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Frente a estos retos, la Universidad Nacional de Colombia posee un recorrido y una experiencia significativos. En la década del ochenta se creó el Grupo de Investigación Mujer y Sociedad, que abrió el primer programa de posgrado en Estudios de Género, Mujer y Desarrollo, y en 2001 se estableció la Escuela de Estudios de Género como centro de investigación y enseñanza de posgrado en la Sede Bogotá. La escuela ha promovido y asesorado la política institucional de equidad de género, cuyas líneas maestras se plantearon en 2012 y se reglamentaron en 2016, con la creación del Observatorio de Asuntos de Género. Esto hace de la Universidad Nacional la primera institución universitaria colombiana dotada de marco normativo e instancias administrativas dirigidas a establecer e implementar políticas de equidad de género.

Sin embargo, carece de un diagnóstico suficiente, cuantitativo y cualitativo sobre las desigualdades de género y aún está pendiente de abordar un amplio debate académico. Ambos se requieren, si es propósito de la institución crear un consenso favorable a la equidad de género que involucre a todos los sectores, de manera particular a las áreas de ciencias e ingenierías. Dicho propósito debería tomarse en serio, pues en los últimos años la tendencia a reducir la brecha de género en educación superior, generalizada en el país y en el mundo, se ha detenido en la Universidad Nacional de Colombia, que registra una disminución constante del porcentaje de mujeres estudiantes de pregrado del 43 % en 1997 al 36.3 % en 2014, a la vez que la proporción de profesoras e investigadoras de planta se ha estancado en torno al 28 %.

Además, en sedes como Medellín, que está volcada en gran medida hacia las ingenierías y la investigación aplicada, las cifras de la desigualdad se amplifican. El análisis de esta realidad sería una oportunidad para propiciar espacios de interlocución entre las ingenierías, las ciencias naturales y las ciencias sociales y humanas.

Gloria Patricia Zuluaga Sánchez, Ruth López Oseira

y Mónica Reinartz Estrada

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Primera parte

Mujeres, género y ciencia en perspectiva histórica. De la historia de las científicas a las políticas de equidad de género en la educación superior y los sistemas de ciencia y tecnología
Ruth López Oseira
Introducción

El año en que la Universidad Nacional de Colombia, donde trabajo, aprobó su normativa de equidad de género1, la televisión pública británica estrenó la miniserie The Bletchley Circle, inspirada en la historia de las descifradoras de códigos que, durante la Segunda Guerra Mundial, trabajaron para el servicio de inteligencia militar británico en las instalaciones de Bletchley Park. La ficción recreaba las experiencias reales de un grupo de mujeres que, después de haber cumplido un rol invaluable en la creación de los algoritmos que permitieron descodificar los sistemas de comunicación militar de las potencias del Eje, en especial el código “Enigma”, fueron despedidas sin miramientos al terminar la guerra y tuvieron que retornar al estatus civil, solo para darse cuenta de que sus vidas de esposas, madres y amas de casa resultaban anodinas y decepcionantes2.

Dos años más tarde, en 2014, la celebración del centenario de la Facultad de Ciencias Agrarias de la Sede Medellín fue la ocasión para iniciar, junto con las profesoras Gloria Zuluaga y Mónica Reinartz, un proyecto de investigación dirigido a dar cuenta de las experiencias académicas, científicas y profesionales de las primeras egresadas de esta dependencia de la Universidad Nacional de Colombia. Por entonces se emitió en el canal National Geographic el episodio Sisters of the Sun de la serie documental de divulgación científica Cosmos: A Space Odyssey. En dicho episodio se relataba la sorprendente historia de un grupo de mujeres reclutado por la Universidad de Harvard para catalogar las imágenes captadas por los modernos telescopios que la institución había mandado construir con el fin de situarse a la vanguardia de la investigación astronómica de su época.

Esta actividad implicaba una enorme cantidad de tareas repetitivas y metódicas de cálculo y observación, por lo que el jefe del departamento de astronomía, Edward Ch. Pickering, decidió contratar mujeres, considerando que las habilidades femeninas eran más adecuadas para realizar este trabajo rutinario y poco valorado. Además, estas analistas no cualificadas —por entonces las mujeres no podían ingresar como estudiantes a dicha universidad— cobrarían la mitad que los hombres por desempeñar su labor. Sin embargo, las “calculadoras de estrellas”, como más tarde se las conoció, no solo establecieron un método de catalogación que aún sigue en vigor, sino que elaboraron herramientas de cálculo de distancias de los objetos celestes respecto a la Tierra y descubrieron que las estrellas estaban compuestas fundamentalmente de hidrógeno, realizando así contribuciones indispensables en el campo de la astronomía. Algunos de los descubrimientos de este equipo realizados entre 1886 y 1919, no obstante, fueron atribuidos a hombres o ignorados por la comunidad científica. El capítulo fue un merecido aunque tardío reconocimiento e instauró una novedosa mirada a los procesos de construcción del conocimiento científico, al divulgar la importancia de las labores auxiliares para hacer posibles los grandes descubrimientos3.

En 2016, mientras la Universidad Nacional ponía en marcha el Observatorio de Asuntos de Género —cuya misión es velar por el cumplimiento de la política de equidad de género e igualdad de oportunidades y asesorar a la institución en esta materia— se presentaba en cines la película Hidden Figures del director Theodore Melfi. Este largometraje recreaba en las pantallas la historia real de las primeras matemáticas afroamericanas que participaron en los equipos de investigación de la agencia espacial norteamericana, cuyas contribuciones científicas fueron claves en la carrera espacial estadounidense. La película muestra cómo estas científicas no solo debieron enfrentar los estereotipos y barreras por ser mujeres, sino también los prejuicios clasistas y racistas en una época en que permanecían vigentes las leyes de segregación racial4.

Productos culturales como los mencionados han modificado un poco la manera tradicional de representar al científico como un hombre —un genio aislado de los asuntos prácticos mundanos o un héroe aventurero— y al trabajo científico como una tarea individual y solitaria, imagen cultivada profusamente en la literatura, el cine y la cultura popular (Rossiter, 1993). Aunque la presencia de científicas reales o ficcionales en los medios no se limita a los últimos años5, recientemente se han hecho más frecuentes las iniciativas dirigidas a recordar a las protagonistas olvidadas de las ciencias y reflexionar sobre las condiciones de su exclusión o las dificultades de su incorporación6. Estos ejemplos dan cuenta de que el tema de la participación de las mujeres en las ciencias y las tecnologías ha ido ganando terreno, saliendo de contextos académicos especializados para despertar el interés de la sociedad y las instituciones7. Sin embargo, la cuestión de las mujeres y la ciencia ha recorrido una larga trayectoria hasta alcanzar la significación que hoy ostenta en la vida pública.

La importancia social y económica de la ciencia y la tecnología ha llevado a que, durante los últimos cincuenta años, la pregunta de por qué todavía son tan pocas las mujeres científicas e investigadoras, especialmente en las áreas de matemáticas, ingeniería y tecnología, se haya vuelto recurrente (Rossi, 1965; Díaz, 2008; Hill, Corbett y Rose, 2010; Pollack, 2013). El tema ha sido objeto de una discusión cada vez más documentada, alimentada por los aportes fundamentales de la crítica feminista y los estudios de las mujeres y el género. En la actualidad, el tema es reconocido como un asunto relevante, tanto en la investigación académica como en los medios de divulgación científica.

Desde que la revista Science publicó en 1965 el artículo de la socióloga Alice S. Rossi titulado Women in science: Why so few?, el cual aludía a los factores sociales y psicológicos que impedían a las norteamericanas proseguir con éxito sus carreras académicas e investigadoras hasta el reciente número especial de la revista Nature, dedicado a las mujeres en la ciencia en marzo de 2013, se puede observar un aumento del interés público por el tema. El conocimiento sobre las distintas dimensiones del problema ha avanzado como resultado de un aumento en las investigaciones cuantitativas y cualitativas, a lo que han contribuido perspectivas críticas procedentes del feminismo, la epistemología y la sociología e historia de la ciencia, mostrando que el asunto desborda la cuestión de la proporción de mujeres científicas para plantear preguntas acerca del qué, el cómo y el para qué de las ciencias en las sociedades de la información y el conocimiento.

En los últimos años, la prensa especializada y los medios de divulgación científica han dado a conocer las iniciativas que instituciones académicas y organismos promotores de la ciencia, la tecnología y la innovación han venido implementando para reducir la brecha de desigualdad de género en el ámbito científico. Algunas de esas iniciativas aparecieron en los años setenta cuando, impulsadas por la segunda ola del movimiento feminista, universidades de Norteamérica y Europa establecieron programas y centros de estudios de las mujeres, dedicados a investigar los contextos históricos, sociales y culturales de la discriminación basada en el género y a proponer medidas concretas para alcanzar la equidad entre hombres y mujeres en el ámbito educativo, académico y profesional. Pero las instituciones de educación superior e investigación solo comenzaron a elaborar diagnósticos y a diseñar e implementar políticas dirigidas a promover la equidad de género en el campo de las ciencias naturales e ingenierías a partir de los años noventa.

Por ejemplo, el mencionado artículo de Alice Rossi, donde expresaba su preocupación por la disminución del número de norteamericanas que estudiaban y seguían carreras científicas, se había presentado en la Conferencia sobre las Mujeres Americanas en Ciencia e Ingeniería, llevada a cabo en el Massachusetts Institute of Technology en octubre de 1964; sin embargo, solamente a finales de los años noventa empezaron a llevarse a cabo estudios sobre la situación de las profesoras e investigadoras del área de ciencias y se tomaron medidas concretas favorables a la equidad de género en dicha institución.

Aportes de la historia de las mujeres y de la ciencia: una mirada a los procesos históricos e institucionales

Lo tardío de los estudios concretos sobre la situación de las mujeres en las instituciones y profesiones científicas contrasta con el hecho de que la historia es una de las disciplinas que más ha contribuido a ensanchar nuestra comprensión de la marginación de las mujeres del ámbito del conocimiento científico. La historiografía de las mujeres y del género ha mostrado que hasta finales del siglo XIX, como regla general, se impidió a las mujeres acceder a la educación y al ejercicio de oficios y profesiones cualificados en las mismas condiciones que los hombres. Esto no quiere decir que en el pasado ellas estuvieron absolutamente excluidas de la educación y la práctica de las ciencias, ni que su inclusión pueda considerarse como la última oleada de un proceso lineal y progresivo de desarrollo histórico que nos ha traído hasta las playas de la igualdad de oportunidades, donde el principio de equidad fijado en las leyes se hará realidad de manera automática. Desde esta perspectiva, alcanzar la igualdad plena podría considerarse, erróneamente, una simple cuestión de tiempo y paciencia.

Por el contrario, actualmente la historia de la exclusión de las mujeres de la educación formal y la práctica de las ciencias no se considera ni uniforme ni predeterminada; ciertas instituciones y épocas favorecieron su incorporación a la vida intelectual y científica, mientras otras reforzaron y actualizaron antiguos prejuicios excluyentes (Watts, 2007; Ehrenreich y English, 2010; García de León, 1994, 2002). En el pasado algunas mujeres pudieron recibir la mejor educación disponible e incluso destacaron en numerosas disciplinas, obteniendo reconocimiento público, del mismo modo que algunos oficios y artes que requerían conocimientos especializados sobre el mundo natural fueron considerados femeninos.

La historiadora Londa Schiebinger afirma que la clave para entender los vaivenes en la relación de las mujeres y las ciencias reside en varios factores: el entramado de conexiones entre la multitud de contextos institucionales que albergaron el origen y desarrollo de la ciencia moderna, el rol de las ciencias y las técnicas en la sociedad; el estatus social de las mujeres y las definiciones culturales hegemónicas de feminidad y masculinidad. Respaldada por amplia evidencia documental, esta autora subraya —contra la suposición habitual— que todos los procesos históricos de exclusión/inclusión de las mujeres del ámbito educativo, intelectual y científico han tenido lugar rodeados de discusiones y forcejeos más o menos ruidosos, en los que ellas han participado activamente (Schiebinger, 2004).

Esto explica, por ejemplo, que el estatus social de las aristócratas les permitiera acceder a auténticas instituciones culturales como los conventos medievales. Dicho estatus nobiliario hizo posible que más tarde ocuparan un espacio relevante dentro del mundo intelectual masculino desarrollado alrededor de las principales cortes renacentistas y modernas. Esta oportunidad de acceso se dio en un periodo crucial, cuando la nueva filosofía natural trataba de abrirse camino al margen de instituciones escolásticas tradicionales como las universidades. En estas, la exclusión de las mujeres fue sistemática, ya que su finalidad era formar a los futuros funcionarios estatales y eclesiásticos y no se permitía que las damas ejercieran profesiones como el derecho, la medicina, la docencia o fueran expertas en teología. La opinión hegemónica consideraba el intelecto femenino demasiado débil para enfrentar cualquier desafío distinto a las labores domésticas y con ello justificaba un orden social jerárquico en el que se excluía a las féminas de las profesiones prestigiosas y bien remuneradas.

En este contexto se inscribe la obra de Christine de Pizan (1364-1430), escritora y dama de la corte francesa, especialmente, su novela alegórica El libro de las tres virtudes o Libro de la ciudad de las damas (1405), en la cual la autora dialoga con tres damas alegóricas —Razón, Rectitud y Justicia— en defensa de la aptitud de las mujeres para las ciencias y las técnicas a las que, en su opinión, ya habían hecho aportes originales. De Pizan critica la misoginia de que hacían gala la mayor parte de autores y filósofos connotados y a la vez defiende que educar a las niñas es la única manera de demostrar que la supuesta incapacidad femenina para las tareas intelectuales es una ficción interesada:

Christine: Verdaderamente, Señora Mía, [...] os ruego que me aclaréis si Dios, que ha dispensado muchos favores al sexo femenino, ha querido jamás honrarlo concediendo a ciertas mujeres el privilegio de una elevada inteligencia y profundo saber para que su mente acceda a las más altas ciencias. Me importa mucho la respuesta, porque los hombres siempre pretenden que las mujeres tienen muy escasa capacidad intelectual.

Dama Razón: Hija mía —me contestó— [...] Te vuelvo a decir, y nadie podrá sostener lo contrario, que si fuera costumbre mandar a las niñas a la escuela e hiciéranles luego aprender las ciencias con método, como se hace con los niños, aprenderían y entenderían las dificultades y sutilezas de todas las artes y ciencias tan bien como ellos. Ya se han dado esas mujeres, como te he indicado antes. Además, como la mujer tiene el cuerpo más delicado y débil, y menos hábil para emprender algunas tareas, tanto más agudo y libre tiene el entendimiento cuando lo aplica. (2001, pp. 118 y 119)

Lamentablemente, la obra de Pizán fue echada en el olvido. El humanismo renacentista posterior reflexionó abundantemente sobre la educación de niños y jóvenes y creó su propio modelo laico de formación integral, los Studia Humanitatis, pero en cuanto a la educación de las mujeres no dio continuidad a los argumentos igualitaristas. Distinguidos humanistas como Erasmo de Rotterdam (1469-1536) o Luis Vives (1492-1540) insistieron en que, sin duda, era necesario atender a la educación de las niñas, pero esta no debía incluir los mismos contenidos ni la misma profundidad que la de los niños. Por otra parte, un segmento importante del humanismo católico se aferró a los argumentos misóginos medievales, como se expresa en la obra pedagógica de Fray Luis de León, La perfecta casada:

Porque, así como la naturaleza, como dijimos y diremos, hizo a las mujeres para que encerradas guardasen la casa, así las obligó a que cerrasen la boca. […] Porque el hablar nace del entender […], por donde así como la mujer buena y honesta la naturaleza no la hizo para el estudio de las ciencias ni para los negocios de dificultades, sino para un oficio simple y doméstico, así les limitó el entender, por consiguiente les tasó las palabras y las razones. (De León, 1980/1583)

Durante los siglos XVII y XVIII surgieron nuevas instituciones dedicadas a estimular, financiar, legitimar y divulgar la filosofía natural, como las academias de ciencias, las academias militares, los salones, los círculos o sociedades eruditas, las revistas científicas o los gabinetes de curiosidades. En breve, estas desplazaron a los círculos cortesanos como los principales contextos del desarrollo de la empresa científica, que iba abandonando su carácter aficionado para adquirir la condición de profesión especializada. En este proceso se impidió a las mujeres acceder a las nuevas instituciones científicas. Así, por ejemplo, aunque pocas academias europeas contemplaban en sus estatutos dicha exclusión, ninguna mujer fue admitida como miembro de pleno derecho en las más prestigiosas de ellas hasta mediados del siglo XX, con excepción de las academias italianas (Schiebinger, 2004, p. 47).

Aunque esto limitó sus posibilidades, no alejó a las mujeres completamente del contacto con el mundo científico. Otras instancias menos formalizadas cuya importancia para el desarrollo de la ciencia ha sido minusvalorada, como los salones o los talleres artesanos, no solo permitieron su presencia, sino que la alentaron. Los salones, que consistían en reuniones informales de intelectuales y artistas con miembros de la alta sociedad llevadas a cabo periódicamente en las mansiones de los últimos, llegaron a competir en importancia con las academias y fueron dominados por damas aristócratas y burguesas. Si bien el rol de las anfitrionas consistía en orientar el tema del salón y a menudo patrocinar la carrera científica de jóvenes promisorios, con frecuencia permitieron a muchas mujeres —como Mme. du Châtelet (1706-1749)— cultivar en profundidad sus intereses científicos e incluso participar de la vida científica académica (Schiebinger, 2004, pp. 53-56).

En regiones donde la industrialización fue más tardía y los gremios siguieron teniendo un importante peso social y económico, los talleres artesanales contribuyeron a ampliar la base empírica de la ciencia moderna a través del desarrollo de habilidades como la observación, la ilustración, la construcción de herramientas y la manipulación de materiales. La posición de las mujeres en estos gremios, aunque con frecuencia se debía a su condición de esposas, viudas o hijas de hombres titulares de derechos gremiales, les permitió un amplio acceso a esta dimensión empírica y práctica de la ciencia, aunque la mayor parte de ellas, más que verdaderas científicas, fueron consideradas asistentes excelentes o divulgadoras sobresalientes, como las naturalistas e ilustradoras María Sibylla Merian (1647-1717) y Marie Lavoissier (1758-1836), o las astrónomas María M. Winkleman Kirch (1670-1720) y Caroline Lucretia Herschel (1750-1848 ) (Schiebinger, 2004, pp. 104-142; Alic, 2005, pp. 134-158).

Como en el caso de los salones aristocráticos, las actividades científicas de las mujeres vinculadas a los talleres artesanales y laboratorios caseros encontraban menos oposición bajo el argumento de que podían desenvolverse en el ámbito doméstico y no requerían que ellas se trasladaran a espacio público, abandonando presuntamente su responsabilidad principal y su rol social como esposas y madres.

En términos generales, a medida que el avance de las ciencias requería de mayor profesionalización, especialización e institucionalización, el espacio para el cultivo aficionado y empírico se fue estrechando y, con él, las oportunidades de las mujeres para desarrollar sus intereses y carreras científicas. Este proceso se puede apreciar de forma más evidente cuando se observa el desplazamiento que estas sufrieron de actividades y profesiones que antiguamente habían sido feudos femeninos, como la formulación y experimentación de recetas aplicadas a la curación o a la cosmética, que precedieron a disciplinas como la botánica y la química.

El caso más estudiado ha sido el de la marginación de las parteras de la medicina ginecológica y obstétrica y su reducción al papel de meras auxiliares de los médicos, un gremio casi exclusivamente masculino hasta principios del siglo XX. A través del largo tránsito de las artes prácticas a las profesiones experimentales, oficios y saberes respetables como la herbolaria y la partería fueron estigmatizados y su campo de acción limitado a los grupos más pobres y marginales de la sociedad. Así, durante los siglos XVI al XVIII en casi todo el mundo occidental, incluyendo la América colonial, había comadronas certificadas, muchas de las cuales publicaron libros con sus observaciones y experiencias que llegaron a ser considerados referentes en el tema; sin embargo, a finales del siglo XVIII se les negó el derecho a regular su propio gremio y, excluidas de las universidades y de la posibilidad de estudiar y ejercer la medicina, se las condenó a un puesto subalterno (Ehrenreich y English, 2010).

En la historiografía de las mujeres son conocidas las dificultades de las médicas pioneras como Dorothea Erxleben (1715-1762), Elizabeth Blackwell (1821-1910), Elizabeth Garret Anderson (1836-1917), Sophia Jex-Blake (1840-1912) o Aletta Jacobs (1854-1929), quienes tuvieron que tomar clases particulares, asistir a prácticas separadas por cortinas de sus colegas varones, emigrar a otros países, aceptar trabajos que no correspondían a su cualificación, fundar sus propias clínicas e incluso crear asociaciones e instituciones académicas solo para mujeres, con el fin de sortear los obstáculos que las instituciones educativas y las agremiaciones médicas interpusieron en sus caminos (Alic, 2005; Schiebinger, 2004; Federici, 2010). En el caso de países donde las mujeres tardaron varias décadas más en acceder a las carreras de medicina y a la profesión médica, como ocurrió en la mayor parte de Latinoamérica, los saberes y los conocimientos científicos sobre los cuerpos femeninos siguieron monopolizados por hombres, y se dejó en manos de mujeres algunas actividades auxiliares de atención y divulgación médica que, no obstante, tuvieron una gran relevancia en el modo en que las mujeres lograron apropiarse del saber científico (Restrepo, 2006; López Sánchez, 2010; Agudelo Echeverri, 2013; Gutiérrez Urquijo, 2013).