Los tres peregrinos

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Los tres peregrinos
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© Ciro Alfonso Duarte

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz

Diseño de portada: Rubén García

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

ISBN: 978-84-1114-265-6

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IMPRESO EN ESPAÑA – UNIÓN EUROPEA

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Al Espíritu Santo, fuente de luz y sabiduría.

A mi esposa Ana Isabel,

mi abnegada colaboradora en esta obra.

Los tres peregrinos

Salió de la sacristía y, al pasar frente al Santísimo, en una venia respetuosa, un fraile, encapuchado y de espesa barba, brevemente posó su rodilla derecha sobre el suelo e inclinó la cabeza. Se dirigió hacia una capilla, de puertas enrejadas con barrotes de hierro; entró y cerró las puertas. Adentro, había un pequeño altar y, a un costado de la pared, un confesionario. Al lado de la casilla de este se hallaban tres jóvenes, cuyas fascinantes historias estaban ligadas a la razón de estar sentados allí: confesarse y recibir instrucciones. Lentamente, el fraile entró en el confesionario, y acomodó en su regazo el blanco cordel que le servía de cinturón. Descobijó su cabeza, echando hacia atrás el gorro del hábito de capuchino y, en silencio, oró por un momento.

Era la catedral de Santiago de Compostela, España, y estaba llena de peregrinos. También era la celebración del año jubilar del santo, y la peregrinación de caminantes sobrepasó las cifras antes registradas para tal ocasión.

Los senderos de la romería a Santiago de Compostela serpentean entre riscos y montañas; nacen como puntas de un abanico, a lo ancho de la península ibérica, y convergen en la plaza de la catedral. Entre los caminos más conocidos, se encuentra el Camino de la Plata, desde Sevilla o Cádiz, en el que se recorren alrededor de mil kilómetros, en unos cincuenta días. Y también están: el camino francés, el portugués y una docena más de senderos existentes desde Francia, a lo largo del filo de la cordillera cantábrica, España y Portugal.

En los días cercanos a la víspera del año «jacobeo», los caminos estaban más traficados por peregrinos que en cualquier otra época. Llegaban continuamente; entraban a la ciudad los que habían recorrido al menos seiscientos kilómetros, durante unos treinta días desde algún punto de inicio. Y también llegaban los que solo habían caminado los 115 kilómetros requeridos, como mínimo, para recibir la Compostela —el certificado que otorga el Cabildo de la Catedral de Santiago de Compostela, a través de la oficina de atención al peregrino de la Catedral de Santiago, en la comunidad autónoma de Galicia, España.

Los motivos para transitar el camino de Santiago varían según la disposición personal de cada individuo; aunque en su gran mayoría, por razones anímicas, sea el crecimiento espiritual o la sanación interior. Algunas personas lo hacen como una simple búsqueda por «encontrarse consigo mismas»; otras para «ventilar su mente» respecto a sus vicisitudes afectivas; peregrinan también, las que, por la fe y por razones de salud, ofrecen la caminata como un acto de penitencia para su sanación... Y, entre otros objetivos, el de recorrer estas rutas como un medio de turismo económico.

Desde hace algún tiempo, la característica del peregrino caminante la complementa un par de bastones y una mochila, a la que le pegan la concha de vieira marina —distintivo del Apóstol Santiago—, para darse un merecido premio, pues ello significa un duro logro, y para algunos, el más importante de sus vidas. Los recién llegados se distinguen por sus caras agotadas y en no pocos casos, porque cojean, a causa de las ampollas en sus maltrechos pies. Otra particularidad es su fétida sobaquina, y muchos, por no encontrar donde asearse, permanecen sudorosos y malolientes, todo sea dicho.

En esa especial ocasión, y la celebración del año jacobeo, la disponibilidad de camas se había agotado en los albergues de Santiago y sus alrededores, y los hoteles estaban ocupados con reservas desde hacía más de un año. Por consiguiente, en las noches, la gente dormía en los andenes de las avenidas, las estaciones de tren y buses, y hasta en hamacas colgadas de los árboles en los parques.

Ese día, la catedral celebraría siete misas, algunas en castellano, gallego y otros idiomas. Y al final de cada misa se exhibía el «botafumeiro» —un enorme incensario, colgado del techo de la catedral por una larga cuerda— que, ocho hombres, denominados «tiraboleiros», impulsaba y lo hacía oscilar, a lo largo de las dos principales alas de la catedral, hasta casi tocar el techo de las mismas. En el espacio de tiempo entre las misas, algunos peregrinos se confesaban mientras una monja practicaba con los feligreses los cantos, en el idioma correspondiente a la próxima eucaristía. Fue, anterior a la primera misa de esa mañana, el momento en que nuestros tres jóvenes, a puerta cerrada en la capilla, esperaban turno para confesarse.

Rafiq.

—Hijo, ven al frente —dijo el fraile al primero de los tres, que se encontraban al lado del confesionario.

Era un joven, de mediana estatura, tez morena y refinadas facciones. Acató la invitación del fraile y se colocó de rodillas frente al confesionario. La luz entraba a la casilla de tal manera que hasta ahora el joven no había podido verle el rostro; pero, cuando el religioso se inclinó hacia adelante, el joven lo reconoció y quedó asombrado. «¡Dios mío, es él!», pensó, pero no se atrevió a saludarlo, de la manera que lo haría con un conocido, y prefirió continuar como si no lo hubiera visto nunca.

—Puedes confesarte en la lengua que desees —dijo el fraile en idioma urdu.

—Soy Rafiq —dijo el joven.

Le llevó un momento reponerse. Empezó la confesión y, a la vez, en su mente, se desató la narrativa de la fascinante historia que el fraile —un misterioso ser— ya conocía.

De padre indio y madre española, Rafiq nació en Nueva Delhi, ciudad capital, al noroeste de la India. Era el comienzo de la década de 1970 y Muhammad Rafiq Hasan, su padre, había logrado hacer una modesta fortuna. Trabajaba en los cultivos clandestinos de amapola y la recolección del opio, bajo el control de una secta extremista islámica, en las áreas cercanas a Lahore, Pakistán, y Kabul, Afganistán. También era dueño de pequeños negocios en Kabul, Lahore y Nueva Delhi.

Muhammad Rafiq estaba incómodo en su corazón, y con la secta yihadista para quien trabajaba; era consciente de que «andaba» en un camino torcido. A esto, se agregaba el peligro que representaba la recién iniciada guerra, entre los muyahidines afganos y las tropas invasoras rusas de entonces.

A medida que la secta aumentaba sus actividades terroristas, Muhammad Rafiq decidió pedir ayuda. Discretamente, acudió a solicitar asilo en la embajada de España, y el consulado de esta le concedió una residencia. Fue allí donde Muhammad Rafiq, hombre apuesto y finos modales, conoció a María del Carmen, una hermosa empleada del consulado español. Su mutua atracción no se prolongó por mucho tiempo, y pronto formaron un hogar. Maricarmen, como prefería que la llamaran, era una mujer piadosa y formada en la religión católica.

Al poco tiempo, Muhammad Rafiq se vio acosado y vigilado por los miembros de la secta yihadista, como resultado de su unión marital con una «infiel». No solo había violado el código musulmán, de no casarse con mujer no musulmana, sino también el hecho de que era una mujer occidental; para colmo, había sido un matrimonio católico.

Por su parte, Muhammad Rafiq se había criado bajo la influencia del hinduismo, en India, su tierra natal, pero no era un practicante hinduista y menos un musulmán convencido. Devota esposa y cristiana, Mari Carmen logró instruirlo en la fe católica, y Muhammad Rafiq encontró en ella un propósito espiritual para su vida. Cuando Mari Carmen dio a luz, Muhammad Rafiq se hizo bautizar junto con su pequeño hijo, al que también llamó: Rafiq.

A medida que el conflicto en Afganistán crecía y se prolongaba, Muhammad Rafiq se vio, cada vez más, envuelto en una guerra en la que él, indirectamente, se hacía partícipe. Sus zonas de trabajo se convirtieron en terrenos peligrosos, y se sentía vigilado por la secta, a la que también consideraba un posible enemigo. Su trabajo, como tenedor de libros y finanzas, se convertía en una actividad de terror y en contra de la paz. Un asunto era trabajar en los plantíos de amapola, otra cosa ser parte de un movimiento terrorista.

Para afrontar su situación, se le ocurrió que debía empezar por vender sus negocios. Quería utilizar su privilegiada posición, dentro de la organización terrorista, para servir a la paz; pero, ante tan peligrosa idea, primero debía sacar su familia de la India. Necesitaba ayuda y protección, más allá de una simple residencia otorgada para vivir en un país extranjero. Para lograr su fin, se le ocurrió que había un par de lugares a donde acudir.

 

Secretamente, contactó la embajada americana y la embajada británica. Ante la valiosa información que Muhammad Rafiq podía suministrar y su ofrecimiento de proporcionarla, las dos embajadas otorgaron visas de residencia a la familia Hasan, y también concretaron un plan para convertirlo en un agente «informante», bajo toda protección para él y su familia.

La vida tomó un rumbo inesperado. Muhammad Rafiq vendió las tiendas y empezó a reinvertir su fortuna en el Occidente. Cauteloso y prudentemente, invirtió el dinero que obtuvo de sus tiendas en exportaciones de textiles y productos orientales y lo canalizó a Europa y los Estados Unidos. Ayudados por los familiares del matrimonio, Mari Carmen se encargó de abrir almacenes en Madrid, Londres, Nueva York, y Rabat, Marruecos.

En los años siguientes, la familia Hasan estableció residencia en los países donde habían instalado almacenes, dando como resultado que su hijo Rafiq fuera educado en varias culturas y aprendiera, fluidamente, una decena de lenguas además del hindi, el urdu y el punjabi, que aprendió durante su infancia. Al tiempo, Muhammad Rafiq y Maricarmen se hicieron ciudadanos de los Estados Unidos, pero la ciudadanía norteamericana del pequeño Rafiq quedó pospuesta debido a los lapsos de estadía del pequeño en otros países.

Muhammad Rafiq continuó su trabajo en Pakistán y Afganistán como administrador en la recolección de opio de los campos de amapola en las cercanías de Lahore y Kabul. Los servicios de inteligencia británicos y americanos manejaban cuidadosamente la existencia de la familia en el exterior, igual que su seguridad y movimientos en las zonas de trabajo; con todo y eso, Muhammad Rafiq corría un gran riesgo. Día a día, en los años siguientes, logró mantenerse encubierto; mostró un bajo perfil ante la organización, manifestando una actitud obediente y fiel. Sin embargo, en su interior, el interés por su oficio pasó a ser una secreta lucha personal contra el terror.

Sutilmente, logró tomar fotografías, gravar conversaciones, anotar nombres y detalles de planes, y estableció vías de entrega entre él y las embajadas. Se reunía con sus contactos en iglesias en Bangladesh o Bombay, o en ciertos parques, disfrazado de mendigo. Siempre llevaba consigo alguna ropa extra o ropa reversible para ponerse cuando se sentía seguido.

Se ideó la manera de iniciar conversaciones, con los hombres del negocio del opio, de manera que estos, por sí solos, comentaran sobre los planes y actividades de la organización yihadista. De este modo, Muhammad Rafiq se mantuvo trabajando por el bien de muchos que, gracias a él, escaparon de ser torturados o degollados, y muchas iglesias se lograron salvar de ser quemadas. La satisfacción del bien resultante, trajo también a su conciencia la sensación de que había «enderezado» el camino de su vida.

Cuando el pequeño Rafiq creció un poco, Muhammad Rafiq empezó a llevarlo, por cortas temporadas, todos los años, a Bangladesh, India, Pakistán y Afganistán con el fin de familiarizarlo con su cultura y raíces. Sin sospecharlo, y ya empezando su adolescencia, Rafiq se fue enterando de las verdaderas actividades de su padre, mientras que, a su vez, también descubrió un nato interés por el espionaje.

Pocos años después, Muhammad Rafiq, enfermo y extenuado por el estrés de su oficio, manifestó a su gente que tendría que dejar el trabajo para someterse a tratamientos médicos.

El joven Rafiq, entre tanto, brillante, talentoso y disciplinado, completó los estudios primarios en Marruecos, donde también aprendió el idioma francés y el árabe. Más tarde, completó sus estudios universitarios en Nueva York; por entonces, Rafiq cumplía diecinueve años de edad.

Rafiq se había convertido en un apuesto joven, de porte elegante y trato encantador. Había aprendido el idioma español de Mari Carmen, su madre, igual que su fervor religioso, que causó gran impresión en su mente desde niño. En más de una ocasión, manifestó a su madre el deseo de hacerse un ministro de Dios en la vida contemplativa religiosa. Como un pasatiempo, adquirió destreza en la programación de sistemas computarizados y, extrañamente, también una afición por los conocimientos sobre armamento medieval y moderno y tácticas de guerra.

Sin embargo, inquieto por el deseo de seguir los pasos de su padre, Rafiq visitó los viejos conocidos de él, en los plantíos de amapola, y terminó quedándose a trabajar con ellos. Quizá, inconscientemente, eso era lo que Rafiq buscaba para adentrarse en el mundo de los secretos de su padre. Sin darse cuenta, también había escogido el camino del martirio pues se adentraba en un mundo, en el que el terror y la tortura son herramientas de rigor; su padre había salido ileso de él, pero no había garantías de que el caso se repitiera.

No pasó mucho tiempo antes de que los servicios de inteligencia británicos y americanos lo contactaran. La oportunidad había llegado por sí sola y, al aceptarla, también abrió la puerta de la penumbra —la sombra de la clandestinidad—. Rafiq fue enviado a Inglaterra y los Estados Unidos para ser entrenado en la táctica de las operaciones encubiertas.

Al poco tiempo, Rafiq regresó a los plantíos. Secretamente, Rafiq se reunía con sus contactos americanos y británicos, en una casa, cercana a la embajada americana en Lahore, la cual era utilizada como centro de operaciones conjuntas de inteligencia, y a la que, secretamente, llamaban el «Oasis». Rafiq recibió el seudónimo de «caminante». Se le asignaron «operadores», para manejar la información que Rafiq recolectaba y para protegerlo y ayudarlo a escapar, o extraerlo, en caso de que fuera descubierto o capturado.

Rafiq estableció una docena de lugares de residencia entre la India, Pakistán y Bangladesh. Los frecuentes y temporales cambios de vivienda, junto con las intercambiadas rutas de acceso a su trabajo, lo prevenían de cualquier seguimiento hostil. Su educación y personalidad, junto a la inteligente forma de desenvolverse en el trabajo impresionó a los jefes de la organización, y en menos de dos años fue elevado a una posición equivalente al de asistente de operaciones.

En sus funciones, Rafiq pasó de ser administrador de los cultivos a ser manejador los dineros que abastecían a las fuerzas yihadistas, lo que también le facilitó conocer sus operaciones. Hablaba el idioma ruso y esto le permitía interceptar e interpretar las comunicaciones, de las tropas rusas en Afganistán, como parte del trabajo.

Durante los tres años siguientes, Rafiq fue asignado a una posición que pudo considerarse privilegiada. Tanto en la organización yihadista como en el recién-establecido movimiento al-Qaeda, Rafiq se desempeñó como ayudante en el manejo de la logística y, por sus conocimientos técnicos sobre material de guerra, que aprendió en su pasatiempo, también era consultado para la adquisición de armamento. Computarizaba los planes de ataque y, precavidamente, se dedicó a guardarse una copia, por si, supuestamente, «fallaba» el sistema.

En tal posición, Rafiq se convirtió en un importante miembro para la organización yihadista, un vital operador para la resistencia muyahidín en Afganistán y, como agente encubierto, una invaluable fuente de información para las operaciones antiterroristas de los países occidentales.

A su temprana edad y su escasa experiencia, Rafiq desarrolló una admirable destreza para ocultarse y comunicarse con la fluidez de un nativo entre las culturas de la India, Bangladesh, Pakistán y Afganistán. Así, se movía y «desaparecía», sin dejar rastro. Y de la doble vida también fundó su vida espiritual, el amor a su familia y un secreto odio hacia el terrorismo. Enamorado de la espiritualidad de su madre, por lo que más la recordaba, precavidamente, Rafiq asistía a misa y frecuentaba la Catedral del Sagrado Corazón, en Nueva Delhi.

En una de las iglesias a las que asistía, Rafiq inicio amistad con Francis, un fraile capuchino, quien, en lo sucesivo, se convirtió en su confesor y guía espiritual. Luego, el fraile se volvió una especie de «sombra angelical» para Rafiq. No importaba a cuál iglesia fuera o en qué país estuviera, allí estaba Francis, el fraile, para orientarlo en su lucha espiritual, y transformarle su secreto odio hacia el terrorismo en una fuente de caridad hacia los perseguidos por el extremo islámico.

Fray Francis tenía una visión sobrenatural; alertaba y guiaba a Rafiq en la manera de cómo debía conducir su misión sin hacer uso de la violencia. Sin importar dónde estuviera Rafiq, las reuniones con el fraile se volvieron frecuentes; pero estas no pasaron desapercibidas para la organización yihadista. Algunos de sus miembros sospecharon y comenzaron a vigilarlo.

Un domingo, Rafiq decidió asistir a misa en la Iglesia Mother Mary, en Nueva Delhi. Sin darse cuenta, dos mercenarios, contratados por la organización yihadista lo siguieron; pero estos, a su vez, también estaban siendo seguidos por agentes de la contrainteligencia británica. En la iglesia, un hombre se sentó al lado de Rafiq y, disimuladamente, deslizó su mano hacia la de Rafiq y le entregó una nota: «El caminante irá ahora al Oasis». Era la señal de que, en el centro de operaciones de las embajadas, necesitaban verlo cuanto antes. La misa terminaba y Rafiq se dirigía a la salida de la pequeña iglesia cuando un fraile, caminando en sentido contrario, pasó por su lado y le susurró:

—Vaya con Dios hijo, te están esperando.

¡Lo reconoció! Era Francis, su confesor, el «ángel guardián», como Rafiq decidió apodarlo.

Encontró a los operadores de inteligencia ocupados en lo que parecía ser la elaboración de un plan y justo Rafiq era parte de él. Sucedió que un informante, afgano, colaborador del Oasis, había sido secuestrado el día anterior por las fuerzas yihadistas y se sospechaba que lo tenían en la instalación donde Rafiq trabajaba.

Aunque para la organización yihadista la vida privada de Rafiq era desconocida y sospechosa hasta ahora, no pasaría de ahí. Alertado por la inteligencia británica, el cuerpo antiterrorista pakistaní capturó a los mercenarios, que estaban tras Rafiq el día anterior, y los confinó para una sucesiva investigación; por ahora, Rafiq se había salvado de ser aprehendido. Sin embargo, la organización yihadista, seguiría empeñada en investigar y asegurarse de que Rafiq era verdaderamente lo que parecía ser.

El plan que se estudiaba ese domingo en el Oasis requería que Rafiq regresara a su trabajo, se enterara del paradero del rehén, se apoderara de la mayor cantidad de evidencia sobre los planes y actividades terroristas y escapara a un punto donde lo esperaría un grupo de rescate.

Al día siguiente, con la naturalidad acostumbrada con que llegaba todos los lunes, Rafiq llegó al trabajo, en un aislado recinto cerca de Lahore. Disimuló su sorpresa; allí estaba el afgano secuestrado. Recién habían empezado a interrogarlo, pero era posible que llegaran a torturarlo.

Rafiq simuló envolverse en sus quehaceres de contabilidad, en el cuarto contiguo. En realidad, se dedicó a recoger los datos, listas de nombres, planos, la copia del disco duro del computador y toda evidencia que pudo empacar en un bolso, y empezó a prepararse para escapar. Pero Rafiq se acordó de las palabras en uno de los consejos de Francis —su ángel guardián—: «Cuando la vida de tus hermanos y la tuya estén en peligro, salva la de ellos primero». A la primera oportunidad y silenciosamente, Rafiq salió por la puerta trasera del local, inhabilitó la camioneta de los captores y le prendió fuego al depósito del armamento. Las llamas y la explosión de las municiones crearon un caos que mantuvo ocupados a los tres captores el tiempo suficiente para Rafiq actuar.

Sin ser visto, Rafiq regresó al edificio, le soltó las ataduras al rehén, le entregó las llaves de su vehículo y le dio el bolso para que lo llevara al Oasis. El cautivo se disponía a escapar, pero Rafiq le pidió que lo hiriera. Cuando los interrogadores regresaron al cuarto, Rafiq estaba en el suelo, su hombro izquierdo y su cabeza sangraban y fingió estar inconsciente. En eso, se oyó a un vehículo salir a toda prisa. Los captores, aunque no completamente convencidos, de la manera como escapó el detenido, salieron a perseguirlo, pero la camioneta de ellos no encendió. Les llevó un par de horas poner en marcha el motor; adentro, también el teléfono había sido desconectado. Rafiq sangraba y seguía tirado en el suelo. No pudiendo hacer más, los tres hombres decidieron llevar a Rafiq al hospital más cercano, en Lahore. Su cabeza sufrió una leve herida, pero su brazo izquierdo tenía una profunda cortada y requería sutura.

 

Atendieron a Rafiq en la sala de emergencias del hospital, a puerta cerrada; los acompañantes tuvieron que quedarse en el pasillo de espera, y esto los inquietó. Rápidamente, una enfermera le limpió la herida de la cabeza y le suturó la cortada del hombro; pero, cuando se dispuso a vendarle la herida, le hizo una señal para que Rafiq observara lo que ella hacía. Le colocó un dispositivo, entre los pliegues de la gasa de la venda y, disimuladamente, le dijo al oído en inglés: «No te quites esta venda hasta que te rescaten». Lo condujo a la puerta de acceso del servicio médico, y telefoneó al taxi que estaba esperando afuera. Rápidamente, el taxi, operado por un agente de la inteligencia americana, recogió a Rafiq.

Al rato, al ver que Rafiq no salía de la sala de emergencias, los vigilantes forzaron su entrada, pero nadie del personal médico sabía de él. No quedó duda en la mente de los miembros yihadistas de que habían tenido un espía en sus filas. Telefonearon a otros miembros, en Lahore, y, pronto, todos se dieron a una encarnizada búsqueda.

Esa mañana, un par de horas después de la ayudada fuga, el rehén afgano llegó al Oasis y entregó el bolso. La información contenía el estado de los planes y operaciones terroristas inmediatos en varios puntos del globo. Incluía una lista de los ejecutores de las actividades y cuantiosa información sobre transacciones de fondos internacionales, su procedencia y la identificación de sus donantes. Era la evidencia de tal valor que, de ser capturado, no había duda de que Rafiq sería torturado hasta morir. La enorme importancia de la situación a mano había dado inicio a los planes del rescate y la exfiltración de Rafiq. El rehén afgano le había propinado heridas suficientemente graves como para asegurar que tuviese que ser atendido en un punto médico, y lo más probable es que sería en la inmediación más cercana. El análisis de la situación fue instantáneo y desató la primera fase del plan de rescate. El Oasis envió agentes a los hospitales y clínicas del perímetro noroeste de Lahore. Debido a las restricciones legales en Pakistán, los agentes del rescate no tenían plena libertad de usar la fuerza, y pedir su cooperación podría dar lugar a complejidades operacionales y diplomáticas. Pero la «mano invisible» salió de las sombras y actuó, de manera inédita. Una enfermera del servicio secreto británico había atendido a Rafiq en el hospital de Lahore, y los americanos orquestaban la manera de interceptar el vehículo en el que estuviese Rafiq.

El taxi salió del hospital y se dirigió hacia el Oasis, tan rápido como el tráfico le permitía, pero, a la mitad del camino, pasando por las calles de un concurrido mercado, ya había sido detectado; la situación se tornó desesperada. Sospechando que en cualquier momento serían acorralados, Rafiq pidió al chofer que lo dejara bajar al doblar la próxima esquina, donde sabía que había una cabina telefónica; el taxista así lo hizo y apresuradamente lo dejó y continuó velozmente su camino como para que lo siguieran. Rafiq conocía muy bien ese mercado de tiendas y sus laberintos; su padre había sido dueño de una venta de especies en ese sector. Rápidamente, Rafiq entró a la cabina telefónica y llamó al Oasis con el fin de pedir que lo recogieran en otro punto.

Uno de los agentes que manejaba su caso contestó y el resto de los agentes corrieron a sus consolas de control para atender la llamada. La señal del dispositivo, en la venda de Rafiq, se hizo evidente en sus pantallas. Lo tenían localizado. Rafiq quiso dejarles saber de un punto dónde lo encontrarían y echarse a correr.

Todavía estaba con el auricular pegado a su oído cuando una camioneta se detuvo cerca de la cabina del teléfono público. Rafiq los reconoció: eran sus perseguidores. Armados, salieron y se lazaron corriendo hacia Rafiq, en medio de la gente que, sorprendida, los observaba. «Es tarde», fue todo lo que Rafiq pudo decir a su interlocutor en el Oasis antes de que lo sacaran de la cabina, a empellones, y lo metieran al vehículo. El auto arrancó apresuradamente y tomó la autopista N5 rumbo sur.

Rafiq se había convertido en un rehén demasiado importante para el mundo occidental, y también muy peligroso para la organización yihadista. Mientras conducían a toda prisa, se oyó la conversación telefónica de alguien que llamó a uno de los tres secuestradores. La orden fue clara: eliminar a Rafiq si alguien trataba de rescatarlo. En la mente de Rafiq, sin embargo, era lógico que querrían mantenerlo vivo, al menos, hasta averiguar qué tanto sabía y cuánta información había entregado a sus contactos occidentales, cualesquiera que fueran. Por ahora, los secuestradores recibieron instrucciones de llevarlo a Karachi y, luego de ahí, a un centro de operaciones fuera de Pakistán para interrogarlo cuanto antes.

El Oasis, en coordinación con la embajada americana, pasó su información a los centros especializados y habilitados con el rastreo satelital. Gracias al dispositivo que Rafiq llevaba debajo de la venda, los operadores podían rastrear la camioneta y escuchar las conversaciones dentro del vehículo. Los lingüistas, operadores de los sistemas de inteligencia, traducían instantáneamente cada palabra y acotejaban cualquier otra intensión o significado que estas pudieran ocultar. Los intérpretes lograron saber que, por ahora, su destino era Karachi, y que de allí Rafiq sería transportado, en un barco pesquero, a un clandestino centro de operaciones terroristas cerca de la población de Mori, en la isla de Socotra, Yemen, unas mil millas marítimas al sur-oeste de Karachi.

Con esa información, los planes de rescate pasaron a un centro de operaciones de un portaviones en aguas del Atlántico. El viaje desde Lahore hasta Karachi llevaría unas once horas, pero aún no se sabía cuánto tiempo tendrían a Rafiq en Karachi antes de llevarlo a Socotra. Sin embargo, los preparativos para el rescate se iniciaron de inmediato. Se destinó una plataforma aérea, de inteligencia, E-2C Hawkeye, para despegar desde el portaviones, y, en el momento dado, sobrevolaría el Golfo de Omán. Un comando de seis miembros de las fuerzas de operaciones especiales Mar, Aire y Tierra (SEAL), de la Marina de los Estados Unidos, fue colocado en un submarino, y este se dirigió a navegar las aguas vecinas al Golfo Adén.

En la Base Aérea de los Estados Unidos en Torrejón, Madrid, España, se equipó un avión Hércules, C-130, con el sistema de recuperación Fulton Skyhook, y despegó con destino a la isla Diego García, en el Mar Atlántico, unas dos mil cien millas náuticas al sur de Socotra.

La camioneta arribó en un vecindario cerca del puerto marítimo de Karachi, la madrugada del día siguiente. Rafiq fue encerrado en una instalación de un perímetro cercado. Era un lugar húmedo, que en décadas atrás sirvió como calabozo naval de detención temporal, que ahora se encontraba abandonado.

Rafiq no sabía cuándo lo embarcarían para Socotra. Pero, a juzgar por uno que otro silbato de los barcos en el puerto, y la ración de comida rápida que le dieron, supuso que estaba muy cerca del punto de embarque; también sospechó que su estadía ahí sería muy temporal. El pequeño presidio contenía ocho celdas, frente a un corredor mal alumbrado; lo encerraron en una de ellas. Un guardia quedó de turno y se sentó al final del pasillo, pero al poco rato se quedó profundamente dormido, agotado por el cansancio del pesado viaje.

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