Read the book: «A través de un mar de estrellas»

Font:

A TRAVÉS DE UN MAR DE ESTRELLAS
Diana Peterfreund
Traducción de Olga Hernandez


Créditos
A través de un mar de estrellas

V.1: abril, 2020

Título original: Across a Star-Swept Sea

© de la traducción, Olga Hernandez, 2015

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2020

Todos los derechos reservados.

Diseño de cubierta: Harper Collins

Adaptación de cubierta: Taller de los Libros

Publicado por Oz Editorial

C/ Aragó, 287, 2.º 1.ª

08009 Barcelona

info@ozeditorial.com

www.ozeditorial.com

ISBN: 978-84-17525-95-8

THEMA: YFHR

Conversión a ebook: Taller de los Libros

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita utilizar algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Para Eleanor, que es fantástica, bella y valiente.

Contenido

Portada

Página de créditos

Dedicatoria

Sinopsis

Introducción

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Sobre la autora

A través de un mar de estrellas
Una novela inspirada en La pimpinela escarlata

En un mundo destruido por las guerras, solo quedan dos islas habitables: Galatea y Albión, donde incluso la Reducción, una devastadora enfermedad cerebral que asoló la humanidad, no es más que un recuerdo lejano.

Un levantamiento contra los aristócratas que gobiernan Galatea está fuera de control y parece que hasta la antigua enfermedad podría volver a propagarse. La única esperanza es un misterioso espía llamado la Amapola Silvestre, del que solo se sabe que pertenece a los aristos, la clase dirigente.

En medio de los cotilleos y frivolidades de la corte, en la que circulan peligrosos planes para salvar a las islas de una nueva destrucción, la Amapola Silvestre tendrá que decidir en quién puede confiar y, sobre todo, si de verdad puede permitirse amar a quien elija.

«Una deliciosa novela de aventuras.»

Publishers Weekly

La historia de la raza humana tiene dos puntos claves: el desarrollo de la agricultura, que creó la civilización, y la Reducción, que la destruyó.

Antes de la Reducción, las pocas personas (pobres o disconformes) que no manipularon genéticamente a sus hijos fueron objeto de desprecio y lástima. Pero, una generación más tarde, cuando estos niños «perfectos» solo pudieron engendrar bebés reducidos, disminuidos mental y físicamente, se demostró que se había cometido un error descomunal. Con la mayor parte de la humanidad afectada por esta tragedia, los perdidos no aceptaron su derrota con aplomo. Se volvieron en contra de aquellos que habían salido ilesos, convirtiéndolos en objeto de envidia y odio. Y, con las Guerras de los Perdidos, intentaron su exterminación total.

Una vez acabadas las guerras, los supervivientes se dieron cuenta con horror y consternación de lo que habían provocado. Casi no quedaban lugares habitables en el mundo, y pocas personas se habían salvado de la Reducción.

Desesperados, dos sirvientes sin recursos desafiaron a sus patrones, pertenecientes a los perdidos. Valiéndose del arma más espantosa de las guerras, terraformaron un nuevo hogar, un oasis en las ruinas del mundo: Nueva Pacífica. Allí declararon que condenarían para siempre a los responsables de la destrucción de la Tierra y no volverían a cometer los mismos errores.

No fue así.

—«Derechos humanos en Albión: ensayo escrito por lady Persis Blake».*

Capítulo 1

Si la Amapola Silvestre se atrevía a regresar a Galatea, el Ciudadano Cutler estaba preparado. Había puesto guardias armados en la entrada de la propiedad y diez soldados adicionales rodeando los campos de ñame. Aunque sabía que ningún reducido intentaría escapar, Cutler era consciente de que el peligro real se hallaba en el exterior. El floreado espía albiano había «liberado» al menos a una docena de enemigos de la revolución en los últimos meses, pero eso no iba a suceder durante su guardia.

Durante la mejor parte de la mañana, una brisa marina había atravesado los campos más bajos, moviendo las hojas de ñame y provocando que el agua se agitara y ondeara como la piel de una serpiente. Los prisioneros reducidos se desplazaban lenta y metódicamente en sus parcelas, siguiendo una antigua, y francamente innecesaria, tradición de cortar las raíces a mano y replantar los tallos con el fin de que estuviesen listos para la siguiente cosecha.

El último patrón del estado (llamado Lacan, aunque Cutler dudaba de que el hombre lo recordara tras haber sido reducido) chapoteaba y daba traspiés en el campo, podando los tallos de ñame con un cuchillo muy poco afilado para la tarea. Su pelo gris se le apelmazaba en el cuello por el sudor y el barro; y su boca, que una vez había sido altanera, le colgaba flácida y estúpidamente. Mientras Cutler lo observaba, el cuchillo se le resbaló de la mano y el filo se le hundió profundamente en el pulgar.

Lacan lanzó un lamento, y los guardias comenzaron a gritar y a reírse a carcajadas. Cutler no se movió de su posición, inclinado contra una de las máquinas de cosecha en desuso. Era bueno dejar que los soldados se entretuvieran. Estar allí, en la costa rural este, ya era lo bastante aburrido.

—¿No deberíamos ir a ayudarlo? —preguntó una de sus reclutas más recientes, una muchacha que apenas parecía lo suficientemente mayor para recibir un entrenamiento básico. Se llamaba Trina Delmar, había llegado aquella mañana y no se callaba nunca—. Parece un corte feo.

Cutler se encogió de hombros y escupió a la marisma. Chica tonta. Siempre eran las chicas las que se ponían sentimentales al ver a los prisioneros.

—Ese es el antiguo patrón de esta plantación. ¿Cree que los de su clase se preocuparon alguna vez de los pulgares de nuestros antepasados, cuando Galatea estaba en sus manos?

—¡Sus manos ya no son tan efectivas! —soltó un guarda.

—No se sienta mal por estos aristos, Ciudadana Delmar —continuó Cutler—. Si se hubiesen preocupado por nosotros, la cura para la Reducción se habría descubierto mucho antes.

Por eso había sido un nor quien había descubierto la Cura Helo hacía dos generaciones. Durante cientos de años, antes de la cura, la mayor parte de las personas que no eran aristas habían nacido reducidas, enfermizas y retrasadas mentales. Se decía que solo una persona de cada veinte nacía ya siendo nor, con un cerebro y un intelecto normales. La Cura Helo terminó con la Reducción en tan solo una generación: tras la cura, todos los bebés nacieron con normalidad.

Y ahora, gracias a la píldora de la Reducción obtenida por los revolucionarios, era el turno de los aristos de revolcarse en el fango. En el campo, el antiguo patrón estaba gimiendo y aferrándose la mano herida contra su pecho. Cutler le daba una semana, dos como mucho. La Reducción no se había diseñado para constituir una pena de muerte, pero las cuchillas afiladas y los idiotas no debían mezclarse.

—Pero lo cierto es que lord Lacan se esforzó por distribuir la cura entre los reducidos —señaló Trina—. Cuando era joven; vi una foto suya con Persistence Helo…

Cutler la miró echando chispas por los ojos.

—No sabe de lo que habla, Ciudadana. Si está aquí, significa que es enemigo de la revolución. Enemigo de normales como nosotros.

Pero Trina seguía lanzando miradas de lástima a Lacan. La recluta había sido una molestia desde que había aparecido, cuestionando las dosis de la píldora y la cantidad de tomas, como si importase que Cutler repartiera las píldoras rosadas de la Reducción con una frecuencia un poco mayor de la requerida. Una vez reducidos, unas pocas píldoras de más no los volverían más estúpidos. Además, a Cutler le gustaba ver a los aristos retorcerse un poco. Allí no había mucho más que hacer.

Y ahora aquella recluta idiota se abría paso a través del campo. Se estaba acercando a Lacan, que de manera infructuosa se afanaba de nuevo con los tallos de ñame usando su mano sana. Eso era exactamente un reducido. Trabajaban hasta caer hechos pedazos.

—¡Regrese a su puesto, Delmar! —vociferó Cutler. Una recluta novata no iba a ponerlo en evidencia.

La recluta lo ignoró y extendió un poco de ungüento en la herida de Lacan antes de vendarla.

—¿Le he indicado que ayudase a este reducido inmundo? —espetó Cutler, mientras entraba agitadamente en el campo y golpeaba el costado de Lacan con el mango de su pistola. El hombre mayor cayó contra el ñame y Trina hizo una mueca de dolor—. Tenga cuidado, Delmar. O me veré obligado a entregarle un informe negativo al Ciudadano Aldred.

Trina ni siquiera alzó la mirada. Bien. Seguramente la había asustado y la había metido en vereda.

—Usted no está aquí para ayudarlos. Está para mantenerlos alejados de la Amapola Silvestre. Cada prisionero que perdemos a favor de Albión debilita la revolución.

—Lo que debilita la revolución —escupió —, de verdad, es… —Pero bajó la cabeza y dejó de hablar cuando vio la expresión amenazadora del hombre.

Justo entonces, un deslizador pasó a toda velocidad por el sendero que había entre los campos, formando nubes de polvo con sus elevadores. Había una jaula vacía detrás de la cabina.

—¡Oficial! —gritó el conductor, un joven que llevaba uniforme militar.

Cutler se desplazó por el agua hasta el límite del campo y elevó la vista hacia la cabina con ojos entornados. Trina lo siguió, para mayor irritación de él.

—Solicitud de transferencia —manifestó el conductor con la mano izquierda extendida. Un oblet cobró vida en su palma, revelando un holograma del rostro del ciudadano Aldred.

—Todos los reducidos de nuestras plantaciones externas han de trasladarse de vuelta a la prisión en la ciudad de Halahou —indicó la voz de Aldred, que provenía de la imagen.

—No tengo noticias de eso. —Cutler extrajo su propio oblet y la superficie negra destelló al sol como el guijarro de obsidiana por el que había recibido su nombre. No había mensajes de Halahou. Ni un solo mensaje.

El muchacho se encogió de hombros. La gorra militar le sombreaba los ojos.

—Lo suponía. También tengo una cobertura horrible aquí, en medio de la nada.

Cutler mostró su acuerdo con un bufido.

—Entonces, ¿cuál es el problema?

—Creo que, quizás —empezó el muchacho, sacudiendo su oblet al tiempo que el mensaje aparecía y desaparecía—, es la Amapola Silvestre —finalizó, y esperaron a que volviera a cargarse el mensaje—. El Ciudadano Aldred dijo que incrementar la guardia no había sido suficiente para evitar que el espía nos robase a nuestros prisioneros.

—Ya me he encargado de eso. —Y, si Aldred abandonara la comodidad de Halahou de vez en cuando y viajara hasta allí para ver lo que hacían sus tenientes en el campo, tal vez lo sabría. Pero Cutler jamás diría aquello en voz alta. El Ciudadano Aldred los había liberado a todos; primero, de su reina indiferente e insensata y, ahora, de los aristos que habían seguido sus pasos.

—Aquí está —señaló el conductor cuando la imagen de Aldred volvía a hablar.

—A todos los prisioneros reducidos hay que ponerles collares nanotecnológicos para evitar que fuerzas extranjeras se los lleven de Galatea.

El muchacho se asomó por fuera de la cabina y bajó la voz.

—He oído que los collares los asfixiarán si la Amapola se los intenta llevar de Galatea. —El joven mostró una expresión de suficiencia y Cutler sonrió. Ese era el tipo de reclutas que necesitaban allí. Duros y de buen juicio.

Collares nanotecnológicos. Merecería la pena verlo. Ojalá Cutler pudiera deshacerse de todos sus idiotas con tanta facilidad. Aunque, bien pensado, quizás podía.

—Delmar, ayude a este muchacho a cargar los prisioneros y acompáñelo hasta la capital.

—No hace falta —intervino el joven.

—Oh, sí que hace falta —replicó Cutler—. No he tenido a estos prisioneros controlados todo este tiempo para que la Amapola Silvestre rompa mi racha durante su último viaje por la isla. Su informe de recluta dice que es diestra con las pistolas. —Asintió en dirección a Trina, que ya se afanaba en reunir a los aristos—. Y a ella le vendrá bien ver cómo la revolución requiere que se lidie con estos prisioneros. —Además, eso también apartaría de su vista a aquella recluta molesta.

El muchacho frunció el ceño, pero Cutler se encogió de hombros. Trina Delmar sería su problema a partir de ese momento.

Si le hubiesen preguntado, Persis Blake habría estado de acuerdo con el odioso Ciudadano Cutler en un asunto en particular: la joven recluta era, en efecto, problema de ella. Pero no era uno insalvable. Al fin y al cabo, Persis acababa de llevarse, sin ayuda de nadie, a la familia Lacan ante las narices de diez soldados y su oficial. Persis podía manejar a un revolucionario más, incluso cuando la Ciudadana Delmar estaba sentada en su deslizador.

Y, aunque la ampliación de la guardia era una molestia, no podía evitar sentir una sacudida de orgullo, ya que, tras seis meses de misiones, la revolución finalmente reconocía que la Amapola Silvestre era una amenaza real. Ahora solo le restaba hallar la forma de salir de aquel aprieto sin arruinarlo todo.

«Piensa, Persis, piensa». Su cabellera larga le picaba, apelotonada bajo la gorra militar galatiense, pero ignoró la comezón, concentrándose, en su lugar, en la chica sentada en silencio a su lado mientras Persis conducía el deslizador por el elevado sendero que serpenteaba entre los pantanosos campos de ñame. La Ciudadana Delmar daba la impresión de ser demasiado joven como para ser soldado; aunque, en realidad, a sus dieciséis años, Persis también era demasiado joven para ser la espía más infame de su país, así que sabía bien cuán engañosas podían ser las apariencias.

Y Trina Delmar, quienquiera que fuera, había puesto de los nervios a aquel oficial, lo que hacía que mereciese la pena investigarlo más a fondo. Persis había clasificado enseguida al oficial como uno de aquellos hombres despreciables y sádicos que ni siquiera se molestaban en pensarse las órdenes dos veces, siempre que Persis prometiera castigar a los prisioneros con más crueldad. Sabía que su nueva aplicación portable estaba funcionando de maravilla; con ella, podía mezclar sílabas de cualquier discurso propagandístico de Aldred para crear el mensaje que deseara.

—No sabía que reclutáramos gente tan joven —comentó Persis cuando cruzaban el antiguo puente de madera que separaba la hacienda de los Lacan de la carretera principal. Había dejado en funcionamiento el inhibidor de señal que había utilizado para bloquear los mensajes entrantes del oblet del oficial, por si se daba el caso de que alguien de la plantación descubriera la verdad e intentara enviarle un mensaje a Trina—. ¿Cuántos años tiene?

—Dieciocho —contestó la chica con tanta rapidez que Persis supo que debía de ser mentira—. Y mira quién habla. La voz ni siquiera le ha cambiado aún.

Tal vez ese no era un tema de conversación aconsejable. Emitió un gruñido un tanto ronco.

—Así que las pistolas se le dan bien, ¿eh? —Era mejor saberlo, sobre todo teniendo en cuenta que la única arma de Persis estaba oculta bajo los guantes de su disfraz y la munición que se había llevado solo le serviría para un único disparo.

—Se me dan muy bien —replicó la soldado, y su tono esta vez era más afirmativo y menos defensivo, así que probablemente era verdad.

—Pues es un alivio —afirmó Persis, a pesar de que estaba pensando lo contrario—. No nos gustaría que la Amapola nos pillara sin posibilidad de defendernos.

El deslizador ganó velocidad al dejar el hundido laberinto de campos de ñame y avanzó por la carretera que limitaba con la costa norte. A la derecha, se extendían acantilados y, mucho más abajo, las playas de arena negra que conformaban la frontera de Galatea. Más allá, se expandía el reluciente mar que las separaba del hogar de Persis, Albión. Las dos islas tenían forma de media luna a punto de besarse, pero, tan al este, la orilla estaba demasiado lejos como para apreciarlo a simple vista.

La guarda no estaba disfrutando del panorama. En su lugar, echó un vistazo fugaz al patético grupo de prisioneros. Estaban apiñados en la cama próxima a los ventiladores.

—Cuidado con la velocidad. Esos prisioneros ya han tenido un día bastante duro.

Persis alzó las cejas. ¿Empatía por parte de una guarda revolucionaria? Eso sí que era inesperado. Decidió investigar.

—Había un reducido (un reducido real) que vivía cerca de mí cuando yo era muy joven. Probablemente el último que quedaba con vida. Pero no era… así. Mudo, sí; estúpido, sí. Pero no era como esta gente torpe y rota.

A lo largo de la historia, sobre todo antes de las guerras, habían existido personas que creían en dioses, en seres inmortales que imponían castigos y otorgaban premios a los seres humanos, basándose en un listado único. Algunos pensaban que la Reducción había constituido una venganza de esos dioses contra la humanidad por haber intentado perfeccionarse. Evidentemente, aquello era absurdo.

Los humanos habían estado tratando de perfeccionarse a sí mismos desde el principio de los tiempos. Crearon las herramientas porque no poseían dientes afilados, ni garras. Crearon la ropa debido a que no tenían pelaje, ni escamas. Inventaron las gafas para poder ver y los vehículos para permitirles viajar a mayor velocidad. Protegían sus cuerpos contra las enfermedades y realizaban intervenciones quirúrgicas para extirpar lo que les hacía daño. Se habían manipulado genéticamente antes y después de la Reducción. No había sido un castigo, sino un desgraciado error genético.

Y tampoco tendría que ser un castigo en aquellos días. Persis no descansaría hasta ponerle fin.

—Se cuenta que la Reducción real era exactamente así. —Trina estaba repitiendo la frase del partido.

Persis insistió con más empeño.

—¿Quién lo dice?

—¡Todo el mundo! —espetó Trina. Los médicos que la crearon… y el ciudadano Aldred, por supuesto. Va a conseguir que lo acusen de insubordinación si sigue hablando de esa manera.

Persis tomó una curva y empezó a ascender por el risco hacia el promontorio en donde Andrine estaba a la espera. Esa Trina era un misterio que no tenía tiempo de desentrañar. Al enderezar el volante, el amarre del guante que cubría el palmport que llevaba en su mano izquierda comenzó a aflojarse.

—Oh, puedo ir mucho más lejos. ¿Quieres oírlo? —preguntó Persis.

—No —mintió la muchacha, a pesar de inclinarse hacia adelante.

—Opino que reducir a los aristos es un castigo cruel y atroz —declaró, despojándose del guante mientras conducía—. Opino que, en lugar de cambiar las cosas para los nores de Galatea, la revolución simplemente se está dedicando a castigar a aristos.

La boca de la muchacha estaba abierta por la conmoción, lo que le venía bien a Persis, dados sus propósitos. Necesitaría un blanco directo para que la droga de desmayo funcionara. Ella alzó la mano y comenzó a concentrarse…

—Yo también creo que pueda ser así —admitió la muchacha, y Persis se detuvo.

Descendió la mano hasta el volante.

—¿De verdad? —A lo mejor había malinterpretado a la joven por completo. Una soldado galatiense podría constituir una verdadera ayuda para la Liga de la Amapola Silvestre, sobre todo si era diestra con una pistola. Ese era un campo al que no se extendían las habilidades de Persis. Al fin y al cabo, no se enseñaba a combatir en un cotillón.

La muchacha asintió.

—Pero no soy tan estúpida como para decirlo. Es usted igual que mi hermano. En serio le digo que todos aquí buscan problemas. Bueno, mantenga los ojos en la carretera y yo me mantendré alerta por si viene la Amapola Silvestre.

Persis suspiró. En la cima del risco, una enorme roca desnuda sobresalía del acantilado, el remanente de una antigua explosión que había constituido el violento nacimiento de la isla. Apretó la mandíbula, preparando la orden en su palmport mientras conducía el deslizador hasta detenerlo.

—¿Qué hace? —farfulló Trina, poniéndose rígida. En la cama enjaulada, los prisioneros reducidos las miraban con recelo.

Ella abrió la mano, pero en el instante en que Trina vislumbró el disco dorado en su palma, arremetió contra Persis y ambas se precipitaron fuera de la cabina.

—¿Quién es usted? —gritó al aterrizar en el suelo. Mientras caía, Persis había conseguido emitir una orden mental a su palmport para detener la aplicación. No podía permitirse desperdiciarla, a no ser que tuviese un tiro limpio.

Trina tomó su pistola, y Persis dio patadas y tortazos, intentando aflojar desesperadamente el agarre de la soldado. El arma produjo un ruido sordo contra el suelo y se cayó por debajo de los elevadores del deslizador.

—¡Deténgase! —vociferó Trina.

—¡Detente tú! —soltó como respuesta, esforzándose por vencer a la chica cuando ambas se lanzaron hacia la pistola. ¿Dónde estaba Andrine? Su apoyo no le vendría nada mal en ese momento. Los reducidos contemplaban la escena en silencio desde su jaula. Deseó que alguno de ellos aún conservara la mente.

Sus manos aferraron con fuerza, al mismo tiempo, el mango de la pistola, y ambas forcejearon en la hierba. Trina arañó con sus uñas la cara de Persis y la despojó de su gorra; entonces, se tambaleó hacia atrás de la sorpresa cuando su cabello del color de la plumeria cayó en cascada sobre las dos. Persis aprovechó la oportunidad para arrancar el arma de su agarre.

—¿Eres una chica? —balbució.

Persis se irguió, con el arma apuntando a Trina. Suspiró y se apartó varios mechones amarillos y blancos de la cara con su mano libre.

—¿Eso te sorprende? eres una chica.

Las facciones de la muchacha mostraban repulsión. Persis sacudió la cabeza y se encogió de hombros. Era decepcionante, la verdad. Casi habían estado de acuerdo.

Trina, cuyo rostro estaba contorsionado por la ira, dio una patada y barrió los pies de Persis. Ella sintió los dedos de la muchacha en la pistola y todo se volvió una nube de polvo, manos y cabello blanco y amarillo.

Entonces, oyó un gorjeo salido de la nada y una mancha roja pasó como un rayo entre ellas, hundiendo unos afilados dientes en el hombro de Trina.

Ella chilló y se apartó de nuevo, y Persis se puso en pie apresuradamente.

—Slipstream, aquí.

El visón marino soltó a Trina y trotó obedientemente hasta el costado de Persis. Luego, se pasó las patas con forma de aleta por los bigotes. Su alargado y reluciente cuerpo estaba húmedo por su último baño y la sangre de la soldado apenas se apreciaba en su pelaje de color rojo oscuro.

Mientras seguía apuntando con la pistola a la muchacha, Persis reparó en Andrine, que subía corriendo; su cabello azul como el océano le ondeaba por detrás.

—Qué bueno que te dignaras a aparecer —espetó Persis a su amiga.

—Siento el retraso. —Andrine abrió la jaula y se dispuso a bajar a los prisioneros—. No mencionaste que traerías a una enemiga combatiente.

—Una incorporación de última hora —replicó Persis con ligereza. Trina seguía acuclillada en el suelo, agarrándose el cuello, que seguía sangrándole, con ambas manos.

—Sé quién eres —profirió con un gemido—. Eres la Amapola Silvestre.

—¡Qué deducción tan impresionante! —afirmó Andrine mientras ayudaba a salir del camión a la última víctima—. ¿Exactamente, cuánto tiempo te ha tomado llegar a esa conclusión?

Persis le lanzó a su amiga una mirada fugaz. No había ninguna necesidad de ponerse petulante. Estaba apuntando con una pistola a la pobre chica.

—Estáis acabadas —escupió la joven, furiosa—. No tenéis ni idea de con quién estáis tratando. No tenéis…

Entonces Andrine soltó una risita.

—Sí que es presuntuosa para ser una chica que por poco se convierte en el tentempié de un visón marino, ¿no?

Los ojos de la soldado se abrieron tanto que parecían salvajes.

—Le voy a contar todo al Ciudadano Aldred.

—Oh, ¿en serio? —intervino Persis, inclinando el cañón del arma y apuntando a la cara de la muchacha—. ¿Cómo planeas hacerlo desde la tumba?

En ese momento, notó una mano en el codo. Al principio, pensó que se trataba de Andrine, aunque sabía que su amiga tenía más fe en ella. En realidad, Persis no iba a disparar. Al fin y al cabo, aún tenía la dosis en el palmport; podía, simplemente, dejarla inconsciente. Se arriesgó a echar un vistazo por el rabillo del ojo.

Lord Lacan estaba allí, en silencio, con una expresión cercana a la lucidez en sus ojos sombríos.

Persis bajó el brazo.

—Parece que has hecho un amigo poderoso, galatiense. —Suspiró—. ¿Pero qué podemos hacer contigo? No sabes ni por qué estás peleando.

—Claro que sí —contestó Trina—. Por mi país.

Persis se le quedó mirando un instante, entonces se echó a reír.

—Iba a decirte que eres tonta, en vista de que claramente te superamos en número. Pero he decidido que, en realidad, eres increíblemente valiente. Y eso nunca debería ser objeto de mofa. Además, me gusta tu estilo. Ese movimiento con el pie casi acaba conmigo. Muy bien, pues. Dejaré que lord Lacan decida su suerte.

Trina la miraba atónita.

—Pero es un reducido. No puede valerse por sí mismo.

—No te preocupes, soldado —manifestó Persis, mientras algo emergía del disco dorado en el centro de su mano, girando. La muchacha se quedó con la boca abierta de nuevo, lo cual sí que era conveniente—. Nosotras nos ocuparemos de eso.

Un instante después, Trina Delmar se desplomó sobre el suelo.

Otra misión cumplida.