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La producción científica e histórica de las diferencias de sexo y género

La historiografía también ha prestado atención a las ideas y representaciones culturales de la diferencia sexual entre mujeres y hombres, que podían fomentar o desalentar la participación de aquellas en la empresa científica. A fines del siglo XIX, las ciencias naturales —edificadas alrededor de la teoría de la evolución—, la anatomía, la fisiología, la medicina y la biología jugaron un rol preponderante en el debate sobre las capacidades del cerebro y la anatomía femenina para abordar tareas intelectuales complejas. El auge de la discusión coincidió con el periodo en que el esfuerzo por preservar las profesiones científicas como clubes exclusivamente masculinos enfrentó su mayor desafío debido a la aparición de los movimientos feministas y sufragistas (Schiebinger, 2004; Watts, 2007).

Parte del debate se encendió a raíz del principio de la filosofía racionalista de que mente y cuerpo eran sustancias claramente diferenciadas, aseveración que se popularizó sintetizada en la idea de que la capacidad de razonar y discernir —lo que se llamaba “el buen sentido”— era una cualidad universal de los seres humanos dotados de alma racional. Lo que en principio parecía un logro importante para la causa de las mujeres —pues se oponía a los alegatos tradicionales que consideraban que la debilidad del cuerpo femenino se reflejaba ineludiblemente en su inferioridad mental— tuvo, sin embargo, un efecto ambiguo. Por una parte, apuntaló los argumentos de quienes defendían que ambos sexos estaban dotados del mismo potencial para estudiar y poner en práctica cualquier disciplina del conocimiento, pues la mente era independiente de la estructura biológica o corporal, dando por hecho que las diferencias anatómico-biológicas quedaban reducidas a los órganos reproductores y no afectaban otros órganos, como el cerebro, o las funciones intelectuales.

Sin embargo, la separación cuerpo versus mente, aplicada en un contexto donde estaban bien arraigadas las nociones jerárquicas y dicotómicas de los sexos, facilitó nuevos argumentos para seguir edificando esta división del trabajo intelectual. Así la razón, enseñoreada y situada en el pináculo superior del universo, sería asociada con lo masculino, la mente, lo abstracto, la cultura, lo público, la libertad y el conocimiento científico —reino de la objetividad y la imparcialidad—, mientras lo femenino se relacionaría con todo lo opuesto, es decir, la emoción, el cuerpo (el ámbito de lo material y lo sensible), lo concreto, la naturaleza, lo privado, la necesidad, los saberes tradicionales y la subjetividad, situados en el segmento inferior. Con el tiempo, esta interpretación dicotómica permeó la mayor parte de las ciencias naturales.

Así, mientras filósofos como Descartes (1596-1650), Locke (1632-1704), Poullaine de la Barre (1647-1793), Theodore von Hippel (1741-1796) o Condorcet (1743-1794) eran partidarios, unos más entusiastas que otros, de que la educación de mujeres y hombres fuera similar, sugiriendo implícitamente que las diferencias naturales entre ellos no justificaban discriminaciones sociales, autoridades como Rousseau (1712-1778) y Kant (1724-1804) sostenían justamente lo contrario: que la diferente naturaleza femenina era inadecuada para los esfuerzos intelectuales superiores. De ahí deducían que las mujeres debían limitarse a cultivar su belleza y otras cualidades que hicieran más agradable la vida de sus compañeros, como afirmaba Rousseau, filósofo francés, en su obra pedagógica El Emilio o la educación (1762, citado por Puleo, 1993, p. 73):

Dar placer [a los hombres], serles útiles, hacerse amar y honrar por ellos, criarlos de jóvenes, cuidarlos de mayores, aconsejarlos, consolarlos, hacerles agradable y dulce la vida, esos son los deberes de las mujeres en todos los tiempos, y lo que se les ha de enseñar desde la infancia. (1762, citado por Puleo, 1993, p. 73)

Numerosas autoras, como Marie de Gournay (1565-1645), Anna María Van Schurman (1607-1678), Mary Astell (1666-1731), Judith Drake (circa 1670-1723), y otras cuyas obras han sido recuperadas y revaluadas recientemente, intervinieron en esta polémica defendiendo la agudeza de la inteligencia femenina y la utilidad social derivada de que las mujeres recibieran una mejor educación (Blanco, 2005, 2010). La más conocida fue la editora y ensayista Mary Wollstonecraft (1759-1797), quien en Vindicación de los derechos de la mujer (1792) polemizó con los escritores de manuales de pedagogía más eminentes de su tiempo, cuestionando abiertamente tanto la inferioridad intelectual femenina como la idea de una naturaleza distinta, necesitada de una educación basada en principios diferentes y orientada hacia funciones específicas para evitar su “masculinización”:

En la educación de las mujeres, el cultivo del entendimiento siempre se subordina a la adquisición de ciertas dotes corporales [...] al no contar con estudios científicos serios, si tienen una sagacidad natural, se inclina demasiado pronto hacia la vida y los modales [...] afirmo con toda confianza que [a las mujeres] se las ha sacado de su esfera mediante el falso refinamiento y no por el esfuerzo de adquirir cualidades masculinas [...].

Rousseau declara que una mujer nunca debe ni por un momento sentirse independiente, que debe regirse por el miedo a ejercitar su astucia natural y hacerse una esclava coqueta para volverse un objeto de deseo más atrayente, una compañía más dulce para el hombre cuando quiera relajarse [...] con respecto al carácter femenino, la obediencia es la gran lección que debe inculcársele con rigor inflexible. ¡Qué disparate! [...] Si las mujeres son por naturaleza inferiores a los hombres, sus virtudes deben ser las mismas en cuanto a calidad, si no en cuanto a grado, o la virtud es una idea relativa; en consecuencia, su conducta debe basarse en los mismos principios y tener el mismo objetivo. (Wollstonecraft, 2000, pp. 131-133, 137)

Entre finales del siglo XIX y principios del XX, la aceptación de la teoría de la evolución ofreció a las ciencias naturales un marco explicativo adecuado para entender un mundo en cambio constante y regido por una competencia despiadada, fruto de las revoluciones industrial y burguesa que habían trastornado el orden social tradicional. Esto favoreció que las ciencias naturales se convirtieran en el paradigma de referencia para las ciencias sociales y humanas, lo cual tuvo consecuencias para las mujeres, pues el paradigma evolucionista fue divulgado de modo que reforzó con argumentos científicos la idea de que existía una notable diferencia en la naturaleza de ambos sexos.

Las ciencias naturales se dedicaron con ahínco a buscar y analizar al detalle las diferencias biológicas y psicológicas entre hombres y mujeres, estableciendo una férrea oposición dicotómica supuestamente basada en evidencia científica objetiva e irrefutable. En esta empresa, la diferencia sexual desbordó los órganos reproductivos y fue expandiéndose, conforme avanzaban las fronteras de la ciencia, del esqueleto al cráneo, de ahí al tamaño y peso del cerebro, a otros tejidos y órganos, a las hormonas y, ya en el siglo XX, a los genes y a las estructuras neuronales. La exacerbación y exaltación de las diferencias restó importancia a todos aquellos indicios que sugerían semejanza o que no encajaban adecuadamente en el paradigma sexual binario (Laqueur, 1994; Fausto-Sterling, 2006; Roughgarden, 2009, Jordan-Young, 2010, Coll-Planas, 2011). El estudio de las diferencias biológicas evolutivas proporcionó apoyo científico a los discursos sociales y políticos que justificaban las desigualdades y los sistemas de dominación, no solo respecto a las mujeres sino también en relación con otros grupos sociales, étnico-raciales y de orientación sexual considerados inferiores por ser biológicamente “pervertidos” o “menos evolucionados”.

En 1871, Darwin (1809-1882) había planteado en La descendencia humana y la selección natural su teoría de la selección sexual: la aparición del dimorfismo sexual era resultado de un proceso evolutivo incesante, e implicaba la separación progresiva de las características de mujeres y hombres siguiendo el principio de la especialización de funciones, en analogía con lo que sucedía con los organismos en general. Él y otros científicos creían que, debido a este proceso, los hombres se habían especializado en las responsabilidades productivas, creativas y evolucionadas y las mujeres en las funciones reproductivas, imitativas y conservadoras:

El niño y la niña se asemejan mucho entre sí, de la misma forma que las crías de tantos otros animales que, llegados a la edad adulta, difieren marcadamente. A la vez se parecen mucho más a la mujer adulta que al varón. Sin embargo, la mujer ha adoptado últimamente algunos rasgos distintivos y, en lo que respecta a la formación de su cráneo, ocupa un lugar intermedio entre el niño y el hombre. Del mismo modo que las crías de especies distintas aunque emparentadas no difieren entre sí tanto como con sus respectivos adultos, los niños de diferentes razas humanas observan el mismo proceso. Algunos incluso sostienen que las diferencias raciales no pueden detectarse en el cráneo infantil. [...] en la mujer las fuerzas de la intuición, la percepción rápida y puede que la imitación están más pronunciadas que en el hombre. Pero algunas por lo menos de estas facultades son características de las razas inferiores y, en este sentido, de un estadio superado e inferior de civilización. (Hamlin, 2014, citada por Dijkstra, 1994, pp. 167-172)

Derivaciones de estas ideas podían encontrarse en muchos otros textos de científicos contemporáneos, como el patólogo londinense Harry Campbel, autor de Differences in the nervous organization of man and woman: “[...] la mujer ocupa visiblemente la primera posición por lo que respecta a la imitación y a la carencia de originalidad. En efecto, es sobre todo a este respecto donde el intelecto masculino muestra su superioridad sobre el femenino” (1891, citado por Dijkstra, 1994, p. 207). Por otro lado, el alemán Paul Möbius, en su texto Sobre la debilidad fisiológica de la mujer (1898) afirmaba:

Si queremos tener mujeres que cumplan con sus responsabilidades como madres no podemos esperar que tengan un cerebro masculino. Si las capacidades femeninas pudieran desarrollarse de manera similar a las de hombre, sus órganos reproductivos se verían afectados y nos encontraríamos con una odiosa e inútil criatura híbrida. (citado por Dijkstra, 1994, p. 173)

Esta convicción llevó a Möbius a sugerir la clausura de las escuelas superiores femeninas ya que, en su opinión, no producían ningún resultado intelectual apreciable y, sin embargo, volvían a las mujeres “nerviosas y débiles”, por lo cual afirmaba que se debía proteger “a la mujer de cualquier actividad intelectual” (citado por Dijkstra, 1994, p. 173).

No solo los científicos naturales extrajeron conclusiones desorbitadas de la teoría de la evolución, también lo hicieron los pensadores que pretendían afianzar las disciplinas sociales en construcción sobre las bases del método científico de las primeras. Así, Auguste Comte, fundador de la sociología, en su obra fundamental, El sistema de la política positiva (1852), hacía eco de la dicotomía entre “el sexo activo y el sexo afectivo”, a los que consideraba complementarios (citado por Dijkstra, 1994, p. 19). Y de forma similar, el filósofo Schopenhauer en De las mujeres afirmaba que:

[Las mujeres] están preparadas para ser las enfermeras y profesoras de nuestra primera infancia por el hecho de que ellas mismas son infantiles, frívolas y seres de pocas miras; en una palabra, son niñas crecidas a lo largo de toda su vida, una especie de estado intermedio entre el niño y el hombre adulto que es hombre en el sentido estricto de la palabra. (1851, citado por Dijkstra, 1994, p. 167)

Por su parte, el sociólogo inglés Herbert Spencer (1830-1903) usó las ideas darwinianas en sus obras La estática social (1864) y La sociología descriptiva (1873) para exponer su opinión de que las diferencias mentales entre hombres y mujeres eran enormes, no insignificantes:

Que los hombres y las mujeres sean semejantes mentalmente es tan falso como que lo sean físicamente. Del mismo modo que tienen diferencias físicas que se relacionan con los respectivos papeles que desempeñan en la conservación de la raza, también tienen diferencias mentales relacionadas de forma parecida con sus funciones respectivas en la educación y protección de la descendencia. [...] Mientras que en el hombre la evolución individual continúa hasta que el esfuerzo psicológico de la autoconservación se equilibra prácticamente con lo que proporciona la nutrición, en la mujer, la paralización del desarrollo individual se produce cuando todavía existe un considerable margen de nutrición; de otra forma no podría haber descendencia [dicha paralización provoca] una disminución de las dos facultades que son los últimos productos de la evolución humana: la intelectual y la emocional, el poder del razonamiento abstracto y la más abstracta de las emociones, el sentimiento de justicia, el sentimiento que regula la conducta sin tener en cuenta los vínculos personales […]. (Spencer citado por Dijkstra, 1994, p. 169)

En el contexto de habla hispana, el médico español Gregorio Marañón (1887-1960), considerado uno de los fundadores de la endocrinología, representó en cierto modo el aval científico a esta tensión dicotómica (Glick, 2009). Sus obras dedicadas a la vida sexual, elaboradas en la década del veinte, fueron objeto de numerosas reediciones, incluso en los años setenta, y tuvieron gran resonancia tanto en el medio científico internacional como en el debate social. A través del estudio de las “secreciones gonadales” —denominación que recibían en esa época lo que hoy conocemos como “hormonas sexuales”— Marañón defendió la tesis de que la sexualización se hacía extensiva a todo el cuerpo mediante los “caracteres sexuales anatómicos”, así como al comportamiento social, mediante los “caracteres sexuales funcionales”.

Los caracteres sexuales no terminan en la diferenciación morfológica de los sexos, en su distinto aspecto exterior, sino que se extienden al terreno funcional, esto es, a las aptitudes físicas de uno y otro, y llegan a los más nobles estratos del espíritu, a la vida afectiva y a la psíquica. (Marañón, 1972, p. 289 citado por Castejón, 2013, p. 5)

De esta descripción con apariencia de neutralidad científica se extraían conclusiones como que: las mujeres estaban destinadas a la maternidad y la vida doméstica, los hombres a la lucha por dominar el medio y a relacionarse con la sociedad. Lo que permitía consumar esta diferenciación en toda su amplitud era natural y saludable, mientras que cualquier factor —sexual, educativo, económico o cultural— que propusiera avanzar en sentido contrario era indicio de regresión o involución:

Es pues indudable que la mujer debe ser madre ante todo, con olvido de todo lo demás si fuere preciso, y ello por inexcusable obligación de su sexo, como el hombre debe aplicar su energía al trabajo creador por la misma ley inexcusable de su sexualidad varonil. [...] Una buena madre, durante los años de la fecundidad que son los centrales de su vida, no podrá ser ni deberá ser otra cosa que madre [...] la maternidad es, biológicamente, el eje del concepto de la feminidad. [...] El trabajo es en cierto modo una función de orden sexual, un verdadero carácter sexual [varonil]. (Marañón, 1972, 290 citado por Castejón, 2013, p. 5)

Sin embargo, no debe caerse en simplificaciones al evaluar el impacto cultural y social de la ciencia evolucionista defensora de la divergencia sexual (Hamlin, 2014). El propio Marañón no fue considerado un misógino, por el contrario, en su tiempo fue visto como un reformista de ideas relativamente avanzadas. Proclive a instaurar la educación sexual, el divorcio, emancipar a las mujeres del matrimonio como única forma de subsistencia, mejorar la atención a la salud materna y elevar el estatus social de la función maternal, participó en los debates públicos, donde planteó que el “verdadero feminismo” no era el que arremetía contra los factores económicos y sociales de la subordinación de las mujeres, sino el que aceptaba los datos científicos que ponían en evidencia diferencias sexuales fundamentales, las cuales no obstante no justificaban dicha subordinación, sino que daban pie, más bien, a una noción de equidad complementaria. Sin embargo, la puesta en práctica de esta idea de complementariedad seguía reproduciendo relaciones sociales jerárquicas (Castejón Bolea, 2013).

Los defensores de la igualdad no se amilanaron ante las supuestas evidencias, y objetaron que si las mujeres no destacaban en el campo intelectual se debía a que a la educación que se les ofrecía no era una verdadera formación, sino una especie de adorno o signo de distinción social que tenía como objetivo principal convertirlas en compañeras agradables de sus maridos. Advirtieron que, en la condición en que se las mantenía, excluidas de derechos políticos, ajenas al peso de sus responsabilidades sociales y marginadas del ejercicio de las profesiones honorables y útiles, como las ciencias, los esfuerzos por educarlas serían vanos, como afirmaba la ensayista Harriet Taylor Mill (1807-1858) en 1851:

Los modernos métodos de educación de la mujer, considerados adelantados e instruidos [...] profesan que aspiran a una educación sólida, pero con esta expresión se refieren en realidad a una información superficial sobre materias sólidas [...] Solo pequeñas dosis de lo que se pretende enseñar a fondo a los muchachos es todo lo que se intenta o se quiere enseñar a las mujeres.[...] La mujer no descollará por sus facultades intelectuales más que excepcionalmente mientras no se le abra la posibilidad de cualquier carrera y mientras no se eduque tanto a ella como al hombre para sí mismos y para el mundo, no un sexo para el otro. (Taylor Mill, 2001, pp. 135 y 136)

Taylor Mill y muchos otros evitaban extenderse sobre el asunto de las diferencias biológicas o su supuesto impacto, y preferían criticar la teoría de las esferas separadas en el campo del debate político, sustentando el argumento liberal de que las restricciones legales que se aplicaban a las mujeres constituían una arbitrariedad y una injusticia rampante, destinadas a reducirlas a un rol doméstico subordinado que ellas probablemente rechazarían si se les diera la oportunidad de elegir:

Muchas personas piensan que han justificado suficientemente el campo de acción de la mujer cuando han dicho que las ocupaciones de las que se excluye a las mujeres son poco femeninas, y que la esfera propia de la mujer [...] es la vida privada y doméstica. Negamos el derecho a que cualquier parte de la especie decida por otra parte [...] qué es y qué no es la esfera propia de cada uno. La esfera propia es, para todos los seres humanos, la más ancha y más alta que puedan conseguir. Y lo que esto es no se puede averiguar sin una completa libertad de escoger [...] pues de lo contrario se puede suponer que el ámbito de una determinada ocupación estará más adaptado al hombre o a la mujer. Que todas las ocupaciones estén abiertas a todos sin que se favorezca ni se desaliente a nadie. Intervenir de antemano mediante una limitación arbitraria y declarar que, sea cual sea la capacidad natural, el talento [...] de un individuo de un determinado sexo o clase, esas facultades no podrán ejercitarse [...] no es solo una injusticia para el individuo y un perjuicio para la sociedad, sino que además es el modo más eficaz de procurar que, en el sexo o clase así encadenado, dejen de existir las cualidades que no se dejan ejercitar.

Decir que se debe excluir a las mujeres de la vida activa porque la maternidad las inhabilita para esta vida es lo mismo que decir que se les debe prohibir cualquier otro modo de vivir a fin de que la maternidad sea su única salida. (Taylor Mill, 2001, pp. 123-127)

Las críticas arreciaron también desde la vertiente progresista de las toldas evolucionistas, como la esgrimida por la periodista sufragista Charlotte Perkins Gilman (1860-1935), quien intentaba poner las nuevas teorías científicas al servicio de los movimientos de emancipación femeninos. Desde su punto de vista, en el caso de los seres humanos, la evolución estaba menos determinada por los factores ambientales, como sucedía con las especies inferiores, y más por el medioambiente social y las instituciones socioculturales que las personas habían creado. Perkins Gilman apuntó que los humanos eran la única especie en la que la hembra dependía completamente del macho para su subsistencia y esta relación de dependencia determinaba, de manera perversa, la selección sexual. Las condiciones sociales de la organización de la familia y el matrimonio habían especializado excesivamente a la hembra humana en su función reproductiva hasta alienarla de sus capacidades para la lucha por la subsistencia, exacerbando el dimorfismo sexual de un modo que, si las cosas no cambiaban, ponía en peligro el progreso de toda la especie:

Nuestras diferencias sexuales han sido exageradas a tal grado que han llegado a ser desventajosas para nuestro progreso como individuos y como raza. [...] Todas las diversas actividades de la producción y distribución económica, nuestras industrias, artes y oficios, nuestro desarrollo de las ciencias, los descubrimientos, el gobierno y la religión, son parte de la autoconservación y son, o deberían ser, comunes a ambos sexos. [...] Pero la diferenciación sexual de la raza humana ha devenido en tal desorden que todo el campo del progreso humano ha sido considerado una prerrogativa masculina. ¿Qué mejor prueba podría haber de la excesiva diferenciación sexual de la raza humana? El hecho de que esta diferencia deba desbordar sus límites naturales y enseñorearse de cualquier acto vital, de modo que cada paso de la criatura humana esté señalado como “masculino” o “femenino” es, seguramente, suficiente para mostrar nuestra condición hipersexualizada [traducción propia]. (Perkins Gilman, 1898)

Afortunadamente, las últimas décadas del siglo XIX fueron testigos de grandes avances para las mujeres en multitud de terrenos educativos y laborales; los cambios sociales y la presión de movimientos feministas organizados estaba haciendo posible que nuevos campos de acción se abrieran frente a ellas cada día, y la fuerza de los hechos iba echando por tierra algunas de las viejas ideas:

Y la claridad y la fuerza del cerebro de la mujer prueban continuamente la injusticia del clamoroso desprecio durante tanto tiempo vertido sobre lo que se llamaba con desdén “la mente femenina”. La mente femenina no existe, pues el cerebro no es un órgano sexual. Así como tampoco hablamos del hígado femenino [traducción propia]. (Perkins Gilman, 1898, p. 66)

Entre las activistas y pensadoras feministas no existía un consenso en torno a las diferencias biológicas, psicológicas y sociales de mujeres y hombres. A principios del siglo XX, un amplio sector del feminismo se preguntaba si la creciente incorporación de las mujeres a diferentes ámbitos de la vida social traería algún tipo de cualidad específicamente femenina, y si la hubiera, ¿este aporte innovador femenino justificaría el esfuerzo social e individual de abrir a las mujeres las ciencias y profesiones, alejándolas de sus tareas tradicionales? En gran parte, el eje del debate giraba en torno a si valdría la pena o sería útil y no acerca de si sería justo fomentar la incorporación completa de las mujeres a la esfera pública.

A principios del siglo XX, en su ensayo La participación de la mujer en la ciencia (1904), la abogada de la causa feminista Marianne Weber (1880-1954) reconocía que las mujeres habían logrado mostrar su idoneidad para las ciencias y profesiones liberales cuando recientemente se les había dado la oportunidad, pero se preguntaba si serían capaces de “contribuir a expandir la cultura científica y el caudal de las nociones científicas haciendo algún aporte específico e irreemplazable”, alcanzando el nivel de “genios creadores intelectuales”, pues hasta entonces “se repite lo mismo: cuando se trata de la actividad creativa, el éxito [de las mujeres] es limitado” (Weber, 1997, pp. 72, 78).

Convencida de que el intelecto creador femenino no alcanzaría “los mismos niveles de eminencia que se hallan entre los pensadores masculinos”, la autora creía que las científicas y académicas podrían dedicarse más bien a la divulgación y a reducir la brecha entre ciencia y sociedad: “llevar, envuelto en un velo, el fuego encendido por el genio creativo, desde esas solitarias alturas hasta el bajo valle de la vida” (Weber, 1997, p. 87).

Weber consideraba que “gracias a sus cualidades espirituales particulares, como esa capacidad suya de ponerse en el lugar de los otros” y a que “su interés y su entendimiento se dirigen con mayor inmediatez hacia la comprensión de lo personal y lo humano antes que a la de los objetos”, ellas podrían prestar un servicio significativo al avance de las ciencias históricas y de la cultura. Esto debido a que, en contraste con las ciencias naturales, las ciencias de la cultura no estarían limitadas por el criterio de objetividad ni se bastarían con la simple descripción de los hechos, sino que su valor se encontraría en la exploración de nuevos “puntos de vista particulares [...] que permite observar lo conocido bajo una luz diferente y revelar cómo ciertos asuntos que, hasta ese momento, pasaban desapercibidos, revisten una gran importancia cultural” (Weber, 1997, p. 83).

Las ideas de Weber han sido ampliamente compartidas por científicos, sociólogos y reformadores sociales empeñados ya no en impedir a las mujeres acceder a la educación superior y la profesionalización, sino en establecer criterios para segregar las profesiones “masculinas” de las “femeninas”. Las últimas serían aquellas actividades subordinadas que podían considerarse una extensión del rol maternal desde el ámbito doméstico al conjunto de la sociedad. Muchos autores sostuvieron que las mujeres que incursionaban en campos característicamente masculinos, como el deporte o la ciencia, no podrían aspirar a ser sino practicantes mediocres, ya que su falta de fuerza y genio creador les impediría alcanzar la cima, salvo algunas excepciones constituidas por aquellas de “carácter sexual indiferenciado”, es decir, no del todo femenino.

Algunos autores —como el endocrinólogo Marañón en los años veinte, o la psiquiatra Marynia Farnham y el periodista Ferdinand Lundberg en su libro La mujer moderna: el sexo perdido, publicado en 1947— constataban la evidencia científica de que practicar actividades típicamente masculinas estaba causando un aumento de muchachas con rasgos viriles y víctimas de neurosis lo que a su vez producía “la masculinización de la mujer, con gravísimas consecuencias para el hogar, para los niños que en él vivían y para la capacidad de la esposa, e incluso del marido, de disfrutar del placer sexual” (citado por Friedan, 1974, p. 69).

La idea de que mujeres y hombres poseen, si no diferentes cualidades intelectuales innatas, al menos perspectivas y estilos de aprendizaje significativamente diferenciados, ha encontrado eco en campos sorprendentemente diversos. Por una parte, se trata de un supuesto que subyace a la aparición de los departamentos de estudios de las mujeres y feministas contemporáneos, en la medida que, al incorporar la perspectiva y experiencia particular de esta se buscaba superar las limitaciones de la mirada androcéntrica del mundo. De hecho, aquello que Weber consideraba exclusivo de las ciencias humanas y sociales ha migrado a las ciencias de la naturaleza a través de algunos enfoques de los estudios sociales de la ciencia y las epistemologías feministas, que incluso han planteado una importante discusión acerca de la noción de objetividad (Fox-Keller, 1982, 1991; Rose, 1994; Harding y McGregor, 1995; Harding, 1996; Blazquez y Flores, 2005). Pero, por otra parte, esta idea ha sido un referente para justificar la segregación de hombres y mujeres en distintos campos académicos y profesionales, como si se tratase de un hecho normal, resultado de preferencias y elecciones basadas en determinaciones orgánicas de alto impacto en la organización psicológica y del comportamiento. Por argumentos como estos se ha llegado a calificar de inoficiosa la preocupación por la escasez de científicas en las áreas de física, matemáticas, ingenierías y tecnologías; argumentando, por el contrario, en favor de los supuestos beneficios que reportaría una división sexual del trabajo científico adecuada a las habilidades especiales de cada sexo.

En el polo opuesto, la filósofa y escritora francesa Simone de Beauvoir dedicó su obra El segundo sexo (1949) a detallar las dimensiones biológicas, históricas, psicológicas, económicas y culturales de la diferencia jerarquizada entre hombres y mujeres. En la introducción a esta obra fundamental de la filosofía feminista contemporánea resumió en pocas, pero contundentes palabras, su apreciación sobre los complejos y equívocos equilibrios de la noción de “igualdad en la diferencia”:

Para demostrar la inferioridad de la mujer, los antifeministas apelaron entonces, no solo a la religión, la filosofía y la teología, como antes, sino también a la ciencia: biología, psicología experimental, etc. A lo sumo, se consentía en conceder al otro sexo “la igualdad en la diferencia”. Esta fórmula, que ha hecho fortuna, es muy significativa: es exactamente la que utilizan a propósito de los negros de Norteamérica las leyes Jim Crow. Ahora bien, esta segregación supuestamente igualitaria no ha servido más que para introducir las discriminaciones más extremadas. Esta coincidencia no tiene nada de casual; ya se trate de una raza, de una casta, de una clase, de un sexo, reducidos a una situación de inferioridad, los procesos de justificación son los mismos. “El eterno femenino” es homólogo del “alma negra” y del “carácter judío”. (De Beauvoir, 2005, p. 8)

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