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2 COORDENADAS SOCIOHISTÓRICAS DE LA POLÍTICA CULTURAL EN EL PAÍS VALENCIANO

1.EL ANÁLISIS DE LA INSTITUCIONALIZACIÓN DE LA POLÍTICA CULTURAL

En un sentido amplio se podría definir la política cultural como:

toda aquella acción de agentes públicos o privados que tuviera incidencia sobre el universo de significados compartidos por los habitantes de un determinado espacio geográfico y aquí cabría incorporar no sólo a la política cultural en sentido estricto, sino también a la política educativa que conforma los relatos sobre la historia, el sentido y los atributos de una comunidad, la política lingüística en aquellas comunidades con más de una lengua, la política de información y comunicación que tiene que ver con los mecanismos de transmisión de los relatos y finalmente todo otro conjunto de políticas sectoriales como son la política turística, las políticas industriales orientadas a los sectores culturales (industria editorial, audiovisual y fonográfica) o las nuevas políticas de la sociedad de la información relacionadas con la gestión de las tecnologías de la comunicación y la información así como las políticas sobre gestión de la propiedad intelectual (Rausell et al., 2007: 49).

En un contexto en el que se produce la progresiva incorporación de la «cuestión cultural» a la agenda política, lo que significa que la cultura puede ser vista como una estrategia adecuada para promover el desarrollo de una comunidad, la política cultural deja de ser entendida como una simple intervención ornamental de la acción gubernamental o como respuesta para satisfacer requerimientos específicos de determinados grupos de creadores o demandantes de cultura, para convertirse en un elemento sustancial de la política pública. Ello implica la demanda de una planificación conjunta en diversos elementos de intervención, reconociéndose, en consecuencia, la multiplicidad de agentes implicados y la necesidad de unos procesos participados y transparentes, así como la coordinación de diversos gobiernos locales que comparten un mismo territorio. Concretamente, entre los objetivos últimos de la política cultural se destacan el fomento de la diversidad, el incremento de los bienes y servicios culturales, el fomento de la creación y la innovación creativa y la democratización del acceso a través de la ampliación de audiencia y participación. A estas cuestiones se uniría el reconocimiento de los bienes culturales y de la política cultural para promover riqueza y ocupación, generando a su vez mecanismos de evaluación del impacto cultural para considerar los cambios significativos que se produzcan en los territorios. Especialmente cuando, como hoy en día, la política cultural debe ser enmarcada dentro de un proceso globalizador que intensifica la desterritorialización cultural (Ortiz, 1997; García Canclini, 1999; Tomlinson, 2001), entendida como la influencia e impacto de los grandes flujos culturales transnacionales en los territorios e identidades históricamente conformados (Hernàndez, 2013).

El ámbito de la política cultural, surgido en el contexto del desarrollo maduro del Estado del Bienestar, no se remonta apenas más allá de los años sesenta. Desde su institucionalización, sin embargo, esta política pública ha experimentado en todas partes un proceso de rápida expansión: ha incrementado extraordinariamente sus presupuestos, se ha potenciado a todos los niveles territoriales, configurándose como un complejo sistema multinivel, y ha ampliado más y más sus ámbitos de intervención (de la cultura clásica a la cultura popular y a la industria cultural) y así como sus objetivos (desde la conservación y la difusión al fomento de la diversidad y a la regeneración o la promoción territorial). A lo largo de todo este proceso, la política cultural ha ido desplazando su centro de gravedad de la esfera nacional a la esfera local y regional. En este contexto, en el que su importancia se acrecienta especialmente, la política cultural adquiere al mismo tiempo una máxima complejidad, pues implica a los más diversos actores y opera conforme a las más diversas lógicas de acción. Surge en este caso una problemática de gobernanza cultural que se desarrolla en las coordenadas históricas de la modernidad avanzada.

Este patrón de desarrollo de la política cultural, que comporta su progresiva institucionalización, es común a todos los países occidentales desarrollados. En España, aunque con veinte años de retraso, el proceso ha seguido también la misma pauta. Lo ha hecho, eso sí, a un ritmo más acelerado que en otros países, debido al déficit del que se partía, y con una intensidad que puede calificarse de muy notable, lo que hay que achacar a la vocación culturalista del nuevo orden democrático. La nota más característica del desarrollo de la política cultural en España, no obstante, ha sido su gran diversidad, que remite a la nueva organización autonómica del Estado y a la pluralidad de desarrollos institucionales –incluso concurrentes– que ésta ha posibilitado en el ámbito cultural. Porque ocurre que el sistema de la política cultural en España tiene en el nivel autonómico su instancia de estructuración predominante, si bien los espacios de la política cultural autonómica se han configurado de manera muy dispar según los diferentes contextos y circunstancias. A resultas de todo ello, el sistema global de la política cultural en España se caracteriza por su especial complejidad y la descentralización administrativa, que ha posibilitado crecientes transferencias de competencias en materia cultural hacia las comunidades autónomas (desarrollo cultural autonómico), así como hacia las corporaciones de signo provincial y local (desarrollo cultural urbano). En todo caso, la institucionalización de la política cultural es un hecho, así como la proliferación de instancias, organismos e instituciones autodefinidas como específicamente culturales, que abarcan las más diversas vertientes de lo cultural (artes plásticas, artes escénicas, bibliotecas, archivos, patrimonio cultural, etc.). Dicha institucionalización ha implicado dotaciones presupuestarias más o menos estables, el desarrollo de plantillas laborales específicas y la puesta en marcha de organigramas culturales en cada uno de los niveles de la administración pública cultural. En relación con ello, la sociedad civil y las industrias culturales ha desarrollado estrategias para relacionarse con las instituciones públicas culturales, configurándose, así, un complejo campo que encuentra su acomodo en la denominada sociedad de la información, del conocimiento y de la creatividad (Castells, 1999).

En el contexto de la transición a la democracia en España hay que añadir otro rasgo que habría caracterizado la política cultural española, y que podemos caracterizar como la instrumentalización política de la cultura como elemento de control por parte de los partidos políticos encargados de gestionar los diversos gobiernos de la etapa democrática. Al respecto Guillem Martínez (2012) habla de la CT o «Cultura de la Transición» para referirse a los límites de la cultura española, unos límites estrechos, «en los que solo es posible escribir determinadas novelas, discursos, artículos, canciones, programas, películas, declaraciones, sin salirse de la página, o para ser interpretado con un borrón» (Martínez, 2012: 14). Según este autor, en un proceso de democratización inestable, en el que al parecer «primó como valor la estabilidad por encima de la democratización, las izquierdas aportaron su cuota de estabilidad, la desactivación de la cultura» (Martínez, 2012: 15). De este modo la cultura es puesta al servicio de la estabilidad política y la cohesión social, trabajando para el Estado. Se trataría de una «cultura vertical», desproblematizada y domesticada, plenamente funcional con la gestión de los grandes partidos en el poder durante los últimos treinta y cinco años, y con la cual se habría alineado masivamente la mayor parte de la clase intelectual y cultural de España. Ello habría producido un ambiente «culturalmente correcto», conciliador y ecuménico, bien lejos de toda actitud abiertamente crítica que potenciara el consenso y no el enfrentamiento (Echevarría, 2012). Un consenso que acabaría imponiendo los límites de lo posible, de manera que «la democracia-mercado es el único marco admisible de convivencia y organización de lo común, punto y final». De este modo se habría acabado consolidando una cultura consensual, desproblematizadora y despolitizadora, de modo que esta CT habría conseguido el monopolio «de las palabras, de los temas y de la memoria» (Fernández-Savater, 2012).

A todo ello debemos añadir la tendencia del clientelismo político, muy visible en el conjunto de la administración pública española, y muy especialmente en la cultural, consistente en el ejercicio del libre albedrío político para colocar en puestos clave a conocidos, amigos o individuos no necesariamente preparados para el cargo, promoviéndose así la docilidad política y la ausencia de críticas. Una administración clientelar que promovería la incompetencia, facilitaría la corrupción y fomentaría la mediocridad, el servilismo y la búsqueda constante del favor político, de modo que la política cultural quedaría sujeta a los vaivenes de las oscilaciones electorales, al cortoplacismo y al revanchismo de los diversos gobiernos, muy proclives a intentar borrar las huellas de la política cultural de un gobierno previo de distinto color político (Muñoz Molina, 2013).

Pero, a pesar de las peculiaridades políticas acabadas de enunciar y del importante relieve y la particular complejidad que tiene la política cultural en España, su estudio académico ha sido bastante escaso, por lo que su reconocimiento resulta muy incipiente. Esto contrasta con la madurez alcanzada por la investigación sobre la política cultural realizada en otros países. Tanto en los Estados Unidos como en Francia, Inglaterra, Alemania y otros países europeos, además de Australia, hace ya varias décadas que se han ido acumulando y refinando las perspectivas de análisis sobre la política cultural. Por ello seguidamente nos ocuparemos de realizar una revisión detallada de la investigación académica sobre las políticas culturales.

1.1La investigación sobre la política cultural

Como destaca Rodríguez Morató (2012), se ha intentado llevar a cabo una sistematización de los rasgos más característicos de los enfoques que las diversas disciplinas aplican al estudio de la política cultural. A este respecto destaca la aportación de Gray (2010), que se ha centrado en los cuatro enfoques que cabe considerar más importantes en este terreno: la economía, los estudios culturales, la ciencia política y la sociología.

Desde la economía se ha puesto el énfasis en la política económica, intentado identificar los efectos económicos de intervenciones concretas (estudios de impacto) y la importancia económica de los diferentes sectores culturales. Desde el ámbito de los estudios culturales se ha insistido en la noción de gubernamentalidad, que designaría una racionalidad específicamente moderna de control de la población por parte del Estado y de formación y gobierno cultural de los sujetos, desplegada a través de una diversidad de tecnologías y programas y orientada a objetivos diversos y cambiantes. En tercer lugar, y desde la politología, se ha desarrollado un análisis que, al igual que el de los economistas, suele situarse en las cercanías de la perspectiva administrativa, buscando servir de base de información para la definición de la acción cultural pública.

Por último, y en relación con la sociología, Gray (2010) afirma que sus enfoques sobre la política cultural tienden a estar relativamente subdesarrollados. A pesar de ser un juicio básicamente inexacto, pues su apreciación se funda en realidad en una completa ignorancia respecto al trabajo realizado fuera del área anglosajona, que ha sido precisamente el más importante (Rodríguez Morató, 2012), el diagnóstico de Gray registra de todos modos un hecho indudable: la relativa invisibilidad de la perspectiva sociológica en los más influyentes foros interdisciplinares en los que actualmente se desarrolla la investigación sobre política cultural. Y es que, efectivamente, la perspectiva sociológica está débilmente dibujada en ellos.

Desde la sociología de la cultura y de las artes, cuestiones como la definición pública de un marco regulativo para el desarrollo de la actividad artística (Becker, 1982) y la propia intervención cultural pública en el terreno artístico (Moulin, 1992; Menger, 1983 y 1987) han sido recurrentemente analizadas y teorizadas. En los trabajos específicamente focalizados sobre el tema de Zolberg (1983, 2000 y 2003), esta perspectiva se ha ido ampliando y profundizando hasta considerar la lógica general de los sistemas de apoyo a las artes y su relación con la esfera pública y con la configuración cultural de la sociedad.

Desde la sociología y la ciencia política han ido desarrollándose otras múltiples perspectivas dentro de diferentes tradiciones. En Francia, arrancando del paradigma de análisis desarrollado por Michel Crozier en el Centre de Sociologie des Organisations (Crozier y Friedberg, 1977), se han analizado los sistemas de acción que se configuran alrededor de la política cultural en sus diversos niveles (Friedberg y Urfalino, 1984 y 1986). Allí se ha cultivado asimismo con virtuosismo el análisis sociohistórico de la administración cultural (Urfalino, 1996). Y se ha prestado también atención al análisis de la articulación multinivel del sistema de la política cultural (Pongy y Saez, 1994; Negrier, 2002). Por el contrario, en los Estados Unidos, donde el policy analysis de las políticas culturales tiene ya muchos años de existencia (Netzer, 1978), se ha avanzado especialmente en la comparación de modelos de política cultural (Cummings y Katz, 1987; Chartrand y McCaughey, 1989; Mulcahy, 2000). Una profundización especialmente fructífera ha sido la de Zimmer y Toepler (1996 y 1998), inspirada en el estudio de Esping Andersen (1993) sobre los tres mundos del Estado del Bienestar.

El paralelo desplazamiento del centro de atención de la política cultural hacia la esfera regional y local incrementa además el número y la diversidad de las tradiciones de investigación que son relevantes para su estudio, pues ahora también desde la antropología y la sociología urbanas (Hannerz, 1992; Zukin, 1995), la sociología del ocio (Bianchini, 1993; Evans, 2001) o la sociología de la comunidad (Karp, 1992), se contribuye de forma crucial al análisis de temas candentes de política cultural, como el de la regeneración urbana de carácter cultural, el de los clústeres culturales o el de la gobernanza cultural.

Pero, a pesar de su falta de nitidez, observamos que el aporte sociológico en este campo es importante. La posibilidad, y aun la conveniencia, de definir de forma explícita un enfoque sociológico de la política cultural resulta, pues, muy evidente. No obstante, la sociología es muy diversa y no se pueden deducir fácilmente unos planteamientos unívocos de la pluralidad de autores y trabajos sobre política cultural que tienen este origen disciplinar. Frente a esta dificultad Rodríguez Morató (2012) ha identificado los principios que pueden parecer más convenientes para el desarrollo de una perspectiva sociológica sobre la política cultural. Tres son los principios que parecen más esenciales para llevar a cabo este análisis, y que nosotros hemos adoptado como referencia para nuestro trabajo:1

1. El objeto de estudio debe encuadrarse en los contextos institucionales que lo constituyen, que son fundamentalmente dos: la cultura y el Estado.

2. Los contextos institucionales analizados deben ser considerados desde un punto de vista sociohistórico y procesual.

3. El horizonte de análisis de las políticas culturales debe situarse en las relaciones sociales que las constituyen y que conforman sistemas de acción concretos, abiertos y dinámicos.

En cuanto al primero de estos principios, la visión propuesta por Rodríguez Morató (2012) se compone a partir de una determinada idea sobre sus contextos constitutivos –la cultura y el Estado– y sobre su interrelación. En su desarrollo de la política cultural, pues, el Estado se convierte en una arena de disputa, en la que se juegan intereses del propio Estado, particularmente los de su afirmación territorial y otros múltiples intereses sociales alrededor del mundo de la cultura. La dialéctica entre ellos forma parte esencial del objeto de estudio, que no obstante se centra en la organización misma de la administración cultural, en tanto que instancia autónoma de poder.

El segundo principio enunciado concierne a la necesidad de atender a la construcción sociohistórica del objeto de estudio como fundamento estructural para su análisis. A este respecto, el planteamiento propuesto se asienta sobre toda una serie de constataciones estructurales a tener en cuenta. En primer lugar, en el proceso de la modernidad occidental, el desarrollo de una primera política cultural implícita, de carácter constitutivo, resulta del avance de la cultura moderna autónoma y del desarrollo del Estado liberal. En segundo lugar, la categoría de la política cultural cristaliza en los años sesenta del siglo XX, en el marco del Estado del Bienestar, como una política predominantemente redistributiva. Lo hace a partir de asumir tres elementos estructurales que se habían ido sedimentado históricamente de forma sucesiva. Por un lado, el Estado asume el valor intrínseco e independiente de la cultura autónoma moderna. Por otro lado, asume también la importancia de la cultura artística y el patrimonio como referente simbólico de la legitimidad del poder político. Y finalmente asume como misión la redistribución del capital cultural. La cristalización de la categoría de la política cultural constituyó un avance decisivo en el proceso racionalizador de la esfera cultural por parte del Estado, pues significó en su momento la unificación de toda una serie de ámbitos dispersos en un mismo marco de intervención y el proyecto, a partir de ahí, de su sistematización racional. Su institucionalización, sin embargo, se produjo a través de instancias y fórmulas de intervención diversas, que fueron desde los sistemas centralizados a los descentralizados, desde la administración directa a la indirecta y desde el predominio del fomento al de la regulación.

En tercer lugar, el desarrollo de la política cultural tras su institucionalización tiene que ver con la transformación del Estado y sobre todo de la cultura a partir del último tercio del siglo XX. Al mismo tiempo, se amplía enormemente, gana peso económico y centralidad social, llegando a entrelazarse de mil maneras con la dinámica socioeconómica. Por su parte, el Estado experimenta también cambios sustanciales, pues pierde soberanía y se hace más complejo e interdependiente (Held, 1997). El resultado, respecto a la política cultural, es que ésta se reestructura. En relación con las transformaciones que han tenido lugar en la cultura, surgen nuevos ámbitos de intervención (industrias culturales, moda, diseño, etc.) y nuevos objetivos de carácter extrínseco: social y económico. Se trata de un nuevo tipo de política cultural: una política de desarrollo.

Por último, el tercer principio enunciado hace referencia al horizonte de análisis que se postula como apropiado para el estudio sociológico de las políticas culturales. Según Rodríguez Morató (2012), el foco de un análisis sociológico de la política cultural debería situarse en el espacio social e institucional que la genera y apuntar, a partir de ahí, a los intereses y a las ideas que la motivan y a los efectos que produce. El espacio social e institucional de la política cultural habría de concebirse, encuadrado por las coordenadas que lo constituyen –las de la cultura y el Estado, y por lo tanto las del espacio social de la cultura y el espacio social de la política– siendo especificado como el universo compuesto por las instituciones y los actores públicos que intervienen en la regulación social de la cultura, más las instituciones y los actores privados o del Tercer Sector que ejercen algún tipo de influencia directa sobre ellos. Este espacio, en el que el poder político y la administración son siempre centrales, tiene formas y contornos maleables, en función de las transformaciones que experimentan los contextos que los configuran.

El espacio de la política cultural, por último, se concibe estructurado a partir tres coordenadas: la sectorial, la territorial y la público-privada. A lo largo de la primera de ellas, la sectorial, se sitúan los ámbitos sectoriales de política pública de los que se ocupa o puede ocuparse la política cultural (las artes, el patrimonio, la cultura popular, las industrias culturales, el deporte, la lengua, la comunicación), así como otros con los que ésta puede relacionarse (la educación, la juventud, el turismo, la inmigración, el desarrollo territorial, etc.). A este respecto, la política cultural de un poder público se caracteriza por tener una configuración sectorial particular, en la medida en que incluye unos determinados ámbitos y excluye otros, y se relaciona más o menos con los que excluye o con otros que no son de carácter propiamente cultural. Una segunda coordenada es la territorial. Ahí se sitúan los diversos niveles territoriales desde los cuales se interviene políticamente en la cultura. Estos van desde las instancias globales, como la UNESCO, y europeas, como el Consejo de Europa o la Unión Europea, hasta las estatales, regionales y locales. A lo largo de la coordenada territorial se organiza, así, esta interacción de las diversas instancias gubernamentales y administrativas que intervienen en la política cultural, dando lugar a un sistema de acción concreto (Crozier y Friedberg, 1977). Por último, la coordenada público-privada es la que va de los actores públicos (cargos públicos, técnicos y profesionales de la administración y de las instituciones culturales públicas), a los actores privados (asociaciones profesionales, creadores, gestores y empresarios culturales) y del Tercer Sector (fundaciones y asociaciones culturales). Estos actores se ven cada vez más implicados en una variedad de fórmulas de gobernanza (consejos, consorcios, patronatos, planes estratégicos, etc.), de modo que también en este caso, como en el de la coordenada territorial, la variable de la articulación resulta analíticamente crucial. Esta triple estructuración del espacio de la política cultural es el que hemos tomado como referencia, mediante la elaboración de diversos sociogramas, a la hora de analizar en detalle el espacio de la política cultural valenciana.

1.2El estudio del fenómeno en España

Por la propia naturaleza de sus objetivos y del ámbito al que se dirige, en su evolución la política cultural se caracteriza en todas partes por su creciente complejidad (Cherbo y Wyszomirski, 2000): complejidad estructural y relacional, por una parte, en cuanto que la política cultural tiende a ejercerse cada vez más a partir de un complejo sistema multinivel y desde una lógica de gobernanza más que de gobierno; y complejidad sustantiva también, por la creciente multiplicidad de objetivos que con ella pretenden alcanzarse (desde la conservación y la difusión cultural, al fomento de la diversidad y a la regeneración o la promoción territorial) (Bianchini, 1993; Corijn, 2002). Por lo que se refiere a la característica complejidad estructural y relacional de la política cultural, España constituye sin duda un caso paradigmático.

Este variado panorama de estudios, teorías y metodologías para el análisis de la política cultural en el extranjero no se ha desarrollado de igual modo en España. Aquí se pueden encontrar trabajos de índole jurídica muy relevantes (Prieto de Pedro, 1993; Fossas, 1990), pero puramente limitados a su propia disciplina. Los ha habido también de carácter económico, como las aportaciones de Rausell (1999) o Bonet (2001), que se han centrado en las dinámicas presupuestarias. También han existido trabajos más centrados en ámbitos comunicacionales e institucionales (Zallo, 1995, 1997, 2001). Con todo, no han existido trabajos con una visión más comprensiva de todos los aspectos del tema, si bien se han publicado obras divulgativas o de carácter práctico (Fernández de Prado, 1991; López de Aguileta, 2000).

Desde la sociología, sin embargo, hace tiempo que se intenta trascender este panorama tan fragmentario y poco analítico. De hecho, varios trabajos incluidos en el volumen de síntesis de Bonet y Négrier (2007) así lo demuestran. Deben mencionarse, al respecto, los trabajos pioneros de Giner (1996) sobre la política cultural en Cataluña, o las contribuciones de Bouzada en el ámbito gallego (1989) y español (1998). En 1998, Salvador Giner y Arturo Rodríguez Morató iniciaron una amplia investigación sobre La dinámica cultural barcelonesa. En ella la política cultural fue analizada en tanto que elemento estructurante –uno de los principales– de la dinámica cultural contemporánea, la cual se concibe sobre una base predominantemente urbana (Rodríguez Morató, 2001a, 2001b, 2003). En el contexto de ese trabajo surgió la idea de llevar a cabo una investigación sistemática sobre la configuración y la dinámica de la política cultural en España. El proyecto avanzó a partir de entonces en una doble dirección. Por una parte, se iniciaron una reflexión colectiva por parte de algunos de los miembros del equipo, tratando de sentar las bases para desarrollar una visión sistémica y compleja de la política cultural en España, acorde con las perspectivas teóricas y metodológicas desarrolladas internacionalmente en la materia. Esta reflexión se plasmó en una ponencia conjunta que fue presentada, en una primera versión, en el X Congreso Español de Sociología y, tras una ulterior elaboración, también en Alicante, donde se publicó (Ariño, Bouzada y Rodríguez Morató, 2005). Y por otra, se intentaron emprender también unas primeras investigaciones empíricas en ese sentido en algunas comunidades autónomas.

La cristalización principal de los intentos anteriores se produce en Cataluña, con la realización del estudio El sistema de la política cultural en Cataluña, dirigido por Rodríguez Morató (2005a). Este trabajo se profundizó y amplió todavía más con una monografía sobre la política cultural barcelonesa (Rius, 2005). Dicha contribución se complementó asimismo con la investigación focalizada sobre el barrio cultural del Raval de Barcelona (Subirats y Rius, 2005). Paralelamente apareció el estudio de Rubio (2003) sobre la historia política e institucional del Ministerio de Cultura de España. Posteriormente, un estudio piloto sobre la política cultural en España (Rodríguez Morató, 2008)2 se adentró en la comparación entre las administraciones culturales de las comunidades autónomas, elaborando un modelo metodológico para el análisis sistemático del tema, base de la ulterior investigación sobre el sistema de la política cultural española, desarrollada entre 2009 y 2011, y que tomaba como referencias a comparar los sistemas de política cultural de las comunidades autónomas de Madrid, Cataluña, Andalucía, Galicia, Aragón, País Vasco y País Valenciano. Nuestro estudio sobre la realidad de la política cultural valenciana se incardina en dicho trabajo general, de la cual se han publicado unas primeras conclusiones en un número monográfico (2012) en la Revista de Investigaciones Políticas y Sociológicas (RIPS).3

A la hora de acometer el proyecto de estudio sobre el sistema de la política cultural en España, que ha servido de marco para nuestra investigación específica sobre el País Valenciano, debe recordarse que la política cultural se inscribe de forma destacada en el proyecto modernizador del país que se pone en marcha con la llegada de la democracia (1978). Lo hace, por otra parte, sobre la base de una nueva forma política federalizante, que pretende dar respuesta a la diversidad cultural subyacente del país, caracterizado por su gran heterogeneidad interna: el Estado de las Autonomías. En un período de tiempo relativamente corto se despliega, así, de forma acelerada e intensa, todo un complejo sistema multinivel de política cultural, que incorpora una multiplicidad de desarrollos diferenciales, unos desarrollos que incluyen también, en variada medida, la dimensión relacional, de gobernanza cultural (Ariño, Bouzada y Rodríguez Morató, 2005). En ese sentido, el caso español ofrece la imagen de un verdadero laboratorio de la política cultural (Bonet y Négrier, 2007: 11).

La aplicación de una perspectiva sociológica al estudio de la política cultural, tal como acabamos de definirla, permite analizar una multiplicidad de cuestiones ligadas a la configuración, a la transformación y a la dinámica del propio espacio social e institucional de esta política (Rodríguez Morató, 2012). Ha sido de acuerdo con esta perspectiva como se ha definido el sistema de la política cultural española. En la investigación sobre el marco estatal se ha centrado la atención en el sistema político-administrativo que lo sustenta y éste se ha concebido como una encrucijada de intereses: los del Estado y la élite que lo encarna, los que emanan del sector cultural y también los de otros sectores en variable medida, lo que se corresponde con el primero de los principios enunciados para el análisis sociológico de la política cultural.

A este respecto, en el estudio estatal se ha considerado que la acción cultural pública analizada viene enmarcada por las tres coordenadas sustantivas anteriormente identificadas, con los intereses a ellas asociados: la de las políticas constitutivas, expresión preeminente de intereses estatales; la de las políticas redistributivas, más ligada a intereses del sector cultural; y la de las políticas de desarrollo, asociada usualmente a in tereses económicos.