tocó el turno al Sol.

Desde la mañana, el sol comenzó a entibiar la tierra. Sus cálidos rayos lentamente hicieron entrar en calor al caminante, hasta que por fin este se quitó su abrigo con total naturalidad. Lo que no había logrado la violencia del viento lo consiguió la suavidad del sol. ¿Advertimos la moraleja de la fábula? ¡Cuánto más conseguimos en las relaciones humanas con suavidad que con violencia!

Mientras que el espíritu agresivo tiende a despertar en los demás una reacción idéntica, la manera delicada de actuar asegura una feliz convivencia, y hasta desarma la furia del agresor. Así lo afirma el sabio Salomón, cuando escribe: “La blanda respuesta quita la ira; mas la palabra áspera hace subir el furor” (Proverbios 15:1).

¡Cuánto necesitamos reavivar la virtud de la suavidad y la delicadeza en nuestro trato con los demás! Hablando acerca de la delicadeza, Juana Revert dice: “Sin esta cualidad, el hombre más inteligente no merece llamarse caballero, y la mujer más perfecta no alcanza a ser una dama. La delicadeza no se explica, hay que asimilarla”.

¿No cree usted que la grosería y la prepotencia mancillan el carácter y ahuyentan a los demás? En cambio, la fuerza de la bondad siempre supera en resultados a los atropellos del irrespetuoso. Un pedido amable vale más que una fría orden. El trato cortés y gentil produce mejores dividendos que el dinero manejado con egoísmo. Una palabra de gratitud sincera es más preciosa que la lisonja. Y un gesto de comprensión hacia el débil puede mucho más que cualquier acusación. Proceder de este modo equivale a obrar con la tibieza del sol, antes que con la furia del viento, que nada consigue.

¡El viento y el Sol! ¿A cuál de los dos se parece usted en su vida de relación, dentro y fuera de su hogar?

Es dando como recibimos

Dos amigos habían salido de viaje por las frías estepas de su país. Pero, repentinamente, se levantó una terrible tormenta de viento y de nieve, que puso en peligro la vida de los viajeros. La gran distancia a la que se encontraban de la población más cercana los obligó a continuar aceleradamente el viaje. Poco después, uno de ellos se sintió exhausto, y le expresó a su amigo el deseo de descansar un momento en medio de la nieve.

Si se detenían, ambos corrían el riesgo de morir congelados. De modo que el menos cansado se puso firme e impidió que su compañero se detuviera en el camino. Además, le comenzó a friccionar y a mover sus miembros semiendurecidos. Como resultado, ambos entraron en calor, tanto el que recibió como el que dio los enérgicos masajes. Enseguida continuaron viaje, y así se salvaron de una muerte segura.

En el viaje de la vida, a cada paso nos encontramos con espíritus congelados por la apatía, la indiferencia, la maldad o el dolor. Parecería tratarse de personas abatidas por las tormentas del mal y la desorientación. Y, si nuestra actitud frente a estos desdichados compañeros de viaje fuera solo de contemplación, ¿podríamos soportar verlos sucumbir en medio del camino?

En todo lugar, en el hogar, en el taller, en la oficina, en el aula o quizás en la calle, la necesidad del hermano nos puede dar ocasión de brindar calor humano y ayuda fraterna; con esta ventaja: el que da también recibe. Como ocurrió con el viajero del relato, quien por haber evitado el congelamiento de su compañero lo evitó en sí mismo también.

Es sembrando en el terreno ajeno como cosechamos en el nuestro propio. Es procurando la felicidad del hermano como encontramos también la nuestra. Es compartiendo el bien con el prójimo como recibimos copiosas bendiciones del Altísimo. ¿Cree usted en esto?

Haz tú lo mismo

Nos acercábamos a la ciudad de Jericó, en el sur de Palestina, cuando el guía hizo detener el ómnibus, para señalarnos un angosto camino de tierra que atravesaba la ruta principal. “¿Qué será eso?”, nos preguntamos. Y, antes de que se escuchara nuestra pregunta, el guía nos indicó que dos mil años atrás, en ese viejo camino de tierra, había sido robado y mal herido un judío que viajaba hacia Jericó. Entonces, de inmediato recordamos el resto de la historia. Pasaron por el lugar un sacerdote y luego un levita, pero ambos se limitaron a mirar al infortunado, se compadecieron de él y siguieron su camino sin brindar ayuda.

Finalmente pasó por allí mismo un samaritano, un enemigo acérrimo de los judíos. Y cuando este vio al hombre agonizante, se olvidó de su enemistad y de los odios nacionales. Lo único que vio fue un hombre urgentemente necesitado de ayuda. Y, sin vacilar, lo socorrió con amor fraternal. Le vendó las heridas y, colocándolo sobre su cabalgadura, lo llevó a un mesón, cuidó de él y pagó todos los gastos.

Esta simple historia narrada por Jesucristo es conocida como la historia del “buen samaritano”. Y el Maestro terminó su relato diciendo: “Vé, y haz tú lo mismo” (S. Lu­cas 10:37).

Mientras el guía nos mostraba aquel sitio histórico, íntimamente pensé: los siglos han pasado, y todavía seguimos viendo a seres que buscan con ansiedad una mano samaritana, impregnada de amor. Esa mano puede ser la suya o la mía. ¡Hay tantas necesidades a nuestro lado! Claro, tenemos nuestras “razones”. Que la gente es mal agradecida. Que es mejor no complicarse la vida. Que antes de pensar en los demás tenemos que pensar en nosotros mismos. En resumen, la actitud fácil y egoísta del que se lava las manos, y dice: “No te metas”.

Este es el mundo en el cual nos ha tocado vivir. Cargado de corazones fríos e indiferentes hacia la necesidad del hermano. Hombres y mujeres que, incluso, se llaman “cristianos” pero que, cuando deben mostrarse como tales en favor del alma afligida, inventan mil excusas o se hacen aun lado para no ver al necesitado.

Si usted y yo hubiéramos pasado junto al hombre robado y herido, ¿habríamos actuado como el buen samaritano? ¿Somos hoy capaces de socorrer al extraño que llora en la vía pública, al accidentado en la ruta, o al desdichado que no tiene qué comer?

¿Qué clase de amor fraternal practicamos con el menos favorecido? ¿No valdría la pena analizar un poco la clase de corazón que tenemos hacia nuestro prójimo? Decía el poeta:

¿Sabes tú lo que vale para un ser ya vencido

en la lucha de la vida un socorro tener?

¿Sabes tú cuánto alivio y consuelo se siente

cuando a tiempo una mano se nos llega a tender?

Ten en cuenta que nadie en el mundo está exento

de dolores y penas y de dar un traspié;

y que al más saludable, más fuerte y más rico

bien le viene en la prueba un alivio tener.

Las mejores piedras

Un hombre contemplaba con verdadero deleite la famosa colección de piedras preciosas que tenía un amigo. El brillo, las formas y los colores de esos tesoros lo habían dejado deslumbrado, cuando el dueño de la colección le dijo: “Ven ahora por aquí, te mostraré las dos piedras mejores que tengo en mi casa”.

Y, a continuación, le mostró dos grandes piedras para moler trigo. El amigo visitante quedó confundido en un principio, pero enseguida entendió. Las otras piedras, aunque preciosas, eran simplemente parte de una colección, pero no prestaban utilidad alguna. En cambio, esas dos piedras rústicas, sin brillo ni color atrayente, prestaban un servicio práctico y útil a su dueño: le proporcionaban el pan de cada día.

¿No es esta una lección válida para todos los tiempos y todas las personas? Vale más el que más sirve, y no el que más impresiona o el que tiene la habilidad de hacerse servir. Por eso, descuellan tanto las palabras milenarias de Jesús, quien dijo que no había venido “para ser servido, sino para servir” (S. Mateo 20:28).

Y esto lo dijo para condenar la actitud ambiciosa de sus discípulos, cuando estos expresaron su deseo de poseer un puesto de preeminencia en el reino terrenal que creían que su Maestro iba a establecer. Por eso, también les dijo: “El que quiera hacerse grande entre vosotros, será vuestro servidor; y el que quiera ser el primero entre vosotros, será vuestro siervo” (vers. 26, 27). ¡Qué reto y qué lección encierran estas palabras! Pero, a la vez, ¡qué ejemplo admirable contiene la vida de quien las pronunció!

Cuán a menudo se busca la mayor recompensa con el mínimo de servicio, o el puesto más elevado para trabajar menos. Pero, la enseñanza del gran Maestro señala que el más apto y el más grande a la vista de Dios es aquel que posee mayor capacidad y disposición para brindarse en bien de los demás.

Esta es la manera en que se comporta la propia naturaleza. Como dijera Gabriela Mistral: “Sirve la nube, sirve el viento, sirve el surco”. Y añade: “El servir no es faena solo de seres inferiores. Dios, que da el fruto y la luz, sirve... Y tiene sus ojos fijos en nuestras manos, y nos pregunta cada día: ¿Serviste hoy? ¿A quién? ¿Al árbol, a tu amigo o a tu madre?”

Cuando decimos que tal o cual cosa “no sirve”, es porque está de más y la tiramos a la basura. Algo parecido ocurre con nosotros. Si no servimos como Dios desea, ¿de cuánto valemos, o qué finalidad tiene nuestra vida? Alguien dijo: “Quien no vive para servir no sirve para vivir.

Servir

Solo tengo una vida,

una vida, no más.

¿En qué habré de emplearla?

¿En odiar o en amar?

¿Odio? Ya hay bastante en el mundo,

bastante rencor.

¿Por qué he de aumentarlos,

si lo que hace falta es amor, mucho amor?

Si alguno me ofende,

si alguno procura mi mal,

hay un daño al menos que no ha de causarme

y es hacerme odiar.

Si pienso tan sólo en el bien de los otros y me olvido de mí,

no hay ninguna ofensa que me pueda herir.

La vida es tan breve y hay tanto de bueno que hacer que no tengo tiempo para aborrecer.

La vida es tan corta, y tanto hay que servir y ayudar

que no tengo tiempo sino para amar.

Ya no quiero riquezas, ni gloria, ni fama, ni poder para mí:

solo quiero el gozo de amar, y ayudar y servir.

–Gonzalo Báez Camargo

Receta médica

Al renombrado psiquiatra Karl Menninger le preguntaron cierta vez qué debe hacer una persona que se da cuenta de que está a punto de sufrir un colapso nervioso. Por extraña que parezca su respuesta, él no dijo que era necesario consultar a un psiquiatra, sino que aconsejó: “Debe cerrar su casa con llave, ir en busca de alguien que se encuentre necesitado y hacer algo por él”.

De esta manera, mediante una terapia tan sencilla, el experimentado alienista ofrecía un remedio eficaz para la mente enferma. Indicaba así que la vida que se da, la que renuncia al interés egoísta, es la que puede gozar de mejor salud emocional. Si el mundo pudiese despertar a esta gran realidad, cuán rápidamente se reduciría el número de enfermos mentales y espirituales, sin necesidad de tantos somníferos o drogas para llevar reposo al alma atribulada.

Dice un lema cuáquero: “Pasaré por este mundo una sola vez. Si hay una palabra bondadosa que yo pueda pronunciar, si hay alguna buena acción que yo pueda realizar, diga yo esa palabra ahora, haga yo esa acción, pues no pasaré más por aquí”. Somos tan solo pasajeros de tránsito en este mundo. Por lo tanto, ¿no hemos de aprovechar toda ocasión para hacer el bien? Hay oportunidades en la vida que no se repiten jamás. Además, quien cultiva la bondad práctica tonifica su organismo, suaviza su humor, y favorece su salud mental y espiritual.

Hoy, cuando la ciencia médica enaltece así el valor del amor fraterno, cuánto más fácil es comprender las palabras de Jesús: “Más bienaventurado es dar que recibir” (Hechos 20:35). “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (S. Mateo 22:39). O aquellas otras palabras de San Juan, que dicen: “El que no ama a su hermano a su prójimo permanece en muerte” (1 S. Juan 3:14).

Si deseamos gozar de una buena salud emocional, si anhelamos tener satisfacciones profundas en nuestro trato con los demás, ¿no hemos de cultivar el amor servicial y desprendido, bebiendo cada día de la Fuente suprema del amor?

Tres niveles

Según la actitud que tengamos hacia el prójimo, podemos vivir en tres niveles diferentes. Señalemos primeramente el nivel malvado, que consiste en devolver mal por bien. Esta es la modalidad del mezquino y desagradecido, que no es capaz de mostrarse bueno ni aun con aquellos que le brindan afecto y amistad. Es el alma que siempre está pensando cómo obtener ventaja de los demás y cómo triunfar, aunque sea en perjuicio ajeno.

En segundo lugar, existe el nivel que podríamos llamar humano. ¿En qué consiste esta forma de vida? En devolver mal por mal, o bien por bien. Es decir, obrar con el prójimo del mismo modo en que él procede con nosotros. “Alguien es bueno conmigo; yo soy bueno con él. Pero que no se le ocurra hacerme algún mal, porque le devolveré de la misma manera”.

Aparentemente, esta es una forma justa de obrar. Sin embargo, considerada a la luz de la enseñanza de Cristo, es una actitud errada y egoísta hacia nuestro hermano. Es como decirle: “Yo estaré dispuesto a darte solamente lo bueno que tú me des, ni más ni menos. Pero, si me hieres, lo mismo recibirás de mi mano”. ¿No es ésta la filosofía de vida más común y corriente?

Al respecto, Jesús dijo: “Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? Y si hacéis bien a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? Porque también los pecadores hacen lo mismo” (S. Lucas 6:32, 33). En esta forma de proceder no hay mayor virtud.

El verdadero valor radica en el tercer nivel, que podríamos llamar divino, o cristiano, porque nos mueve a devolver bien por mal. Esta es la modalidad del espíritu generoso, capaz de amar a quien incluso no lo merece. Tal es la enseñanza de Cristo, cuando dijo: “Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os aborrecen; bendecid a los que os maldicen” (vers. 27, 28).

¿Estamos viviendo en este elevado nivel de conducta? ¿Cultivamos el amor fraterno aun hacia nuestros enemigos? ¿Tenemos suficiente amor como para perdonar a quienes nos ofenden? ¿Cómo somos en este terreno?

Siempre conviene amar. “El amor nunca se pierde. Si no es correspondido, fluirá hacia atrás y purificará el corazón” (W. Irving).

“A menudo nos dejamos perturbar por pequeñeces que deberíamos despreciar y olvidar. Quizá se muestre ingrato un hombre a quien favorecimos, tal vez se exprese mal de nosotros una mujer en cuya amistad confiábamos, o nos rehúsen una recompensa de la cual nos creíamos merecedores. Estos desengaños, por herirnos en lo más profundo, nos privan del sueño y ponen trabas a nuestra labor. Pero ¿no es absurdo que sea así?

“Por unas pocas docenas de años que vamos a vivir, ¿podríamos malgastar horas valiosas recordando contrariedades que en breve nadie recordará, ni siquiera nosotros mismos? No, no hagamos tal. Consagremos la vida a acciones y sentimientos que valgan la pena, a pensamientos superiores, a afectos sólidos y a empresas duraderas. La vida es muy corta para hacerla pequeña” (André Maurois).

Dar

Todo hombre que te busca va a pedirte algo.

El rico aburrido, la amenidad de tu conversación;

el pobre, el dinero;

el triste, un consuelo;

el débil, un estímulo;

el que lucha, una ayuda moral.

Todo hombre que te busca

de seguro va a pedirte algo.

Y tú ¡osas impacientarte!

Y tú ¡osas pensar: “ Qué fastidio”!

¡Infeliz!

¡La ley escondida que reparte misteriosamente las excelencias

se ha dignado otorgarte

el privilegio de los privilegios,

el bien de los bienes,

la prerrogativa de las prerrogativas:

¡Dar!

¡Tú puedes dar!

¡En cuantas horas tiene el día, tú das,

aunque sea una sonrisa,

aunque sea un apretón de manos,

aunque sea una palabra de aliento!

Deberías caer de rodillas ante el Padre y decirle:

“¡Gracias, porque puedo dar, Padre mío!

Nunca más pasará por mi semblante

la sombra de una impaciencia”.

“¡En verdad os digo que más vale dar que recibir!”

–Amado Nervo

Capítulo 2


El amor en el hogar

El amor construye la felicidad del hogar, y asegura la buena formación de los hijos. La comunicación afectuosa entre los esposos fortalece el matrimonio y acrecienta el bienestar de toda la familia.

Este segundo capítulo está dedicado a la convivencia afectiva de la familia. Sin embargo, de manera especial se concentra en la sociedad matrimonial, establecida y sostenida sobre la base del amor. He aquí el ejemplo de una familia impregnada de amor.

En una aldea remota de la India, donde casi no se conocen las frutas, un niño le hizo cierto trabajo a una señora, y esta en retribución le obsequió un hermoso racimo de uvas. El chico acarició entre sus manos el racimo. En esa tarde calurosa, cuán bien le venían esas uvas.

Pero el niño pensó: “Mi papá está trabajando en el campo, y estará cansado y sediento. Le voy a llevar las uvas a él”. El padre las recibió con mucha alegría, pero pensó: “Las guardaré para mi hija, para cuando me traiga la merienda. Ella está un poco inapetente, y quizá las coma con agrado”.

Cuando la chica recibió el racimo de manos de su padre, dio un grito de felicidad. Pero, de regreso a su casa, durante el trayecto se dijo para sí: “Guardaré estas uvas para mamá, porque la pobre está tan cansada, y tan pocas veces podemos comer fruta...”

Aquella noche, cuando la humilde familia terminó de cenar, la madre anunció: “¡Tengo una sorpresa de postre!” Y, al instante, colocó sobre la mesa aquel hermoso racimo de uvas que ninguno había comido durante el día.

¿Qué fue lo que indujo a cada miembro de esa familia a no comer el codiciado racimo, sino el amor del uno para con el otro?

¿En qué otro sitio mejor que en el hogar podría y debería expresarse el amor? En el mundo exterior podrá haber violencia, egoísmo y frialdad. Pero, en el refugio cálido del hogar no debería faltar el afecto leal y profundo. Sin embargo, lamentablemente, cuán a menudo los hogares carecen del ingrediente primordial del amor. Y las consecuencias no se hacen esperar. Mientras que el amor construye el hogar y la vida de sus moradores, el desamor divide y desintegra a la familia.

Todos estamos de acuerdo en que hace falta más amor en la Tierra. Pero ¿recordamos siempre que solo cuando tengamos más amor en nuestros hogares lo tendremos también en el mundo? Considere con corazón abierto las reflexiones del presente capítulo, y vea cómo acrecentar el amor en el seno de su familia.