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Genes y genealogías

Sobre nuestra herencia cultural y biológica

Susanna Manrubia Damián H. Zanette

PREMIO EUROPEO DE DIVULGACIÓN CIENTÍFICA

ESTUDI GENERAL 2012



Director de la colección:Fernando SapiñaCoordinación:Soledad RubioCoordinadores de la serie:Juli Peretó (Universitat de València)Antonio Lazcano (Universidad Nacional Autónoma de México)Con el apoyo del Centro Lynn Margulis de Biología Evolutiva de las Islas Galápagos, Universidad San Francisco de Quito

Asesores:


Fernando BaqueroCarlos Montúfar
Hospital Ramón y Cajal, MadridUniversidad de San Francisco de Quito
Jaume BertranpetitDaniel Piñero
Universitat Pompeu Fabra, BarcelonaUniversidad Nacional Autónoma de México
Nelio BizzoIrina Podgorny
Universidade de São PauloUniversidad Nacional de La Plata
Hernán DopazoDiego Quiroga
Universidad de Buenos AiresUniversidad de San Francisco de Quito
Amparo LatorreSávio Torres de Farias
Universitat de ValènciaUniversidade Federal da Paraiba
Arlette López TrujilloGabriel Trueba
Universidad Nacional Autónoma de MéxicoUniversidad de San Francisco de Quito
Alicia MassariniRafael Vicuña
Universidad de Buenos AiresPontificia Universidad Católica de Chile

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© Del texto:

Susanna Manrubia y Damián H. Zanette, 2014

© De la presente edición, 2014:


Càtedra de Divulgació de la Ciènciawww.valencia.edu/cdcienciacdciencia@uv.esPublicacions de la Universitat de Valènciahttp://puv.uv.espublicacions@uv.es

Producción editorial: Maite Simón


InteriorCubierta
Diseño y maquetación: Inmaculada MesaCorrección: Communico, C.B.Diseño original: Enric SolbesGrafismo: Celso Hernández de la Figuera

ISBN: 978-84-370-9550-9

ÍNDICE

PREFACIO

Capítulo 1. NOMBRES Y APELLIDOS

NOMBRANDO A LOS PERSONAJES

DISTINTAS CULTURAS, DISTINTAS HISTORIAS

LA IMPORTANCIA DE LA DIVERSIDAD EN EL PASADO Y EN EL PRESENTE

NUEVOS APELLIDOS: ¿UNA HERENCIA IMPERFECTA?

SEMEJANZAS Y DIFERENCIAS

DESCUBRIENDO REGULARIDADES

FRANCIS GALTON Y LA EXTINCIÓN DE LAS FAMILIAS ILUSTRES

LOS TAMAÑOS DE LAS FAMILIAS

ISONIMIA Y GENES

Capítulo 2. ANCESTROS Y PROGENIES

LOS BISABUELOS DE FELIPE II

ÁRBOLES GENEALÓGICOS

LA PARADOJA DE LOS BISABUELOS

ANTEPASADOS REPETIDOS: ¿CUÁNTOS Y CUÁNTAS VECES?

¿DE QUÉ NOS INFORMAN LAS REPETICIONES DE ANTEPASADOS?

IMPLEXIÓN Y HERENCIA GENÉTICA

Capítulo 3. GENES Y HERENCIA

DARWIN Y MENDEL, O LA EVOLUCIÓN Y LA HERENCIA

EL DISCRETO ENCANTO DE LOS GENES

LA HERENCIA DE LOS GENES

GENEALOGÍA DE UN GEN

MUTACIONES

MUTANTES Y EVOLUCIÓN

HISTORIA DE Y

EL CROMOSOMAY... Y ADÁN

EL ADN MITOCONDRIAL... Y EVA

FENOTIPO Y GENES

Capítulo 4. IDIOMAS Y LENGUAJE

LENGUA E IDENTIDAD

CONFUSIÓN EN BABEL

AUGE Y EXTINCIÓN DE LAS LENGUAS

PAUTAS Y ESTRUCTURAS

EL ORIGEN DEL LENGUAJE

EPÍLOGO

BIBLIOGRAFÍA

INDICE ANALÍTICO

PREFACIO

Cosa bastante curiosa, aunque él lo ignoraba, era que descendía por línea masculina directa de Gengis Kan, si bien las generaciones intermedias y la mezcla de razas habían escamoteado sus genes de tal manera que no poseía rasgos mongoloides visibles, y los únicos vestigios que aún conservaba Mr. Prosser de su poderoso antepasado eran una pronunciada corpulencia en torno a la barriga y cierta predilección hacia pequeños gorros de piel.

Guía del autoestopista galáctico DOUGLAS ADAMS

Gran hombre debería ser Míster L. Prosser a la luz de su ascendencia. Pero qué irónico destino el que, en lugar de dejarle en herencia los genes que hicieron de Gengis Kan el más poderoso guerrero conocido, seleccionó para él la gran panza y la excéntrica predilección de su antepasado. La sonrisa que Adams nos arranca con su descripción tiene un trasfondo de intranquilidad: ¿acaso no deberíamos ser reflejo de nuestros antepasados? ¿Quién no siente cierto orgullo por su apellido, por ese tío aventurero, por el matrimonio entre su bella tatarabuela y aquel noble, o por tantas otras cosas que «vienen de familia»? Lo que hemos recibido como herencia biológica y cultural nos afecta directamente porque ha hecho de nosotros, en buena parte, aquello que somos.

En este libro realizamos un recorrido por varios aspectos relacionados con nuestra genealogía y con nuestros genes, y revisamos algunos mitos y suposiciones muy extendidos pero que no siempre se ajustan a la realidad objetiva. Como investigadores, nos hemos sentido atraídos por cuestiones como cuáles son los mecanismos que generan gran abundancia de ciertos apellidos frente a la escasez o desaparición de otros, o por descubrir cómo afecta la endogamia a la estructura de los árboles genealógicos. Hemos tenido la fortuna de poder dedicar-nos profesionalmente al estudio de varias de estas cuestiones, y la suerte aún mayor de poder dar algunas respuestas. Como seres humanos, por otra parte, compartimos con nuestros semejantes el interés por nuestra genealogía y por su relevancia cultural, y nos intriga saber si la herencia de ciertos genes puede haber dejado en nosotros una huella indeleble de rasgos no deseados de nuestros antepasados.

Hace ya varios años tomamos la decisión de compartir con el lector curioso un viaje por genes y genealogías, aunando el interés que el tema despierta en nosotros y en el público en general con nuestras pesquisas profesionales. Hemos disfrutado con las lecturas adicionales que el proyecto ha requerido, y las discusiones que la elaboración de este texto ha propiciado han sido para nosotros una fuente de deleite. Confiamos en que este placer haya impregnado las páginas que siguen, así como esperamos poder aportar un punto de vista poco habitual a las cuestiones tratadas.

En el primer capítulo revisaremos lo que sabemos sobre el origen de los apellidos, la influencia de la cultura y la historia en el modo en el que se heredan, y examinaremos algunos aspectos objetivos de su distribución. La relevancia del apellido se cuestiona en el capítulo siguiente, donde se verá cómo aumenta el número de ancestros en nuestro árbol genealógico a medida que nos remontamos en el tiempo, y cómo, a la par, debe diluirse su influencia. Las implicaciones de este proceso para nuestra herencia genética se discuten en el tercer capítulo, donde también examinamos cómo las mutaciones generan novedad y participan en el borrado del recuerdo genético. Finalmente, en el cuarto capítulo reflexionaremos sobre uno de los caracteres culturales que más íntimamente nos definen: la lengua que hablamos. Hemos intentado en todos los casos enfatizar los aspectos cuantitativos y objetivos que conocemos para modular la importancia que concedemos a la herencia en sus distintos ámbitos.1 También hemos tendido puentes entre los temas tratados en los distintos capítulos, señalando los aspectos universales de algunos mecanismos hereditarios.

Hemos recibido la generosa ayuda de colegas, amigos y familiares que aceptaron, con alegría y mejor disposición, leer las primeras versiones de este texto y mejorarlo con sus comentarios. Nuestro agra-adecimiento va para Carlos Briones, José A. Cuesta, José Luis Lanata, Ester Lázaro, Bartolo Luque, Cristina Manrubia, Ana Manrubia, Chema Ruiz e Inés Samengo. Los errores que el lector pueda detectar son nuestros. La confianza en que este texto pueda entretener y resultar de interés se ha visto sin duda acrecentada por la afectuosa lectura que ellos han hecho.

1. El lector se encontrará con algunos cuadros que incluyen detalles matemáticos sobre varios modelos. Los resultados y las implicaciones están relatados en el texto principal, así que pueden ignorarse sin perjuicio de la comprensión.

Capítulo 1

NOMBRES Y APELLIDOS

Alrededores de Viena, invierno de 1192. Un grupo de peregrinos en camino a Sajonia es detenido por una patrulla al servicio de Leopoldo V, duque de Austria. Entre ellos, el rey Ricardo Corazón de León regresa de combatir en la Tercera Cruzada. A pesar de su disfraz, Ricardo se ve delatado por el lujoso anillo que luce en su mano derecha y, acusado por Leopoldo de organizar el asesinato de su primo Conrado de Montferrat, es hecho prisionero. Tras su traslado a la fortaleza de Dürnstein queda bajo la custodia de Enrique VI de Alemania, quien requiere un sustancioso rescate por su persona. Mientras tanto, en Inglaterra, Juan sin Tierra ha usurpado el trono que Ricardo dejó tras su partida hacia Jerusalén. Con la excusa de reunir el rescate exigido, Juan impone tributos adicionales a un campesinado ya oprimido en extremo. La situación se vuelve insostenible para buena parte de los habitantes de Nottinghamshire...

Inicia la primavera en Sherwood cuando Wat Whitehead, impelido por la necesidad, mata un ciervo en el bosque. En mala hora quebranta la ley, pues Sir Guy de Gisbourne, vasallo del príncipe Juan, descubre al desgraciado infractor y se dispone a arrestarlo: la caza mayor está penada con la muerte. Sin embargo, para disgusto de Sir Guy, la detención de Wat se ve frustrada por la injerencia de una pareja de proscritos. Son Little John y Robin Hood, el otrora Sir Robert de Locksley y hoy líder de un grupo contrario al príncipe usurpador y leal al rey Ricardo...

NOMBRANDO A LOS PERSONAJES

La leyenda de Robin Hood –literalmente Robin «el de la Capucha»– se sitúa en plena Edad Media, en una Europa sometida a un régimen feudal que establecía relaciones de estrecha dependencia entre señores y vasallos. Esta organización jerárquica rompía con la estructura social de siglos anteriores. Uno de los factores que la hizo posible fue el aumento continuado de la producción agrícola que se dio entre los siglos xi y xiii. Este propició, a su vez, un crecimiento notable de la población y permitió que los excedentes sirvieran para mantener a una clase ociosa, dedicada a recaudar impuestos y organizar guerras. La misma Inglaterra intentó en repetidas ocasiones invadir Gales, Escocia e Irlanda, como tantas veces hemos visto representado en las historias de caballeros de aquel tiempo. Las Cruzadas, alentadas por un clero defensor del afán hegemónico del papado, constituyen el mayor movimiento de expansión de la población europea entre los siglos XI y XIII. Solo gracias al notable crecimiento demográfico fue posible enviar a buena parte de los hombres a la guerra, mientras la comunidad seguía produciendo lo suficiente como para mantener a un grupo humano cada vez mayor dentro y fuera de las fronteras europeas. El aumento de la población, la complejidad del sistema social de la época y los movimientos demográficos hacia otras regiones produjeron cambios globales en las costumbres que han perdurado hasta nuestros días.

Entre las muchas novedades de la Edad Media de las que somos herederos en occidente se halla el modo de nombrar a las personas. Cuando escuchamos «Little John» (Pequeño Juan) o «Wat Whitehead» (Wat Cabeza Blanca, Wat «el Canoso» o quizá «el Albino»), sentimos cómo nos remontamos al pasado. Aun sin conocer a Ricardo Corazón de León adivinamos que debía de considerársele un valiente guerrero en batalla, y la misma mención de «Sir Guy de Gisbourne», de no conocer al personaje, transmite nobleza y nos retrotrae a la época de los caballeros. Nos es fácil identificar los factores implicados en esta regresión temporal, los que nos producen esas sensaciones de forma inmediata. Son, en primer lugar, los nombres propios de los protagonistas (Guy, Robin, Wat), en su mayor parte distintos de los hoy predominantes nombres católicos que se impusieron en Europa más tarde. Otro factor es la forma en que cada uno de los personajes está identificado: por un nombre propio unido a su procedencia (de Longley, de Gisbourne), a su condición (sin Tierra), a sus características físicas o de aspecto (el de la Capucha, Cabeza Blanca, Pequeño) o a su carácter (Corazón de León).

La necesidad de añadir calificativos a los miembros de una comunidad a fin de distinguirlos de forma inequívoca aparece cuando el grupo humano aumenta de tamaño lo suficiente como para que empiecen a darse repeticiones en los nombres. Cuando la utilización de un nombre único puede inducir a confusión, este necesita ser complementado con información extra. En nuestros días estamos familiarizados con el uso de los apellidos, términos adicionales unidos al nombre propio que en muchos casos se heredan de los progenitores (con frecuencia de los padres) y nos dotan de cierta individualidad. El nombre nos identifica, hasta el punto de que la fórmula «soy Dante Alighieri» se utiliza con más frecuencia que «me llamo Dante Alighieri», expresión mucho más precisa. Por supuesto, no siempre fue así: hubo un tiempo en que los hombres, agrupados en clanes aislados formados por un número reducido de individuos, quedaban descritos por un solo nombre, el nombre que les era propio.

En Europa, los apellidos empezaron a ser usados con regularidad a finales de la Edad Media. En el siglo XI, la costumbre fue exportada desde el continente a Inglaterra, junto con las invasiones normandas. El primer grupo social que la adoptó fue la clase noble de la Europa feudal, si bien en una forma aún distinta de la que hoy en día conocemos. Este hábito se fue transmitiendo al pueblo llano y acabó siendo norma común. Una de las razones principales para su generalización fue, como hemos dicho, el crecimiento demográfico, y con él la necesidad de establecer un control administrativo adecuado de la población. Sin embargo, no cabe duda de que la identificación y diferenciación de los miembros de la comunidad han sido necesidades presentes en los grupos humanos de cualquier tiempo.

DISTINTAS CULTURAS, DISTINTAS HISTORIAS

Ya en nuestra prehistoria, el lenguaje hablado fue fundamental para determinar la posición de cada uno en la comunidad y establecer jerarquías. La asignación de nombres propios, «etiquetas» distintivas de los individuos, apareció probablemente de forma natural en aquellas incipientes sociedades donde se empezaban a establecer formas complejas de relación entre los individuos. Es muy posible que los nombres se otorgaran al nacer y reflejaran la situación del momento: alguna característica del recién nacido, la coyuntura social, su posición dentro del clan o en relación con los demás miembros, el lugar geográfico o paisajístico del alumbramiento, o el estado de variables climáticas y astronómicas. En la actualidad existe una gran cantidad de información sobre el origen etimológico de los nombres propios y su significado, lo cual muestra la curiosidad que despierta el nombre completo que nos caracteriza como individuos.

La tradición de herencia de los apellidos es reciente en la historia de la humanidad. Se inició hace 5.000 años en China, pero hace apenas 150 en Noruega. No todas las culturas la comparten.

En efecto, lo que fue plausible en los albores de la humanidad quedó más adelante reflejado por escrito en numerosas culturas y se observa ahora en las formas que tienen las distintas regiones del mundo de nombrar a las personas. Esos nombres, imaginados de nuevo cada vez que un individuo nacía, y por tanto sin señas de la estirpe de procedencia, pasaron en algún momento a ser hereditarios. A partir de entonces los apellidos que hoy conocemos tienen un significado más allá de la identificación personal y nos hablan del origen de sus portadores. Como vemos, la diferenciación entre nombre y apellido tiene una raíz histórica, ya que ambos contribuyen a definir el nombre completo de una persona.

El patrón de asignación de nombres a los individuos no es universal, y menos la costumbre de heredar parte del nombre de los padres. Los yoruba, en Nigeria, usan nombres que describen las circunstancias del nacimiento, como Kehinde (‘el que vino después’) para el segundo de una pareja de gemelos o Babatunde (‘el padre ha vuelto’) para un niño nacido poco después del fallecimiento de un hombre anciano de la familia. El uso de los apellidos según el esquema occidental es raro en la mayor parte de África, excepción hecha de las colonias que estuvieron bajo dominio europeo e incorporaron su nomenclatura.


Figura 1.1 Las características personales de los individuos han dado lugar a apodos que, en algunos casos, se han transformado históricamente en apellidos. A la izquierda, Pedro III de Aragón «el Grande» (1240-1285), rey de Aragón, Valencia y Sicilia, y conde de Barcelona. A la derecha, Alfonso X «el Sabio» (1221-1284), rey de Castilla. Actualmente, más de 11.000 personas tienen Grande como primer apellido en España. Sabio es el primer apellido de casi 2.000. El verbo apodar deriva del latín putare, que significa ‘juzgar’. Fuente de ambas imágenes: <es.wikipedia.org>.

Por su parte, en el Tíbet, indiferentes a la importancia del apellido según los parámetros de occidente, los dos nombres propios otorgados a los recién nacidos pueden ser escogidos por los padres, por el Lama budista local o ser solicitados al mismo Dalai Lama.

Puede parecer que nuestros apellidos tienen un origen antiquísimo, atendiendo por ejemplo a la dificultad que entraña establecer la procedencia de nuestros antepasados –algo que, con menor o mayor empeño (y usualmente poca fortuna) todos hemos intentado alguna vez–. Sin embargo, nuestro esfuerzo se revelará vano si contamos únicamente con nuestro nombre y el de nuestros ancestros más recientes como dato. Ello se debe a que la tradición de pasar un apellido de padres (o madres) a hijos es muy reciente en la historia de la humanidad: se inició hace unos cinco mil años en China, hace unos ocho siglos en España y en la mayor parte de Europa, hace apenas 150 años en Noruega y en 1934 en Turquía, por ejemplo.

La tradición china de heredar el apellido paterno es la más antigua del mundo, si bien estuvo limitada a la familia real y a la aristocracia durante casi tres mil años. Su uso se extendió a toda la población solo tras la unificación de los estados de China por Qin Shi Huang, en el año 221 a. C. El afán de control del emperador sobre los extensos territorios de la China unificada lo llevó a iniciar la construcción de la Gran Muralla y a prohibir el confucianismo, cuyos practicantes llegaron a morir enterrados vivos durante su mandato. Los guerreros de Xian, el famoso ejército de terracota que podemos visitar ahora cerca de esa ciudad, estaban destinados a guardar el mausoleo del autócrata. Parece que a Qin Shi Huang no le faltaban razones para desear protección. Los apellidos chinos tienen múltiples orígenes, si bien la mayor parte de ellos denotan el linaje o grupo de pertenencia ancestral del portador. A diferencia de otras culturas, un número importante de apellidos chinos fue asignado por decreto del emperador, con lo cual adquirió un significado semejante al de un título nobiliario, connotación que perdura hasta la actualidad. No es casualidad que el apellido más común del norte de China (y el más abundante en el país hasta años recientes) sea Wang, que significa ‘rey’.

La historia nos muestra que, en ocasiones, el uso hereditario de los apellidos no es una cuestión de honor o tradición, sino de simple organización. Es notable el caso de las Filipinas, un archipiélago formado por más de 7.000 islas, en donde las condiciones geográficas mantuvieron sin dificultad gran cantidad de grupos en buena medida aislados e independientes –y con toda probabilidad felizmente organizados según las convenciones sociales de cada cual–. En ninguno de esos grupos se había establecido el uso hereditario de los apellidos antes de que Filipinas se convirtiera en colonia española en el siglo XVI, durante el reinado de Felipe II –de quien, por cierto, deriva el nombre del archipiélago–. A criterio del gobernador general en Filipinas a mediados del siglo XIX, el capitán español Narciso Clavería y Zaldúa, la población nativa seleccionaba de modo arbitrario sus apellidos, lo cual aparentemente provocaba tremendas inconsistencias. Sin duda, los problemas causados por el procedimiento usado hasta entonces resultaban más del condicionamiento cultural de los colonos españoles, habituados desde la Edad Media a registros de tipo hereditario para la elaboración de censos y posterior recaudación de impuestos, que de la dificultad objetiva en seguir identificando a cada uno de los habitantes. La cuestión quedó zanjada con un decreto de 1849 que obligó a la instauración del sistema español y distribuyó sistemáticamente los apellidos predominantes en las islas. El elenco se publicó en el Catálogo Alfabético de Apellidos y contiene algo más de 61.000 entradas, de origen español en su mayoría. También se incorporaron apellidos locales que hacen referencia a la naturaleza o a la geografía, como Lukban (‘pomelo’), Dalogdog (‘trueno’), Namoc (‘mosquito’) o Hilaga (‘norte’). Muy curiosa resulta la presencia de algunos con significado peyorativo o escatológico: Otot (‘flatulencia’), Talao (‘cobarde’) o Tae (‘excremento’). Detalles aparte, supuso sin duda un descanso para los recién llegados tener a la población filipina organizada por apellidos, a pesar de que la ordenación fue de tal envergadura que en algunas regiones todos ellos comienzan con la misma letra. Tal es el caso del pueblo de Oas, donde empiezan por R, o de la isla de Banton, donde la mayoría lo hacen por F. Efectos colaterales.

En Europa, en particular, es común que los apellidos guarden memoria de la situación social o personal en la que surgieron por vez primera. Podemos reconocer con facilidad el origen de muchos de ellos por su etimología. Entre los más comunes, hallamos los apellidos de origen patronímico: sabiendo que el sufijo -ez significa ‘hijo de’, no quedan dudas en cuanto a la procedencia de González, Martínez, Sánchez y tantos otros de origen español. Los patronímicos explicitan la ascendencia del portador y por la forma en que se construyen han surgido en muchos países y culturas. La partícula Ibn, que aparece en mitad en muchos nombres árabes, tiene el mismo significado. El nombre completo de Averroes, el ilustre filósofo del siglo XII (Abul-Walid Mohammed ibn-Ahmad ibn-Mohammed ibn-Roshd) significa ‘Abul Walid Muhammad, hijo de Ahmad, hijo de Muhammad, hijo de Roshd’. Averroes es una transcripción un tanto libre de ibn-Roshd en la que la latinización y el desconocimiento se aliaron para asignarle el nombre de su bisabuelo en lugar del suyo propio.

También nos resultan familiares las terminaciones en -son o -sen de muchos apellidos escandinavos. En sueco, son significa ‘hijo’ y es el sufijo que da origen a apellidos comunes como Isakson, Gustavson o Eriksson. En Noruega y Dinamarca, donde ‘hijo’ se escribe sen, la terminación correspondiente ha dado lugar a Karlsen, Svendsen o Nielsen. En algunos casos se puede reconocer el sufijo que denotaba quién era la madre del portador o de la portadora: al nombre propio se añadía entonces la terminación -dotter o -datter (‘hija’), la cual ha dado lugar a apellidos como Olofsdotter, o Jónssdóttir (en Islandia), mucho más raros que los anteriores.

La lista de patronímicos es larga. En Grecia, Nikopoulos fue una vez el ‘hijo de Niko’, como nos revela el sufijo -poulos (‘pequeño’, ‘hijo de’). También reconocemos el origen de Theodorakis en su apellido: uno de los antepasados de los Theodorakis de hoy en día fue hijo de un tal Theodore de origen cretense, y de nuevo -akis significa ‘hijo de’. Y John O’Connor es heredero de un Connor que tuvo nietos, ya que O denota ‘nieto de’, y por extensión ‘del clan de’, en Escocia y Gales. De Luca, uno de los apellidos italianos más comunes, fue el orgulloso distintivo otorgado por un Luca ancestral a sus hijos. En realidad, los De Luca de hoy en día provendrán de uno, varios o muchos Luca de otros tiempos, ya que nada prohíbe que varios varones con el mismo nombre propio iniciaran estirpes independientes. El nombre completo de los rusos actuales consta de tres partes: nombre propio, patronímico y apellido, como en Natalia Filimonovna Bestemianova. En el pasado se añadía la terminación -ov u -ova para hijos e hijas, respectivamente, al nombre del padre (de ahí Asimov y Kournikova). En época más reciente se usan con mayor frecuencia los sufijos -ich y -na para indicar, de nuevo, ‘hijo de’ o ‘hija de’. Nikolai, el padre del gran Leon Tolstoy, quedó inmortalizado en el nombre de su hijo, aunque no siempre nos refiramos al autor de Guerra y paz como a Lev Nikolayevich Tolstoy.

El origen patronímico de los apellidos actuales se repite una y otra vez, en países cercanos y lejanos. Es trascrito en alfabetos que podemos leer y en otros que no reconocemos; está escondido en prefijos, sufijos u otras modificaciones del nombre: la paternidad y la maternidad son actos trascendentes que han quedado grabados en el nombre heredado que porta gran parte de la humanidad. En la escritura china, el concepto apellido está representado por dos caracteres. El primero indica ‘sexo femenino’ y el segundo ‘dar a luz’. No se puede ser más explícito.


Figura 1.2 En la escritura china, el carácter que significa ‘apellido’ está formado por los correspondientes a ‘sexo femenino’ o ‘hija’ (parte izquierda) y ‘engendrar’, ‘dar a luz’ o ‘nacer’ (parte derecha), entre otras acepciones. El significado preciso de cada carácter depende del contexto en el que se usa.

Otro gran grupo de apellidos son los relacionados con características del paisaje o la geografía donde habitaban sus primeros portadores, o bien con el pueblo o ciudad de origen del individuo. Este último grupo es el de los llamados apellidos toponímicos. Su uso viene de antiguo: baste recordar a Helena de Troya o a Aristarco de Samos. Hoy en día son comunes en español apellidos como Lago, Toledo, Cuevas, Montes, de Haro o Cuenca. Los toponímicos, como los patronímicos, también son habituales en muchos otros países y culturas. Se hicieron frecuentes en Polonia en el siglo XVI al ser en primer lugar adoptados por los nobles. En origen se añadía la preposición z (‘de’) entre el nombre propio y el lugar de origen. Más recientemente se pasó a usar el gentilicio, con lo que gramaticalmente el lugar se convirtió en un adjetivo que acompañaba al nombre propio. Así, el nombre Jan z Tarnów (Jan de Tarnów) es equivalente al actual Jan Tarnówski (Jan + gentilicio). Como en todas las lenguas eslavas, las formas declinadas de las palabras presentan en general una terminación para el femenino y otra para el masculino. Esto se aplica asimismo a los apellidos, con lo cual hermanos de distinto sexo pueden tener nombres a primera vista diferentes, ello a pesar de una estricta herencia del apellido paterno. En el caso de Polonia, esta diferenciación se está perdiendo en épocas recientes y se tiende cada vez más a usar la misma terminación en ambos casos.

Kierkegaard es un apellido de procedencia noruega que literalmente significa ‘cementerio’, pero que más probablemente inició su andadura para referirse a alguien que vivía en «la granja junto a la iglesia». Y Windeatt, del que se han descrito hasta 96 trascripciones distintas, proviene de la fusión, en inglés antiguo, de wind (‘viento’) y geat (‘puerta’, ‘paso’): el lugar donde el viento sopla entre las colinas. Las variantes son tantas como los paisajes posibles. La cultura inuit, que comprende varios grupos indígenas que habitan las regiones árticas de Canadá, Groenlandia, Rusia y Alaska, se halla entre las que más nombres inspirados en el paisaje utilizan. Este pueblo no usaba tradicionalmente apellidos en forma hereditaria, si bien asignaba nombres propios referidos al ambiente, al mar, a los espíritus o a los animales. Entre 1969 y 1972, el gobierno canadiense llevó a cabo un renombramiento de los inuit (de nuevo una cuestión de censo), a los que asignó apellidos sencillos, fáciles de comprender por hablantes de lenguas indoeuropeas. Pero ellos siguen nombrando a sus hijos con palabras cargadas de significado: Nauja (‘gaviota’), Arnaaluk (‘el espíritu de la mujer de las aguas’), Nunavut (‘nuestra tierra’, ‘nuestro hogar’).

Una inagotable fuente de inspiración para calificar y distinguir a los individuos ha sido su aspecto físico. El mismo apellido derivado de un adjetivo –es decir, la palabra correspondiente en cada idioma– existe en muchos países distintos: Petit, Klein, Little, Short, Corto, Kontopoulos (el prefijo konto- en griego significa ‘pequeño’), Yushchenko (id. el sufijo -ko en Ucrania) y sus antónimos Grande, Legrand, Gordo, Grossman o Nagy (que es el apellido húngaro más común y significa ‘grande’). El patrón se repite en todas las culturas: la costumbre de asignar sobrenombres, apodos o motes que conduzcan de forma inmediata a la identificación de un individuo particular es omnipresente y bien sabemos que no está restringida a tiempos pasados.

Finalmente, otros muchos apellidos provienen de la profesión desempeñada por sus primeros portadores. La herencia del oficio de padres a hijos o la participación de toda una familia en un negocio (mercaderes, panaderos, herreros o sastres) sin duda propició que apellidos de ese origen se fijaran y fueran heredados repetidamente a través de las generaciones: Mercader, Panadero, Herrera, Sastre. El grupo formado por los individuos que comparten una misma profesión, o por extensión una afición, creencia o posesión, ha dado lugar a numerosos apellidos que genéricamente podríamos denominar de clan o grupo social. Estos son muy frecuentes en la India, donde las distintas comunidades y castas hindúes, o las distinciones relacionadas con la religión y la vida sacerdotal, son símbolos culturales muy importantes: Gandhi, Das, Mudaliar, Dhal y Patel, pertenecen a comunidades hindúes; Singh, Trivedi, Shukla y Chaturvedi derivan de cuestiones religiosas o designan grupos de fe. En estos casos, es habitual que la herencia no sea estrictamente por vía paterna, sino que refleja, de acuerdo con la etimología del «apellido», el grupo al que pertenece el individuo. Con frecuencia, los matrimonios se arreglan dentro de esos grupos, al que también pertenecen los progenitores y parientes cercanos de los contrayentes. Es pues común que un matrimonio comparta apellido y, en casos en que la comunidad es pequeña, es posible que sean parientes.