Heredera por sorpresa

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Heredera por sorpresa
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Heredera por sorpresa
Diana Ma
Traducción de Iris Mogollón


Contenido

Página de créditos

Sinopsis

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Epílogo

Nota de la autora

Agradecimientos

Sobre la autora

Página de créditos
Heredera por sorpresa

V.1: septiembre de 2021

Título original: Heiress, Apparently

© del texto, Diana Ma, 2020

© de la traducción, Iris Mogollón, 2021

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2021

Todos los derechos reservados.

Publicado originalmente en inglés en 2020 por Amulet Books, un sello de Abrams, Nueva York bajo el título Heiress Apparently. (Todos los derechos reservados mundialmente por Harry N. Abrams, Inc.)

Diseño de cubierta: © Inma Moya

Corrección: Isabel Mestre

Publicado por Wonderbooks

C/ Aragó, 287, 2.º 1.ª

08009, Barcelona

www.wonderbooks.es

ISBN: 978-84-18509-22-3

THEMA: YFM

Conversión a ebook: Taller de los Libros

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

Heredera por sorpresa
Detrás de toda gran familia se esconde un gran secreto.

Gemma Huang acaba de llegar a Los Ángeles desde Illinois para cumplir su sueño: convertirse en una estrella de cine. Pero, de momento, las cosas no están saliendo como esperaba. Va de casting en casting y vive en un cuchitril.

Así que cuando le proponen el papel protagonista de M. Butterfly, una película que se rodará en Pekín, no se lo piensa dos veces y hace las maletas, a pesar de que eso implica desobedecer la principal regla de la familia Huang: nunca, bajo ningún concepto, pongas un pie en China. Decidida a labrarse una carrera en la industria del espectáculo a toda costa, Gemma vivirá un verano de increíbles revelaciones y aventuras, y descubrirá la verdad de la que su familia ha intentado protegerla durante toda su vida…

Para los lectores de A todos los chicos de los que me enamoré, una comedia romántica fresca que aborda temas como la identidad y los prejuicios culturales.

«Ambientada entre Los Ángeles y Pekín, Diana Ma saca a relucir los problemas a los que se enfrentan las personas de origen asiático, entre ellos las expectativas familiares, la identidad, el sacrificio y el honor.»

School Library Journal

«Un debut magnífico con giros melodramáticos dignos de una telenovela que entrelaza la narración con sucesos contemporáneos de la historia china.»

Kirkus Reviews

«Mucho más que la típica comedia romántica. Esta novela destaca los derechos LGTBI+, la historia de China, los prejuicios étnicos de Hollywood y el orgullo por la cultura y la familia.»

Booklist

«Una historia sobre los sueños y la familia que desafía los estereotipos negativos de la gran pantalla.»

The Candid Cover

#wonderlove

A mis padres, Ma Ching Shu y Ma Chao Chang,

por compartir sus historias conmigo.

Capítulo 1

Esta noche voy a romper dos reglas de oro. La primera: nunca salgas con alguien con quien compites por un papel como actor; la segunda: nunca planees para una primera cita algo relacionado con deportes competitivos. Así que ¿por qué estoy en la bolera en una primera cita con un chico que conocí en un casting para un anuncio de pasta de dientes?

La respuesta es sencilla: hace dos días, Ken Wang entró en la sala de espera del casting, como en esa escena de Quizá para siempre cuando Keanu Reeves entra al restaurante, a cámara lenta mientras se agita el pelo y con música de fondo.

Todas mis reglas se esfumaron.

No fui la única que se quedó mirándolo, pero sí a la que Ken se acercó ese día. Tal vez porque no había otra asiática en la sala aparte de mí, pero ese no fue el motivo por el que me invitó a salir diez minutos después. Aquello tuvo más que ver con las intensas chispas que saltaban entre nosotros mientras hablábamos. Entonces, en un estado de enamoramiento de los que te dejan sin aire y hacen que te flaqueen las rodillas, acepté su invitación a la bolera.

Ahora llevo unos zapatos alquilados para jugar a los bolos que huelen a ultratumba y estoy estirando el cuello para calentar, porque soy demasiado competitiva. Por algo tengo esas dos reglas sobre las citas y la competitividad.

Ken me dirige una lenta sonrisa que muestra sus relucientes dientes blancos mientras se prepara para lanzar la bola. «Con una sonrisa como esa, seguro que le dan el rol». Ni siquiera me molesta que vayamos a por el mismo papel, eso demuestra cuánto me gusta.

—¡Strike! —grita, triunfante, por encima del choque de la bola contra los bolos—. Ya puedes rendirte, Gemma.

 

Entrecierro los ojos. Tal vez haya perdido un anuncio de pasta de dientes contra el chico con la dentadura más perfecta del mundo, la clase de sonrisa que hace que me cosquilleen hasta los dedos de los pies, pero no me va a ganar en una partida de bolos. Negativo.

—¿Crees que te dejaría ganar en nuestra primera cita? —Finjo que le doy un puñetazo en el hombro que en verdad es una excusa para tocarlo—. Te estaría malacostumbrando.

Ken me sonríe de nuevo y una oleada de puro placer me recorre el cuerpo. «¿Es posible volverse adicta a una sonrisa?». Las mariposas de mi estómago revolotean como locas mientras me acerco al estante de las bolas para escoger una. No hay mucho donde elegir. Todas las bolas están rayadas, arañadas y sin brillo, y parece que a la mitad de ellas les falta poco para ser reemplazadas.

Es domingo por la noche y solo unas pocas pistas, además de la nuestra, están ocupadas. Sin duda, el Bowled Over Alley ha visto días mejores. La iluminación es tenue y, aunque en Los Ángeles está prohibido fumar en espacios cerrados, las décadas de humo se han filtrado en las paredes y en la moqueta, que ahora están grises y sucias. Me encanta que Ken me haya traído aquí para nuestra primera cita; está siendo él mismo, no trata de impresionarme, y eso me gusta.

Levanto una bola de cinco kilos que quizá fue rosa neón en algún momento, aunque es difícil saberlo. Independientemente del color, el peso de la bola es agradable y se acopla a mi mano.

—¿Seguro que puedes con eso? —Ken señala la bola de cinco kilos.

—Pregúntamelo de nuevo cuando te haya dado una paliza —respondo con dulzura.

«Quizá no debería fanfarronear». Paul, mi exnovio del instituto, se quejaba de lo competitiva que podía llegar a ser a veces.

—Creo que quien te va a dar una paliza soy yo. —Ken arquea las cejas y su gesto se vuelve sugerente y provocador—. Pero no te preocupes, no seré duro contigo.

Me resulta tan sexy que la respuesta que tengo en la punta de la lengua casi se me escapa. Casi…, pero no permito que Ken se mofe así de mí sin contraatacar. No importa lo distraída que esté por el calor que se aviva en mi interior.

—Por mucho que se diga, el tamaño no importa tanto como la gente piensa, así que, cuando pierdas, porque lo harás, no quiero que te excuses en que mis bolas son más grandes que las tuyas. —¿Me he pasado?

Paul no soportaba las bromas subidas de tono. «No es propio de ti», decía, lo que demuestra que no me conocía en absoluto. No fue ninguna sorpresa que solo duráramos tres meses.

—¡Ay! —Ken se lleva una mano al pecho con dramatismo a la vez que sus ojos se iluminan—. Guau, tienes respuestas para todo.

Sonrío sin parar, absorbiendo su admiración. Quizá jugar a los bolos en una primera cita no sea tan mala idea. Y, tal vez, debería dejar de preocuparme por las reglas estúpidas sobre citas y ser yo misma. Lo cierto es que no tengo un gran historial de citas, y no quiero estropearlo con Ken. Los tres meses con Paul fueron mi única relación. Los chicos del instituto al que asistía en las afueras, en su mayoría blancos, tenían una imagen concreta de mí: la de una chica asiática inocente y buena. Y los chicos blancos como Paul, a quienes les gustan ese tipo, siempre se llevaban un chasco conmigo. Pero ahora que he dejado atrás el instituto y el estado de Illinois, espero que las cosas cambien.

—No quiero darte una impresión equivocada. —Coloco la bola en el retornabolas—. Así que deja que te advierta que juego para ganar.

—Sí, se nota. —Ken me da un lento repaso con la mirada, como si le gustara lo que ve.

Un cosquilleo, similar a una descarga eléctrica, me recorre el cuerpo. Tengo la sensación de que las cosas van a ser diferentes. Creo que no me equivoqué al mudarme a Los Ángeles tras graduarme en el instituto hace unas semanas. De hecho, no había nadie a la altura de Ken en Lake Forest, Illinois. De no ser por el constante olor a humo y los zapatos usados por no quiero saber ni cuántos pies antes que los míos, pensaría que estoy en un sueño.

Durante la siguiente media hora, Ken y yo no dejamos de tontear y chocar accidentalmente a propósito el uno con el otro. Aun así, cuando me toca lanzar la bola, no presto atención a los amistosos abucheos de Ken y vuelvo a centrarme en la partida. Como ya he dicho, soy competitiva.

Cuando le toca a él, nos intercambiamos los papeles. Trato de distraerlo con bromas, pero él mantiene la mirada fija en la pista. Por lo visto, los dos somos competitivos.

Al final, gano por los pelos.

—¡Y ahora a saborear la victoria! —anuncio con alegría.

El rostro de Ken se ensombrece y la ansiedad me recorre el estómago. Oh, no. Por favor, que no sea como Paul, que no soportaba perder. Soy competitiva, pero no una mala ganadora. Las bromas amistosas son parte de la diversión, aunque algunos no piensen lo mismo, sobre todo, cuando han perdido.

Sobre la marcha, convierto mi puño al aire en un encogimiento de hombros.

—La suerte del principiante.

Al instante, me arrepiento de haberlo hecho. Así era yo con Paul, siempre preocupada por su ego, y es una de las razones por las que rompí con él. Me juré a mí misma que nunca volvería a tener otra relación así.

La sombra desaparece del rostro de Ken.

—Has ganado de forma honesta, así que nada de falsa modestia, ¿vale? —Abre una lata de refresco y me la ofrece.

Aliviada, acepto el refresco y nos sentamos en el banco de vinilo negro.

—Mis amigos de toda la vida me acusan de ser demasiado competitiva —admito—. Me han prohibido jugar al Monopoly por petición popular.

Ken se ríe.

—Yo también soy competitivo. Es la consecuencia de tener padres chinos. —Entonces empieza a imitar a sus padres—: ¿Has sacado un nueve en ese examen? ¿Cómo han sido el resto de notas? ¿Alguien ha sacado un diez?

—¿A que sí? Una vez obtuve un sobresaliente bajo y mi madre me obligó a hablar con mi profesor de inglés sobre ello. —Para ser justos, solo lo hizo una vez, y fue porque pensó que merecía más nota.

—Bueno, ¿qué esperabas? —se burla—. ¡Después de todo, sacaste un «suficiente asiático»!

Me río a carcajadas y me siento muy a gusto. Nunca me río de este tipo de cosas con mis amigos occidentales, que no entenderían la broma. Pero con Ken puedo compartir un chiste interno en lugar de ser el blanco de una broma.

—Padres estrictos, ¿eh? —pregunta Ken.

—No —admito—. Me presionaban mucho para que diera lo mejor de mí en el colegio, y tenía un toque de queda, pero eso es todo.

Levanta las cejas.

—¿Así que tus padres dieron el visto bueno para que te mudaras a Los Ángeles para ser actriz?

Me río.

—No exactamente. —No les hizo demasiada ilusión que aplazara mi ingreso en la UCLA para perseguir mi sueño—. Quiero decir que no se enfadaron ni me amenazaron. Fue mucho peor que eso. —Bajo la voz en un susurro melodramático—. Estaban decepcionados.

Seguimos hablando de nuestros padres durante un rato, y entonces Ken se acerca un poco más a mí. Se me tensan los hombros por la emoción. «¿Va a besarme?». En lugar de eso, me pregunta:

—Oye, ¿quieres ir a comer algo?

Me trago mi decepción y me convenzo a mí misma de que en realidad es bueno que quiera pasar el rato conmigo y conocerme en lugar de intentar meterme la lengua hasta la garganta.

Salimos de la bolera y vamos a la cafetería que está al lado. Ken me habla de conducir un Uber y de ser asistente de grip* en el plató de una comedia romántica de bajo presupuesto, aunque lo que realmente quiere es lo que todos deseamos: ser actor a tiempo completo. Me planteo contarle que me han llamado hace poco para un papel que quiero de verdad, pero no me gustaría gafar mi suerte, así que me lo guardo para mí, de momento. En su lugar, hablamos de nuestras posibilidades de conseguir el papel para el anuncio de pasta de dientes.

—Lo vas a conseguir —le digo.

—Estoy seguro de que estuviste genial en el casting, Gemma. —Suena totalmente sincero, como si quisiera este papel para mí tanto como para sí mismo.

—Debo admitir que me costó mucho hacer que la pasta de dientes pareciera emocionante. —Pongo un tono de voz más sensual—. Ahora en menta fresca y canela caliente.

Ken se ríe.

—Si dijiste las frases así, ¡seguro que te darán el papel! —Se acerca a la mesa y se desliza hacia mi lado del banco corrido de forma que quedamos casi cadera con cadera—. Déjame intentarlo. —Con la mirada fija en la mía, dice en voz baja y áspera—: Pasta de dientes con un frescor intenso para esos encuentros especiales.

Se me seca la garganta de golpe. Ken me coloca la mano en la nuca, lo que provoca que se me ericen los pelos del cuello, y me atrae hacia él despacio. Me besa la mejilla y levanta una de las comisuras ante mi suspiro involuntario. Entonces, sus labios se encuentran con los míos.

Nuestro beso es lento y dulce, como debe ser en una primera cita.

De pronto, mi cerebro se descontrola. «Lo cierto es que sabe lo que hace. ¿Ha besado a mucha gente? ¿Dónde debo poner las manos? ¿Le estoy devolviendo el beso con suficiente ímpetu… o no?». Un. Tío. Bueno. Me. Está. Besando. «Cállate, cerebro, y déjame disfrutar de esto».

Justo cuando por fin me he centrado en el beso, Ken se aparta y mi interior se derrite por completo. Decepcionada, me prometo a mí misma que la próxima vez me permitiré disfrutar de verdad. Si es que hay una próxima vez, claro.

—Entonces, ¿puedo volver a verte? —pregunta con otra sonrisa de lo más atractiva.

Es un milagro que no me caiga al suelo de alivio, y es todavía más sorprendente que suene casi tranquila al responder:

—Claro.

* Mecanismo de soporte para las cámaras que se emplea en las tomas con secuencias desde diferentes ángulos. (N. de la T.)

Capítulo 2

Unas semanas más tarde, soy la chica más feliz del planeta. Tanto que necesito que alguien me pellizque porque creo que esto debe de ser un sueño. Ken y yo estamos juntos, y hemos salido a celebrar que ha conseguido el papel para el anuncio de pasta de dientes. No menciono que me han vuelto a llamar para una segunda audición para el papel que estoy intentando conseguir. De hecho, no se lo he dicho a nadie. A pesar de lo increíble que es llegar a la tercera y última fase del casting, conseguir este papel no deja de ser una posibilidad remota, así que intento no hacerme ilusiones.

El coche se dirige al oeste, pero Ken no me dice adónde vamos.

—Es una sorpresa.

Me encanta lo espontáneo y divertido que es, aunque sus rasgos cincelados y su cuerpo espectacular tampoco están de más.

Veinte minutos después, llegamos a la playa. Salgo de un salto casi antes de que Ken haya aparcado.

—¡Esto es perfecto! Quiero decir, me encanta el lago Míchigan, pero la playa es tan… —Extiendo los brazos y contemplo la arena dorada y las olas blancas que se adentran en el horizonte bajo el sol abrasador—. ¡Maravillosa!

Mientras sonríe, Ken rodea el coche para acercarse a mí.

—Me alegro de que te guste.

Durante las siguientes dos horas, me siento como si estuviéramos en un vídeo musical asiático de esos que salen de fondo en la pantalla de las salas de karaoke, sin importar qué canción hayas elegido. No me refiero a la parte en la que la chica deambula triste bajo la lluvia, sino al flashback en el que juguetea en la playa con un vaporoso vestido blanco junto al chico de sus sueños.

De repente, nos encontramos de pie frente al espumoso oleaje, agarrados de la mano y bajo un cielo convertido en una sublime salpicadura de naranjas y rosas. Si alguien me hubiera descrito este momento…, me habría burlado sin piedad de lo cursi que suena. Pero aquí estoy, con el hombre más atractivo del mundo mirándome a los ojos, y no me parece para nada cursi.

—No quiero estar con nadie que no seas tú, Gemma —dice.

Siento que se me derriten hasta los huesos de la alegría.

—Yo tampoco. —No me creo que, a pesar de todas las chicas con las que Ken podría salir, quiera estar solo conmigo. Sonríe ante mi ferviente acuerdo.

—Así que supongo que ahora eres mi novia.

—¡Y tú eres mi novio! —Es demasiado tarde para hacerse la dura.

 

Ken me besa justo cuando el sol se pone sobre el océano. Y es perfecto.

* * *

Cuando Ken me deja en mi apartamento del centro de Los Ángeles estoy de muy buen humor. Tengo novio. ¡Y es guapo e increíble! Ahora solo necesito conseguir un papel que me permita pagar el alquiler de este mes y no podré ser más feliz.

Mi papel como extra en una adaptación teatral de bajo presupuesto de El mago de Oz acaba de terminar y, aunque no me entristece dejar de interpretar a un pequeñajo (mido casi un metro sesenta y tres, no soy tan bajita), me gustaría saber de dónde saldrá mi próximo cheque. Es deprimente la rapidez con la que desaparecen los ahorros que conseguí mientras trabajaba en el museo de mi madre. Tal vez debería hacer un turno de noche en UPS como Glory o trabajar de camarera, igual que Camille. Todas intentamos triunfar como actrices, pero, de las tres que vivimos en este minúsculo apartamento de dos habitaciones, soy la única que no tiene un trabajo fijo a tiempo parcial. Por suerte, soy la que paga el alquiler más bajo, ya que estoy dispuesta a dormir en el sofá cama del salón.

Se me hunde el pie en la moqueta de la entrada como si una ciénaga húmeda lo estuviera absorbiendo. Juraría que algo se mueve por debajo. El resto del apartamento no es mucho mejor: las paredes de yeso están agrietadas y los muebles los consiguieron mis compañeras de piso a través de un grupo de Facebook del centro de Los Ángeles que se llama «No compres nada». Aun así, me siento agradecida de tener este lugar.

Mis dos compañeras de piso no suelen estar en casa al mismo tiempo que yo, pero, cuando entro, ahí están. Camille está tirada en el sofá repasando un guion. Ha tenido la suerte de conseguir un pequeño papel en una obra de teatro. Glory está sentada con las piernas cruzadas en la moqueta desnivelada, desde donde revisa las convocatorias de casting en su teléfono, ya que ahora mismo no tiene ningún papel que preparar. La conocí cuando actuamos juntas en algunas obras de teatro en Chicago. Es unos cuantos años mayor que yo, pero congeniamos enseguida y seguimos en contacto cuando se mudó a Los Ángeles el año pasado. Glory fue la primera persona a la que llamé en cuanto decidí mudarme aquí, y me dejó dormir en su apartamento muy generosamente. Y, cuando mi búsqueda de un hogar permanente en Craigslist no tuvo éxito, Glory me dejó, todavía más generosamente, mudarme con ella y Camille.

Me estremezco al pensar que podría estar compartiendo habitación con algunas de las personas con las que me entrevisté. Como la chica que me aseguró que Los Ángeles era diferente de «donde yo vengo». Le conté que procedía de un barrio periférico de Chicago, y me contestó: «Oh, me refiero a de donde vienes en realidad».

—¿Cómo ha ido tu cita con Ken? —pregunta Glory, que deja el teléfono y estira los brazos por encima de la cabeza.

Ella nunca me preguntaría de dónde soy en realidad. De hecho, a ella le hacen una pregunta aún más incómoda: «¿Qué eres?». Es japonesa, samoana y blanca, y es una chica musculosa cuya gran estatura te deja sin aliento, con una voz sexy y profunda y un humor ácido. Todo el mundo que conozco está, al menos, un poco enamorado de ella. Yo incluida.

—¡Ha sido increíble! —Eso es quedarse corta: nunca he conocido a un chico mejor que Ken y aún no me creo que sea mi novio.

—¿Cuál era el destino sorpresa? —Los ojos de Camille brillan con interés. Con su aspecto de reina de la belleza rubia, es muy posible que sea la primera de nosotras en triunfar, pero es tan simpática que ni siquiera puedo estar resentida con ella por eso.

Glory trae unos bocadillos de la cocina mientras yo me acomodo en el sofá junto a Camille cuando me piden que se lo cuente todo.

Les resumo la tarde y pronto nos reímos e intercambiamos historias sobre citas anteriores. Camille nos habla de un tipo que, al final de una cita espantosa, le pidió que lo calificara en una escala del uno al diez.

Cuando Glory asegura que no recuerda haber tenido nunca una cita mala de verdad, Camille y yo nos quejamos y le tiramos patatas fritas.

—¡Vale! —exclama mientras se cubre la cabeza para protegerse del aluvión de patatas—. ¡He tenido rupturas épicas por lo mal que han ido, si eso cuenta!

Camille y yo nos miramos.

—Oh, sí que cuenta —añado mientras Camille asiente con energía—. ¡Ilústranos, por favor!

Glory nos cuenta que salió con una compañera de piso que se volvió una acosadora tras la ruptura.

—Lo peor es que, como era mi compañera de piso, tenía que vivir con ella. Un día fui a su habitación porque no encontraba mi sudadera favorita y pensé que tal vez se la había llevado. No la encontré, pero sí una bolsa hermética de plástico con mechones de mi pelo en su cómoda. Al parecer, mi exnovia había recorrido el apartamento, ¡y había recogido mi pelo en secreto!

—¡Qué mal rollo! —dice Camille.

Estoy de acuerdo.

—Glory, tu exnovia era blanca, ¿verdad?

Glory asiente:

—Sí.

Pongo los ojos en blanco.

—No entiendo la obsesión que tienen los blancos por el pelo de las asiáticas. —Miro a Camille con preocupación—. Sin ánimo de ofender.

—No me ofendo —responde tranquila—. En nombre de mi gente, me disculpo.

Admitimos que, sin lugar a duda, Glory gana por la peor ruptura.

—He perdido demasiadas compañeras de piso por liarme con ellas —admite Glory con tono sombrío—. Por eso ninguna de nosotras se enrolla con las demás.

Camille tiene una mirada un poco melancólica. La entiendo. En la escala de orientación sexual, soy en gran parte heterosexual, aunque también tengo inclinaciones no heterosexuales, y creo que a Camille le ocurre lo mismo. Para mí, eso significa que me gustan los chicos, pero las chicas como Glory también me ponen. Al fin y al cabo, no soy de piedra. No si se trata de Glory.

No he tenido muchas citas, y nada a la altura de las historias de mis compañeras, pero aporto lo que puedo. Les hablo del hijo del primo del médico de un amigo de mis padres, a quien acepté enseñarle los alrededores cuando vino de visita desde Taiwán. No teníamos ningún contacto directo en común y, aunque todo el mundo fingió que no había sido planeado, yo sabía que sí.

—No estoy intentando reproducir ningún estereotipo de chico asiático empollón —advierto a mis compañeras de piso—, pero este chico lo era. —No quiero que Camille piense que todos los chicos asiáticos son unos empollones.

Glory se ríe porque sabe que es una advertencia que a veces se debe hacer en compañía mixta.

Camille asiente:

—Por supuesto. —La sinceridad de esta chica está haciendo que se gane mi corazón.

—La cita estuvo bien —digo—. No saltaron las chispas entre nosotros, pero era un tipo bastante agradable. Luego, al final, me dijo que me había traído algunos regalos. Abrió la mochila… —Hago una pausa para conseguir un efecto dramático y bebo un sorbo de agua—. Y empezó a sacar, uno por uno, el tipo de recuerdos horteras que tus padres podrían traerte de un viaje… cuando tenías ocho años. —A decir verdad, a mí eso no me pasaba. Mis padres apenas viajaban sin mí, y mucho menos a otros países como Taiwán.

Glory se ríe tanto que le brotan lágrimas de los ojos.

—¿Como qué? —Camille abre unos ojos como platos por la fascinación.

—Como un llavero con una frase hortera en inglés en un corazón de plástico. Creo que era algo parecido a: «Two hearts make one love». —Alzo una mano cuando Glory se atraganta con el agua por la risa—. Espera, que todavía no he llegado a la mejor parte.

Camille casi da saltitos en el sofá.

—Cuéntanos —exige.

—Una caja de música con figuras de Blancanieves y los siete enanitos en la parte de arriba.

—Ay, por favor, dime que la melodía que sonaba era «Mi príncipe vendrá» —suplica Glory.

—Por supuesto que sí —respondo—. La puso para mí y luego me miró con ojos de cachorrito durante toda la canción. Fue muy incómodo.

Glory ha acabado en el suelo y Camille jadea entre risas.

—Lo mejor fue la reacción de mi madre.

Mamá examinó el plástico barato de colores brillantes que había sobre mi cama y luego dijo:

—¿Esto es lo que te ha traído de Taiwán? ¿Por qué bai fei qian en esto?

Me río al recordarlo y añado:

—Ella no entendía por qué malgastaba su dinero en baratijas. Pensó que debería haberme traído pasteles de piña de Taiwán en su lugar.

A mamá le encantan los dulces. Siempre le pide a su mejor amiga, que también es china, que le traiga pasteles de piña de Taiwán. Una vez le pregunté por qué nunca había ido allí o a China. Me dio una respuesta imprecisa, pero yo sabía que ocultaba algo.

En cuanto Camille recupera el aliento, pregunta:

—¿Taiwán forma parte de China? ¿Tus padres son de allí? —Esta es la clase de preguntas que no me molestan. Camille no lo pregunta porque mi condición de asiática me convierta en extranjera a sus ojos, sino porque es una nueva amiga que quiere conocerme de verdad. Sin embargo, la respuesta a su pregunta sobre Taiwán es complicada. Desde que el bando perdedor de la revolución comunista china huyó a Taiwán a finales de los años cuarenta, la China continental considera que Taiwán forma parte del continente, pero estos no están de acuerdo. Mi padre diría que eso es demasiado simplificado, pero yo no soy capaz de explicar la geopolítica china como él.

—Taiwán es un país aparte —explico—. Mis padres no son de allí, sino de China.

Luego cambio de tema, porque sé cuál es la siguiente pregunta inevitable. Y no es ofensiva, pero tampoco fácil de responder: «¿Alguna vez has estado en China?».

La respuesta es no. Pero no me resulta fácil explicar por qué. Mis padres no solo no han vuelto nunca a China, sino que me han prohibido ir.

Y no sé por qué.