Las fabulosas aventuras de Aurora

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Las fabulosas aventuras de Aurora
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LAS FABULOSAS

AVENTURAS DE AURORA

DOUGLAS KENNEDY • JOANN SFAR


A nuestros hijos: Max y Amelia, Tautmina y Raoul.


Esa tarde, en la calle, vi a tres acosadoras que venían hacia nosotras. Nos sonrieron. Mala señal. Cuando las acosadoras sonríen así, están diciendo: «Vamos a echarnos unas risas a vuestra costa».

«Nosotras» somos mi hermana Émilie y yo. Ella tiene catorce años, tres más que yo. Cuando reconoció a las acosadoras, se puso blanca. Están en la misma clase que ella y la tienen atemorizada.

«Eso es justo lo que quieren: que tengas miedo».

Eso se lo escribí a mi hermana hace unos meses, cuando empezó esto del acoso. Ella me dijo que tenía razón, pero que esas chicas ejercían ese poder sobre ella: la tenían atemorizada.

Por eso, cuando las vio venir hacia nosotras, me susurró: «Vamos a cambiar de acera».

—¿Adónde vais? —gritó Dorothée, la jefa.

Émilie se detuvo en seco, petrificada. La cogí de la mano para seguir andando, pero Dorothée y su pandilla nos rodearon.

—¿La bebé Émilie ha salido a pasear con la rarita de su hermana? —nos soltó.

Sus dos amigas se rieron, como cada vez que decía algo desagradable. Émilie se echó a temblar. Le apreté la mano con fuerza y miré a Dorothée a los ojos.

—¡Fijaos en esta! ¡Se habrá creído muy dura! —exclamó Dorothée.

Empecé a escribir algo.

—¿Sabes por qué no puedes hablar? —dijo Dorothée—. Porque eres cortita.

Le puse delante lo que acababa de escribir, para obligarla a que lo leyese:

—Tu madre te llamó algo feo ayer, ¿no? Siempre te está diciendo cosas horribles. Por eso te haces la chula.

Dorothée abrió los ojos como platos, como si alguien acabase de descubrir su secreto, lo cual era totalmente cierto. O eso creo.

—¿Cómo lo sabes? —me espetó con un tono de voz desagradable—. ¿Eh? ¿Cómo?

Y tecleé a toda prisa:

—Veo detrás de los ojos.



Veo detrás de los ojos de la gente. Ese es mi poder mágico. Cuando mamá finge ser feliz, veo perfectamente lo triste que está en realidad. Cuando papá me dice que es feliz en su vida con su nueva novia, veo preocupación en su mirada. Y sé que Émilie piensa que tengo la culpa de que mamá y papá ya no estén juntos, aunque nunca me lo haya dicho a la cara.

Le pregunté a mamá si era verdad que los demás tenían problemas por mi culpa.

—No dejes que nadie te diga eso, Aurora —me contestó—. Eres como tu nombre: un verdadero sol.

Aurora.

¡Esa soy yo!

Papá me contó que hace mucho tiempo, cuando la gente leía en papiro y por la noche se iluminaban con fuego, adoraban a una diosa llamada Aurora.

Gracias a su poder mágico, cada mañana salía el sol. Se encargaba de que desapareciese la oscuridad.

—Igual que tú, Aurora —me dijo papá—. Haces que desaparezca la oscuridad.

Con Josiane puedo hablar de mi magia, de cómo mi poder consigue «hacer desaparecer la oscuridad».

—Ayudar a los demás, eso sí que es mágico —me dijo.

Josiane se crio justo a dos calles de mi casa, pero su madre y su padre vienen de un país de África llamado Senegal. Josiane se ríe a carcajadas y siempre está leyendo libros, hablando de política y diciéndome que tenemos que luchar y respetar a los demás en un mundo donde todos se culpan los unos a otros de sus propias dificultades.

Josiane es muy inteligente. Y le preocupa mucho lo que considera que es el mayor problema del mundo:la injusticia. Si no somos justos, mala cosa.

—Tienes que ser justa —me repite a todas horas—. Es la mejor manera de vivir.

Josiane es mi maestra. Como tengo un poder, no voy a un colegio normal. Mi colegio está en casa, y Josiane y yo trabajamos todos los días durante varias horas. Fue Josiane quien descubrió que podía ver detrás de los ojos de la gente. Y fue ella quien me enseñó a comunicarme con los demás.



Mi magia es que no hablo como todo el mundo, así que escribo lo que quiero decir, lo que pienso. ¡Y pienso mucho!

Antes de Josiane, no tenía forma de hacer que mamá, papá, Émilie o quien fuera entendiese lo que me pasaba por dentro. Josiane me dio este maravilloso rectángulo negro con una pantalla blanca. Me dijo que era Mi Tablet, y que en Mi Tablet podría tener conversaciones como todo el mundo.

Josiane fue muy estricta conmigo para enseñarme a hablar en la tablet.

—Imagino que lo que te pido no es fácil, Aurora. Pero tienes que entender que, si soy dura contigo, es porque sé que eres genial. Mejor dicho: ¡sé que vas a ser genial!

Tardé meses y meses, pero al final conseguí hablar en la tablet. ¡Y a hablar rápido, encima!

Así es como pude revelarle a Josiane que veía detrás de los ojos de la gente. Y también detrás de los suyos.

—Dime, a ver. ¿En qué estoy pensando ahora? —me preguntó Josiane cuando le hablé de mi poder por primera vez.

Enseguida escribí mi respuesta en la tablet.

—Piensas: «Sé que Aurora es inteligente, pero ¿tan inteligente es? ¿De verdad puede adivinar lo que está pensando alguien?».

Josiane abrió los ojos como platos. Y, más aún, cuando añadí:

—Y también: «Tengo que pasar a comprar vino de camino a casa, porque hoy viene Léon».

Tenía los ojos redondos como canicas. Léon es su novio.

—Ese sí que es un poder mágico —concluyó.


En este mundo, vivo en una ciudad llamada Fontenay-sous-Bois. En la calle Maison-Rouge. Vivo en un piso que está en un edificio con forma de nevera gigante, como dice Émilie. Mamá se puso muy triste cuando se lo oyó decir; encontró este piso para nosotras cuando papá y ella decidieron dejar de vivir juntos. Tuvimos que irnos de París para vivir en Fontenay, donde mamá había conseguido un trabajo más importante, y porque allí podía tener un piso más grande.

—¡Y estamos solo a once minutos de París! —dijo mamá cuando Émilie se echó a llorar porque la obligaban a dejar su barrio y el mundo en el que había crecido—. Harás nuevos amigos, tendrás tu propia habitación —en nuestro antiguo piso, Émilie y yo compartíamos habitación— y podrás tomar el tren de cercanías hasta Châtelet cuando quieras.




—Fontenay es lo peor —contestó Émilie.

Mamá le dijo que acabaría gustándole. En realidad, pensaba:

«¡Ha sido un error instalarnos aquí!».

Unos segundos después, añadió:

—Aquí se vive mejor.

Mamá siempre pone buena cara. Es directora de una sucursal de un banco. Cuando vuelve a casa por la noche, me cuenta las cosas «increíbles» que han pasado en la oficina. Gente que quiere que le presten dinero para comprar cosas. O me habla de su ayudante, Maryse, que ha cambiado de color de pelo durante el fin de semana. O de la cajera jefe, Agnès, que va a tener un cuarto bebé... «¡y solo tiene treinta y dos años!».

—Tus historias del banco son un tostonazo —le dijo Émilie a mamá la semana pasada.

Mamá le contestó que no fuera tan desagradable. Discuten a menudo.

—Eres una adolescente insoportable —replicó mamá cuando se pelearon.

—¡Me limito a observar! —contestó Émilie.

Pero en sus ojos leí:

«Todos dicen que Aurora lo ve todo y que es supervaliente e increíble. Todo porque ahora puede hablar con su tablet. Y porque es discapacitada».

«Discapacitada». Le pregunté a Josiane qué significaba esa palabra. Me explicó que nací con algo llamado «autismo». Que eso no es algo malo. Que solo es una forma diferente de ver el mundo. Que, cuando lo tienes, eres único, porque no hay un solo tipo de autismo. Y que, aunque el mío hace que no pueda hablar como todo el mundo, ¡en realidad, me da unos superpoderes geniales! Mientras me lo decía, yo veía lo que estaba pensando:

«¡Preferiría no tener esta conversación ahora! Aunque siempre he sabido que algún día tendría que explicarle qué es el autismo, me ha pillado desprevenida».

 

Escribí en la tablet:

—Sé que te hace sentir incómoda hablar de esto, Josiane. Y que no te gusta la palabra «discapacitada».

—Pero lo que más me incomoda...

—¿Es que te haya «pillado desprevenida»?

—Nunca puedo esconderte nada. Es verdad, hubiera preferido tener esta conversación en otro momento. Y sí, odio la palabra «discapacitada». Porque da la impresión de que estás desesperada, o que necesitas ayuda constantemente.

—¡Pero yo sé que no estoy desesperada! ¡Soy Aurora y tengo un poder mágico!

—Exacto. Émilie ha elegido la palabra equivocada.

—Mi hermana siempre está enfadada.


—Tiene catorce años. A esa edad, no es raro estar enfadado con todo el mundo.

—Yo nunca me enfado. Pero, claro, yo solo tengo once años.

—No saber qué es la ira es un talento poco habitual. Sois muy pocos los que tenéis esa suerte.

—Tampoco estoy triste nunca. La gente que me rodea siempre está triste...

—Casi todo el mundo lo está casi siempre, Aurora.

—¿Cómo puedo ayudar a mamá a no estar triste nunca más?

—¿Sigue saliendo con ese hombre que trabaja en el banco?

—¿Pierre? Se queda a dormir en casa varias noches por semana. Conmigo siempre es amable, y lo he visto pensar: «Tengo mucha suerte de tener una novia como Cécile». Mientras tanto, mamá pensaba: «Pierre es amable, cariñoso, de trato fácil. Y sé que me adora. Pero también sé que con él estoy estancada».

«Estancarse». Nunca había oído esa expresión, así que cogí la tablet para buscar qué significaba, como me había aconsejado hacer Josiane cuando me encuentro con algo nuevo y desconocido. «Estancarse» significa «no avanzar». Es justo como se siente mamá desde que papá decidió irse a vivir a otra parte.


Papá es escritor. Se llama Alain. Escribe novelas policiacas, con «gente mala que hace cosas malas». Soy demasiado pequeña para leer los libros de papá. Josiane me ha dicho que son muy oscuros... y excelentes.

Papá y mamá se peleaban mucho. Porque a papá le gusta dormir hasta tarde, pasearse por casa en pijama e irse a la cafetería con el ordenador para escribir. Mamá siempre lo llamaba perezoso, y papá le contestaba que debería haberse casado con un banquero y no con un artista.

Ahora mamá está con un banquero, y papá está con Chloë, que es superlista, lleva unas gafas grandes de montura negra superchulas y se inventa programas para que los ordenadores hagan cosas interesantes. Papá dice que está trabajando en algo que podría hacerla muy famosa. Es como cuando él espera que una de sus novelas tenga muchos lectores para que puedan mudarse a un piso más grande que ese en el que viven ahora, en la calle Manin, en el distrito 19. A mí me gusta mucho su piso, aunque solo tiene dos habitaciones. Papá convirtió un hueco de la pared en una habitación para mí. Chloë la pintó de azul con estrellas por todas partes. Me explicó que lejos de aquí, en el helado Ártico, hay unas cosas que se llaman «auroras boreales».

—Son una especie de estrellas increíblemente brillantes y bonitas —dijo—. ¡No solo eres la diosa que ilumina el mundo cada mañana, sino que también eres una hermosa constelación luminosa!

Chloë tiene veintinueve años..., o sea, que es diez años más joven que papá. He visto detrás de los ojos de Chloë y sé que tiene muchas ganas de tener un bebé con papá. También he visto lo que pensaba papá:

«Si tiene un bebé, estaré totalmente atrapado».

Me encanta estar con papá. En realidad, cuando no está preocupándose por sus novelas, por el dinero o por que Chloë quiera ser madre, es superdivertido y me cuenta historias superlocas. Mi favorita es la de un hámster llamado François que vivió hace mucho tiempo, podía predecir el futuro y era el consejero principal de un famoso rey de Francia, Luis XIV. Este rey, en señal de agradecimiento al hámster, le había dado un castillo, en Versalles, con una rueda de hámster gigante dentro.



A papá le encanta que hable tan rápido con mi tablet. Me dice a todas horas que soy superinteligente. Por supuesto, nunca les he contado ni a papá ni a mamá lo de mi poder mágico. Josiane me explicó que se sentirían muy incómodos si supiesen que puedo adivinar lo que piensan.

Tampoco les he contado mi gran secreto (ni a ellos ni a nadie): no solo vivo en los pisos de mamá y papá..., también vivo en un lugar llamado Sésamo. Descubrí Sésamo un día que papá me enseñó un truco de magia: hizo desaparecer una moneda que tenía en la mano y luego me la sacó de detrás de la oreja. Me gustó tanto que le pedí que lo hiciese tres veces más. Al principio del truco, agitaba una mano por encima de la otra, que estaba cerrada con la moneda dentro, y repetía «Abracadabra» un montón de veces. Entonces abría la mano y la moneda había desaparecido. Luego extendía el brazo hacia mi oreja y decía: «¡Sésamo!», abría la mano y la moneda aparecía en la palma.


¡Papá también hace magia!

Esa noche, en mi pequeña habitación de su casa, acostada en la cama, miré las estrellas que Chloë había pintado en las paredes. Todas esas auroras pequeñitas. Me concentré en una estrella y repetí mentalmente la palabra que papá había dicho: «Sésamo».

Unos segundos después, estaba en un mundo totalmente nuevo. Al principio pensé que era muy parecido al mundo de siempre, porque estaba en la calle Théâtre, en el distrito 15. Es la calle donde vivíamos todos juntos, antes de que mamá y papá se separaran. Pero en Sésamo los colores eran mucho más brillantes, el cielo era de un azul intenso, las calles estaban muy limpias y todo el mundo sonreía. Hasta la señora Turgeon, la panadera gruñona de la esquina, me saludó con un alegre «Hola» y me preguntó por dónde iba a montar en bici ese día. Le dije que estaba esperando a mi amiga Alba.

—¡Ah, Alba y tú sois inseparables! —exclamó.

—Es verdad. Alba es mi mejor amiga.

Hablé con la señora Turgeon sin la tablet. En Sésamo hablo como todo el mundo. Alba vive en la calle de al lado. Ella también tiene once años. Hacemos todo juntas y vamos a todas partes en nuestro tándem. Nuestro lugar favorito es un parque donde los perros van a pasearse solos. A Alba y a mí nos encantan los perros, y allí los hay a montones. Muchos nos conocen. Tienen derecho a ir al parque sin sus dueños y sin correa. En Sésamo, los perros nunca se pelean. De todos modos, allí no existen los problemas. A Émilie no la tiene atemorizada ninguna acosadora. Mamá y papá son felices juntos. En el colegio, Alba y yo nos sentamos juntas, y yo siempre levanto la mano cuando la maestra, la señora Triffaux, hace una pregunta. Todos los días me repite:



—¡Tienes tanto que decir sobre todas las cosas, Aurora!

Alba conoce mi vida en el «Mundo Cruel», que es como ella lo llama. Y sabe perfectamente que allí soy la única persona feliz. Alba no tiene ningún poder, solo podría salir de Sésamo si yo le pidiera que me acompañase. En el Mundo Cruel, nadie se fijaría en ella: sería invisible, yo sería la única que la vería. Puedo entrar y salir de Sésamo cuando me da la gana. Lo único que tengo que hacer es mirar una estrella. Ahora también tengo una en la tablet: Chloë me la dibujó y luego la escaneó con mi tablet. La miro y digo: «¡Sésamo!», y de repente estoy en nuestro tándem, con Alba.

Alba y yo hemos hecho un pacto. Cuando vuelvo al Mundo Cruel, ella siempre está ahí para apoyarme, darme consejos o ayudarme a resolver los problemas de otras personas.

—En el Mundo Cruel la gente está sola, de un modo u otro —me dijo Alba—. Por eso se inventaron los amigos. No solo para divertirse con ellos, sino, sobre todo, para que uno no se sienta tan solo...



Émilie también tiene una superamiga. Se llama Lucie y va a su misma clase. Lucie es buenísima en matemáticas. Sabe hacer de cabeza sumas y restas con un montón de cifras. Además, es que le molan las mates. Sobre todo una cosa que se llama geometría, con rollos de formas, medidas, líneas y ángulos.

—Las mates son poesía pura —me dijo Lucie un día que estaba en casa con Émilie.

Había traído una mochila llena de trozos de madera pintados de bonitos colores. Los extendió en el suelo para formar un triángulo y me explicó que, en geometría, el triángulo se considera la forma más sólida porque está perfectamente equilibrado. Representa la fuerza y el no rendirse nunca.

—Yo no me rindo nunca —escribí.

Émilie puso los ojos en blanco y dijo:


—Aurora es un triángulo.

—Tú eres tan sólida como yo —contesté en la tablet.

—En matemáticas, me encantan todas las formas y todos los tamaños —dijo Lucie después de tragarse tres macarons seguidos—. Pero en la vida real, si no tienes la forma o el tamaño adecuados, todos se burlan de ti..., y yo soy un cuadrado.

Vi sus pensamientos mientras cogía otro macaron.

«No puedo soportar ni mi forma ni mi tamaño. No me soporto».

Y entonces Lucie le preguntó a Émilie si podían pedir una pizza.

Cuando mamá volvió a casa por la noche y vio las cajas de pizza y de macarons vacías —y que se habían comido todos sus macarons favoritos—, le dio dos besos a Lucie y le dijo que estaba estupenda. Émilie se sentía culpable porque sabe que mamá está preocupada por el peso de Lucie. Y también porque la madre de Lucie, Martine, una peluquera muy delgada que fuma sin parar, no para de agobiar a su hija para que coma menos. La llama «bebé gordo» y «cubo de basura ambulante».

«Mamá me va a matar», pensó Émilie.

Sin embargo, cuando Lucie se fue, mamá la felicitó por ser tan buena amiga. Le preguntó si seguían metiéndose con Lucie por su peso.



—Sí, Dorothée y las Cruelas, que es como llamo a su pandilla, siempre están burlándose de ella —contestó Émilie—. Le han puesto un apodo horrible: «la Elefanta».

—Nunca hay que ridiculizar a nadie por su aspecto —dijo mamá.

Pero vi lo que estaba pensando:

«Pobre Lucie. Le gustaría no ser como es..., pero, al mismo tiempo, comiendo como come, hace todo lo posible para seguir así. Es una pena que una chica tan encantadora tenga una imagen tan mala de sí misma».

Esa noche me fui a casa de papá. Me contó una nueva historia de François, el hámster: de cuando lo invitaron al estreno de una obra muy divertida titulada Tartufo, escrita por un famoso escritor llamado Molière. François se había pasado toda la representación en el regazo de Luis XIV y había visto al rey reírse como loco. Sin embargo, luego, una especie de consejero de Luis XIV había dicho que la obra se burlaba de la religión y le había sugerido que la prohibiese en París. Pero François convenció al rey de que la obra había que representarla, diciéndole que era necesario que hubiese escritores que mostrasen hasta qué punto la gente a veces creía en cosas absurdas y falsas. Y Luis XIV rechazó la opinión de esos hombres de Dios sin gracia alguna y dejó que el público viera la obra de Molière.

 

—Entonces, ¿la moraleja de la historia es que un escritor siempre necesita un hámster al que un rey le haga caso? —preguntó Chloë.

Papá se echó a reír, pero frunciendo los labios, como hace cuando alguien dice algo en un tono que no le parece demasiado agradable. Se puso a untar un poco de queso en un trozo de pan.

—Hay que ver cómo le gusta el queso a tu papaíto —dijo Chloë.

—A mí también me gusta el queso —escribí en la tablet—. ¡Sobre todo el azul, como a papá!

—Chloë no quiere que engorde —confesó papá con esa sonrisa graciosa que pone cuando está molesto.

Vi que ella pensaba:

«¿Por qué habré dicho esa tontería?».

Alargó la mano para coger la de papá y le susurró:

—Perdona.

Papá se inclinó hacia ella y la besó. En su cabeza, papá pensaba:

«Me asusta cuando quiere controlarlo todo».

Entonces comprendí algo sobre los adultos. Aunque no tengan mi poder mágico, pueden adivinar de un vistazo lo que alguien está pensando. Chloë supo lo que papá estaba pensando. Y por más que ella le sonriera, detrás de sus ojos vi:

«Si lo espanto, me voy a arrepentir. Puede que sea un viejo zorro, pero es un buen tipo. Y un padre estupendo».

Me apresuré a escribir algo en la tablet y se lo enseñé a papá:

—Deberías tener un bebé con Chloë.

Papá se puso blanco.



Josiane estaba intentando hacerme decir una palabra: «yo».

Sabe que no puedo formar palabras con la boca, que todavía no puedo hablar debido a mi superpoder, pero está decidida a que pueda expresarme como todo el mundo. En nuestras últimas clases se ha concentrado en una palabra: «yo».

Abrí la boca e intenté imitar lo que decía Josiane. Como siempre, no me salió nada. Lo intenté varias veces, y Josiane me animó, repitiéndome que sabía que lo conseguiría. Pero al quinto intento cogí la tablet:

—¿Por qué debo hablar como todo el mundo cuando ya lo hago tan bien con esto? Si quieres que diga «yo»...

Dicho esto, pulsé las teclas «Y» y «O» sin parar y llené la pantalla de: yoyoyoyoyoyoyoyoyoyoyoyoyoyoyoyoyoyoyoyoyoyoyoyoyoyoyo


Josiane negó con la cabeza.

—Muy graciosa, Aurora. Pero sé que, en lo más profundo de tu ser, eres capaz de pronunciar esa palabra.

Me limité a sonreír. Josiane parecía triste.

—Soy tu maestra desde hace dos años. Y el hecho de que sigas sin hablar...

La cogí suavemente del brazo y, con la otra mano, escribí en la tablet:

—No te preocupes, Josiane. Has conseguido hacerme hablar gracias a la tablet. Eso es genial. Y para mí lo cambia todo.

—Sin embargo, cuando una tiene la capacidad de hablar... —replicó.

«¡Y yo la tengo! —me moría de ganas de gritarle—. Solo que no la tengo aquí».

Cuando Josiane se fue al baño, un momento después, cambié de pantalla en la tablet para ver la preciosa estrella que Chloë me había dibujado. La miré intensamente y susurré en mi cabeza: «¡Sésamo!», y, ¡hop!, allí estaba, en mi tándem con Alba, de camino al parque de perros.

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