Diario sin nombre

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Diario sin nombre
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Diario

sin nombre

© del texto: Carmen Galvañ Bernabé

© de las ilustraciones: Sergi Ferrando Altur

© diseño de cubierta: Equipo Mirahadas

© corrección del texto: Equipo Mirahadas

© de esta edición:

Editorial Mirahadas, 2022

Avda. San Francisco Javier, 9, 6ª, 24

Edificio Sevilla 2

41018 - Sevilla

Tlfns: 912.665.684

info@mirahadas.com

www.mirahadas.com

Producción del ePub: booqlab

Primera edición: enero, 2022

ISBN: 978-84-19106-82-7

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o scanear algún fragmento de esta obra»

Diario
sin nombre

Carmen Galvañ Bernabé


La vida es como el mar, inmensa, enigmática, mágica e impredecible, por ello esta novela está dedicada a todos aquellos que me acompañan en este mar agitado llamado vida. A mi guía, mi capitana de barco, mi madre. A mi faro, quienes iluminan mis sueños, mis yayos. Al más poderoso amante del mar, mi padre. Y a mi infatigable amiga de aventuras, parte de mi familia ya, quien no duda en acompañarme en cada uno de mis sueños, Clarisse.

Yo, marinero, en la ribera mía, posada sobre un cano y dulce río que da su brazo a un mar de Andalucía, sueño en ser almirante de navío, para partir el lomo de los mares, al sol ardiente y a la luna fría.

Rafael ALBERTI. Marinero en tierra.

Índice

Nota de la autora

PRIMERA PARTE

SEGUNDO PREMIO DEL XXXI

CERTAMEN DE NOVELA CORTA CALAMONTE JOVEN

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

SEGUNDA PARTE

DIARIO SIN NOMBRE

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

XIII

XIV

TERCERA PARTE

EPÍLOGO

I

II

III

IV

Nota de la autora

A los queridos lectores de esta novela donde se entrelazan historias y personajes reales con las vidas de mujeres y hombres que, aunque transitan únicamente por mi imaginación tal vez sí existieron en ese todavía cercano y convulso siglo XX, espero hallen en estas páginas los profundos sentimientos de unos personajes que sufrieron y padecieron en una época de cambio y represión al mismo tiempo. Deseo que logren perderse en esa línea difusa que une el mar y el cielo, refugiados por la arena de las playas de Málaga.

A los lectores malagueños, espero haber reflejado vuestra ciudad con la magia y pasión que ella me transmitió la primera vez que transité por sus calles y a todos los que no conozcan Málaga les animo a perderse por ella mientras encuentran el sentido a este DIARIO SIN NOMBRE que navega entre mi imaginación y la poderosa historia marítima de la Farola del Mar.

PRIMERA PARTE

I

Viernes, 15 de septiembre de 1911

Ayer desembarqué en el puerto de Málaga. Llevo más de un año huyendo de mi país, Irlanda del Norte. He cruzado mares embravecidos en la más plena oscuridad de las noches sin luna y todo por encontrar un nuevo comienzo para mi vida.


Tengo veintiocho años, nací en Belfast, en una acomodada familia burguesa de padre irlandés y madre italiana. Pero la mala fortuna hizo que los negocios de mi padre nos llevaran a la ruina. Él acabó en prisión, mi madre trabajando en una insalubre lavandería y mi hermana y yo tuvimos que abandonar los estudios.

No sé por qué he empezado a escribir este diario. Nunca me he detenido a reflexionar en una hoja en blanco sobre lo que me ha ocurrido durante el día. He ido viviendo las horas, atesorando un presente que me era incierto a cada paso que daba. Ayer, con el barco que robé en las costas portuguesas, después de que se hundiese el que me condujo hasta allí desde Irlanda, llegué al puerto de Málaga. Me he convertido en un ladrón y quizás también en un asesino, aunque eso he preferido desconocerlo.

Al bajar del barco —un barco ya viejo y pequeño— el cual he dejado amarrado en una orilla del puerto, sin apenas querer llamar la atención, mis botas chocaron contra las gruesas tapas de un libro. Lo recogí del suelo y limpié el polvo que lo cubría, intentando encontrar el título y el autor de este olvidado tesoro. Le he dado miles de vueltas al libro, lo he observado desde diferentes perspectivas, pero en sus tapas rojas y algo humedecidas por el agua del puerto no hay rastro de inscripción alguna. Al mirar en su interior no he encontrado una novela, ni ninguna obra manuscrita, sino folios completamente en blanco, un diario sin nombre y sin historia.

Así que he decidido rellenar estas hojas huérfanas contando mi propia vida. Siento que este olvidado libro me esperaba, que hay algo de mi historia que merece ser contado, aunque tal vez todavía no haya sucedido.


Hace ocho años encontré un viejo diario sin nombre en uno de los huecos de La Farola de mi Málaga. Estaba cubierto de piedras, piedras tan bien colocadas que servían de asiento para todo aquel que decidiese descansar a contemplar las vistas del puerto o de la poderosa Alcazaba desde la lejanía. Nadie buscaba debajo de estas rocas pintadas de blanco y ahí me incluyo yo. Pero un 15 de septiembre de hace ocho años, mientras observaba cómo los estibadores cargaban y descargaban las mercancías que habían surcado los mares desde tierras lejanas, las piedras blancas que me servían de apoyo se desplomaron, haciendo que yo cayera arrodillado en el suelo. Al mismo tiempo que yo caía una de las grúas que cargaban los buques giró sin control, derribando uno de los contenedores con mercancías. Yo quedé mirando durante esos desagradables instantes dónde caía ese gigantesco contenedor, pero por suerte los estibadores supieron cómo agarrarlo con unos tirantes para que ninguno de los transeúntes del puerto saliera herido de aquella situación. El paseo marítimo estaba rodeado de gente, pero nadie se detenía a mirar más allá de los comercios que lo rodean, aunque, en verdad, muchos de los objetos que allí se venden han estado antes encerrados en esos gigantescos contenedores metálicos.

 

Al levantarme del suelo me clavé en mi mano las rugosas tapas de un libro rojizo, viejo y deteriorado. Abrí la primera página. «DIARIO SIN NOMBRE», ponía. La letra era elegante pero antigua, retorcida al inicio y final de cada palabra, como dando mayor importancia al estilo que a su propio contenido. La tinta estaba ya algo deteriorada, pero aun así se podía leer lo escrito en aquellas ajadas hojas. No me detuve a leer nada más, me llevé el libro consigo y marché corriendo a mi casa. Pero por el camino mi grupo de amigos me llamó, así que abandoné aquel tesoro en el escritorio de mi habitación y hasta hoy ya no volví a encontrarlo. Como por arte de magia, cuando regresé este ya no se encontraba donde lo había dejado. Lo busqué durante horas por cada armario y cada estantería, pregunté a mi madre por si lo había visto, pero al fin di mi búsqueda por perdida y a mis quince años decidí pensar en otras cosas que en aquella época me hacían soñar e ilusionarme por las noches. Hoy comprendo que en aquel momento no estaba preparado para leer este libro enigmático, extraño, olvidado y sin autor conocido. De nuevo, como por arte de magia, esta mañana en un escondido cajón, ese libro rojizo ha vuelto a aparecer en mis manos y es cuando me doy cuenta de que lo encontré cien años después de que alguien decidiera escribir aquellas líneas.

II

Sábado, 16 de septiembre de 1911

Hoy he dormido a la luz de la luna, sintiendo la suave arena sobre mi cuerpo. Me he adentrado por las calles de Málaga. En la calle principal, una calle ancha con edificios que se asemejan a palacetes como en los que yo me crie, hasta que terminé viviendo en una vieja casa plagada de ratones de uno de los barrios más pobres de Belfast, en esa calle cada farola lleva en su copa flores rojas que la adornan. En este lujoso y elegante lugar hay un hotel llamado Hotel Inglés, ello me recuerda a mi tierra. A pesar de que, gracias a mi madre, experta en idiomas, hablo cuatro lenguas, siempre echo de menos mi lugar de origen, mi idioma, mis costumbres. Los vendedores de biznagas cantan versos y canciones que enaltecen el amor hacia una mujer, con el fin de que algún joven enamorado le regale ese ramo de jazmines a alguna señorita.


Y entonces la he visto pasar. Es una joven elegante, aprecio que no es de familia humilde, sus manos son delicadas, finas, parece algo seria; sin embargo, algún recuerdo de su memoria le ha hecho sonreír. Tiene una sonrisa perfecta. Es morena, de ojos negros y profundos. En ese instante he quedado admirado ante su belleza, pero pronto he apartado mi mirada. Quizás en otros tiempos podría haberme acercado a ella, pero ahora como preso fugado que soy no puedo hacer más que continuar huyendo.

Con el poco dinero que me queda he decidido alquilar una habitación en el Hotel Inglés. Estas vistas hacia la calle principal con ese intenso trasiego de la gente me hacen olvidarme por unas horas de mi triste historia, imaginando los pensamientos de todo el que pasa por debajo de mi ventana.

Ahora, después de ocho años he empezado a trabajar como ingeniero en el puerto. Me siento tan afortunado de poder contemplar tan de cerca la carga y descarga de buques que ahora sí que me encuentro preparado para leer las líneas que me estaban esperando. Un irlandés fugitivo es el protagonista de esta historia. Un irlandés fugitivo sin nombre y sin rostro, pero con una vida que contar.

La jornada para mí ha terminado en el puerto; sin embargo, el resto de los estibadores continúan ordenando las mercancías para el día siguiente. Se dirigen de un almacén a otro en la oscuridad de la noche, llevando en aquellos contenedores ilusiones de algún niño que espera un juguete con el que sueña o algo tan simple y necesario para sobrevivir cada día. La verdad es que siempre, desde niño, me han impresionado esos gigantescos buques venidos desde los viejos mares con algo que se espera con ansias en la otra punta del mundo o aquellos que zarpan desde estas tierras con algo tan nuestro y que luego lo tendrán en sus manos gentes a las que no puedo ponerles ni rostro ni nombre ni siquiera voz.

¿Quién sería ese irlandés y por qué dejó este diario olvidado entre las blancas rocas de La Farola del Mar?


III

Domingo, 17 de septiembre de 1911

No sé muy bien qué es lo que hago aquí. Málaga es mágica, embruja el corazón de quien pasea por sus calles y, sobre todo, por su puerto. Esas vistas al mar me dicen que voy a la deriva. La Farola, como los malagueños llaman al faro, me parece el palacio más fascinante de todos los que he podido conocer.

Pronto se me acabará el dinero y tengo dos opciones, robar otro pequeño barco y marchar hacia un nuevo lugar o conseguir echar raíces en esta ciudad. Pero ¿quién me va a ayudar a mí? Un irlandés prófugo y sin nada que aportar. No tengo ganas de seguir escribiendo líneas, no sirven de nada. ¿Acaso alguien las leerá dentro de cien años?

Me decepciona la forma de hablar de este protagonista. Se siente tan hundido, sin ilusiones. Todavía no sé cuál fue su delito y, sin embargo, no es ello lo que me importa, sino por qué escondió este libro en el faro, hacia dónde marchó. Tengo el presentimiento de que la historia de los estibadores está unida a la suya.


IV

Lunes, 18 de septiembre de 1911

Hoy es el último día que escribiré en este diario y lo haré simplemente para que, si en un futuro alguien lo encuentra, al igual que yo lo hice, sepa cuál fue mi historia y el delito que cometí. Pero siento que ya no existe motivo para que continúe escribiendo palabras sin sentido en estos folios. Los días son cada vez más monótonos y yo no encuentro el rumbo de mi vida.

Con dieciséis años abandoné el sueño de ir a la prestigiosa Universidad de Belfast y no tuve mayor opción que entrar a trabajar en los astilleros Harland and Wolff. Las condiciones de trabajo allí eran desagradables y duras. Yo ya no sentía lástima de mí, sino de los niños que no habían tenido la oportunidad de ir a la escuela, me acostumbré a verlos por allí deambular, llevando a sus espaldas tablones de madera más pesados que sus propios cuerpos y a cambio no tenían ni para comprarse una bolsa de caramelos. El poco dinero que ganaban habían de compartirlo con el resto de su familia y con hermanos mucho más pequeños que ellos.

No sé si al no haber caído en la ruina y haber continuado siendo un burgués de universidad me hubiera fijado en aquellos niños. Lo único que tengo por certero es que nunca miré a nadie creyéndome mejor que él, quizás con mayor suerte, pero nunca creí que mi dinero me haría mejor persona.

Hace algo más de un año varios niños fueron golpeados y despedidos del astillero porque habían dejado caer algunos tablones en el lugar equivocado. Se habían quedado observando un nuevo barco que se acercaba al puerto. Ante esa injusticia mi paciencia se agotó y opté por hablar con el encargado. Me amenazaron con despedirme a mí también, algo que en verdad deseaba. Así que decidí robar parte del dinero que había en la caja fuerte, de la cual me había aprendido la combinación, y así repartirlo entre los niños. Siempre me ha gustado observar en silencio, por lo que aquellos números que me apartaban del dinero no suponían un problema para mí. La había visto abrir por el encargado cientos de veces, cada vez que tenían que pagar alguna nueva mercancía.

Mientras robaba el dinero, el encargado entró en el cuarto y me descubrió. Yo lo golpeé intentando escapar, por ello no sé si en realidad asesiné a un hombre. Y el resto de mi historia ya se sabe. Hui de la justicia de mi país y también por proteger a mi madre y a mi hermana que no se merecían pagar por mis culpas. No me despedí de ellas. Repartí el dinero entre los niños, robé un pequeño barco y escapé hacia tierras portuguesas.

El día que puse rumbo a esta nueva e incierta vida miré al horizonte de mi ciudad con profundo temor, jamás regresaría ya al lugar en el que me había criado. Dejaba allí enterrados los viejos recuerdos, debía olvidarlos para convertirme en otra persona. No sabía si era justo con mi familia, pero sabía que en Belfast yo ya no tenía futuro y mi única oportunidad era abalanzarme al mar en un barco miserable y empobrecido. La travesía duró meses, meses de desesperanza en soledad y teniendo como único deseo encontrar una isla desierta y deshabitada. No quería fallecer, pero iba rindiéndome poco a poco, las velas del barco comenzaban a partirse y mi única esperanza de vida eran pequeños peces que se arremolinaban alrededor de la quilla del barco, con ello satisfacía mis ansias más primarias. Con el trascurso de las semanas adopté la vida salvaje como propia y olvidé mis buenos y delicados modales.

Estaba anocheciendo, el cielo se tornaba anaranjado, una estampa bella que jamás olvidaré, pero ese cielo veraniego no fue lo que me impresionó, sino que al fin divisaba tierra. Una ciudad muy diferente a mi Irlanda, más colorida, de calles estrechas y adoquinadas, se presentaba ante mí, Oporto. Pensé en si sería Portugal el nuevo país que me acogería, aunque lo único que deseaba en aquel momento era continuar huyendo, alcanzar el fin del mundo y quedarme allí reposando, a medio camino entre el mar y las extensas cadenas montañosas como los entierros épicos de los grandes caballeros medievales. El puerto era grande y extraño a la vez, un paisaje surcado por puentes que atravesaban el mar uniendo un extremo y otro de la ciudad. Nunca había contemplado el paisaje de un estuario. El río Duero avanzaba sigiloso y pletórico bordeando toda la ciudad y en su estuario ponía fin al ciclo de vida de las aguas que lo surcan. El barco que robé en Belfast se perforó y su cubierta comenzó a llenarse de agua, era el momento de despedirme de él, de despedirme de lo único que me unía ya a mi tierra.

Aquellos meses de travesía fueron la gesta más imprudente y a la vez la más aventurada y pasional que he hecho en mi vida. Pero creo que es el destino que me espera, mi único destino, el único sentido que le encuentro a mi vida.

Tras pasear por las calles de Oporto y contemplar sus edificios y fachadas adornados con coloridos azulejos, me di cuenta que era un intruso en aquella tierra. Amarrado en el puerto, entre las aguas del Duero y las del Atlántico, había un viejo barco, abandonado quizás o esperando a su antiguo dueño, pero yo decidí apropiarme de él y poner rumbo a una nueva tierra a la que sintiera como propia en el fondo de mi corazón. Durante algunas semanas bordeé las costas portuguesas y españolas hasta llegar a esta ciudad colorida, Málaga, de la que también terminaré huyendo porque arrastro un pasado demasiado traumático y sé que en ningún lugar lograré ser feliz.

No intento justificar mis crueles actos, tan solo deseo que quien en un futuro lea estas líneas le sean por lo menos algo interesantes. Abandono el viejo diario en este hotel que posee esas poderosas vistas que me han devuelto durante unos días la alegría.

 

Esta historia me sobrecoge el alma y me frustra el no poder saber nada más. Una vida inconclusa, una historia que tan solo ha hecho nada más que empezar y, sin embargo, aquí abandona a su lector. No hay derecho a prestarle atención a alguien para que luego te abandone en la más plena incertidumbre.

Me enfada tanto. Este libro parece maldito, es mejor que lo deje abandonado entre los recovecos del muelle, el lugar del que nunca debió salir.

Durante toda la noche no he podido dormir, pensando en que he abandonado un recuerdo del pasado, un testigo vivo. Lo he dejado a su suerte y cerca del mar. Si el aire lo ha empujado a la orilla ya nunca podré tenerlo en mis manos.

Mi jornada de trabajo empieza pronto. He de revisar cada día la maquinaria pesada que sirve para descargar y cargar los buques. Pero lo primero que hago es ir a buscar a ese amigo que ayer me decepcionó y yo no perdoné aquella decepción.

Por suerte no se ha movido del lugar donde lo dejé, como si me estuviera esperando. Lo guardo en mi mochila a la espera de que esta noche, contemplando el silencioso trasiego de los estibadores, intente encontrar el final a esta historia.

De nuevo, con las tapas rojizas sobre mis manos, respiro profundo para averiguar el destino final de aquel irlandés.

Voy pasando las hojas, todas en blanco, ni una sola marca de tinta en ellas, hasta que después de haber pasado más de trescientas páginas, por fin aparece una completamente escrita.


V

Lunes, 10 de febrero de 1913

El lector que haya llegado hasta estas páginas es poseedor de una gran paciencia. He decidido volver a escribir en este viejo amigo porque ahora sí he encontrado la verdadera razón de por qué comencé a escribir en él. Pero para ello he dejado en blanco cada página de cada uno de los días en los que lo tuve abandonado.

La última hoja que escribí contenía las letras de un hombre desilusionado con la vida y sin rumbo. Y por ello aquel día decidí que un libro no debe ser rellenado con frases que no contengan ningún sentido ni ninguna hazaña que narrar.

Lo dejé abandonado en el Hotel Inglés porque pensaba marchar de Málaga y no volver a pisar sus calles con aroma a jazmines; sin embargo, cuando llegué al puerto algo me hizo cambiar de opinión, una música, una canción, un canto que incitaba a la alegría, mientras cientos de hombres cargaban y descargaban buques sin descanso. Los vi tan alegres con sus vidas a pesar de que la gente ni siquiera los miraba.

—Cargadores de buques, ¿qué oficio es ese? —solían decirles.

Nadie se fijaba en que gracias a ese oficio la vida podía continuar cada día, porque ellos descargaban con sus manos aquello con lo que luego se podía comerciar y hacer cada día la existencia algo más cómoda. Me di cuenta, que al igual que los marineros, se curaban con sal las heridas. Me dispuse a ayudarlos y ahí encontré a los mejores amigos que jamás podría haber soñado. Así que no marché de Málaga, aquí sigo.

Hoy he ido a aquel hotel que me acogió por primera vez para recoger mi viejo diario. Le he regalado una biznaga a la dueña para que me dejara entrar. Algo he aprendido de los malagueños y entre todo ello cómo sacarle una sonrisa a una mujer.

La enigmática y bella señorita que observé el primer día que pisé esta calle ha vuelto a aparecer ante mis ojos. Es mi amor platónico. Sé que es inalcanzable para mí, pero con contemplar su sonrisa en la lejanía me es suficiente. ¿Y su voz? Hoy por fin he podido escuchar su voz. Pero esa no es la historia que he venido a contar, al fin habrá tantas historias de amor que narrar en estas calles de Málaga que prefiero dejar que sea otro quien escriba un nuevo diario contando sus andanzas amorosas.

Por fin, ayer Málaga se rindió a la labor incansable de los estibadores. El vapor de bandera francesa Anatolie procedente de Orán y con destino a Marsella llevaba desde el 20 de enero atracado en el puerto de Málaga. Sus bodegas iban cargadas con trescientas toneladas de aceite y debíamos de cargarlo con más mercancía con destino a Marsella. Además, en el barco no solo había aceite, sino algo muy especial que he decidido guardar en mi bolsillo. En Orán olvidaron descargar una pequeña caja de jabones fabricados en Marsella, pero no es el jabón lo que me ha alegrado el alma, sino un pequeño dibujo que en ellos hay. El dibujo de una rosa con dos pétalos caídos. Ese dibujo que tan solo hacía mi hermana. Ahora sé que ella está a salvo en Francia.

Cuando empezamos a cargar el buque fue trepidante el saber ordenar cada caja en su lugar apropiado. Era como un puzle en el que no solo importaba encajar las piezas, sino su peso, su estructura. Yo me considero un estibador más y veo tan injusto que se nos considere como a hombres sin oficio y se nos juzgue sin saber cómo es nuestro trabajo.

Pero desde ayer algo ha cambiado. Parte de la tripulación francesa del vapor Anatolie decidió hacer nuestro trabajo, colocando en el barco erróneamente la mercancía. Al principio decidí no hacer alarde de que también hablaba francés, me he acostumbrado a ser un estibador y he olvidado mi pasado burgués. Tan solo lo hice cuando fue estrictamente necesario.

El buque comenzó a hacer escora en banda de estribor, así que se debía de actuar rápidamente si no queríamos que se perdiera toda la mercancía y el buque se hundiera para siempre.

Mis compañeros que se encontraban a bordo del barco empezaron a notar cómo se inclinaban hacia un lado sin poder mantener el equilibrio. Los franceses, miembros de la tripulación, habían repartido el peso de la mercancía desproporcionadamente, pero no entendían a mis compañeros cuando estos les gritaban advirtiéndoles de su error.

Así que en ese instante no tuve otra opción que dirigirme a la tripulación en su lengua, la cual conozco bastante bien gracias a las enseñanzas de mi madre.

Al principio se mostraban incrédulos ante mis advertencias, pero el buque comenzó a inclinarse de tal forma que lo único que se podía avecinar con ello era un naufragio.

Toda la tripulación francesa se apartó hacia un lado y esperaron mis indicaciones. La verdad es que este oficio me apasiona. Cada carga y descarga es como un juego de estrategia. El orden y las proporciones perfectas es lo que buscamos.

Durante unas horas me convertí en el jefe de toda una tripulación, aunque no de mis compañeros que me apoyaron en cada indicación que di.

El buque Anatolie, al que ya le tengo mucho cariño, fue cargado y descargado dos veces hasta que toda su mercancía quedó en perfectas condiciones. Nunca he visto a tanta gente reunida en los alrededores del puerto contemplando nuestro trabajo. Los malagueños nos aplaudían mientras se alegraban al ver el rostro de admiración de los franceses.

Por fin somos los estibadores hombres con un oficio y no pobres que han de ganarse algún dinero descargando buques.

El barco francés ya ha zarpado llevándose consigo la esencia de la lucha de los estibadores malagueños, ya que irlandés llegué, pero en malagueño me he convertido. Nuestra historia ha traspasado fronteras y el buque Anatolie siempre estará unido a nosotros.

Las gentes me miran y sonríen con admiración y quieren invitarme a alguna copa. Pero yo rehúso esos halagos. Si no hubiera sido por los compañeros que hace dos años me entregaron su apoyo ahora estaría encerrado en alguna infecta prisión. Yo tan solo he contribuido con mi ayuda gracias a que hablo francés y ello no tiene ni la más mínima importancia.

La naviera Compagnie de Navigation Paquet a la cual pertenece Anatolie me ha ofrecido unirme a su tripulación, pero no pienso enrolarme de nuevo a la aventura cuando por fin he conseguido ser feliz en esta tierra.

Tan solo les he pedido una única cosa: que le entreguen una carta a mi hermana. Sé que el dibujo de esos jabones tan solo lo ha podido hacer ella. Les he escrito su nombre en el dorso de una hoja que he arrancado de este diario. Seguro que en Marsella no hay muchas irlandesas llamadas Margaret Jones.

Podría escribir ahora las últimas líneas de este diario, pero sé que todavía puedo narrar en sus páginas alguna bonita leyenda de los mares, de ese océano embriagador que alberga grandes recuerdos de marineros, bucaneros, cargadores de barcos y pescadores aferrados a su vida en el mar.

Sé que llegará el momento de cerrar estas páginas y dejárselas a venideros hombres de mar, pero por ahora continuaré dibujando con mis palabras las blancas hojas de este DIARIO SIN NOMBRE.

Estoy emocionado. Aquí, en el silencio de la noche, siento que soy el elegido por este irlandés del que tan solo sé que se apellidaba Jones.

Qué injustos hemos sido tratados lo estibadores a los largo de los siglos. Ahora recuerdo las palabras del periodista francés Albert Londres, quien en 1927 consideraba que los estibadores marselleses, los mismos que seguro supieron de las hazañas de los malagueños, no eran más que seres marginales que no tenían oficio ninguno.

Me quedo mirando la Farola del Mar, le sonrío en la distancia. Cuánta razón tenía este irlandés tan amigo mío ya. El océano es un enigma y ese enigma da cobijo a grandes leyendas, historias que se pierden entre el rumor de las olas y que, si no fuera por hombres como él que las dejan escritas en diarios húmedos, cubiertos de sal y arena, estas se marchitarían en las cantinas de los puertos, en los barcos que naufragan y en las voces que el mar se lleva a otras orillas.

Todavía me quedan por leer algunas páginas más de este recuerdo del pasado, pero las leeré con calma, con la serenidad de un día de verano que se despide con dulzura tras el horizonte del mar, dorando con mayor fuerza la suave arena de la playa.

La noche malagueña es enigmática, tiene unos tintes de guardián sigiloso y a la vez traicionero. Málaga es cuna de historias y de leyendas y yo cada vez que regreso a casa imagino a quiénes pudieron pasear por sus calles mucho tiempo atrás y ahora no dejo de pensar en el irlandés, en si anduvo los mismos pasos que yo hago ahora. Me gusta creer que en un momento de su vida algún antepasado mío pudo cruzarse con él, que en cierto modo sus ojos y los míos se miraron hace mucho tiempo atrás.