¿Qué cambia la educación?
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Un cambio educativo implica transformaciones en la estructura de la escuela y del sistema, cuya motivación, adecuación e implantación requieren largos y penosos esfuerzos por revisar los contextos y las necesidades. Los falsos cambios se convierten en las más peligrosas amenazas, porque nada es peor que «creerse en la otra silla sin haber atravesado el rio»; es decir, imaginarse, de manera ingenua, situado en un paradigma alternativo, cuando en realidad se hace lo mismo de siempre con nuevos nombres, y esto abunda en la educación. Máxime cuando las políticas de turno entronizan discursos y modas pedagógicas que, sin la complejidad de su aplicación, hacen pensar que ahora si se hará lo que no se hacía, mientras todo sigue más o menos igual: estudiantes desmotivados, conocimientos caducos, estructuras rígidas y autoritarias, horarios fijos, evaluaciones unidireccionales, maestro despedagogizados y educación sin presupuesto intelectual y económico.
La complejidad del cambio educativo implica entender y abordar los sujetos, los escenarios y las condiciones de quienes los ponen en práctica y de quienes los «padecen». Como cualquier cambio social, el cambio educativo depende menos de técnicas y recetas, y más de condiciones objetivas y subjetivas para su planeación, ejecución y evaluación. Así como ninguna experiencia es transferible en forma mecánica a otra realidad, el cambio educativo adolece de esquemas rígidos de identificación que garanticen su replicación y transferencia a cualquier lugar. El cambio, de ser posible, pasa inevitablemente por las personas; es más, lo que cambia realmente a las personas. Por tanto, no existe metodología a prueba de sujetos, ni tampoco existe cambio a prueba de seres humanos.
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